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Fons, director de pluma fina

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Fotograma de "La Casa", una gema del género post apocalíptico dirigida por Fons
Fotograma de «La Casa», una gema del género post apocalíptico dirigida por Fons

Angelino Fons Fernández. Veterano cineasta, fue todo un especialista en adaptaciones literarias. Empezó con fuerza, aunque después se dejó seducir por los cantos de sirena del cine más comercial de la Transición. Aún así, tiene en su haber algunos títulos de enorme interés. Es, por ejemplo, responsable de una gran adaptación de Fortunata y Jacinta (con Emma Penella) y coguionista de La caza.

Nació el 6 de marzo de 1936, pocos meses antes del estallido de la Guerra Civil, en la capital de España, pertenecía a una familia de raíces levantinas. Pasó los primeros meses de su vida refugiado con su familia en el Liceo Francés, ya que a su padre, médico, le debía un favor el embajador francés. Al término de la contienda, tuvo que llevar muletas durante una temporada de convalecencia, por un soplo al corazón. Para pasar el tiempo, decidió ir al cine diariamente, lo que despertó su vocación cinematográfica.

Tras matricularse en la Universidad en Filología Románica, abandonó estos estudios para hacerse alumno del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (I.I.E.C.), en la misma promoción de Antonio Mercero Juldain. Apasionado de la literatura, tuvo como compañero de la facultad al escritor Fernando Sánchez Dragó, que también intentó entrar en el I.I.E.C. sin conseguirlo.

Tras varios cortos, uno de sus profesores del I.I.E.C, Carlos Saura le llama para que colabore con él en el guión de La caza, que acabó siendo una de las películas emblemáticas del tardofranquismo. También escribió para él Peppermint Frappé y Stress es tres, tres.

De modo que sus primeros pasos en el mundo del cine fueron junto a la generación del Nuevo Cine Español de los años sesenta, con unos jóvenes Carlos Saura, José Luis Borau y Mario Camus, entre otros.

Su debut en el largometraje llegó en 1966 con ‘La busca’, adaptación de la novela homónima de Pío Baroja, que retrata la miserable vida de un joven de provincias en el Madrid de principios del siglo XX. Fue presentada en el Festival de Venecia con gran éxito, donde su protagonista, Jacques Perrin, obtuvo la Copa Volpi al mejor actor.

Para la realización del guión, Flora Prieto contó con Angelino Fons, Juan Cesarabea y Nino Quevedo. El 9 de abril de 1966, los autores de la adaptación transfirieron los derechos de reproducción de La busca a la sociedad productora Surco [108] Films S.A., para la realización de una película de largo metraje con el mismo título de la novela y bajo la dirección de Angelino Fons. Dicha cesión se formalizó para la explotación mundial del filme, en todos los formatos cinematográficos, y para televisión.

Tanto Fons, como Quevedo, Prieto o Cesarabea fueron entusiastas lectores de Baroja. Sin embargo, la primera labor que realizaron con la novela fue de carácter destructivo, eliminando todo el material literario anexo a la historia de Manuel. Así, a grandes rasgos, el guión sólo coincide con la novela en tres grandes momentos: la llegada de Manuel a la pensión madrileña, la muerte de su madre y el encuentro con el bajo mundo de los suburbios de la capital al que se incorporará. Algunos relatos accesorios como la historia de la fortuna de Roberto, la vida del señor Custodio y personajes como las prostitutas de Cuatro Caminos o las hermanas de Manuel desaparecen en la adaptación cinematográfica.

Tras esta depuración, los guionistas realizaron una serie de correcciones ideológicas, ya que no les satisfacía la forma en que Baroja enjuiciaba las contradicciones de su época; tenían que denunciar de forma directa las circunstancias político sociales que rodeaban y amenazaban la vida del protagonista. Para no caer en la demagogia, dividieron la historia en cuatro partes y produjeron en torno a ellas un documental: la coyuntura histórica de la Restauración, el nacimiento del movimiento obrero moderno en España, la mitología ilusoria puesta a disposición de los desgraciados y el origen del fenómeno golfo

La letra y la imagen

Fons concilió sus dos grandes pasiones, el cine y la literatura, en su primer largometraje como realizador, La busca, impecable adaptación de la novela con la que Pío Baroja abrió la trilogía «La lucha por la vida». Y aunque rodó un subproducto musical, Cantando a la vida, al servicio de Massiel, de moda tras ganar Eurovisión, Angelino Fons volvió a las adaptaciones literarias con Fortunata y Jacinta, una gran adaptación de la novela de Benito Pérez Galdós que también dio lugar diez años después a una serie televisiva quizás más conocida.

