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Magos del chupa chup lisérgico

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The Blues Magoos, en una foto promocional de 1966
The Blues Magoos, en una foto promocional de 1966

Algunos álbumes atrapan a una banda en un punto de inflexión, un pie en el pasado y el otro dando un paso hacia un futuro desconocido pero prometedor.

Si los Beatles, agotados y hastiados por la constante presión para producir, hubiesen detenido el tiempo un día a fines de 1965, su legado habría sido fácil de destilar: algunos éxitos del pop con alegría adolescente, la «beatlemania» , una película pop clásica, «A Hard days night»… Pero dos álbumes, «Beatles For Sale» y «Help!», que denotaban cierto cansancio; el antiguo frenesí de sus días de Hamburgo y The Cavern, y «Help!» (grabado en dribs y drabs durante seis meses) canjeados por una reveladora canción de Lennon, el gran single de Ticket to Ride y el éxito marca de la casa McCartney, Yesterday.

Al igual que Buddy Holly, que dejó un legado para la música pop, pero también en los magníficos acordes de «True Love Ways» mejorados con cuerdas, el público especulaba acerca del rumbo que iban a tomar los Beatles: hacia las baladas (McCartney) o hasta música desnuda emocionalmente (Lennon).

Pero «Rubber Soul» de diciembre del 65 fue de nuevo un álbum diferente: un pie en el pasado (economía popular), pero en dirección a ese futuro desconocido y prometedor (In My Life, Norwegian Wood, Nowhere Man).

Revólver, del ’66 estaba en ese futuro desconocido.

Echando la vista atrás, mientras que 1967 es aclamado como el gran año para los álbumes de debut, 1966 fue el momento en que muchas bandas británicas de la primera ola post-Beatles llegaron a su punto máximo: «Aftermath» fue el primer álbum de los Stones enteramente escrito por Jagger-Richards; «Face to Face» de los Kinks; el «A Quick One», la mini-ópera de The Who. . .

Y en los Estados Unidos, todas las bandas se pusieron al día con la Invasión británica y crearon sus propios estilos distintivos: los Beach Boys con «Pet Sounds», los Byrds con el álbum «Fifth Dimension» que incluía Eight Miles High; la búsqueda de sonidos de Lovin ‘Spoonful (Daydream, Did you ever have to make up your mind, Summer in the City, Rain on the Roof, Nashville Cats). . .

Justo entonces los singles y los álbumes competían en igualdad de condiciones, pero durante el año siguiente el LP se convertiría en la forma dominante: los Blues Magoos, del Bronx de Nueva York, lanzaron su álbum de debut, que tenía un pie en el pasado y el otro que buscaba un punto de apoyo en un futuro desconocido y prometedor.

Ese álbum fue «Psychedelic Lollipop», uno de los primeros en usar la palabra «psicodélico» en su título, y  que los llevó a las listas de éxitos con el sencillo clásico de garage-punk We Ain’t Got Nothin ‘Yet.

El álbum mostró que tenían compositores en sus filas: el apunte cualitativo de One By One vino de Ron Gilbert y Peppy Thielhelm (de sólo 16 años en ese momento); otros vinieron de la mano de Gilbert con Ralph Scala y Mike Esposito.

El otro material del disco los mostró con un pie firme en su esencia burbujeante, y otro en el pasado de la sala de baile: cubrían el espectro de James Brown con I´ll go crazy, Tobacco Road, de JD Loudermilk, y la balada Sometimes I think about. Incluso hubo algo de relleno para She’s Coming Home justo al final.

Pero fue más que un debut meramente prometedor y, al igual que con los álbumes de estreno de Moby Grape y Country Joe and the Fish, al año siguiente, Psychedelic Lollipop cubrió mucho terreno, desde rock y soul hasta baladas y pop.

Entonces, ¿dónde estaba el gen «psicodélico» y las insinuaciones de aturdimiento que conquistarían el mundo sólo seis meses después? Por extraño que parezca, fue en su tratamiento de la familiar Tobacco Road, que cuenta con una parte de guitarra sesgada de Esposito. Consiste en un emocionante viaje en solo cuatro minutos y medio.

Gracias a «Electric Comic Book», The Blues Magoos se ganaron una plaza como teloneros de The Who y Herman´s Hermits (de estos últimos en una gira «mundial»), y si bien el álbum no apareció en las listas de éxitos, podría decirse que es una colección interesante y que mantenía el sesgo de la apertura.

Su distintivo sonido de órgano y guitarra era más integrado y experimental. Pipe Dream abundaba en el viaje y las lisergias que, sin embargo, vivían atrapadas en temas excesivamente cortos si se les compara con la avalancha experimental que se avecinaba.

Incluyeron algunos rellenos de factura superficial mientras exploraban el formato del álbum conceptual (típico del período): en la cara A con el guiño a Zappa Intermission, y cerrando la cara B con That’s All Folks, una parodia centelleante del tema de Looney Tunes.

