blues
Taj Mahal contra los puristas

En el repertorio del músico de blues afroamericano Taj Mahal cabe de todo: reggae, calypso, rumba así como sonidos primitivos y tambores africanos. Le gusta alardear de sus raíces, porque el blues viene de África.
«En primer lugar, soy africano; en segundo, un jamaicano negro, y sólo en tercer lugar, un americano negro», es una de sus frases favoritas.
Su blues regresa a las raíces originales. Para hacer música -así lo entiende Taj Mahal- no hace falta ningún instrumento. Después de todo, están la voz, las manos y los silbidos.
«Se puede hacer música antes de tener en la mano cualquier instrumento, está en el ser humano. En África se hace música en todas partes sin la ayuda de notas», dijo una vez en una entrevista.
Sin embargo, se enfada de vez en cuando por el hecho de que grupos y cantantes blancos como los Rolling Stones o Eric Clapton se hicieran más ricos que todos los músicos negros con versiones de diferentes blues.
Henry Saint Claire Fredericks nació en 1942 en Harlem, en una familia de nueve hermanos. No había forma de que escapara de la música. Su padre era un músico de jazz jamaicano. Su madre provenía de Carolina del Sur y era cantante de gospel.
Rechazado por los puristas
A los 15 años, aprendió a tocar la guitarra por su cuenta. Muy pronto, comenzó a dominar una decena de instrumentos más. Entre ellos el banjo, que toca con una técnica de percusión y punteo. Los puristas negros del blues rechazaban el banjo, porque era utilizado sobre todo por músicos blancos de bluegrass y country.
A Taj Mahal le dio igual. Se ocupó más o menos científicamente de las raíces y las formas de la música y la cultura negras y mezcló todo lo que tenía ritmo.
Sus dos discos en solitario ‘Taj Mahal’ (1967), con Ry Cooder y Jesse Ed Davis, así como ‘NatchŽl Blues’ (1968), le llevaron a conseguir varias actuaciones en radio y televisión. Pero fueron sus fusiones musicales en el Festival de Woodstock en 1969 las que lo dieron a conocer a un público más amplio.
Realizó bandas sonoras para las películas ‘Sounder’ y ‘Sounder II’, en la que también actuó. Además compuso canciones para ‘Brothers’, ‘Trial & Error’ y para la versión cinematográfica del cómic ‘Blues Brothers’.
Sin embargo, Taj Mahal nunca quiso hacerse realmente rico con su música. Al parecer, apenas hace uso de los casi 250.000 dólares que cobra anualmente en concepto de regalías. Alejado del revuelo mediático, vive en Santa Monica, en el estado norteamericano de California.
Tupelo Bound, el largo y polvoriento camino

En tiempos de incienso y peppermint, una barriada malagueña fue bautizada en honor del ministro franquista José Antonio Girón. En uno de los habitáculos de aquel núcleo de civilización se fraguó, entre el inagotable jolgorio de aquellos que jalean a la juventud, una etiqueta sórdida, la marca a fuego hiriente sobre un astado que rompe la baraja, levanta la pata y orina apuntando al maestro de faena. No, esta no es una historia de tauromaquia, ni un cuento sobre señores que huelen a Pachuli. Es una parábola sobre el atavismo y la bonhomía en la música, concretamente en esa manifestación que se dio a conocer como Blues y de la que han emanado rabiosos ritmos de actualidad y huidas más allá de la puerta verde.
Tres hombres encerrados en una pequeña habitación. Paco Báez, con los bolsillos llenos de pasión; Don Francisco de todos los aullidos; un cantante de voz de esparto; rasca, rasca, que sangrarás. Báez fue lead singer en The Blackberry Clouds. Sus desgarros iniciales evocaban a Ian Gilland, pero pronto le llamó el olor de la fosa séptica. Nada de saneamientos, directo al pozo ciego. No se sabe si por una genética ubicada en las profundidades de Granada o porque, simplemente, la futilidad del inexacto destino a todos nos envuelve, acabó por sentenciar por derecho en las mazmorras que recuerdan que una vez hubo invidentes en el Blues y cojos en el Flamenco.