Tras la poco conocida La primera entrega de una mujer casada, volvió al universo de Galdós con Marianela, protagonizada por Rocío Dúrcal. En este punto, la carrera de Fons parecía ir hacia arriba, pero a mediados de los 70 empezó a declinar. Rodó la fallida Separación matrimonial, con guión del estrambótico Carlos Pumares, Mi hijo no es lo que parece, comedia musical con muy poco encanto con Celia Gámez y Esperanza Roy. De profesión: polígamo, apuntándose al cine picarón de la época, y Emilia… parada y fonda, fallida adaptación de la novela de Carmen Martín Gaite, que explotaba el cuerpo desnudo de Ana belén.

Así mismo, Fons dirige una de las películas más curiosas rodadas en España durante la década de los 70. Se trata de «La Casa», una historia de Ciencia Ficción post apocalíptica rodada con muy pocos medios pero con un guión sensacional, mezcla de los mejores momentos del género durante la Guerra Fría con el toque de seriedad de realizadores italianos coetáneos, como Mario Bava o Antonio Margheriti. El resultado es una suerte de ‘Giallo’ nuclear de interior, envuelto en Sci-Fi de primer nivel. Desgraciadamente, este film apenas es atendido en las semblazas del director.

Angelino Fons, en cuclillas, en un rodaje
Angelino Fons, en cuclillas, en un rodaje

Por último tocó fondo con El Cid Cabreador, su última película de cine, una infumable comedieta histórica, concebida como imitación de la fórmula de Cristóbal Colón de oficio… descrubridor, que rodó el año anterior Mariano Ozores, igual de mala, pero con mucha más gracia. Posteriormente, Fons rodó ocasionalmente episodios televisivos –uno de La huella del crimen y otro de Crónicas urbanas–, y algún programa como Vivir cada día. También escribió algún libro como «Don Quijote y el cine».

A pesar de que sus ilusiones siempre estuvieron cerca de la literatura -su corto de graduación en la Escuela de Cine fue una adaptación de Las afueras, de Luis Goytisolo, y posteriormente, como ya se ha mencionado, en 1970, adaptó Marianela y Fortunata y Jacinta, ambas de Galdós-, tuvo una carrera en franca decadencia. Por desgracia, triste realidad de la distribución de cine en España, las nuevas generaciones no pueden recuperar La busca, ya que no está editada en DVD, mientras sí lo está El Cid cabreador.

Tentativas de arte en las cavernas

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Fotograma de "Rojo y Negro", film de 1942 dirigido por Carlos Arévalo
Fotograma de «Rojo y Negro», film de 1942 dirigido por Carlos Arévalo

La Guerra Civil española ha dado un gran número de películas, algunas de las cuales podrían calificarse de «malditas», pues o desaparecieron sin dejar rastro o han sufrido tantas alteraciones que prácticamente las dejaron irreconocibles.

«Sierra de Teruel» («Espòir», 1938), dirigida por el escritor francés André Malraux, es una de las películas más conocidas (y quizá menos vistas) de exaltación de la República y ello por motivos vinculados al devenir de la contienda, pues no se pudo estrenar hasta 1945, una vez concluida la II Guerra Mundial.

La película tuvo un rodaje muy accidentado y siempre condicionado a los avatares de la guerra, ya que comenzó a rodarse entre 1937 y 1938 en Cataluña, sufrió algunos parones y finalmente no pudo concluirse allí por la entrada de las tropas franquistas.

Finalmente, el rodaje terminó en París, ya en 1939, cuando la guerra estaba perdida para la República por lo que la eficacia del filme como instrumento de propaganda había quedado muy mermada.

El franquismo fue pródigo en generar películas, algunas de ellas «malditas», muchas veces por motivos confusos que podían estar vinculados a la mala calidad del filme o a ciertas desviaciones ideológicas mínimas (y en ningún caso críticas) con respecto a las directrices oficiales.

«El crucero Baleares» (Enrique del Campo, 1941) podría ser un ejemplo de película suprimida por su ínfima calidad. Narra la peripecia del buque del mismo nombre hundido por la Marina republicana en la conocida como Batalla del Cabo de Palos (1938), un episodio que la historiografía áulica franquista presentó siempre como ejemplo del valor militar.

Actualmente, no queda ni rastro de la película, ni una sola copia, ni un solo fragmento o tráiler; tan solo la Filmoteca de Cataluña conserva una sinopsis argumental y unas cuantas fotos del rodaje.

Desde luego, la historia, con el colofón (real o supuesto) de la tripulación del «Baleares» formada en cubierta cantando el «Cara al sol» mientras se hunde el buque, era muy propicia para ser llevada al cine.

De hecho, la película se rodó con normalidad y su estreno estaba previsto para el 12 de abril de 1941 en el cine Avenida de Madrid.

Sin embargo, dos días antes se hizo un pase privado en la sede del Ministerio de Marina en Madrid, al que asistieron algunas autoridades, que al parecer expresaron su disgusto con la película.