Otras pistas como Life Is Just a Cher O’Bowlies eran frívolas e indignas, o una diversión con drogas, según el punto de vista y el estado de ascensión y ‘rollo’ de quien la escuchaba.

The Blues Magoos también demostraron su interés en mantener esa audiencia en vivo con una versión de seis minutos de Gloria de la banda seminal Them (entonces un estándar en vivo para muchos conjuntos), que en cierto modo traicionó sus raíces de banda de garaje y replicó el estilo de Tobacco Road.

Todas las canciones de «Electric Comic Book» son cortas. Aparte de Gloria, solo una más rompió la marca de los tres minutos (Let’s Get Together por apenas tres segundos). Era como si ya no pudieran estirar más el chicle, así que cada lado corrió a poco más de 15 minutos.

De este modo a pesar de las buenas sensaciones, el hecho de tener cierto pedigrí en la composición, moverse en un un sonido que abarcaba una horquilla relativamente amplia y firmar un debut que tenía un pie en el pasado y otro en el futuro inminente, los Blues Magoos nunca lograron despegar.

Su historia termina efectivamente allí, aunque hicieron un álbum más antes de dividirse en el ’68, «Basic Blues Magoos».

Sin embargo, como con muchas bandas de la época, se volvieron a formar (Castro y algunos nuevos músicos giraron como Blues Magoos durante un par de años y luego se separaron) y en los últimos tiempos casi todos se reunieron para algunos shows.

Su momento, en cualquier caso, se ubica entre 1966 y 1968, un tiempo en el que lograron cierta repercusión internacional gracias, sobre todo, a que sus discos venían avalados por los establos «Mercury Records». Ello les llevó, entre otras cosas, a aterrizar en España, camuflados entre la vorágine yeyé, con tres fascinantes EPs.

Un pequeño fragmento de su legado sobrevino cuando de Deep Purple con «Black Night» reivindicaron el riff de bajo  de We Ain’t Got Nothin ‘Yet. . . tal como los Blues Magoos lo concibieron, sin vergüenza y con las pupilas extasiadas por la visión de un horizonte musical reluctante.

Tragedia en el trono del pop

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Badfinger, en una foto promocional de 1970. Pete Ham es el segundo por la izquierda
Badfinger, en una foto promocional de 1970. Pete Ham es el segundo por la izquierda

Algunos músicos tienen el dudoso (y a la par, iconográfico) privilegio de estar en la alineación de un grupo de celebridades del rock fallecidas a los 27 años del que forman parte leyendas como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Brian Jones y Kurt Cobain, pero de todos sus socios es el galés Pete Ham, fundador de Badfinger, quien tuvo una historia más triste.

Las numerosas reediciones de los álbumes que su grupo publicó en el sello Apple -creado por los Beatles- y el número uno mundial alcanzado por Harry Nilsson con «Without You», la canción más célebre de las firmadas por Ham, sirven para reivindicar el legado de este malogrado músico.

Además, en vídeos rescatados de antiguas actuaciones se le puede ver tocando la guitarra acústica junto a George Harrison en las imágenes que recuerdan el día en que se celebró el primer macroconcierto benéfico de la historia, organizado por el guitarrista de los Beatles en Nueva York, en favor de la población de Bangladesh.

Pete Ham dejó muestras de su talento antes de ahorcarse en el garaje de su casa el 24 de abril de 1975, tres días antes de cumplir 28 años. Los momentos de gloria de Badfinger fueron efímeros, pero hubo quien a principios de los setenta se atrevió a proponerlos como posibles sucesores de los Beatles, grupo al que estuvieron ligados desde sus comienzos.

La banda comenzó como The Iveys a mediados de la década de 1960 y fue descubierta por Mal Evans, el roadie de los Beatles. Sus maquetas convencieron a los ‘Fab Four’ de hacer del grupo de Ham los primeros espadas de Apple Records.

Fue Paul McCartney quien les proporcionó su primer éxito mundial, «Come and Get It», una composición suya que produjo para el grupo en 1970, y que fue incluido en el primer álbum de la banda, «Magic Christian Music».

El empujón de McCartney puso en el mapa a un grupo que contaba con dos compositores solventes, el propio Ham y el bajista Tom Evans. Juntos compusieron «Without You», un tema incluido en el segundo álbum de Badfinger, ·No Dice·, editado a finales de 1970.

Pero el tema estrella de aquel disco fue «No Matter What», una chispeante composición de Ham que alcanzó los primeros puestos de las listas mundiales. Poco después, el cantante Harry Nilsson escuchó «Without You» en una fiesta y pensó que era de los Beatles. Alguien le sacó de su error y decidió grabar una versión de la balada para su nuevo trabajo

La canción fue número uno, se convirtió en un clásico y de forma recurrente ha sido versionada por decenas de artistas, entre los que figuran superestrellas como Mariah Carey. Badfinger continuaba en estado de gracia cuando en 1971 publicó su álbum más celebrado, «Straight Up», que contenía «Day After Day», una canción de Ham que despertó la admiración de George Harrison, quien se unió como productor a las sesiones de grabación y dejó su sello tocando la guitarra slide.

