cante jondo
Al rescate de los pioneros del Cante
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«Arte y artistas flamencos» (1935) es un texto de referencia obligada para conocer la “Edad de Oro” del género flamenco y sus protagonistas, según la visión del guitarrista y cantaor Fernando el de Triana (1867-1940). Este libro fue y es apreciado como un catecismo, como un minúsculo museo donde se exponen con todo su deslumbre nombres, estilos, situaciones de un mundo singular. Cantaor, guitarrista, letrista y escritor, formará con sus paisanos de barrio Rafael Pareja y Pepe el de la Matrona, el más sabio triunvirato, fuente nutricia de todos los que hurgan en las tripas del arte más andaluz.
Esta obra es una fuente importante de información gráfica para averiguar los paralelismos y semejanzas entre los artistas retratadas en los estudios de los fotógrafos, unos más conocidos que otros, con los que aparecen en las cromolitografías de aquel periodo. Adheridas al cristal de las botellas, daban a esas fotos en blanco y negro un aspecto más atractivo y llamativo
El libro fue prologado en su primera edición en el año 1935 por Tomás Borrás, de cuyo texto puede destacarse lo siguiente:
«¡Con lo fácil que les hubiera sido a los doctores del flamenco sacar un billetito de ferrocarril, llegase a Cádiz y Sevilla y comprobar que ….el arte jondo aparece y se desarrolla en una comarca de pocos kilómetros y no sale jamás de allí, y solo allí se modifica, y allí únicamente nacen los creadores, y los innovadores….saben que hay gitanos en muchas naciones, con sus cantos peculiares, y que sólo los bautizados entre las salinas de San Fernando, los, olivares de Jaén y las dunas del Guadalquivir inventan y perpetúan un estilo que se llama…..la seguiriya, el martinete y la soleá- …el cante jondo tiene su pequeña patria, esa de Jerez y los Puertos hasta Triana….!»
Ya sólo con esta introducción nos debería bastar la valorar su contenido, donde predominan unas extraordinarias fotografías de antiguas figuras de este arte, con unos breves datos biográficos a modo de anécdotas.
El autor y su obra
Fernando Rodríguez Gómez «el de Triana», polifacético cantaor, guitarrista, letrista y escritor, publicó in duda uno de los textos fundamentales para la historia de esta música. Conocido como «el Decano del Cante Andaluz», amigo de muchos de los grandes de este oficio de finales del siglo XIX y principios del XX y asiduo de los cafés cantantes de la época, recoge el autor en este excepcional volumen, ilustrado con una importantísima colección de más de 120 fotografías, curiosísimas noticias y anécdotas, vivas descripciones del cante, el baile y el acompañamiento y más de un centenar de biografías de artistas de la talla de Manuel Serrapí » el Niño Ricardo», Manuel Vallejo, Juan Breva, Francisco Lema «Fosforito», Pastora Pavón «la Niña de los Peines», Silverio Franconetti, Juan Gandulla «Habichuela», Antonio Chacón, Antonia Mercé «la Argentina» o Francisco León «Frasquillo»

Según el periodista Manuel Bohórquez, «sn ese libro no sabríamos ni la mitad de lo que sabemos sobre los creadores de lo que hoy conocemos por flamenco». En cuanto a la gestación de esta obra, Bohórquez ofrece datos concretos: «Arte y artistas flamencos, la famosa obra literaria del Decano del Cante Jondo, como le llamaban a Fernando, comenzó a gestarse en Coria del Río, donde el cantaor tuvo un chiringuito junto al Guadalquivir, en la zona conocida como El Carrascalejo. Tras ofrecer una conferencia en el Centro Cultural Instructivo, en 1932, en la que estuvieron Blas Infante y el gran pintor sevillano José Rico Cejudo, surgió la idea de convertir sus apuntes en un libro, que se editó gracias a la generosidad de la gran Antonia Mercé La Argentina, como es sobradamente conocido».
El autor, hijo de Joaquín Rodríguez Jiménez y de Ana Gómez Pérez, creció en el barrio materno de Triana. Se dedicó profesionalmente a cantar y a tocar la guitarra desde muy joven. En 1885, actuó en el café Don Críspulo de Madrid, y al año siguiente en el café Imparcial.
Seguidamente formó parte de los elencos de distintos cafés cantantes andaluces, entre ellos del café El Turco de Málaga, en 1890. Al formar pareja artística con el guitarrista Paco de Lucena, recorrió España de 1893 a 1898. En 1899 creó su propia compañía para desarrollar su espectáculo en los teatros.
Residió en Madrid hasta que se trasladó a Málaga en 1907, y se convirtió en una de las figuras estelares del famoso Café de Chinitas, fama que conservó durante largas temporadas. Después vivió en Huelva, fue vecino de la cantaora Dolores La Parrala, que murió en sus brazos.
Retirado de los escenarios, se trasladó primero a Coria del Río y después a la localidad sevillana de Camas, en la que regenteaba un colmao y escribió sus impresiones acerca de los artistas flamencos de su tiempo, que publicó bajo el título de «Arte y artistas flamencos», gracias a la ayuda de La Argentinita, que viajó desde París para actuar en un espectáculo organizado para recaudar fondos para su edición, celebrado el 22 de junio de 1835 en el Teatro Español de Madrid, con la participación de numerosos intérpretes del cante, el baile y la guitarra.