Max Fernández procesionaba interiormente sus apetencias musicales, que navegaban desde el Rock sin ropa interior hacia el hiptótico vaivén de la Fiesta de los Verdiales, así como el ectoplásmico ‘quejío’ de Manuel Vallejo. Tuvo la suerte de aprehender de su hermana los doce pulgadas de la vanguardia musical de los primeros ochenta del pasado siglo. Han pasado casi 40 años de aquellas lisergias, más o menos el tiempo en que agotan su vida los más afortunados pululantes de Sierra Leona. En la pócima de Max entraron The Cure, Bauhaus, el balido de Chiswick Records y el Rock and Roll acelerado de los Sex Pistols. Algunos llamaron a estos últimos adalides del Punk, un cliché que alivió el tránsito hacia el adocenamiento de sus impostores y llenó de burbujas a toda una generación, dotando a la guitarra de Fernández del furor y el delirio derivados de tamaña mescolanza.
El tercer hombre en aquel instante era el baquetista y nada ‘baguettista’, Antonio J. Martín, un batería de manantial progresivo que se había impregnado del loco mundo psiquedélico. La pregunta del cónclave no fue encaminada hacia los discos que cualquiera de ellos hubiese escuchado en el fin de los tiempos, pero casi. Así que la talla 38 fue calzada por un pie del 40. Porque de Nick Cave a Charlie Patton dista un paso hacia atrás. Y de The Beasts of Bourbon a Juan Breva hay un fox-trot.
Y el triunvirato parió a Tupelo Bound.
Su llanto provenía de un reproductor de mp3 reconvertido a grabador, cuyos registros encajaban con la imagen borrosa de Blind Lemon Jefferson y Antonio Chacón. Mientras, la humanidad sentenciaba a muerte a la farsa de la música para adolescentes.
Desde entonces, estos peregrinos del desierto cuentan en su haber con varias maquetas y tres Long Plays. Los dos primeros son «The Two Barrels Appreciation Day» y «Hounds of Misery», flagrantes homenajes a pantalones sucios, sudor y cactus. En ambos, Paco Báez y Max Fernández están acompañados por Damian Howson, el intrépido segundo batería de la banda. Con esta alineación, los Tupelo se balancean con placentero desdén entre los Blues del pantano y el hematoma australiano que no cura y se gangrena como Rock.
Tras la marcha de Howson, Tupelo Bound andaban buscando a quien atizase la percusión. Y han hallado a Juan Téllez, un sendero encaminado a la selva. El actual batería del combo echó los dientes entre portadas presidiarias de Robert Gordon y Punk neoyorquino, y es capaz de encontrar la misma esencia en las grabaciones del sello Red Bird y en la Beatlemanía Flamenca de Emi Bonilla. Debido a que su espectro es tan amplio, no se amilana ante casi nada. Hay quien sube y baja, no es el caso de Juan Téllez y su sombra, Juanillo. Él busca la ola perfecta. Anduvo cerca de ella en «Buried Alive: Live at el Juglar», el tercer y hasta la fecha último registro de los malagueños.
A lo largo de los tres últimos años, Paco Báez, Max Fernández y Juan Téllez acumulan andanzas, vericuetos y requiebros. Han cantado al amor y a la ciénaga, y siguen entonando en su eterno homenaje a Elvis. Con todo este segmento recorrido, queda claro que estos pendencieros hablan el mismo lenguaje musical y miran al horizonte con escéptico hermanamiento. Es altamente improbable que Tupelo Bound alcancen los ‘charts’, dado lo arriesgado de su apuesta y la querencia de la jauría hacia modelos plausibles, si bien su camino es honesto y el caudal creativo que atesoran presagia una evolución ya palpable hacia la búsqueda de las tinieblas sin salir de ese arcén en el que tan cómodos se encuentran.
El panteón de los electrificados musicales

“Más vale muerto para ser recordado en el rock, que vivo de quien nadie se acuerde”, reza una máxima, que aplica para muchos de los casos más célebres de rockeros que han decidido morir, con las guitarras puestas, para acabar tocando, la mayoría, en las puertas del infierno. Iniciemos el recuento.
La palabra se llama sobredosis y la favorita es “Doña Blanca”. La heroína, que ha sido la culpable de haberse cargado a Janis Joplin, que se metió en una sola dosis, veinte más que lo “normal” y a Dee Dee Ramone.
Una combinación de barbitúricos, hipnóticos, anfetas, antidepresivos, calmantes y somníferos, pueden hacerlo a uno despertar, indistintamente, en el cielo o en el infierno y, en una de esas, hasta en el purgatorio.
De eso supieron en carne propia: Tommy Bolin (de Deep Purple), Tim Buckely, Tim Hardin, Gregory Herbert (de Blood, Sweat and Tears), Frankie Lymon, Keith Moon, Gram Parsons, su Majestad Elvis Presley, Alan Wilson (de Canned Heat) y Sid Vicious y Steve Clark (de Def Leppard).
