carrera espacial
«Salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos»

Durante 108 minutos, un terrestre se paseó por el espacio a bordo de una cápsula; antes de él nadie lo había hecho. El 12 de abril de 1961, Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano en entrar en órbita.
La cápsula esférica dentro del cohete Vostok 1 era de tan solo 2,3 metros de diámetro; un espacio apenas habitable para aquel hombre de 1,57 metros de altura. Lejos de estar incómodo en la reducida cabina, el soviético transpiraba ilusión, mientras aguardaba el despegue sentado sobre un asiento eyectable.
En frente tenía un modesto panel de control. Las perillas y palancas eran pocas, pues la nave había sido diseñada con muchas funciones automatizadas. A su lado, el viajero contaba con una ventanilla que, poco después, le permitiría ver más allá de donde cualquier otro humano hubiera visto antes.
La misión del astronauta era más la de un observador que la de un piloto. El hombre de pelo castaño debía comunicarse desde los cielos y –si todo salía bien– regresar a Tierra para narrar su experiencia.
Las dos horas previas al lanzamiento de la aeronave fueron las más largas de su carrera. Habían pasado casi dos años desde que lo seleccionaron, entre 20 candidatos, para abordar una máquina hacia lo desconocido.
La nave permanecía estacionada en la rampa de lanzamiento, a la vez que en la base de control revisaban la comunicación con “el elegido”. El pasajero se relajaba escuchando música mientras se aseguraba los guantes.
Su casco decía CCCP (las siglas de la URSS en cirílico) y le habían prohibido llevar la bandera soviética o cualquier insignia alusiva a su nacionalidad.
“Poyéjali!” (¡Allá vamos!), vociferó el soviético de 27 años de edad, minutos antes del despegue. A las 9:07 a. m. del 12 de abril de 1961, la máquina y su tripulante emprendían un vuelo que dejaría un rastro imborrable.
La carrera espacial
Gagarin simbolizaba de la mejor manera el ideal comunista. Había trabajado como obrero metalúrgico y era hijo de un carpintero, proveniente de una familia de granjeros. Así entonces, Yuri daría el ejemplo de cómo un humilde ciudadano soviético podía llegar alto, hasta niveles nunca antes alcanzados.
La realización de la aventura era un secreto para el mundo completo, al igual que la identidad del pasajero y la localización del cosmódromo de Tyura-Tam (desde donde despegó la nave).
Un eventual fracaso representaría un golpe bajo para la moral soviética en la caliente carrera espacial ante Estados Unidos. Por lo contrario, si el desenlace era exitoso, la proeza astronómica volvería los ojos del globo terráqueo hacia la tecnología espacial comunista.
En abril de 1967, al otro lado del océano Pacífico, la NASA preparaba un vuelo suborbital para finales de mes. El astronauta Alan Shepard se entrenaba para dicha misión. El reto de lanzar la primera aeronave tripulada oscilaba entre dos polos ideológicos.
La URSS aceleró el proyecto y lo fechó para llevarlo a cabo entre el 10 y el 20 de abril, para tener ventaja sobre su homólogo.
Diez años antes había empezado la carrera espacial, cuando la Unión Soviética lanzó el satélite artificial Sputnik 1. De forma sorpresiva, los europeos demostraban una superioridad tecnológica frente al capitalismo. “Ante el mundo, el primero en el espacio significa el primero, no más que eso; mientras que el segundo en el espacio significa el segundo en todo”, dijo en aquel momento Lyndon B. Johnson, vicepresidente de John F. Kennedy.
La carrera espacial era un tema caliente durante la Guerra Fría. Más allá de los descubrimientos científicos que pudieran proferir las misiones en órbita, el espacio era una nueva trinchera que podía ser usada para fines militares y de espionaje. Gagarin y su hazaña se convertirían entonces en el rostro de la campaña propagandística de una ideología, un sistema económico y una superpotencia.
“La Tierra es hermosa”
Once minutos después de haber despegado, la cápsula del Vostok se separó del cohete que la sostenía. La nave había entrado en órbita y se desplazaba a 28.000 kilómetros por hora.
“Veo nubes sobre la Tierra y la sombra que proyectan. ¡Qué belleza! … la Tierra es hermosa”, expresó el cosmonauta por medio del sistema que lo comunicaba con el planeta.
Sus transmisiones eran continuas y cada vez más reconfortantes. A pesar de que se habían realizado seis viajes preliminares, el lanzamiento del 12 de abril de 1961 no dejaba de ser un riesgo.