De este libro, clara muestra de su capacidad como crítico y entendido del género, se han realizado varias ediciones: es una obra clave para el conocimiento de una época capital del flamenco, la de los cafés cantantes. Su última participación de la que se tiene noticia fue su presencia en el jurado del Certamen Nacional de Cante en el Circo Price, en abril de 1936. Como cantaor tenía un amplio repertorio y dominaba especialmente los cantes por malagueñas. No grabó en disco.
Dignidad creciente, calidad menguante

‘Historia Social del Flamenco’, de Alfredo Grimaldos reúne más de 300 páginas que recogen un relato sobre el cante jondo contado desde la pobreza, o bien un relato de la pobreza contado desde lo jondo.
En las letras flamencas hay un poso de rebeldía, fruto de la persecución y la marginación. Durante los años 30, se dedicaron fandangos al capitán de Jaca Fermín Galán y a las banderitas republicanas.
Por otro lado, a lo largo de los últimos años del franquismo y la Transición, numerosos artistas adquirieron un claro compromiso sociopolítico. Del duro trabajo en el campo y las noches en vela cantando para los señoritos en las ventas, los flamencos pasaron a los tablaos y los festivales veraniegos, primero, para alcanzar después, los teatros. L
os profesionales del arte jondo gozan hoy de mayor consideración social que nunca, aunque en el camino se hayan perdido muchas cosas. La crónica de esta evolución la hacen aquí sus propios protagonistas: Antonio Mairena, El Sordera, Farruco, Juan Habichuela, Juan Varea, Rancapino, Fernanda de Utrera, Chano Lobato, José Menese, Enrique Morente, Paco de Lucía… Figuras incuestionables de este arte y, algunos de ellos, grandes patriarcas gitanos. Los testimonios han sido recogidos por el autor que, con ritmo periodístico y rigor en clave de tragicomedia, transita desde la pena de la seguiriya al envolvente compás de las alegrías de Cádiz.
«Los artistas flamencos han surgido, históricamente, de los estratos sociales más desfavorecidos económicamente. Esa es una realidad constatable», explica el autor. «Los señoritos eran los que pagaban las fiestas en los colmaos y las ventas donde, de forma obligatoria, se buscaban la vida los flamencos. Ese esquema empezó a cambiar durante los años 60, con la proliferación de los festivales flamencos y de los tablaos, donde los profesionales percibían un salario o cobraban su caché. A partir de los años 80, el cante salió de los reductos de ‘cabales’ y amplió enormemente su público. Paradójicamente, ahora hay una oferta artística menos variada».
En paralelo a ese relato socio-económico, el libro es un estudio político de la historia del flamenco, desde los tiempos de la Guerra de la Independencia contra los franceses, hasta nuestros días, con parada especial en los años de la Transición: «El compromiso explícitamente político de unos cuantos cantaores durante a Transición fue algo inusual, hasta entonces, en la historia del flamenco». Y continúa: «Poco a poco se ha ido rebajando el compromiso, ante la gran ‘estafa democrática’ con la que culminó la venerada Transición: un rey puesto por Franco hace ya 35 años y un bipartidismo cada vez más corrupto».
Alfredo Grimaldos publica un ensayo con la voz íntima y confidencial de los grandes del cante a través de encuentros y entrevistas de los que se resume, según el periodista, la pérdida de autenticidad de este arte. “Los flamencos están mejor ahora y el flamenco peor” –cuenta- “se ha pasado de la pobreza del trabajo en el campo y las noches en vela cantando en las ventas a los festivales y a los grandes teatros. Se han perdido muchas cosas en el camino”. Para el autor, la persecución y la marginación de otras épocas marcaron un poso de rebeldía que siempre ha acompañado al cante jondo y que hoy no existe en el flamenco. El libro está cuajado de anécdotas que dan cuenta de la relación de los flamencos con los distintos avatares sociopolíticos de la historia.
«Si coges el primer cancionero flamenco, el de “Demófilo”, la cantidad de letras alusivas a la represión, la cárcel y la guardia civil son tremendas. El flamenco siempre ha sido una música con un gran poso de rebeldía; una música en la que se ha cantado a la marginación, a la discriminación racial; en definitiva, a la pobreza, pero sin una elaboración política grande; salvo, como digo en el libro, en los momentos de la República, en los que unos cuantos cantaores –payos, es importante la matización– cantan a Fermín Galán, a García Hernández y a los capitanes de Jaca, etc. Cantan a la República y se comprometen con ese proceso. Después, en los años duros de la posguerra, se vuelve a cantar a la pobreza y la marginación», explica Grimaldos.
«La gran transformación se produce con Pepe Menese y las letras de Francisco Moreno Galván, los dos de la Puebla de Cazalla y militantes del PCE. Renuevan las coplas flamencas partiendo de las raíces populares. En los discos de Menese se habla abiertamente de los maquis, la guerrilla, los últimos fusilamientos de Franco, la muerte de Grimau y de Centeno, etc», continúa.
Grimaldos relata que «progresivamente, el flamenco fue saliendo de sus círculos naturales y se fue convirtiendo en otra cosa en la medida en que la sociedad iba evolucionando, se globalizaba». Por tanto, «no se puede analizar aisladamente el flamenco».