En el orden de las palizas, apuñalamientos y disparos, el rock ha perdido a Sam Cooke, King Curtis, Meredith Hunter, Al Jackson, Terry Kath, James “Sheep” Shepard; Tupac Shakur y John Lennon.
Uno de los últimos tiroteados y, por supuesto, muerto, fue Dimebang Darrel, ex guitarrista de Pantera. Sin embargo en eso que la Policía (¡y los fans!) llaman “Disparos dudosos”, dejó la vida Kurt Cobain, de Nirvana (muy probablemente asistido por Courtney Love).
El signo del zodiaco que, además es mortal enfermedad, aunado a otros padecimientos, achaques y sufrimientos acabaron cortando la vida de: Guitar Slim, Ivory Joe Hunter, Litle Willy John, Freddie King, Bob Marley, Ron “Pigpen” McKernad (de The Grateful Dead), Junior Parker, Minnie Riperton, Clarence White (de The Byrds) y Chuck Willis. Y no se diga del Sida que, entre dos de las muertes más famosa que ha cobrado está la de Klaus Nomi y la de Freddie Mercury.
Las más ‘extrañas’
La muerte debe considerarse, sobre todo en el rocanrol, como riesgo de accidente laboral. Por eso hay que tener mucho cuidado a la hora de conectar cosas, so pena de morir electrocutado y hacer que parezcan como villanas las guitarras eléctricas o los micrófonos.
lgunos muertos por descarga en vivo (y consecuente muerte en directo) fueron: Keith Relf (de los Yardbirds) y Les Harvey (de los Stone Crows).
Más discretos, pero igualmente muertos, por la vía del suicidio se han ido Johnny Ace, Ian Curtis (de Joy Divison), Pete Ham (de Badfinger), Donny Hathaway, Phio Ochs, y Paul Williams (de The Temptations).
Algunos de los cadáveres exquisitos del rock, han tenido a mal escoger su propia forma de morir, otros no.
Y mientras unos han querido morir de manera digna, otros han acabado de una forma que los ha matado doblemente: de manera real y de pena ajena.
Sin embargo, todos, de una u otra manera, acaban siendo recordados entre la seriedad del mortal asunto o con la sorna del caso.
Es triste que la gente se ahogue, pero que se ahogue en su propio vómito cambia la perspectiva de la muerte.
Eso le ha pasado a figuras del rock como Jimi Hendrix que, oficialmente, fue declarado muerto ahogado en su propio vómito (aunque luego se pudo comprobar que murió por asfixia en la camilla en que era trasladado al hospital; eso sí, iba cargado de barbitúricos, somníferos y alcohol).
También por vómito, luego de una noche de intoxicación etílica, se fueron Bon Scott, el cantante de AC/DC, y hasta un oso célebre: el baterista de Led Zeppelin, John Bonham, después de 40 vodkas dobles.
A toda velocidad
¿Qué da más caché… morirse en un accidente automovilístico, en un choque de moto o en un accidente aéreo?
Las opiniones se dividen, más no las muertes que experimentaron Jim Croce, Steve Gaynes (de Lynyrd Skynyrd), Buddy Holly, Otis Redding, J. P. Richardson (alias The Big Booper), Ritchie Valens, Ronnie Van Zant y Randy Rhodes… cuando el avión se les vino abajo.
Lo mismo en dos y cuatro ruedas, se fueron por la vía corta Duane Alman, Marc T. Rex Bolan, Eddie Cochran, Gene Vincent, Richard Fariña, Earl Grant, Johnny Horton, Berry Oakley (de los Allman Brothers) y Billy Stewart.
Asfixiados y ahogados (no en el alcohol) se fueron: Johnny Burnette, Bobby Fuller, y Brian Jones, éste último muy probablemente asistido por Mick Jagger que, dicen, le tenía envidia de la buena, en la temprana hora en que empezaron a rodar las piedras.
Y para finalizar, los que se pasaron de vivos para acabar muertos por arriesgar, literalmente, en la ruleta rusa, como Johnny Ace, luego de un concierto en el backstage, o Terry Kath, que antes de apretar el gatillo dijo: “No se preocupen, no está cargada”.
Los leones indomables de Janis Joplin

Explosiva y enorme en el escenario, extremadamente vulnerable fuera de él, Janis Joplin, la primera estrella de rock femenina, la penúltima heredera del blues, vivió contradicciones, pero el poder revolucionario de su música es incuestionable.