Tras eso, las cosas se torcieron. El último álbum con Apple, «Ass», sufrió retrasos en su publicación derivados de los problemas de grabación. Ham y sus compañeros se mudaron a Warner Bross de la mano de Stan Polley y el nivel creativo disminuyó a medida que aumentaban las disputas entre los miembros del grupo y sus representantes.

Durante los siguientes años, la banda comenzó a dividirse. Polley los había firmado para un contrato ruinoso que lo dejó con la mayor parte de las ganancias, lo que desató una serie de disputas legales.

La desesperación llevó a Pete Ham a quitarse la vida cuando solo faltaba un mes para el nacimiento de su hija. Su muerte pasó prácticamente desapercibida entre el público. Ocho años después, Tom Evans siguió el mismo camino y se ahorcó en el jardín de su casa tras una fuerte discusión con otro miembro de la banda, el guitarrista Joey Molland. Dejó una nota en la que le decía a su esposa embarazada y a su hijo que los amaba. “No se me permitirá amar y confiar en todos. Esto ha sido lo mejor. Pete. Pos data: Stan Polley es un bastardo sin alma. Lo llevaré conmigo».

Después de años de olvido, los álbumes de Badfinger están disponibles en lustrosas reediciones con sonido remasterizado, que permite apreciar la brillante contribución que Ham y los suyos hicieron en aquellos días felices.

El círculo se cuadró con Carole King

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Tras un primer trabajo llamado Writer (1970), King dio con la tecla en Tapestry, editado en 1971 y sin duda uno de los mejores álbumes de la década
Tras un primer trabajo llamado Writer (1970), King dio con la tecla en Tapestry, editado en 1971 y sin duda uno de los mejores álbumes de la década

El gato de Carole King se llamaba Telémaco (Telemachus), el suéter lo había encontrado en un cajón olvidado y los rulos que caían por su espalda eran naturales. Tenía 29 años cuando, en 1971, posó para la carátula de ese, el principal disco de su carrera, sin imaginar que «Tapestry» pasaría a la historia de la música pop y la eyectaría a una fama incontestada durante más de medio siglo.

En los siguientes seis años el álbum fue puntero en los ránkings de Estados Unidos, e internacionalizado, vendió 24 millones de copias en el mundo. Y hoy, a pesar de la fama, del dinero y de sus decenios, Carole King, considerada una de las grandes compositoras del pop en el siglo veinte, no ha perdido jamás de tener claro el suelo que se mueve debajo de sus pies. Sencilla y aterrorizada —ella misma ha dicho que no se considera diva— recordó, para The Telegraph de Londres, el momento de la fotografía en 1971: «En verdad era mi living de Laurel Canyon. Esas, mis viejas cortinas con diseños indígenas. Y ese, mi gato Telémaco».

Todo era artesanal en la vida de Carole King, pero no duraría mucho. Con «Tapestry», esta hija de Brooklyn —el barrio de Nueva York donde nació, de padres aficionados al piano y en un hogar judío— inauguró años vertiginosos de giras mundiales, prestigio musical y contratos millonarios. Décadas después, ha demostrado ser dueña de un poderoso sentido de realidad.

Hoy, sola después de un cuarto matrimonio, la artista ha dicho que defiende su visión de familia ante todo. Igual como lo hacía a los 20 años, cuando se casó con Gerry Goffin, su socio creativo de sus primeros tiempos: ella escribía la música, él las letras. En sociedad con Goffin—bipolar, quien nunca le fue fiel y padre de su hija Louise—, King se convirtió en compositora de canciones que pasaron a ser parte del imaginario colectivo norteamericano a través de voces como las de Aretha Franklin, The Monkees, The Byrds y los Everly Brothers. Hasta que hizo «Will you still me love tomorrow», grabado por The Shirelles en 1960, canción que se disparó en los ránkings y que fue su puerta de entrada al canto. Aún debería esperar once años para proyectarse a la fama mundial con «Tapestry».

En lo personal, el éxito no le fue evidente, recuerda. En 2014, fue elegida Persona del Año MusiCares —un premio honorífico de la Academia de Grabación a través del sello Grammy— por su contribución al mundo como compositora, cantante y por su trabajo filantrópico y medioambientalista para proteger el ecosistema. «Me escogieron, como a James Taylor, Bruce Springsteen y Lady Gaga antes de mí, porque somos artistas que devolvemos los dones que hemos recibido. Técnicamente nunca me he visto como a una cantante, cantar no estaba en mi meta. Yo solo quería escribir canciones y eso he hecho», dijo.

En conversación con el animador de televisión y escritor Willie Geist, King recordó sus inicios escolares, cuando era amiga del cantante Neil Sedaka y del músico Paul Simon, «con quien tocábamos piano en las fiestas de la universidad. Siempre me gustó tener conversaciones con el piano». Fueron sus primeros acordes. La artista confesó que, de joven, cada vez que escuchaba una de sus nuevas canciones en la radio, se emocionaba, un destello que conserva. «Aún siento la misma emoción, eso no se ha pasado», dijo.