Así, a juicio del autor, «una determinada forma de flamenco, que es la que a mí me gusta, se está acabando». «Ya no salen cantaores de ese corte, la sociedad es otra; el patio de vecinos donde vivía la Piriñaca y nació el Terremoto, el tabanco donde cantaba el Sordera, eso ya no existe. Ahora hay cantaores globales, como Miguel Poveda, que ha aprendido a cantar escuchando discos y que lo canta todo bien, a un nivel profesional, pero sin sabor ni pellizco: las alegrías no saben a Cádiz, las bulerías no saben a Jerez… El flamenco vinculado a las raíces sociales va desapareciendo, como desaparece el lince ibérico o los bolcheviques», concluye.
Quejío desde el profundo oriente andaluz

Andalucía, y hasta España, se identifican con el flamenco, las sevillanas y los compases del bajo Guadalquivir, pero la otra mitad de la región, la oriental, posee un folclore arcaico, profundo y raro que está al borde de la extinción, según el libro de viajes del profesor granadino de música Ramón Rodríguez. Historiador y autor de varios trabajos de campo antropológicos, Rodríguez explica que ese folclore agrario de las provincias de Granada, Málaga, Almería y parte de las de Jaén y Córdoba es de los más apegados a la tierra labrada y al trabajo rural, como quiere expresar el título que ha elegido para encabezar estas páginas, «El corazón de la besana» (Traspiés).
En estas comarcas «el instrumento típico del campo andaluz es el violín, que se toca en las rondas, en los verdiales malagueños, en los fandangos y para acompañar los trovos», ilustra Rodríguez, que lamenta que el violín siempre se asocie al mundo celta, pero nunca al folclore sureño’.
«El corazón de la besana», según su autor, no es un trabajo de campo, sino una obra literaria que incluye relatos populares y poesía popular, lo más parecido a un libro de viaje que aglutina experiencias y hallazgos cosechados a lo largo de tres años. «Salíamos buscando celebraciones y fiestas y encontrábamos cosas por casualidad; con idea de ir más allá de los trabajos etnomusicales o antropológicos, queríamos hacer algo que pudiera leer todo el mundo, incluso los propios troveros», señala Rodríguez aludiendo al fotógrafo, también granadino, Antonio G. Olmedo, su acompañante en todos estas búsquedas y viajes. Olmedo firma el libro con Rodríguez y sus imágenes en blanco y negro hacen dudar de que estén tomadas en el siglo XXI, como si fuesen una demostración de que el tiempo, lejos de la ciudad, conserva su propio ritmo, ajeno a invasiones tecnológicas y culturales.
Entre los personajes consignados por Olmedo figura Doroteo Hidalgo, violinista autodidacto de la aldea de Charilla (Alcalá la Real, Jaén), que falleció a la edad de 99 años, al que Rodríguez considera «un héroe» por haber preservado «los fandangos tradicionales que se bailaban a la luz de un candil en los cortijos» y haber sido capaz de haber grabado un disco con ellos. Doroteo, que fue cartero en los años de la República es, según Rodríguez, «uno de esos personajes a los que la música siempre ha acompañado» y que merecía haber visto cumplido su deseo de haber grabado un segundo disco con su violín.
Entre los instrumentos más extraños y antiguos que ha consignado Rodríguez está la chicharra o instrumento cordófono con una vejiga de cerdo inflada como caja de resonancia que se toca con un arco accionado desde arriba, además de zambombas caseras de todo tipo, incluso fabricadas con las antiguas cañerías de barro romanas, y violines hechos con lata o cartón. «Ya nadie experimenta fabricando violines caseros, porque resulta más barato comprar un violín chino», según Rodríguez, quien también ha oído la profundidad de las zambombas de medio metro de diámetro, fabricadas con orzas en la localidad cordobesa de Alamedilla.
Los troveros de la Alpujarra (Granada y Almería) son denominados poetas en la cordobesa Sierra Subbética y su talento como repentistas o improvisadores podría salvar parte de este folclore como, señala Rodríguez, ha sucedido en Cuba, Canarias o el País Vasco, «donde casi nadie conocía a los versolaris hace algo más de diez años y ahora tienen su público». Pero Ramón Rodríguez, que los ha escuchado mientras que Olmedo los retrataba, no se muestra demasiado optimista con el porvenir de estas costumbres de otros tiempos: «Creo que no van a continuar, porque no se conoce, y cuando no se conoce algo no se puede conservar».
Poetas que elevaron el Cante Jondo

En el primer tercio del siglo XX empezó a correr un nuevo aire para el flamenco, un arte que salió entonces de la marginalidad y alcanzó consideración cultural de la mano de los integrantes de la Generación del 27, de un poeta como Miguel Hernández y de un artista polifacético como Edgar Neville.
Así lo ha explica Manuel Bernal Romero, profesor de Literatura, estudioso de los poetas del 27 y especialista en flamenco, quien en su libro «La Generación del 27 y el flamenco» (Renacimiento) explica el proceso por el que los artistas flamencos abandonaron los cafés cantantes, las ventas, los prostíbulos y las fiestas de los señoritos para adquirir consideración cultural.
Estos poetas «han influido mucho en el flamenco moderno, en el cante jondo como ellos lo denominaban, y de manera determinante en su concepción actual como expresión cultural», según Bernal Romero, autor de otros tres ensayos sobre la Generación del 27.
