Cine negro en el cuarto oscuro

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Por derecho propio, Los peces rojos es uno de esos filmes tan redondos como injustamente postergados de una cinematografía (la española, para más señas) en la que, con demasiada frecuencia, se acaban obviando los grandes títulos anteriores al advenimiento de la democracia. Aunque, en esta ocasión, Antonio Giménez Rico rompió con dicha tendencia al dirigir, décadas más tarde, un remake bajo el título de Hotel Danubio (2003)
Por derecho propio, Los peces rojos es uno de esos filmes tan redondos como injustamente postergados de una cinematografía (la española, para más señas) en la que, con demasiada frecuencia, se acaban obviando los grandes títulos anteriores al advenimiento de la democracia. Aunque, en esta ocasión, Antonio Giménez Rico rompió con dicha tendencia al dirigir, décadas más tarde, un remake bajo el título de Hotel Danubio (2003)

La censura franquista primero y el acomodo costumbrista después coartaron en España el desarrollo de un cine negro equivalente al que en EEUU alumbró obras gloriosas como «El Halcón Maltés» (1941) o «Sed de mal» (1958), pero una revisión más amplia de sus límites permite ajustar cuentas con el «noir» patrio.

Es lo que hace José Antonio Luque en «El Cine Negro Español», a caballo entre el ensayo breve y el manual de consulta, un libro que analiza medio millar de títulos y pretende dar su justo esplendor a películas como «Los peces rojos» (1955), de José Antonio Nieves Conde o «El clavo» (1944) de Rafael Gil.

«Lo del cine negro en España fue complicado porque es un género crítico, de denuncia, y en la España de Franco era difícil que la censura permitiera películas como las americanas, sino era haciendo una alabanza a las fuerzas del orden y la ley», explica el autor.

«Permitimos que haya delitos, ladrones y asesinatos pero con la condición de que la policía los detenga y el espectador se vaya con la conciencia tranquila de que las calles están siempre protegidas», añade.

Difícil así difuminar las fronteras entre el bien y el mal, o sustituir al héroe por un antihéroe de pasado dudoso, léase detective con métodos poco ortodoxos. Por no hablar de la mujer fatal. Pero los creadores siempre buscan subterfugios.

«En la España franquista se permitió la mujer fatal, pero con actrices extranjeras. Era como decir que las mujeres de fuera son malas; en cambio, el modelo de mujer española, ama del hogar y pilar de la familia católica, no se podía resquebrajar», explica Luque.

Así, la mexicana María Félix es una adúltera asesina en «La corona negra» (1951), de Luis Saslavsky, y la suiza-alemana Katia Loritz reclama a su marido libertad sexual a cambio de no delatarle a la Policía en «Las manos sucias» (1956), de José Antonio de la Loma.

Una de las pocas excepciones a la regla es la Emma Penella de «Los Peces Rojos», una película poco valorada, en opinión de Luque, que insiste en que «si la hubiera filmado Hitchcock, sería una de sus películas más exitosas».

La escasez de títulos ajustados a los cánones más ortodoxos lleva al autor a hacer una revisión más amplia, en la que descubre que lo criminal en España aparece a menudo contaminado de otros géneros, en especial por la comedia costumbrista.

Así, analiza la trilogía madrileña de Edgar Neville, y ya en el terreno de la parodia, «Los ladrones somos gente honrada» (1941), de Ignacio F. Iquino, o «Atraco a las tres» (1962), de José María Forqué.

Avanzada la década de los 60 y en la primera mitad de los 70 empezaron a soplar nuevos aires en el cine criminal español, con imitaciones de James Bond («Anónima de asesinos», Juan de Orduña) y coproducciones internacionales como «Estambul 65» y «Las Vegas, 500 millones», ambas de Antonio Isasi-Isamendi.

La desaparición de la censura no trajo consigo el resurgimiento del cine negro autóctono, más allá de títulos aislados. «Nos apegamos demasiado al cine historicista, la ley Miró puso de moda llevar a la gran pantalla obras de teatro del Barroco y novelas galdosianas», explica el escritor.

A ese periodo corresponden «El crack» (1981), de José Luis Garci, que introduce la figura del escéptico detective, interpretado por Alfredo Landa, o «El arreglo»(1983), de José Antonio Zorrilla. Ambas abordan, por fin, la corrupción policial.

Pero el verdadero cambio, tal y como recoge el libro, se produce en la década de los 90, cuando empieza a perfilarse un cine criminal «acorde a la sociedad española y su idiosincrasia», con producciones como «Días contados» (1994), de Imanol Uribe, «Adosados» (1996) de Mario Camus o «Tesis» (1996) de Alejandro Amenábar.

En los últimos años la tendencia no ha hecho más que consolidarse con éxito, tal y como demuestra la nómina de los Premios Goya más recientes: Enrique Urbizu («La caja 507», 2002, y «No habrá paz para los malvados», 2011), Daniel Monzón («Celda 211», 2009, «El Niño», 2014) o Alberto Rodríguez («Grupo 7», 2012, «La isla mínima», 2014).

«Vamos por buen camino», opina Luque, «pero es muy curioso que un género como el criminal, con tantos seguidores, nos haya costado tanto».

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