Respecto a la forma en que ha vivido estos años, fue clara en esa misma entrevista: «Mi foco, desde el principio, fue tener una vida normal. Mis padres eran separados y yo quería para mí algo normal, un matrimonio, hijos, una familia. Esa idea la mantengo». Al preguntarle si se sentía diva hoy, considerando la imagen de sencillez que ha proyectado durante medio siglo, Carole expresó: «Muy de vez en cuando me acuerdo de ser diva. Y sí, soy una diva en términos de exigencia en el trabajo. Pelearé siempre por un trabajo perfecto, en eso no transijo».

Un ejemplo de su perfeccionismo fue la gira Trovador que King emprendió con su gran amigo y colega desde los años 70, James Taylor, con quien grabó álbumes inolvidables. Los dos artistas cubrieron 50 presentaciones en Australia, Nueva Zelanda, Japón y Norteamérica, que finalizaron en julio de 2010.

Para la revista Billboard, Taylor resumió: «La música pop, como la conocemos, sería muy diferente sin las muchas contribuciones de Carole King, en su carrera como compositora, intérprete y autora. Por cierto su figura, conocida universalmente, pocas veces ha estado más activa que en los últimos años».

Como prueba, el musical «Beautiful», en el Teatro Stephen Sondheim de Broadway —que también triunfa en el West End de Londres— brilla en la escena angloparlante. Su inspiración: la carrera incombustible y vigente que Carole King ha mantenido desde los sesenta hasta hoy.

Joaquín Parejo, el yeyé irreductible

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Joaquín era un hombre de la edad ye-yé –como reza uno de sus títulos míticos–, que podría perfectamente haber sido uno de los componentes de Micky y los Tonys, un colega de David Hemmings en Blow-Up (1966), de Antonioni, o el quinto de los Beatles
Joaquín era un hombre de la edad ye-yé –como reza uno de sus títulos míticos–, que podría perfectamente haber sido uno de los componentes de Micky y los Tonys, un colega de David Hemmings en Blow-Up (1966), de Antonioni, o el quinto de los Beatles

«Si en toda época de cambios hay siempre una persona desconocida para la mayoría, pero que ejerce de secreto catalizador para los iniciados, en la explosión pop en España ese agente provocador fue Joaquín Parejo Díaz (Madrid, 1945-2012)». Estas palabras de Luis E. Parés son el merecido rescate para uno de los grandes adalides de la cultura juvenil en nuestro país, y como tal, ‘back door man’ durante la burbujeante segunda mitad de la década de los 60 del pasado siglo.

Sus pasiones, desde adolescente, explica Parés, «fueron la música pop y el cine, y a ambas dedicó gran parte de su vida». Desde los diecisiete años empezó a escribir en prensa sobre temas musicales y sobre cine en revistas como Film Ideal, Fotogramas, Triunfo, o Mundo Joven. Y poco más tarde se convirtió en director de promoción de EMI y director del catálogo de Hispavox, en los años dorados de los Beatles y los Rolling Stones.

Joaquín Parejo Díaz, a juicio de Parés, tuvo «una influencia vital en el cine pop español». Todo lo que tenía que ver con cine y música «moderna» le era confiado: por ello cubrió la visita de Richard Lester al Festival de Cine de Bilbao para NO-DO, por eso fue guionista de Megatón ye-yé (Jesús Yagüe, 1965) y de otras dos películas: una musical pero sin contenido pop (Zampo y yo, Luis Lucia, 1965), y otra no musical pero con un claro tono juvenil (Los amores difíciles, Raúl Peña, 1967). Y por ello fue ayudante de dirección de Los chicos con las chicas (Javier Aguirre, 1967) y Dame un poco de amooor! (José María Forqué, 1968), las dos exitosas películas que hicieron Los Bravos. También colaboró en el inconcluso documental Los Beatles en España (Pedro Costa y Francesc Betriu). Y trabajó en la mayoría de los programas musicales de la época (Último grito, Mundo Pop), en muchas ocasiones realizando vídeos musicales. Sin embargo, si por algo ha de ser conocido Joaquín Parejo Díaz es por haber dirigido dos cortometrajes en los años sesenta, que son las muestras más genuinas de lo que podría haber sido un cine pop español.