A esa lista de artistas y poetas como Lorca, Alberti y Fernando Villalón, añade Bernal al polifacético escritor Edgar Neville –director de la película «Duende y misterio del flamenco»– y al compositor Manuel de Falla, a quien dedica un detallado capítulo con motivo de la organización del Concurso del Cante Jondo de Granada en junio de 1922.
«Antes del 27, el flamenco era una música marginal, ajena a cualquier vínculo intelectual o literario», ha insistido el profesor al señalar las excepciones de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío y los Machado y la desconsideración del resto de escritores e intelectuales, desde Unamuno a Eugenio d’Ors, quienes sostenían que el flamenco nada aportaba a la cultura española.
«Esa es la mirada que varían los poetas del 27, que llevan al flamenco al momento en que se encuentra hoy», a pesar de que, salvo Miguel Hernández, ninguno de ellos escribió para el flamenco.
En este punto Bernal ha asegurado que aunque muchos cantaores digan cantar a Lorca lo que hacen es cantar versiones de sus poemas, que ni tienen el ritmo flamenco ni fueron escritos para ser cantados.
Como ejemplo ha puesto «Poema del cante jondo» que, pese a su título, contiene poemas «incantables» que están «más próximos a la vanguardia que a la poesía popular», y libro del que ha aclarado que si el poeta granadino lo dedica al cantaor Manuel Torre lo hace muchos años después de haberlo escrito, ya que los poemas estaban pensados y escritos antes de conocer al mítico cantaor.
Bernal ha señalado que incluso Fernando Villalón, ganadero esotérico y personaje inclasificable, efectuó el camino inverso al incorporar algunas letras flamencas a sus poemas, pero que tampoco escribió expresamente para los cantaores.
«Villalón y Lorca trataron de definir en su poesía qué es el cante, pero con poemas difícilmente cantables», ha insistido.
De Lorca ha añadido que «aunque ahora no sea políticamente correcto decirlo, no es ningún flamencólogo», y que en la organización del Concurso de 1922 «actuó al dictado de Falla», hombre tímido y discreto cuya personalidad contrastaba con la simpatía y brillantez del poeta granadino.
A diferencia de Lorca, «que llegó al flamenco de oídas», «Villalón es el que hizo una poesía más flamenca».
El profesor ha puesto el Concurso del Cante Jondo de Granada en 1922 como un ejemplo de que el debate entre el purismo o cante jondo y lo comercial o considerado desechable por los puristas ha existido siempre, ya que a aquel certamen pudo concurrir todo artista que quisiera con una sola condición, que no fuese profesional.
El ensayo de Bernal revisa la relación de los poetas citados con cantaores como Manuel Torre, Chacón, La Niña de los Peines, Caracol y la Argentinita, cuya relación sentimental con el torero Ignacio Sánchez Mejías, otro polifacético inclasificable que también hizo de promotor de espectáculos flamencos, «iba a marcar alguno de los hitos que uniría a los creadores del 27 con el flamenco».
Trinidad Huertas, pionera del travestismo en el Flamenco

La bailaora Trinidad Huertas «la Cuenca» fue toda una adelantada a su tiempo que cosechó a finales del siglo XIX un gran éxito internacional en ciudades como Nueva York, México, La Habana, París, Berlín o Viena, y que fue también la primera en hacer un baile vestida de hombre.
«Era su baile estrella, una faena de una corrida de toros en la que hacía todas las suertes del toreo y, según las crónicas, las hacía a compás, sin dejar de zapatear. En un momento, el toro la pillaba y se caía, y desde la supuesta arena se arrastraba hacia la barrera a compás», afirma José Luis Ortiz Nuevo, coautor de un libro sobre «La Cuenca» junto a Ángeles Cruzado y Kiko Mora.
Otra característica singular es que tocaba muy bien la guitarra, algo que pudo aprender «trabajando junto a Juan Breva o Paco el de Lucena», según Ortiz Nuevo.
Este investigador, que fundó la Bienal de Sevilla y dirigió la bienal Málaga en Flamenco, conoció esta figura cuando entabló amistad en La Habana con el experto cubano Francisco Rey. «Me dijo que tenía una ficha de una bailaora española que estuvo allí, triunfó y murió en La Habana en 1890», ha explicado Ortiz Nuevo, que empezó a investigar un personaje del que no se sabía entonces mucho en España y halló noticias que revelaban su trascendencia.
Así supo que actuó en México y también en Nueva York -con referencias en el periódico «The New York Times»-, y en un rastreo por hemerotecas europeas comprobó que había estado en París, Berlín y Viena, además de triunfar en Sevilla, Madrid, Murcia, Almería, Málaga, Cartagena, Córdoba o Barcelona. «En París estuvo tres veces, en 1880, 1887 y 1889, meses antes de morir; en Nueva York, en 1888, y en México, en 1887 y 1888, triunfando de una manera ruidosa».
Nacida en Málaga en 1857, fue hija de María Cuenca Fernández, de la barriada malagueña de El Palo, y de José Huertas Flores, de Antequera o de Campillo, según otros documentos. Tanto por línea materna como por la paterna, sus abuelos eran de Antequera, Casabermeja y Algarrobo. «La Cuenca» empezó a actuar con sólo 11 años, desde esa edad ya demostraba «que tenía estudios de los antiguos bailes clásicos populares, y lo dominaba todo».
