cine español
Tentativas de arte en las cavernas

La Guerra Civil española ha dado un gran número de películas, algunas de las cuales podrían calificarse de «malditas», pues o desaparecieron sin dejar rastro o han sufrido tantas alteraciones que prácticamente las dejaron irreconocibles.
«Sierra de Teruel» («Espòir», 1938), dirigida por el escritor francés André Malraux, es una de las películas más conocidas (y quizá menos vistas) de exaltación de la República y ello por motivos vinculados al devenir de la contienda, pues no se pudo estrenar hasta 1945, una vez concluida la II Guerra Mundial.
La película tuvo un rodaje muy accidentado y siempre condicionado a los avatares de la guerra, ya que comenzó a rodarse entre 1937 y 1938 en Cataluña, sufrió algunos parones y finalmente no pudo concluirse allí por la entrada de las tropas franquistas.
Finalmente, el rodaje terminó en París, ya en 1939, cuando la guerra estaba perdida para la República por lo que la eficacia del filme como instrumento de propaganda había quedado muy mermada.
El franquismo fue pródigo en generar películas, algunas de ellas «malditas», muchas veces por motivos confusos que podían estar vinculados a la mala calidad del filme o a ciertas desviaciones ideológicas mínimas (y en ningún caso críticas) con respecto a las directrices oficiales.
«El crucero Baleares» (Enrique del Campo, 1941) podría ser un ejemplo de película suprimida por su ínfima calidad. Narra la peripecia del buque del mismo nombre hundido por la Marina republicana en la conocida como Batalla del Cabo de Palos (1938), un episodio que la historiografía áulica franquista presentó siempre como ejemplo del valor militar.
Actualmente, no queda ni rastro de la película, ni una sola copia, ni un solo fragmento o tráiler; tan solo la Filmoteca de Cataluña conserva una sinopsis argumental y unas cuantas fotos del rodaje.
Desde luego, la historia, con el colofón (real o supuesto) de la tripulación del «Baleares» formada en cubierta cantando el «Cara al sol» mientras se hunde el buque, era muy propicia para ser llevada al cine.
De hecho, la película se rodó con normalidad y su estreno estaba previsto para el 12 de abril de 1941 en el cine Avenida de Madrid.
Sin embargo, dos días antes se hizo un pase privado en la sede del Ministerio de Marina en Madrid, al que asistieron algunas autoridades, que al parecer expresaron su disgusto con la película.
Como explica el director de la Filmoteca de Cataluña, Esteve Riambau, «la película no gustó» por lo que se ordenó retirarla; en todo caso, comenta, «fue una decisión de última hora y desde muy arriba», aunque «no está claro quién la pudo tomar».
«Estaban intentando hacer el ‘Potemkin’ español y, claro, eso era muy difícil», señala Riambau en alusión, no exenta de ironía, a la película rusa «El acorazado Potemkin» (Sergei M. Eisenstein, 1925), considerada una las obras fundamentales de la historia del cine.
Riambau hace referencia al libro «La Guerra de España y el cine» (1972) del historiador Carlos Fernández Cuenca, afín al régimen franquista, y en el que se da a entender que la película era esencialmente mala sin paliativos.
«Rojo y negro» (Carlos Arévalo, 1942), protagonizada por Conchita Montenegro e Ismael Merlo, es otro ejemplo de filme «maldito» pese a que debería de haber sido del agrado del régimen franquista, pero fue retirado a las tres semanas de haberse estrenado, también por oscuras razones que podrían referirse a que los vencedores de la contienda no aceptaban la hipótesis argumental.
Considerada como la única película verdaderamente «falangista» rodada durante el franquismo y con notables alardes de clara influencia expresionista, narra la peripecia de dos jóvenes enamorados, Luisa (militante de Falange Española) y Miguel (anarquista) en el Madrid inmediatamente posterior al estallido de la Guerra Civil.
El típico y tan utilizado instrumento de manipulación que el cineasta de ideología falangista Carlos Arévalo emplea son, principalmente, poderosas imágenes de archivo en las que somos testigos durante la Segunda República de explosiones, personas que huyen del horror, destrucción de símbolos religiosos por parte del sector comunista, etc; sin olvidar al legionario que rasga la pantalla con su sable. Incluso hay insertos de planos del citado film de Eisenstein extraídos de la mítica secuencia de la escalera de Odessa.
«Rojo y negro» es, en este sentido, deudora del tan efectivo montaje soviético, sobre todo en los momentos aludidos. Imágenes montadas con rapidez, efectivas para el propósito que persiguen, que no dejan respiro alguno y que son tan audaces que logran transmitirnos una de las muchas lecciones de buen cine que posee esta película. Pero no sólo en el uso de este tipo de montaje el film consigue su objetivo, esto es, glorificar la Falange, sino también en imágenes aisladas, como en aquél plano en el que uno de los protagonistas de la historia, Miguel (Ismael Merlo), recoge del suelo una insignia falangista que se le ha caído a su amada Luisa (Conchita Montenegro), mostrada en plano detalle.