Con veinte años -continúa Parés-, Joaquín Parejo autoproduce La edad ye-yé (1965), que ganó un premio en el Festival de Cortometrajes de Bilbao. Este cortometraje es un documental fresco y dinámico sobre la nueva juventud, algo así como el acta de nacimiento de una nueva sensibilidad, un manifiesto generacional, una confesión, un intento de autodefinirse. Por ello, la película empieza con una dedicatoria: «A todos los jóvenes ye-yé y no ye-yé de nuestro tiempo». El documental tiene una voz en off (de Julián Mateos) que explica y define qué es ser ye-yé: «Ser ye-yé es el tema del momento. El chico ye-yé es una persona que ama la moda más audaz y la música más atrevida». Mientras en imagen vemos un repaso a la mitología de esa juventud (planos de chicos, de tiendas de discos, de revistas musicales en un kiosco, de discotecas llenas de jóvenes bailando…) se ve a Micky y Los Tonys cantando. Y de repente, un corte narrativo brusco con la inclusión de entrevistas, con planos frontales, de jóvenes sentados. Tres hombres (entre ellos Mike Rivers) y tres mujeres. Las preguntas son las mismas para todos: si estás de acuerdo con lo ye-yé, cuál es tu ídolo, qué piensan tus padres de ti, cuál es el último libro que has leído, si te interesa la política. A esta última pregunta, Ricardo Sáenz de Heredia, cantante de Los Shakers, contesta: «Me haría socio de un partido político si estuviese presidido por los Beatles». No hacía falta decir nada más para explicar cómo pensaba un chico ye-yé.

Fotograma de "La edad yeyé" (1965)
Fotograma de «La edad yeyé» (1965)

Dos años más tarde, Joaquín Parejo Díaz realiza un nuevo cortometraje, también autoproducido: La máquina que hace pop (1967), que sigue la estela de La edad ye-yé, en el que participan Massiel, Karina, Mike Kennedy, Juan Pardo, José María Íñigo (y su madre, quien dice que le gustaría que su hijo no llevase esas pintas) y Alain Milhaud, a los que se pregunta por el significado del éxito, de la fama, de lo ye-yé, del dinero. También se asiste a la grabación de una canción por parte de Johnny Valentine. La película intenta ir estéticamente más allá que la anterior, ser más moderna, más rompedora. A eso se debe la presencia de la máquina que da nombre al cortometraje, diseñada por el pintor Eduardo Úrculo, o la yuxtaposición de planos de archivo, con un ritmo acelerado, para contar la historia del siglo xx. Este cortometraje no estaba tan conseguido como el anterior, pero seguía siendo una novedad absoluta en el cine español, por su tema, por su tono, por su desenfado.

Entre medias de ambas películas, Joaquín Parejo Díaz había realizado para Televisión Española el cortometraje Los locos bravos (1966) —un antecedente del videoclip—, película imposible de ver en la actualidad. Tras La máquina que hace pop, Parejo Díaz abandonó la dirección de cine (no así la escritura de guiones, en la que siguió junto a Raúl Peña) y se volcó en el periodismo y en la gestión musical. Sus cortometrajes se han visto muy poco desde entonces, quizá a la espera de un nuevo sueño pop que los rescate del olvido.

El flequillo de Stu como preludio de la ‘Era Pop’

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Stu, el llamado “quinto Beatle”, el más listo y más sensible pero el menos apto musicalmente, se enamoró de una chica, Astrid Kirchherr, que había fascinado a toda la banda
Stu, el llamado “quinto Beatle”, el más listo y más sensible pero el menos apto musicalmente, se enamoró de una chica, Astrid Kirchherr, que había fascinado a toda la banda

John Lennon, Paul McCartney, Pete Best, Stu Sutcliffe y un George Harrison de 17 años llegaron a Hamburgo el verano de 1960. Ya se llamaban The Beatles, pero no llenaban salas de conciertos y llevaban el pelo engominado hacia atrás.

Habían llegado contratados por Bruno Koschmeider, un promotor de conciertos del “barrio rojo” de Hamburgo, Saint Pauli, y propietario del “Kaiserkeller”, un cochambroso local de la ciudad alemana.

“Les ofrecía un salario de 15 libras a la semana y les daba comida y bebida durante los conciertos”, explica Jana Soldicic, que ahora organiza los conciertos en ese mismo local, que se ubica en número 36 de la calle Grosse Freiheit y todavía promociona concursos de jóvenes valores bajo el lema de “Kick it like Beatles”.

“Tocaban seis horas al día siete días a la semana. Un día, planearon una estrategia en contra de Koschmeider, que era conocido por ser muy rácano. En un éxtasis musical sobre el escenario, comenzaron a saltar salvajemente sobre las tablas del escenario hasta romperlas para que las cambiara de una vez”, narra Soldicic.

El 3 de octubre de 1989, cuando Paul McCartney regresó a Hamburgo para iniciar su gira alemana y volvió al “Kaiserkeller”, ya renovado y con una barra de bar donde se ubicaba antes el escenario, reconoció aquel momento como “el nacimiento del impulso beat”.

Primero habían sido contratados para tocar en el “Indra”. “Sois muy malos”, les dirían. Pero el local cerró y un día se cayó el último grupo de local vecino, el “Kaiserkeller”, y Koschmeider completó con ellos un cartel en el que tocaban Rory Storm and the Hurricanes, cuyo batería era una futura estrella llamada Ringo.

“En Hamburgo aprendimos muchas cosas”, diría McCartney. “Llegamos siendo unos críos y regresamos siendo unos críos maduros”. Se familiarizaron con el escenario, alargaban sus temas hasta los 30 minutos y aprendieron a interactuar con el público.