Sus comienzos artísticos tuvieron lugar en los cafés cantantes de Málaga, donde empezó a apodarse por su segundo apellido para evitar confusiones con el guitarrista alicantino Trinidad Huertas, nacido en Orihuela en 1800. Debutó fuera de su ciudad natal, en Almería, el 30 de mayo de 1875, y su actuación motivó que se prodigara por los cafés cantantes de toda España. En 1879, 1880 y 1981, fue la figura del teatro Eguilaz de Jerez de la Frontera.
Seguidamente recorrió los cafés cantantes de toda España, y en 1987, en plenitud de su arte, protagonizó en el Nuevo Circo de París un espectáculo titulado La feria de Sevilla, según un artículo aparecido en la prensa de la época, en el que se glosaban las características artísticas y físicas de las bailaoras: “A la cabeza de éstas figura Trinidad Cuenca, que viste de hombre y de corto: chaquetilla, pantalón ceñido, botas vaqueras, calañés, camisas con chorreras y faja de seda. De este modo desaparece lo que tiene de antipático el bailaor y aumenta la gracia de la bailaora, que la derrama por arrobas […]. Sube el punto del entusiasmo cuando Mademoiselle Cuenca, a la vez que baila una suerte de zapateado, simula las varias suertes del toreo”.
Estando en París fue descubierta por un empresario americano que la llevó a México. Uno de sus reclamos consistía en que, al parecer, Trinidad Huertas no sólo se vestía de hombre para bailar, sino como costumbre, y en una entrevista con un periodista de Nueva York le aseguró «con un poco de guasa que había sido torera de verdad, y que un toro le atravesó la mandíbula y el cuerno le salió por la boca».
De su personalidad se hicieron eco los periódicos franceses, cuando hablaban de que en París había «una bailaora que fuma, bebe y vive como un hombre», y otra publicación, «El Avisador Malagueño», aventuraba que «esa mujer no podía ser otra que ‘la Cuenca'», ha apuntado Ortiz Nuevo.
Trinidad Huertas “La Cuenca” fue una artista muy singular. Una mujer “agraciada”, de “ojos sumamente expresivos”, ”pequeña estatura” y “talle esbelto y flexible” — así la describía, como veremos en este libro, El Diario de la Marina el 16 de diciembre de 1887 con ocasión de su inminente debut en La Habana—. Una mujer que vivió intensamente e hizo siempre lo que le vino en gana
En su obra Arte y artistas flamencos, Fernando el de Triana le dedica especial espacio y escribe en uno de sus párrafos: “El baile de hombre lo ejecutaba maravillosamente; fue la primera lumbrera como mujer vestida de hombre, con traje corto; y por si esto no fuera bastante, también fue una excelente guitarrista”. El célebre Maestro Otero también comentó que fue la primera que bailó las soleares de Arcas, como zapateado flamenco. Ha quedado en la historia del género como una de las intérpretes más singulares de su época.
Con La Valiente. Trinidad Huertas ‘La Cuenca’, publicado por la editorial sevillana Libros con Duende, esperan incorporarla «al altar de las grandes figuras, y que Andalucía y España se sientan orgullosas de esta mujer, que llevó el nombre, el baile y el arte de su tierra por el mundo entero».»No hay ninguna figura del flamenco de esa época que haya acaparado tanta atención en el mundo», concluye.
El desgarro de la alondra

Fernanda Jiménez Peña, gitana de Utrera y cantaora con letras mayúsculas, era un mito del flamenco desde hacía ya muchos años. Cuando se habla de la soleá hay que referirse, obligatoriamente, a esta mujer irrepetible, porque nadie ha sido capaz de abordar este palo, la columna vertebral del cante, con tanta profundidad y personalidad como ella.
Su voz afillá, desgarrada, pertenecía al pasado, manaba de las fuentes de los sonidos negros y nos acercaba a la prehistoria flamenca.
Toda la carrera artística de Fernanda, fallecida el 24 de agosto a la edad de 83 años, se desarrolló en paralelo con la de su hermana menor, Bernarda, otra cantaora extraordinaria. Las dos han permanecido siempre juntas, casadas con el cante, y hasta ahora no era posible imaginar a una sin la otra. De hecho, una importante avenida de Utrera lleva el nombre de ambas.
Fernanda de Utrera nació en el seno de una familia gitana de rancia tradición flamenca, en el número 20 de la calle Nueva, el 9 de febrero de 1923. Desde niña mamó el arte jondo en su propia casa y, enseguida, su eco fue centro de atención especial de flamencos de todos los lugares. Corrió la voz de que aquella criatura era algo fuera de serie y el hogar paterno se convirtió en un centro de peregrinación por el que pasaron muchas grandes figuras del momento.
El visitante más habitual era nada menos que Antonio Mairena, íntimo amigo de su padre, José Jiménez. Por parte materna, Fernanda pertenecía a una extensa familia que tiene ramificaciones en Utrera y Lebrija, de donde era originario su abuelo Pinini. Entre sus parientes se encuentran los Bacan, El Funi, los Perrate, Lebrijano, Pedro Peña y Dorantes, entre otros muchos artistas flamencos.
«Yo lo único que hago es repetir a mi manera lo que he escuchado en reuniones familiares, porque en esas fiestas es donde he aprendido todo lo que sé», decía Fernanda. «Mi padre no quería que Bernarda y yo fuéramos artistas. Le gustaba que cantásemos en casa, no fuera».