Desde 1957, el programa espacial soviético introdujo animales a los satélites Sputnik. Así que, antes de Gagarin, los vuelos soviéticos de prueba habían llevado al espacio a perros, ratones, conejos y a un maniquí apodado Iván Ivanovich.
En 1957, Laika, una perra callejera, se convirtió en el primer animal que estuvo en órbita. Aquella vez, tras siete horas de vuelo, se perdieron las señales de vida del can, que nunca regresó a la Tierra.
El 16 de agosto de 1960 la URSS envió a otros dos perros: Belka y Strelka, los primeros mamíferos en regresar con vida tras estar en órbita durante un día.
Una serie de pruebas exitosas motivaron al programa soviético a dar un paso al frente enviando a un humano en una de sus misiones.
Sin embargo – sin escepticisimos de por medio– el viajero vestiría un uniforme de intenso color naranja, para que el cuerpo fuera fácil de encontrar en un eventual rescate.
Además, en la Tierra, Gherman Titov esperaría el desenlace de la misión. Él era el cosmonauta suplente que se mandaría en caso de que Gagarin fracasara.
Desde la primera órbita elíptica, la nave Vostok pasó sobre América del Sur y, posteriormente, sobre África austral, hasta alcanzar un apogeo de 344 km. Afuera de la atmósfera terrestre, el astronauta reportaba todo lo que veía desde el objeto volador: “Continúo el vuelo en la sombra de la Tierra. En la ventanilla de la derecha, ahora veo una estrella. Se mueve de izquierda a derecha por la ventanilla. Se fue la estrellita. Se fue, se fue”, reportó a las 10:07 a. m., según data en las transcripciones de las comunicaciones de aquel 12 de abril.
Misión exitosa
Al estar sobre el océano Pacífico –cuando la nave pasó por la parte nocturna de la Tierra–, el astronauta intentó encontrar con su vista la luna creciente que le daba luz a medio planeta. El satélite blanco, sin embargo, no estaba en su ruta de vuelo. “No importa, voy a verla en otra oportunidad”, escribió Yuri en su autobiografía, titulada El camino hacia el Espacio.
El hito se habría logrado desde el momento en que la cápsula ingresó en órbita; no obstante, la misión concluiría hasta que el cosmonauta pisara la Tierra una vez más. Tras 40 minutos de viaje, la nave estaba lista para regresar a la “madre patria”.
Sobrevolando África, a 8.000 kilómetros del punto de aterrizaje, la cápsula Vostok encendió un motor que le permitiría interceptar las capas más altas de la atmósfera para comenzar el descenso. A las 10:24 a.m., Gagarin se comunicó por última vez con la Tierra desde el espacio: “Me siento bien. Continúo el vuelo”.
La Vostok comenzó el descenso seis minutos después, rodeada de una bola de plasma que interrumpió las transmisiones del cosmonauta. La nave se aproximaba en caída libre, y a siete kilómetros de tocar la superficie, el tripulante era disparado de la cápsula. El paracaídas de emergencia se desplegó para suavizar el aterrizaje del hombre que venía del “más allá”; el planeta estaba a pocos metros de distancia.
Yuri cayó en una granja, varios kilómetros más lejos del punto donde debía descender.
Una campesina y su nieta se acercaron con curiosidad y la niña le preguntó al hombre: “¿Viene del espacio?”. Así era, la misión había sido un éxito absoluto y Gagarin debía hacérselo saber a sus superiores en Moscú.
Tras el viaje espacial de 108 minutos, una frase del cosmonauta pasaría a la eternidad: “Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos”.
Escepticismo más allá del telón de acero

Yuri Usachev, cosmonauta y héroe de la Federación rusa, se muestra absolutamente convencido de que hay vida extraterrestre, pero se pregunta que si la encontramos, ¿estaremos preparados? ¿sabremos gestionarlo?.
Usachev (Donetsk, Rusia, 1957) es uno de los cosmonautas rusos más famosos y respetados del país. A sus espaldas lleva cuatro viajes espaciales: dos misiones de larga duración en la estación espacial rusa MIR, y otras dos en la Estación Espacial Internacional (ISS), y siete paseos espaciales. En total 553 días viviendo en el cosmos.
«Con frecuencia me preguntan si he visto extraterrestres…Yo estoy absolutamente seguro de que hay vida ahí fuera. Estoy convencido de que no estamos solos y de que debemos estar preparados para encontrarnos con otras formas de vida que no sabemos cómo son», explica.
Pero para Usachev, la pregunta no es si hay o no vida fuera de nuestro mundo, sino si estamos preparados para ello.