El resto es evidente. El guión y los personajes están construidos en torno a la figura del bueno y el malo: el falangista como víctima y el comunista como malvado y pérfido. Algunas secuencias rozan incluso la ingenuidad, ya que la caracterización de los personajes es demasiado descarada y roza lo caricaturesco.
Sin embargo «Rojo y negro» es susceptible de ser considerada una pequeña joya del cine español, desde luego una rareza absoluta y, dejando al margen sus intenciones propagandísticas, la total maestría de Carlos Arévalo reside a la hora de plantear y resolver secuencias en lo que a calidad de planos se refiere. Lo que más sorprende en esta cinta es precisamente eso, sus magníficos planos, y está totalmente arropada de ellos.
Incluso una película aparentemente «canónica» como es «Sin novedad en el Alcázar» (Augusto Genina, 1940) no está exenta de la maldición producto de los diversos retoques que sufrió el montaje original.
Con el tiempo, la versión italiana de la película (titulada «L’assedio dell’ Alcazar»), rodada en italiano, con un reparto casi entero de ese país, sufrió diversos cambios, según el investigador Ferrán Alberich en un ensayo de la Universidad de Valencia.
Así, una de las secuencias cumbre de la versión española presenta la explosión de alegría de los sitiados del Alcázar cuando alguien escucha en la radio que las tropas franquistas están próximas a Toledo. En ese momento comienzan a cantar el «Cara al sol».
En una revisión del montaje que se hizo en Italia a finales de los cincuenta y que se puede ver en Youtube se conserva la secuencia pero ha desaparecido el himno falangista de la banda sonora.
Sin embargo, no se ha suprimido un plano de uno de los protagonistas, el actor italiano Fosco Giachetti, que por el movimiento de los labios se aprecia claramente que está cantando el «Cara al sol».
Neville en el reino de las palabras

Liberal, en el sentido tradicional de la palabra, ingenioso, abierto, con sentido del humor, lleno de sátira, brillante y alegre. Así define al periodista y escritor Edgar Neville José María Goicoechea, que reúne los «Cuentos completos y relatos rescatados», en Reino de Cordelia.
El libro es una edición con todos los relatos de los libros publicados en vida del escritor y cineasta madrileño Edgar Neville (1899-1967). Se trata de 80 cuentos de seis libros, de los cuales 16 nunca habían sido publicados y que han sido rescatados de los periódicos de la época.
El Reino de Cordelia ya había publicado una novela corta y una guía de viajes de Neville, «Mi España particular», y ahora le tocaba a los cuentos, los relatos de los libros publicados en vida de Nevile: «Eva y Adán», «Música de fondo», «Frente de Madrid», «Torito bravo», «El día más largo de monsieur Marcel» y «Dos cuentos crueles».
Están ordenados cronológicamente, y Goicoechea ha optado por la primera versión cuando se ha tratado de textos aparecidos en diferentes ediciones, salvo en el caso de «Su único amigo», que se publicó por primera vez en 1936 y en una versión mejorada en 1965, explica el antólogo.
El ritmo de publicación de esos libros, recuerda Goicoechea en el prólogo de su edición, fue de uno cada década, en paralelo siempre a la producción de teatro, cine, novelas y a los centenares de artículos en prensa, además de algo de poesía y «unos pinitos» en la pintura en sus últimos años.
Neville «no había cumplido aún los 27» y ya era amigo de García Lorca; ya había tenido «amoríos» con «cupletistas y actrices»; ya había estrenado alguna obra de teatro, «con polémica incluida»; «ya había estado en el Marruecos colonial» y «ya había pasado por la Facultad de Derecho» e ingresado en la carrera diplomática.
En los cuarenta años que median entre la publicación de «Eva y Adán» (1926) y «Dos cuentos crueles» (1966), Neville escribió cerca de cien relatos con una «sorprendente capacidad para adelantarse a su tiempo y defender una literatura de humor de enorme raigambre española y, al mismo tiempo, completamente universal».
«Vitalista, elegante y hedonista, toda su obra supone un alegato contra la rancia burguesía surgida tras la Guerra Civil española, la cursilería y la estrechez de miras disfrazada de sentido común», añade el editor.
El humor de una generación de los años 20 y 30, que fue una época dorada, y a la que se le llamó la otra generación del 27, con Jardiel Poncela, Neville, Tono y José López Rubio, el guionista y director de la película «La Malquerida», que acuñó este término.
Reivindicación necesaria
Republicano en su día y efusivo falangista durante un breve período de reparador purgatorio, Neville, por su inserción biográfica en el franquismo y por su sostenida condición de aristocrático vividor a su aire, había pasado por una expectante cuarentena durante los primeros años de la democracia. Un libro y un ciclo retrospectivo de su filmografía, a cargo ambos del crítico e historiador de cine Julio Pérez Perucha, en la Seminci del año 1982, fueron el inicio de una “operación rescate” que no cesa de prolongarse.
El gran problema del director fue que ni la derecha ni la izquierda lo aceptaron: un snob en el mundillo del cine y del teatro no estaba bien visto en ambas partes. «Era un republicano de centro-derecha. El franquismo no era lo suyo», dice sobre un hombre del que no se conocían ideas religiosas importantes y casado pero con una amante. «Esto y su cine no cuadran con el movimiento, lo que quiere decir que se le aplicó la cuarentena de quien ha sido una figura durante el franquismo aunque no fuera ostensiblemente de esa ideología». En definitiva, un hombre libre, un artista libre.