Pero, inevitablemente, la fama de las niñas se iba extendiendo, y cada vez resultaba más difícil rechazar las múltiples ofertas que recibían para dar el salto a la profesionalidad. En 1948 el cine llamó a su puerta y Edgar Neville consiguió que su padre las dejara participar en la película Duende y misterio del flamenco.
En 1957, gracias a los buenos oficios de Antonio Mairena, Fernanda y Bernarda llegaron a Madrid, al legendario tablao Zambra. Más tarde pasarían al Corral de la Morería, convertidas en incontestables figuras. Después vendrían los contratos para trabajar en Torres Bermejas y Las Brujas. Era la edad dorada de los tablaos de la capital. Aquí, las dos hermanas compartieron mil noches de arte con Los Habichuela, Camarón, Paco de Lucía, Rancapino, Bambino y todos los grandes. Cuando Fernanda se templaba para cantar por soléa, se acababa todo.
En 1964, Fernanda y Bernarda actuaron en el Pabellón Español de la Feria Mundial de Nueva York. El padre de las cantaoras ya había fallecido y su madre fue mucho más fácil de convencer. «Ella se enteró de lo de la feria y debió de creer que era como la de Utrera o la de Sevilla», relataba Fernanda. «He pensado que os podéis llevar un poquito de harina para haceros calentitos —churros—, nos dijo, y así estáis distraídas la dos. Como si allí hubiera aceite de oliva».
Fernanda nunca se acostumbró a la vida en la gran ciudad ni al trajín de los viajes. Vivir fuera de su Utrera natal era poco menos que una condena, así que, a principios de los años 70, cuando se produjo la eclosión de los festivales flamencos veraniegos, decidió volverse a su tierra. Durante más de tres décadas, los duendes de su garganta la convirtieron en cabeza de cartel y un reclamo infalible para los aficionados al cante más puro.
Su intervención en ‘Flamenco’, de Carlos Saura, es uno de los momentos más rotundos de la película. Desde hace varios años estaba enferma y retirada de los escenarios. Poco antes, nos había dicho: «Lo mío es el flamenco antiguo, me moriré cantando igual que lo he hecho toda la vida. No critico el cante moderno, pero a mí no me llega».
En marzo de 2003 se le rindió un monumental homenaje en el Auditorio Nacional de Madrid. Y el cantaor José Menese, rendido admirador de Fernanda, inmortalizó por soleá una copla que Francisco Moreno Galván compuso para ella: «Ni la alondra malhería, / que con su canto muriera, / se quejó con más dolor / que Fernanda la de Utrera».
La Niña de los Peines, «Like a Rolling Stone»

La profunda emotividad de los cantes gitanos de Pastora Pavón Cruz (Sevilla, 1890), mejor conocida como La Niña de los Peines, atraviesa buena parte del siglo XX y llega hasta nosotros, clara, fuerte..
La cantante es reconocida como «la reina del cante flamenco», «la voz de estaño fundido», «la emperadora del cante grande», describe Manuel Bohórquez en un texto incluido en el folleto que acompaña el disco recopilatorio con sus mejores grabaciones en discos de pizarra, desde 1928 a 1950.
En 1999 la Junta de Andalucía declaró su obra discográfica Bien de Interés Cultural. La Niña continúa inspirando a los actuales cantaores.
La mejor manera de iniciarse en el flamenco es con este disco. La Niña fue la primera estrella de flamenco en cuanto a su producción discográfica. Fue la primera cantaora moderna que consiguió ser aclamada por el pueblo, pero también (atrajo) la atención de poetas, como (Federico) García Lorca, con quien tenía una gran amistad.
En estas grabaciones participan grandes guitarristas: Niño Ricardo, Manolo de Badajoz y Melchor de Marchena.
El álbum, llamado simplemente Cantes gitanos, fue realizado por el productor sevillano, Ricardo Pachón, quien ha trabajado con algunos de los artistas andaluces más célebres del mundo.
Cantes gitanos tiene todas las cualidades que puede tener el flamenco, entre ellas, una que comparte con la música popular mexicana y latinoamericana: la posibilidad de hablar del pueblo y dirigirse al mundo.
Hay una raíz esencialmente cosmopolita en las músicas populares, y quienes fabrican flamenco hacen música de cuatro continentes: es música europea, africana (a través de los africanos que vinieron a España), asiática (la guitarra la inventaron en Irak), americana (porque gran parte del flamenco son cantes de ida y vuelta; son músicas que llegaron a Veracruz y otras ciudades y volvieron a España).
«Soy gitana…»
Pastora María Pavón Cruz nació en el seno de «una familia de enorme tradición cantaora», registra Manuel Bohórquez. Narra que en cierta ocasión La Niña le dijo a un periodista: «Soy gitana como toda mi familia. Debuté por casualidad o, mejor dicho, por delegación, en una caseta de la Feria de Sevilla, donde cantaba mi hermano Arturo, aquí presente, sustituyéndolo un día que había bebido. Esta contingencia solía ser tan frecuente que decidí comenzar a ser célebre. Entonces tenía ocho años».
Cantes gitanos se ha llegado a editar en México a través de una de las escasas incursiones de Discos Corason en el terreno de las grabaciones históricas. Y resultó muy afortunada.