Comían, bebían y se pelaban ante un público que aumentaba según iba corriendo la voz. Incluso se turnaban para dormir durante el espectáculo.

Se abrieron a un mundo de libertades que pasaron por el sexo, las drogas y el rock and roll. “En Liverpool todas las chicas llevaban faja. Aquí en Hamburgo casi exhibían sus partes íntimas”, decía McCartney.

En el “Kaiserkeller” les aseguraban que con las píldoras adelgazantes Preludin se aguantaba mucho mejor la noche. Entre sus ingredientes se encontraba casualmente la anfetamina.

En una plaza con su nombre en el barrio no son cuatro sino cinco los componentes que luego se escudarían en una manzana verde. Los cinco de Hamburgo.

Hunter Davies explica en la biografía oficial del grupo cómo la ciudad “era más perversa que nunca. Siendo un puerto franco, se había convertido en un centro de tráfico de armas del FLN durante la crisis de Argel. Eso había atraído a mafiosos extranjeros y mucho dinero”.

En ese contexto, George Harrison perdió su virginidad. “Mi primer ‘polvo’ lo eché mientras Paul, John y Stuart miraban. Dormíamos en literas. En realidad, no veían nada porque estaba debajo de las mantas, pero en cuanto acabé, me aplaudieron y me aclamaron”, decía.

Entonces ya habían evolucionado desde su llegada, cuando fueron acogidos en un rincón del cine Bambi, al lado del lavabo de señoras. Allí permanecieron hasta su primera vuelta a Liverpool, que no fue precisamente gloriosa: Pete y Paul habían sido deportados por no tener permiso de trabajo y acusados de haber incendiado el Bambi.

George también fue deportado, pero por ser menor de edad, y ante tal panorama, John y Stu también regresaron. Todos sin blanca.

Sin embargo, algo había quedado ya allí y volverían en abril de 1961. Stu, el llamado “quinto Beatle”, el más listo y más sensible pero el menos apto musicalmente, se había enamorado, además, de una chica, Astrid Kirchherr, que había fascinado a toda la banda.

Pete Best Primero por la izquierda) y Stu Sutcliffe (primero por la derecha) junto a John, Paul y George, cuando en Hamburgo se gestaba el nacimiento de The Beatles
Pete Best Primero por la izquierda) y Stu Sutcliffe (primero por la derecha) junto a John, Paul y George, cuando en Hamburgo se gestaba el nacimiento de The Beatles

Pronto se convirtió en un pilar fundamental del grupo: hizo fotos a la banda y conquistó a Stu, al que convenció de que el flequillo les sentaría mejor peinado hacia delante y no con el tupé típico roquero. Sin darse cuenta, infectó a toda la banda e iluminó la imagen de marca “Beatles”.

Stu que era el blanco de las burlas de John y Paul decidió dedicarse a las bellas artes y, tras regresar a Liverpool a ver a sus compañeros de grupo, falleció el 10 de abril de 1962 en Hamburgo por una hemorragia cerebral, a los 21 años.

Pete Best, en cambio, fue sustituido por Ringo de una manera poco delicada. Starr era mejor y Paul, John y George lo prefirieron a Pete cuando las cosas se pusieron más serias.

Así, el 5 de octubre de 1962, los Beatles, ya cuatro y en Liverpool, lanzaron su primer sencillo y éxito de ventas: “Love me do”.

El submarino amarillo con destino al país de la pimienta

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'The Fab Four', se toman un respiro durante la grabación de "Revolver"
‘The Fab Four’ se toman un respiro durante la grabación de «Revolver»

En 1966 vio la luz «Revolver», el séptimo álbum de los Beatles, un trabajo que introdujo la experimentación y los sonidos exóticos en el repertorio del cuarteto, sentó las bases de su madurez musical y dejó obras maestras como «Eleanor Rigby» o «Tomorrow never knows».

Aunque antes del 5 de agosto de 1966 los de Liverpool ya eran «más populares que Jesucristo» -John Lennon dixit-, dicha fecha fue clave en la carrera del cuarteto.

La llegada de «Revolver» supuso un punto de inflexión para Lennon, Paul McCartney, Ringo Starr y George Harrison, que ya nunca volverían a ser los mismos que habían hecho historia y desatado la «beatlemanía» con los álbumes editados desde su debut en 1963 con «Please Please Me» hasta ese momento.

Y es que, pese a que sus temas de mayor popularidad -como «Yesterday», «Lucy in the sky with diamonds» o «Here comes the sun»- pertenecen a sus álbumes más aclamados, «Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band» (1967) y «Abbey Road» (1969), estos no podrían haber sido sin el precedente de «Revolver».

Fue en este trabajo donde Harrison mostró por primera vez sus influencias orientales, con el instrumento indio sitar como protagonista, y comenzó a cobrar importancia en la banda como innovador.