«Creo -asegura- que aún no. Lamentablemente todavía no comprendemos muchos aspectos de nuestra propia vida. No entendemos lo que es vida y eso es lo primero que deberíamos hacer. Por ahí deberíamos empezar. Solo entonces estaremos preparados para encontrarnos con otras formas de vida y averiguar qué esperamos de ese contacto, qué haríamos con ellos, qué les preguntaríamos…».
Usachev, retirado de la escuadra de cosmonautas desde 2005, es especialista principal del Departamento de vuelos experimentales de la Corporación de naves espaciales ‘Energía’, actividad que compagina con viajes y charlas de divulgación en las que difunde su amor por el Cosmos y sus vivencias en el espacio.
Usachev «desde niño quería ser aviador». «El ambiente en la antigua Unión Soviética te hacía querer ser como los aviadores, hacer algo grande. Por eso acudí al Instituto de Aviación de Moscú, donde me gradué -fue el primero de su promoción- y después hice las prácticas en la Corporación ‘Energía’, dedicada a la exploración del Cosmos», explica.
Pero como en esa época el programa espacial de la URSS era alto secreto, «hasta que no ingresé en la empresa no sabía que podría ser cosmonauta».
Diez años más tarde, Usachev era el ingeniero de a bordo de la 15 expedición a la MIR, su primer viaje de larga duración, de 182 días. Y en mayo de 2000, se convertía en el primer comandante ruso en pisar la Estación Espacial Internacional (ISS).
«Los días allí se parecen a una jornada de trabajo en la Tierra. De hecho, se siguen los horarios terrestres. A las 6 de la mañana salimos del saco de dormir, que está anclado, dada la ausencia de gravedad».
Tras revisar los sistemas, se hacen las rutinas normales: higiene, afeitado, y desayuno «que, aunque cueste creerlo consiste en un amplio surtido de alimentos que sólo hay que rehidratar».
Después, se conecta con el centro de gestión de vuelos y se revista el programa del día: «puede ser una reparación, la preparación para un paseo espacial, experimentos científicos, etc».
Al terminar, los cosmonautas están obligados a hacer 90 minutos de ejercicios físicos en una bicicleta estática y en una cinta en la que corren 5 kilómetros diarios. «La verdad es que nunca he corrido tanto como en el Cosmos», ironiza Usachev.
El resto del día se completa con el almuerzo, más trabajo, cena y lo más importante: «una reunión en la que se prepara la jornada del día siguiente. A las once de la noche volvemos al saco».
Usachev ha pasado así 553 días, en los que lo más duro era la ingravidez, «algo antinatural para el hombre».
«En la Tierra la sangre está en la barriga y las piernas pero en el espacio está distribuida por igual, lo que da la sensación de que la cabeza está muy llena. No es agradable, desde luego».
«Lo mejor, el aspecto de la Tierra desde el Cosmos», de eso «no hay duda».
En cuanto al futuro, Usachev ve «razones para el optimismo», pero advierte que la principal traba sigue siendo «la política y las relaciones entre socios».
«Lamentablemente, aunque la carrera espacial es internacional, cada socio sigue teniendo su propio programa, y aunque algunas cosas las hagamos juntos, seguimos divididos política, económica, técnica y científicamente, también ahí arriba», concluye.
Viajes Cosmos S.A.

El hombre no consiguió llegar físicamente a los alrededores de Júpiter en 2001, tal y como proponía Stanley Kubrick en su épica y cinematográfica Odisea del Espacio, pero en el mundo real ya es un hecho el incipiente negocio del turismo espacial.
El cineasta norteamericano, que escribió junto al novelista británico Arthur C. Clarke la adaptación del relato El centinela, en el que se basa este clásico de la Ciencia Ficción, mostraba en ella el viaje del doctor Heywood Floyd de la Tierra a la Luna a bordo de una nave de transporte con un interior similar al de un avión de pasajeros, en el que el personaje se podía quedar dormido exactamente igual que lo haría un ejecutivo de vuelta a casa tras un desplazamiento por cuestiones de trabajo, con la única diferencia de la ausencia de gravedad.
De todas formas, las fabulosas imágenes rodadas por Kubrik no contaban nada nuevo: son numerosas las obras literarias y cinematográficas que construyen sus argumentos en todo o en parte alrededor del viaje espacial, entendido éste como algo tan común en el futuro como es el transporte aéreo o el naval en la actualidad.