Una buena manera de acercarse a esta cantante de Blues es a través de «Janis», el primer documental que ahonda en la personalidad y los conflictos de quien fue símbolo femenino de la contracultura de los 60, aunque Bette Midler le llegó a poner rostro en la ficción en «La rosa» (1979).
La influencia musical de Janis Joplin es rastreable en cantantes como Joan Jett, P.J. Harvey o, más recientemente, la malograda Amy Winehouse, con quien Joplin compartió no solo la muerte precoz a los 27 años por abuso de drogas, sino también sus fuentes de inspiración.
Como las grandes damas del jazz y el blues, de Billie Holiday a Bessie Smith, Janis Joplin tocaba con su voz esa fibra especial que convertía el sufrimiento en algo llevadero.
Pero la artista tejana también inspiró canciones a otros, como la célebre «Chelsea Hotel» en la que Leonard Cohen rememoraba su fugaz encuentro sexual en ese hotel de celebridades, o «Pearl», de The Mamas and the Papas, que cantaban a aquella «chica fugitiva» y «preciosidad sureña».
«Fue una mujer revolucionaria que no tuvo miedo de saltarse las reglas. Abrió camino a otras mujeres para que se atrevieran a mostrar quién eran verdaderamente. Janis les dio carta blanca, y había una libertad en eso que no existía antes», según cuenta Berg, autora del documental nominado a un Óscar «Líbranos del mal».
Nacida en 1943 en Port Arthur, Texas, Joplin fue una adolescente marginada. El documental pone el foco en el acoso que sufrió en el instituto, donde llegó a ser elegida «el hombre más feo», y en la incomprensión por parte de sus padres, que hubieran preferido que su hija fuese maestra y cantase los domingos en el coro de la iglesia.
Según Berg, que ha entrevistado a amigos, compañeros de trayectoria y familiares y ha tardado siete años en sacar adelante su proyecto, Janis Joplin era «una mujer insegura, un bicho raro y una forajida en su propio pueblo».
La adolescencia le dejó «una cicatriz enorme» de la que nunca se recuperó. No consiguió desprenderse de esa constante necesidad de aprobación ajena, según testimonia el filme, a través de las cartas que escribió a sus padres, muchas de las cuales se hacen públicas por primera vez en la voz de otra cantante también sureña y muy influida por Joplin, Cat Power (Chan Marshall).
«Me costó mucho encontrar a la persona adecuada para leerlas, pero cuando escuché a Chan, supe que era ella. También ella es súper vulnerable y cruda, como Janis», explica Berg.
Con todo, lo mejor del documental es ver en acción al animal escénico. La expresión ‘darlo todo’ cobra todo su sentido al escucharla cantar «Ball and chain» con su primera banda, la Big Brother and Holding Company, en el Monterey Pop Festival de 1967.
Su primera actuación no fue registrada por las cámaras -casi nadie los conocía entonces-, así que volvieron a salir al día siguiente. Los rostros de incredulidad del público son impagables.
También hay imágenes inéditas, algunas registradas por el documentalista D.A. Pennebaker, como las que la sitúan grabando en el estudio la legendaria «Piece of my heart».
O el momento en que se puso a cantar «Me and Bobby McGee» para los músicos de Grateful Dead y The Band en el Festival Express Tour de Canadá. Una de esas raras ocasiones en que la versión supera con creces el original (de Kris Kristofferson).
A Janis Joplin le bastaron cuatro álbumes para convertirse en un mito -dos con los Big Brother and Holding Company y otros dos como solista-. Sin embargo, tras su muerte se han lanzado más de quince álbumes recopilatorios de sus grandes éxitos.
La película aborda también su currículum amoroso. La historia que más le marcó sucedió cuando dejó las drogas y el alcohol durante un viaje a Sudamérica, y conoció a David Niehaus, un profesor que no tenía ni idea de quién era Janis Joplin.
Pero meses después recayó y la heroína acabó por alejarlos. La mañana en que Joplin no despertó, en una habitación del Landmark Motor Hotel, recibió un telegrama de Niehaus. Berg deja en el aire la pregunta de si las cosas podrían haber sido diferentes de haber recibido esa carta un día antes.
Los malditos que Crumb trajo del infierno

La música amansa a las fieras, pero el blues, el jazz y el country de los músicos estadounidenses olvidados de los años veinte y treinta no consiguieron este efecto con el rey del cómic «underground» Robert Crumb, sino que lo convirtieron en un niño obsesionado por convertir esa etapa en un álbum de cromos.