El sello lanzó una producción con grabaciones de Guty Cárdenas. «Encontramos un ingeniero inglés que hizo la remasterización y resultó ser una maravilla. No podíamos creerlo; la calidad era increíble», cuenta Mary Farquharson, cofundadora de Corasón.
El disco del ruiseñor yucateco «le encantó a Mario Pacheco y lo quiso sacar en España».
Cuenta Pacheco, director de Nuevos Medios, que un amigo suyo locutor de la BBC montó en una página electrónica un concurso para encontrar canciones que tuvieran alguna referencia a rolling stone, en homenaje a Bob Dylan.
«Seguro que hay alguna canción española», pensó para sí Pacheco. Pero nada le venía a la cabeza.
Hasta que se acordó: «Sí, claro; esa soleá que canta La Niña de los Peines: ‘Fui piedra y perdí mi centro/ y me arrojaron al mar/ y a fuerza de mucho tiempo/ mi centro vine a encontrar’… o sea, like a rolling stone».
Un poco de Historia
Mis gitanos… ¿dónde están mis gitanos?». Fueron las últimas palabras de la cantaora flamenca Pastora Pavón Cruz, La Niña de los Peines (1890-1969), cuando –severamente afectada por la arterioesclerosis, y cincuenta días después de la muerte de su marido, José Torres Garzón, Pepe Pinto (1903-1969)– falleció en su sevillana casa de la Alameda. Se apagaba así para siempre la voz flamenca más completa e indiscutida de la historia, hermana de los también cantaores Arturo (1882-1959) y Tomás Pavón (1893-1952), ejemplo de excelencia artística en un mundo entonces muy masculino, en el que practicó todas las modalidades de ejecución y representación íntima y escénica del género y aglutinó un corpus de estilos y formas único e irrepetible.
Nacida en la Puerta Osario de Sevilla, La Niña de los Peines inició su carrera siendo una niña. Establecimientos de variedades, academias, salones y colmaos eclosionaban por entonces en el entorno de la Alameda de Hércules, con numerosos artistas de lo jondo que fueron venero originario para su arte. Viajera temprana por toda España, en los primeros años del siglo xx se convirtió por méritos propios en «emperadora» del cante gitano con el acompañamiento habitual de Juan Gandulla, Habichuela (1867-1927) y Javier Molina (1868-1956), midiéndose con cantaores de la talla de Niño Medina, Antonio Chacón y Manuel Torre en cafés, salones, teatros, veladas y fiestas particulares y de sociedad. También reconocida por su baile festero, nuestra cantaora se consolidó como intérprete de peteneras, soleares, tarantas, seguiriyas y tangos, estilo éste por cuya letra «Péinate tú con mis peines» recibiría su conocido apodo.
Las primeras cuatro décadas del siglo xx centraron la gran etapa cantaora de La Niña. Sería interminable completar una lista de detalles biográficos: en los diez vivió en Málaga, visitó los más célebres cafés, teatros, ferias, veladas, fiestas y salones, viajó a París y Berlín, actuó ante los reyes de España, fue invitada como artista y miembro del jurado al Concurso de Cante Jondo de Granada en 1922, donde conoce a Falla y Lorca… La fama la condujo hacia los principales teatros españoles, donde llegó a cobrar 700 pesetas diarias en la década de 1920, cuando se centró en un Madrid donde bullía allí la vida flamenca de los teatros Romea, Pavón, Trianón, Circo Price, Maravillas y Novedades. En pleno apogeo de la «Ópera Flamenca», alternó las fiestas y beneficios con espectáculos en gira de Vedrines, Torres-Palacios y Oliete.
Mucho se ha hablado de las relaciones sentimentales de Pastora con Eugenio Santamaría, Manuel Torres y Niño Escacena, pero su lazo definitivo lo estableció en 1933 al casarse con el joven cantaor Pepe Pinto. La pareja firmó con el empresario Monserrat, y antes de la Guerra Civil quedó como una de las pocas mujeres cantaoras de la escena flamenca, al decir de Fernando el de Triana. La Guerra Civil los sorprende en Jaén, quedando su hija adoptiva Tolita en Sevilla al cuidado de sus tíos. En 1940, Pastora se incorpora a la compañía de Concha Piquer para su nueva representación de «Las Calles de Cádiz».
A partir de entonces, La Niña de los Peines resta intensidad a su presencia en los escenarios hasta que en 1949 emprende junto a su marido el espectáculo «España y su cantaora», un fracaso económico y una decepción personal tras el que, impelida por Pepe, Pastora se retira definitivamente y concentra su vida en las amistades del barrio, acompañar a Pepe en sus actuaciones, y los diarios paseos al «Bar Pinto» de La Campana, cita de lo más granado de los artistas flamencos del momento y en cuya puerta sentó trono simbólico durante sus últimos años.
Referente para el nuevo movimiento encabezado por Antonio Mairena y Ricardo Molina, la vuelta a un flamenco clásico adscrito a criterios étnicos, geográficos y clasificatorios, y a pesar de que la afinidad de Pastora no fue incondicional, fue éste el contexto que facilitó el homenaje dedicado por el Festival de los Patios Cordobeses del año 1961, la presencia de La Niña en el Festival de Mairena y la presidencia de la Primera Semana Universitaria de Flamenco de Sevilla, en 1964. En 1968, la Tertulia Flamenca de Radio Sevilla y la Peña Torres Macarena impulsaron la ubicación de una escultura de la cantaora en la Alameda de Hércules, obra de Antonio Illanes, donde se le rinde desde entonces homenaje anual.
