Pícaros voltios de euforia

En «La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop», Tom Wolfe examina provocativamente, sobre el terreno, los recientes monstruos sagrados, las instituciones de la era pop, los representantes de la nueva cultura…
… Los surfers, los locos de la moto, los Muchachos de la Melena y la estética de lo rancio, Hefner (Playboy), el rey de los reclusos voluntarios, la top–less trucada con silicona, el revoltijo mcluhaniano, los swinging London, las heathfields y las dollies, los hoteles climatizados, la decadencia del cocktail-party y la aparición de la cena-con-mono, la nueva etiqueta de la nueva café-society neoyorkina.
Entre los sorprendentes fenómenos sociales que estimulan a Tom Wolfe aparece un tema recurrente: la búsqueda de status por parte de las nuevas generaciones o (lo que es el reverso de la medalla) el ocaso de las jerarquías sociales tradicionales.
En conexión con este fenómeno se testimonia la aparición de fórmulas artísticas y códigos de conducta absolutamente ajenos al viejo stablishment.
«Escribí estas historias –señala el autor–, salvo dos («El hotel automatizado» y «Nuevo libro de etiqueta de Tom Wolfe»), en un período de diez meses, después de la publicación de mi primer libro: The Kandy-Kolored Tangerine-Flake Streamline Baby. Fue una época extraña para mí, con varios pícaros voltios de euforia. Anduve de un lado a otro del país y luego, de un lado a otro de Inglaterra. ¡Qué gente conocí…! ¡Qué cosas hacían…! Estaba extasiado. Conocí a Carol Doda. Había inflado sus pechos con silicona emulsificada; más tarde se convirtió en pieza clave de la industria turística de San Francisco. Conocí a un grupo de surfers: la banda de la casa de la bomba. Asistieron a la sublevación de Watts como si se tratase de una partida en la bolera de Rose, en Pasadena. Fueron a ver a los «negros borrachos» y éstos los reprendieron por escandalosos. En Londres conocí a Nicki, una tenaz muchacha de diecisiete años, que se apuntó un tanto frente a sus condiscípulas al hacerse con un amante kurdo y cojo. Conocí a un oficinista de los de nueve libras a la semana, llamado Larry Lynch. Pasaba todos los días la hora del almuerzo, con otros cientos de trabajadores adolescentes, en las profundidades alucinantes y oscuras como boca de lobo del Tiles, un club nocturno de mediodía. Todos en éxtasis por el frug, el rock and roIl y Dios sabe qué más, durante una hora…»
El reino del lenguaje
Tom Wolfe nació en Richmond (Virginia), se doctoró en la universidad de Yale y vivió hasta su muerte en Nueva York. En la década de los sesenta se reveló como genial reportero y agudísimo cronista. Fue el impulsor y teórico del llamado «nuevo periodismo», al que definió como el género literario más vivo de la época y el más apto para captar los vertiginosos cambios y estilos de vida de las dos últimas décadas, arrebatando su primacía a la novela.
Wolfe siempre quiso ser escritor, aunque jamás soñó con alumbrar un nuevo género del que beberían (hasta saciarse) casi todas las generaciones posteriores de periodistas. Fascinado por la mitología oscura del Chicago de finales de los años veinte -«reporteros borrachos huido de los pupitres del News meando en el río al amanecer; noches enteras en el bar escuchando como cantaba “Back Of The Yards” un barítono que no era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria…»-, estudió literatura y periodismo, fracasó en su intento por dedicarse al béisbol, y a principios de los sesenta empezó a teclear noticias para el «Springfield Union», un diario de Massachussets.
De la huelga de periódicos neoyorquinos de 1962, a la que Wolfe llegó al borde de la bancarrota, surgió su primera gran hazaña: 3.000 palabras sobre una feria de coches tuneados de Los Ángeles que dejaron al director de «Esquire» boquiabierto. Ahí estaban, brincando y dándose codazos, los primeros ejemplos de una manera de entender el periodismo que, según Wolfe, tenía que ser «absolutamente verídico y al mismo tiempo, tener la cualidad absorbente de la ficción».
Siguiendo esas directrices autoimpuestas, Wolfe creó un molde por el que pasaron surferos, bandas de motoristas, la alta sociedad estadounidense, el swinging london, el arte y la arquitectura moderna o las inclinaciones radicales de la izquierda chic neoyorquina. A su ejemplo «se deben las mejores páginas del periodismo moderno y quizá algunas de las peores», escribe Eduardo Mendoza en el prólogo de «La Izquierda Exquisita», una de las antologías que, junto a «La Banda de la Casa de la Bomba y otras crónicas de la Era Pop», «El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron», «Ponche de ácido lisérgico» y «La palabra pintada», reúnen algunos de sus mejores textos.