Inspirándose en la tradición de los cromos de hace más de un siglo, Crumb (Filadelfia, EE.UU., 1943) dibujó hace treinta años uno por uno a los músicos de ese período musical americano, pequeñas obras de arte que publica en español la editorial Nórdica con el título «Héroes del Blues, Jazz y el Country de Robert Crumb».
Una especie de álbum de cromos que empezó a ilustrar en formato retrato con la idea de incluirlos más tarde junto a cada LP que publicaba la casa discográfica neoyorquina Yazoo Records, propiedad de Nick Perls, amigo del ilustrador y del cineasta Terry Zwigoff, quien relata cómo la obra se convirtió en libro después de que estos dibujos fueran objeto de deseo de coleccionistas.
«Nick Perls -cuenta Zwigoff- fue quien le propuso reunir los cromos en una caja única de treinta piezas. Eso eliminaba el elemento de intercambio, pero le daba un artículo más para vender, en lugar de un complemento extra que regalar con sus insignificantes ventas de vinilos».
Estas cajas «fueron un éxito» y a lo largo de los años se reimprimieron varias veces, tanto es así que al final los derechos pasaron de Perls a otros editores y, tras su muerte, el material gráfico de los cromos, según relata Zwigoff, se vendió a un director de cine cuyo nombre no se ha hecho público.
«Héroes del Blues, Jazz y el Country de Robert Crumb», que para la editorial es una obra «tanto para amantes de Crumb como para amantes de la música», es un pequeño diccionario donde redescubrir a grandes de la música como Jimmie Rodgers o la Carter Family.
Pero también se incluyen otras bandas más pequeñas y desconocidas con las que Crumb «disfrutaba más», como «Mumford Bean and His Itawambians».
Aunque en muchas de estas imágenes se ve claramente el trazo corto e irregular de Crumb, en otras se ve una faceta más dulcificada y armoniosa rellena de colores potentes como las voces de los músicos que enamoraron al autor.
Y así, como explican desde Nórdica, los lectores también podrán saber lo que le «gustaba» al autor de obras cumbre del cómic como «Melodías animadas» o «Realmente patéticos».
Por muy «evocador» que sea este material gráfico, apunta en el prólogo Zwigoff, el CD que se regala con el libro es «la única forma» de entender lo que inspiró a Crumb a llevar a cabo este álbum convertido en obra de culto.
En esta recopilación de 21 temas se podrán escuchar las grabaciones originales de Charley Patton, Dock Boggs y Jerry Roll Morton o Carter Family, entre otros.
Melodías que se pueden disfrutar mientras se consulta esta guía musical que, en palabras del cineasta estadounidense, se convierte así en un «buen comienzo» para meterse en la mente de este icono de la cultura alternativa.
Un genio irreverente de la viñeta que, aunque sigue empuñando su pincel, lleva tiempo sin conceder entrevistas.
Del Flamenco al Blues a través de la música árabe

Las raíces del jazz y del blues podrían encontrarse en la música árabe en mayor medida de lo que se creía hasta ahora, según asegura el investigador de la Universidad sueca de Gotenburgo Gunnar Lindgren.
«Es difícil encontrar parecidos fuertes entre la música africana y el jazz y el blues, pese a que se cree que esos estilos musicales afroamericanos derivan del encuentro entre la música africana y la europea. Pero es posible que las raíces del jazz y del blues puedan estar también en la música árabe», comenta Lindgren.
El profesor de Historia de la Música ha señalado en diversos estudios que la primera ola de esclavos africanos hacia el «Nuevo Mundo» llevó consigo la cultura y música española y árabe, así como que la segunda, procedente de África Occidental, también tenía una herencia cultural árabe.
«Los moros rigieron la Península Ibérica durante cerca de seis siglos y habían llevado africanos negros de África Central a Europa», dijo el investigador, añadiendo que en la época en la que se inició la conquista española de América «esos negros africanos estaban totalmente inmersos en la cultura árabe».
Lingren recuerda que en la tripulación de Cristóbal Colón en su primer viaje en 1942 había negros africanos, así como que incluso conquistadores como Hernán Cortés y Francisco Pizarro también habían contado con ellos.
Agrega que en la tercera ola de esclavos éstos procedían de «un continente con una cultura extremadamente fragmentada y diversa, por lo que en los barcos había problemas de comunicación y probablemente fue algo natural que se acogieran a la cultura hispanoárabe existente».
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