También el productor George Martin, conocido como «el quinto Beatle» y fallecido en marzo de 2016, jugó un destacado papel en la introducción de elementos novedosos en el álbum como responsable de la brillante orquestación que acompaña las voces de Lennon y McCartney en «Eleanor Rigby».

La canción que cierra el disco, «Tomorrow never knows», es un adelanto de la faceta más psicodélica e influenciada por las drogas de diseño de los de Liverpool, que alcanzaría su esplendor un año más tarde con el citado «Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band».

La más icónica de las canciones de «Revolver» es «Yellow Submarine», una rompedora pieza infantil que empieza con unos acordes de «La Marsellesa» y que fue llevada al cine en 1968 con la película de animación homónima, que cuenta la historia de un viaje de 80.000 leguas bajo el mar hacia Pepperland con dibujos de clara inspiración psicodélica.

El cincuentenario ha motivado la publicación en España de «Revolver. El disco de los Beatles que revolucionó el rock», un libro coral editado por Efe Eme que firma el coruñés Tito Lesende (1971) y cuenta con los puntos de vista de quince músicos españoles de distintas generaciones.

Anni B Sweet, Bunbury, Jorge -de Ilegales-, Leiva, Miguel Ríos, Mikel Erentxun, Rubén Pozo, Xoel López o Zahara son algunos de los artistas que charlaron con Lesende sobre el impacto que ejerció en ellos este álbum, definido por la revista «Rolling Stone» como «el mejor disco hecho por los Beatles» y por «cualquiera».

Además, el libro recoge anécdotas y curiosidades relacionados con «Revolver», como que el título inicial del álbum iba a ser «Abracadabra» o que quizás Brian Jones -fundador de los Rolling Stones fallecido en 1969- participara en los coros de «Yellow submarine».

Lesende también plantea la posibilidad de que Eleanor Rigby existiera de verdad frente a la historia defendida por McCartney de que el título de la canción surgió de la suma de la actriz británica Eleanor Bron y el apellido Rigby, nombre de una tienda de abastos en Bristol (Reino Unido).

The Beatles, 77 D.K (77 días Después de Kennedy)

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En la imagen, una fan de 'The Fab four' en patente éxtasis
En la imagen, una fan de ‘The Fab Four’ en patente éxtasis

El cuarteto de Liverpool aterrizó en Nueva York a la 1,20 de la tarde un 7 de febrero de 1964. Allí los esperaban alrededor de 4.000 enardecidos admiradores, 200 periodistas y más de 100 policías.

«Fue como si un gran pulpo con tentáculos estuviese atrapando el avión y atrayéndonos hacia el suelo en Nueva York. Fue un sueño», recordó Ringo Starr, uno de los dos Beatles vivos, en el documental «The Beatles Anthology» (Antología de The Beatles).

El famoso escritor Tom Wolfe, que estaba cubriendo su llegada para el diario New York Herald Tribune, relató entonces cómo «algunas de las chicas intentaron saltar por encima de un muro de contención».

Dos días más tarde, el 9 de febrero, el cuarteto apareció en el programa de televisión The Ed Sullivan Show, de la cadena de televisión CBS, donde interpretó cinco temas en directo, entre ellos «I Want To Hold Your Hand» y «She Loves You».

Fue un momento histórico con más de 73 millones de telespectadores, calificado por la empresa de medición de audiencias Nielsen como el programa de televisión más visto de la historia.

Y el 11 de febrero llegaron en tren a la capital estadounidense, donde celebraron su primer concierto en Estados Unidos, que según algunos fue un ensayo para su debut en el Carnegie Hall de Nueva York un día más tarde.

«Hacía mucho frío aquel día. Había entre 20 y 25 centímetros de nieve» y tuvieron que viajar en tren de Nueva York a Washington en lugar de en avión como tenían previsto, explica Rebecca Miller, directora ejecutiva del DC Preservation League, que se encarga de la conservación de edificios históricos.

John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr se desplazaron en limusina desde la estación de tren de Washington al Uline Arena, un recinto de deportes y espectáculos que en su día acogió un concierto conmemorativo.

El hotel Omni Shoreham, en el que se alojó el grupo durante su estancia en Washington, suele celebrar una fiesta en honor de The Beatles cada 10 de febrero en la que, según la invitación, se sirven cócteles y aperitivos «que hubieran merecido la aprobación de John, Paul, George y Ringo».

Nueva York tampoco escatima esfuerzos para honrar la memoria de un grupo que cambió la cultura pop y ayudó a levantar el ánimo de los estadounidenses tan solo 77 días después del asesinato del presidente John F. Kennedy.

«Existía preocupación sobre la escalada de la guerra en Vietnam y el movimiento de los derechos civiles. La inflación era alta. Había tensión», recuerda en declaraciones al rotativo neoyorquino Daily News Larry Kane, el único periodista que viajó con la banda durante su gira del 64.

«Cuando The Beatles llegaron (a Nueva York) en febrero ayudaron a distraer a todo el mundo de todas esas (preocupaciones)», aseguró Kane.