Si sus comedias teatrales El baile (1952) o La vida en un hilo (1959) –catorce años antes rechazada por el público como película- disfrutaban de la condición de perdurables y dignas de ediciones anotadas, los mejores de sus variopintos filmes han merecido la atención y el reconocimiento del público gracias a la televisión y muy especialmente, en los últimos tiempos, gracias al programa “Historia de nuestro cine” de La 2.
Entre una cosa y otra, nadie duda de que películas como La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), Nada (1947), El último caballo (1950) o, entre otras, Mi calle (1960), la última de las suyas, sean obras muy notables, cuando no singulares, innovadoras y fuera de las tendencias de su época.
Cine en el umbral de la modernidad

¿Qué tienen en común «Viridiana» y «Cateto a babor»? ¿Y «Mi querida señorita» y «El pico»? Además de ser españolas, son películas marcadas por el desajuste y el trauma con el que España se enfrenta a la modernidad, hilo que sirve a Vicente J. Benet para su minuciosa y peculiar historia del cine nacional.
«El cine español. Una historia cultural» (Paidós Comunicación) es el título de este atípico recorrido por el séptimo arte en España, menos centrado en la calidad de las películas que en su condición de testigo de excepción para la evolución social, cultural e histórica del país en el siglo XX.
«Este libro intenta encontrar en el cine español los traumas y los reflejos de la incorporación de España a la modernidad. Su intento por convertirse en un país homologable al resto de Europa», explica Benet.
El cinematógrafo ya supuso en sí un adalid de la modernidad y solo un año después de que los hermanos Lumière deslumbraran en el París de 1895, ya había llegado a Madrid, pero también ayudó a construir «identidades vernáculas, racionales entre comillas».
Ese contraste entre identidad y apertura al mundo está presente desde la denostada «españolada» de la Segunda República, que tomaba los elementos folclóricos, el flamenco, la copla y que tuvo su culminación con «Morena Clara», a la insistente revisión de la guerra Civil Española y el franquismo a partir de los años 90.
Para el autor del libro, películas como «Secretos del corazón» o «La lengua de las mariposas» son «uno de los primeros síntomas de que la Transición es un proyecto fallido y de ocultación del pasado», anterior al debate sobre la memoria histórica.
Pero a pesar de esa identidad preservada, primero como propaganda en un régimen dictatorial y luego avalada por la cuestión de la excepción cultural española, Benet muestra en «El cine español. Una historia cultural», las inevitables filtraciones incluso en las épocas de más aislacionismo.
Reconoce influencias del cine de terror de la Universal o de «Cumbres borrascosas» en la adaptación cinematográfica de «Eloísa está debajo del almendro», de Jardiel Poncela, del neorrealismo en «Surcos», de Nieves Conde, o figuras transnacionales como Marco Ferreri o Ladislao Wajda que, en cambio, ofrecieron títulos tan identitarios para el público español como «El cochecito» o «Marcelino, pan y vino».
Por otro lado, Benet señala que Franco fue perfectamente consciente de cómo directores abiertamente comunistas como Juan Antonio Bardem o ateos reconocidos como Luis Buñuel le ayudaban a limpiar su imagen en los festivales internacionales.
«‘Viridiana’ habla de la tensión del pasado, que se presenta como una fantasía, con un presente que se quiere modernizar, pero que contrasta con la realidad de los mendigos. Está expresado de una manera muy dramática, pero el ‘La chica ye-ye’ o las películas de Paco Martínez Soria del paleto que va a la ciudad se encuentran situaciones similares», argumenta Benet.
Así, la llegada de las suecas que volvían loco a Alfredo Landa y José Luis López Vázquez son la cara cómica de ese mismo fenómeno, como demuestra que esos mismos actores luego dieran sus mejores trabajos reinterpretando en clave amarga las contradicciones del «españolito medio».
«Con la democracia la modernidad se instala en España definitivamente, pero en esa misma época el mundo también estaba abriéndose, rompiendo muchos tabúes», reconoce.
«En España estaba ‘el destape’, pero en el mundo era la época de ‘El último tango en París’ o ‘Emmanuelle’. En Estados Unidos se produce el cine ‘exploitation’ mientras en España está Paul Naschy, y también nace el llamado ‘cine quinqui'», con títulos como «El pico», en el que convive la apertura de golpe y porrazo a las libertades, las drogas y el sexo.
Y, desde luego, Benet se detiene en esas «rara avis» que sobrevivieron a cualquier contexto, como Basilio Martín Patino o Edgar Neville, películas como «El espíritu de la colmena» o «El desencanto».
Ya en el siglo XXI, Benet reconoce que la identidad cultural, con la globalización, también se diluye, y aunque valora hitos como «Lo imposible» que se equiparan al mejor cine de Hollywood, para él es «como estar en una gran avenida de una gran ciudad. Podría ser cualquier lugar del mundo», concluye.