Primera artista flamenca que impresionó placas bifaciales (1909-1910), los registros sonoros de La Niña de los Peines fueron declarados en 1999 Bien de Interés Cultural del Patrimonio Andaluz y editados en 2004 junto a un volumen compilatorio sobre su vida y obra, que me cupo el honor de coordinar. 258 cantes en pizarra (recientemente se ha localizado un cante más por alegrías) y casi 700 coplas conforman uno de los más extensos y diversos repertorios flamencos del siglo xx. Acompañaron sus grabaciones las guitarras de Ramón Montoya (1910, 1912 y 1930), Luis Molina (1913, 1914 y 1915), Currito de la Jeroma (1917), Niño Ricardo (1927, 1928, 1932, 1936), Manolo de Badajoz (1929), Antonio Moreno (1933) y Melchor de Marchena (1946, 1947, 1949 y 1950). El contenido de estas exitosas placas comprende tres itinerarios enciclopédicos: la ejecución de formas musicales ya normalizadas y acabadas, la puesta en valor y popularización de otras a través de la recreación personal, y el aflamencamiento de estilos tangenciales al flamenco. La Niña de los Peines realizó una síntesis estilística entre el clasicismo chaconiano y el barroquismo nervioso y dinámico de los cantes gitanos, fue bisagra entre las escuelas jerezana, sevillana y gaditana. Se atribuyó la creación de peteneras (herencia de Medina el Viejo) y bulerías, palo en que descolló en forma de bulerías cortas, canciones populares, cantes folklóricos, cuplés y coplas castizas que alcanzaron gran celebridad popular.
Sus primeras 161 grabaciones (1910-1917) recogen cantes por soleá, peteneras, tarantas, cartageneras, fandangos con remate abandolao, garrotines, farrucas, sevillanas, saetas, tangos lentos, alegrías, malagueñas, bulerías por soleá y bulerías, para los que las guitarras de Montoya y, sobre todo, Luis Molina, sirvieron de anclaje y aprendizaje mutuo. Al final del periodo incluyeron los cantes americanos de la rumba, la guajira y la vidalita y el «fandanguillo» folklórico. Durante los años 20, Pastora vuelve a los cantes de la tradición básica, desplazando los estilos libres y manteniendo sevillanas, peteneras, saetas y tangos, además de otros como fandangos, granaínas o bulerías por soleá e incorporar milonga y caracoles. Su gran inflexión estética se produce con la guitarra de Niño Ricardo, espigándose soleares, seguiriyas y modas previas en favor de «cuplés por bulerías» y cantes festeros, fandangos y la nueva asturiana y la colombiana flamencas, entre otros cantes. En sus últimas placas con Melchor de Marchena, La Niña de los Peines realiza una síntesis que incluye la recopilación de cantes históricos de placas anteriores y algunas novedades como bamberas, lorqueñas y fandangos a dúo con Pepe Pinto.
A un amplísimo conocimiento del repertorio, se unen en La Niña de los Peines la capacidad de ejecución, una intuición musical y una ambición profesional que no le anduvieron a la zaga. Complejo y pleno de musicalidad, el dominio del compás, el uso de imaginativos trabalenguas y remates glosolálicos, los juegos de color, modulaciones y comacromatismos, y las caídas alternativas hacia la tonalidad y la modalidad caracterizaron su ejecución, como también la precisión en el ataque y las salías y ayeos. Su voz, de de once tonos y medio de extensión, fue natural, limpia y vibrante, pero también envolvente, emocionante y quebradiza. Pastora alternó la vivacidad nerviosa, ágil y entrecortada, con el desarrollo de arcos melódicos, el apianamiento de sonidos y los medios tonos, los efectos quejumbrosos y el airoso adorno en voz rizada, la fuerza expresiva y la melancolía, la velocidad y la dulzura. Desplegó, en suma, una estética de contrastes, versátil y polivalente, además de un concepto organizado de la idea musical que supo ajustar al toque.

Grande como gitana, como mujer, como flamenca, la figura de Pastora Pavón es un modelo de trabajo y arrojo profesional, de un «mandar» en el cante que ha servido y sirve de ejemplo más de un siglo después de su nacimiento. Supo dibujar una línea que conecta sutilmente el cante del siglo xix y la rompedora estética del siglo xxi, fue bastión de la tradición y la innovación antes de los debates contemporáneos sobre la pureza. Se movió en el difícil equilibrio entre la fidelidad a la memoria, contribuyendo a la estructura definitiva de estilos, y la apertura de nuevos caminos y pautas de moda a los cantes. Aún marcada por una constelación de identidades en aquel tiempo subalternas (mujer, gitana, artista, cantaora, flamenca… ¿lo siguen siendo hoy?), el éxito y la centralidad histórica de Pastora Pavón resultan indiscutibles, tanto para el flamenco como para una historia de una cultura gitana todavía por escribir. Sin embargo, La Niña de los Peines ni siquiera ocupa todavía un espacio en los libros escolares de música de Andalucía. Por esto, y por todo lo demás, pronunciar su nombre y escuchar su música es devolverla cada día a la vida sobre los duendes dormidos de la memoria gitana.