El último tributo en el que intervinieron Ringo Starr («Yellow Submarine») y Paul McCartney, quien entonó canciones como «Magical mystery tour», contó también con la presencia de Katy Perry, Pharrell Williams y Eurythmics y versiones de más de dos docenas de canciones de la célebre banda.

McCartney y las poéticas plumas del pájaro negro

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Cuando fueron ganando confianza en sí mismos, el dúo Lennon-Mc Cartney llevó más allá las fronteras existentes en la creación de las letras
Cuando fueron ganando confianza en sí mismos, el dúo Lennon-Mc Cartney llevó más allá las fronteras existentes en la creación de las letras

Blackbird Singing, el libro con los versos que el ex Beatle escribiera entre 1965 y 1999, revela otra faceta del prolífico artista. No sólo es difícil, sino también inútil tratar de establecer fronteras exactas entre las artes, menos entre la música y la poesía. El legado de Bob Dylan, Jim Morrison, Nick Cave, Lou Reed y The Beatles, entre otros, no puede restringirse sólo al ámbito de la música popular, porque a partir de ésta desplegaron una estrategia poética con letras de alto contenido que quedaron grabadas en las conciencias de miles de personas como el más poderoso mensaje inoculado desde el arte.

Adrian Mitchell, poeta, dramaturgo y amigo personal de Paul Cartney y Linda (fallecida en abril de 1998), fue uno de los principales promotores de la idea de publicar el trabajo poético que el ex Beatle había ido acumulando desde la adolescencia, cuando enviaba sus trabajos a la revista literaria del colegio. Finalmente, el esfuerzo se concretó en Blackbird Singing (Grijalbo), un volumen que reúne versos y canciones editado por el propio Mitchell en versión bilingüe y aparecido este mes en las librerías chilenas.

Adrian me convenció de que el libro también debía incluir canciones. Ahora coincido plenamente con él en que ambas formas de escritura tienen la misma capacidad de transmitir sentimientos profundos, afirma McCartney en el prólogo del libro.

Las letras de clásicos como Eleanor Rigby, Hey Jude, Yesterday, When I’m Sixty Four, Yellow Submarine, Penny Lane, Fool on the Hill, Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band, aparecen en esta recopilación junto a otros textos que no fueron pensados para llevar música.

Mitchell conoció a McCartney en 1963, cuando escribía una columna de pop en el Daily Mail. Ese año publicó la primera entrevista que el grupo diera a un periódico de ámbito nacional: A Paul le interesó que yo hubiera publicado novelas y poemas. Así pude conocerle mejor, dice el editor.

La literatura fue el vínculo que unió al rockero y al escritor, los que de manera informal desarrollaron una serie de actividades en torno a la música y la poesía. Uno de los momentos más importantes de mi vida fue cuando interpreté cuatro de mis poemas acompañado por Paul, Linda y su grupo en la etapa de Southend de su gira mundial, en 1991. Ese mismo año, Linda sugirió a Mitchell la idea de la publicación, pensada en un primer momento como un regalo sorpresa para el cumpleaños de Paul.

blackbird_singingLa idea prendió inmediatamente. Desde hacía mucho tiempo Mitchell tenía la certeza de que en el rock había poesía pura y auténtica, aunque muchos de los letristas de la música popular sólo pretenden ganar dinero repitiendo fórmulas sensibleras y vacías. No era el caso de los Beatles. Fue con el rocknroll cuando las letras oscuras y sinceras del rhythm and blues llegaron a la radio. Chuck Berry y Jerry Leiber escribieron historias sobre la vida en la ciudad, coches, hamburguesas, amor, alcohol y problemas de todo tipo. Eran dramas poéticos de tres minutos. A Los Beatles les encantaban estas canciones y antes de componer las suyas las cantaban. Cuando fueron ganando confianza en sí mismos, el dúo Lennon-Mc Cartney llevó más allá las fronteras existentes en la creación de las letras hasta conseguir maravillas como Sergeant Peppers, Come Together y A Day in the Life. Y cuando se separaron, siguieron escribiendo canciones intensas e inteligentes.

Como su música, la poesía de McCartney no es para eruditos, no esconde sentidos bajo capas semánticas: Paul no está en la línea de los poetas académicos modernos. Es un poeta popular, como lo fuera Homero, comprendido y apreciado por millones de personas que nunca han pisado una universidad. Sin embargo, no es simple, dice el recopilador, y agrega que la escritura del músico está teñida de las lecturas de Oscar Wilde, Tennessee Williams, Bernard Shaw, Sheridan y Hardy. También acusa la influencia de quiénes fueron amigos personales y a los que el rockero solía leer sus trabajos, como Allen Ginsberg y Tom Pickardf. Paul no sólo posee una de las voces más cálidas y suaves de nuestra época. Es evidente que tiene un don único para escribir canciones que llegan directo al corazón. Pero también es un orfebre y un malabarista cuando trabaja con las palabras. Tanto sus poemas como sus canciones guardan sorpresas, asegura Mitchell.