Por citar sólo un par de películas, los protagonistas de Alien de Ridley Scott no son heroicos astronautas dedicados a la exploración sino vulgares tripulantes de un trasporte comercial minero que se ven envueltos en un incidente tan inesperado como sanguinario en medio de sus rutinas laborales, mientras que en Naves Misteriosas de Douglas Trumbull el protagonismo de los vehículos espaciales se debe a su carácter de repositorios botánicos que preservan las pocas plantas salvadas de la destrucción en una Tierra donde la vida vegetal es sólo un recuerdo.
Por citar sólo un par de libros, en Mercaderes del espacio de Frederik Pohl y C.M. Kornbluth, las naves son igualmente simples transportes de productos o personal para mantener en pie el sistema hipercapitalista de los Señores del Comercio, mientras que en El planeta de los Simios de Pierre Boulle, la trágica epopeya de los humanos en un mundo poblado por monos está contenida en la lánguida botella que descubren, flotando en el espacio, dos turistas recién casados.
En la realidad, el primer turista espacial fue el millonario estadounidense Dennis Tito: el espacio no era territorio desconocido para este neoyorquino descendiente de emigrantes italianos, pues durante años trabajó como ingeniero de la NASA y, si no se presentó a las pruebas de aspirante a astronauta, fue porque ni era militar (condición sine qua non para integrar una expedición norteamericana) ni reunía las muy exigentes condiciones físicas requeridas.
Pese a ello, durante años soñó con esta posibilidad que finalmente se hizo realidad hace ya 14 años, cuando la desintegración de la Unión Soviética obligó a Rusia a buscar nuevas fórmulas de financiación para el costoso mantenimiento del programa espacial.

Durante la mayor parte de lo que fue bautizado como la carrera hacia las estrellas, ni Washington ni Moscú se mostraron por la labor de abrir las puertas de sus respectivas agencias espaciales a la presencia de civiles, pero la necesidad de nuevos ingresos condujo finalmente a Roscosmos, la agencia gubernamental rusa, a aceptar los 20 millones de dólares que ofertó Tito a cambio del entrenamiento, el viaje y la estancia en la Estación Espacial Internacional (ISS), pese a las protestas norteamericanas por el “capricho de un excéntrico”, según la definición del entonces administrador de la NASA, Daniel S. Goldin (cuyo mandato, por cierto, finalizaría pocos meses después en el mismo 2001).
El 28 de abril de 2001, con 60 años de edad (lo que le convertía en la segunda persona de más edad en viajar al espacio tras el astronauta norteamericano John Glenn, quien realizó su segundo vuelo espacial con 77 años) Tito pudo por fin cumplir su deseo: despegó desde el Cosmódromo de Baikonur en compañía de dos cosmonautas rusos y dos días más tarde entró en la ISS, donde permaneció una semana manejando el sistema de comunicaciones, verificando el equipo de energía del módulo ruso, preparando comidas y, sobre todo, comportándose como un turista tomando películas y fotos todo el tiempo que pudo.
El 6 de mayo regresó a la Tierra tan emocionado como extenuado, tal y como demuestran sus palabras: “Vengo del paraíso…, aunque estoy agotado, sudoroso y me encuentro tan débil que no he podido salir de la cápsula Soyuz por mi propio pie, como hicieron mis compañeros”.
Tito fue el primero, pero no el único: otros turistas han desembolsado fuertes cantidades de dinero por el privilegio de abandonar físicamente el planeta que les vio nacer aunque sea durante un puñado de días; entre ellos, el surafricano Mark Shuttleworth, el norteamericano Gregory Olsen y la primera mujer turista, estadounidense aunque de origen iraní, Anousheh Ansari.
En la actualidad, diversas empresas trabajan en el desarrollo de un proyecto viable de turismo espacial que no dependa directamente de la agencia espacial rusa, ya que la NASA sigue sin aceptar “invitados”, aunque por ese motivo en un primer momento sus objetivos son menos ambiciosos: las características iniciales sobre las que se trabaja son para vuelos suborbitales de poco más de una hora de duración que se puedan programar de manera rutinaria y con tecnología comercializada sin restricciones.
Paralelamente se desarrollan proyectos de hoteles espaciales, a fin de alargar la estancia fuera del planeta y compensar así el enorme desembolso necesario para costear el viaje.
Para más adelante quedará el turismo verdaderamente de aventura, como escalar el monte Olimpo (tres veces más alto que el Everest) en Marte, practicar descenso de cañones (varias veces más profundos que el del Colorado) en la luna joviana Europa o navegar con motos acuáticas (y adecuados trajes de protección) sobre los lagos de gas natural líquido en la luna saturniana Titán.