Como explica el director de la Filmoteca de Cataluña, Esteve Riambau, «la película no gustó» por lo que se ordenó retirarla; en todo caso, comenta, «fue una decisión de última hora y desde muy arriba», aunque «no está claro quién la pudo tomar».

«Estaban intentando hacer el ‘Potemkin’ español y, claro, eso era muy difícil», señala Riambau en alusión, no exenta de ironía, a la película rusa «El acorazado Potemkin» (Sergei M. Eisenstein, 1925), considerada una las obras fundamentales de la historia del cine.

Riambau hace referencia al libro «La Guerra de España y el cine» (1972) del historiador Carlos Fernández Cuenca, afín al régimen franquista, y en el que se da a entender que la película era esencialmente mala sin paliativos.

«Rojo y negro» (Carlos Arévalo, 1942), protagonizada por Conchita Montenegro e Ismael Merlo, es otro ejemplo de filme «maldito» pese a que debería de haber sido del agrado del régimen franquista, pero fue retirado a las tres semanas de haberse estrenado, también por oscuras razones que podrían referirse a que los vencedores de la contienda no aceptaban la hipótesis argumental.

Considerada como la única película verdaderamente «falangista» rodada durante el franquismo y con notables alardes de clara influencia expresionista, narra la peripecia de dos jóvenes enamorados, Luisa (militante de Falange Española) y Miguel (anarquista) en el Madrid inmediatamente posterior al estallido de la Guerra Civil.

El típico y tan utilizado instrumento de manipulación que el cineasta de ideología falangista Carlos Arévalo emplea son, principalmente, poderosas imágenes de archivo en las que somos testigos durante la Segunda República de explosiones, personas que huyen del horror, destrucción de símbolos religiosos por parte del sector comunista, etc; sin olvidar al legionario que rasga la pantalla con su sable. Incluso hay insertos de planos del citado film de Eisenstein extraídos de la mítica secuencia de la escalera de Odessa.

«Rojo y negro» es, en este sentido, deudora del tan efectivo montaje soviético, sobre todo en los momentos aludidos. Imágenes montadas con rapidez, efectivas para el propósito que persiguen, que no dejan respiro alguno y que son tan audaces que logran transmitirnos una de las muchas lecciones de buen cine que posee esta película. Pero no sólo en el uso de este tipo de montaje el film consigue su objetivo, esto es, glorificar la Falange, sino también en imágenes aisladas, como en aquél plano en el que uno de los protagonistas de la historia, Miguel (Ismael Merlo), recoge del suelo una insignia falangista que se le ha caído a su amada Luisa (Conchita Montenegro), mostrada en plano detalle.

El resto es evidente. El guión y los personajes están construidos en torno a la figura del bueno y el malo: el falangista como víctima y el comunista como malvado y pérfido. Algunas secuencias rozan incluso la ingenuidad, ya que la caracterización de los personajes es demasiado descarada y roza lo caricaturesco.

Sin embargo «Rojo y negro» es susceptible de ser considerada una pequeña joya del cine español, desde luego una rareza absoluta y, dejando al margen sus intenciones propagandísticas, la total maestría de Carlos Arévalo reside a la hora de plantear y resolver secuencias en lo que a calidad de planos se refiere. Lo que más sorprende en esta cinta es precisamente eso, sus magníficos planos, y está totalmente arropada de ellos.

Incluso una película aparentemente «canónica» como es «Sin novedad en el Alcázar» (Augusto Genina, 1940) no está exenta de la maldición producto de los diversos retoques que sufrió el montaje original.

Con el tiempo, la versión italiana de la película (titulada «L’assedio dell’ Alcazar»), rodada en italiano, con un reparto casi entero de ese país, sufrió diversos cambios, según el investigador Ferrán Alberich en un ensayo de la Universidad de Valencia.

Así, una de las secuencias cumbre de la versión española presenta la explosión de alegría de los sitiados del Alcázar cuando alguien escucha en la radio que las tropas franquistas están próximas a Toledo. En ese momento comienzan a cantar el «Cara al sol».

En una revisión del montaje que se hizo en Italia a finales de los cincuenta y que se puede ver en Youtube se conserva la secuencia pero ha desaparecido el himno falangista de la banda sonora.

Sin embargo, no se ha suprimido un plano de uno de los protagonistas, el actor italiano Fosco Giachetti, que por el movimiento de los labios se aprecia claramente que está cantando el «Cara al sol».

La sustancia de las Pilares

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Mientras en Francia tenían a François Hardy, aquí en España se disfrutaba del estilo yeyé con Pili y Mili, fabuloso dúo de hermanas gemelas que eran puro pop y hasta psicodelia
Mientras en Francia tenían a François Hardy, aquí en España se disfrutaba del estilo yeyé con Pili y Mili, fabuloso dúo de hermanas gemelas que eran puro pop y hasta psicodelia

El cine español fue «bautizado» en la misa de doce del Pilar de Zaragoza en 1896, pero desde entonces han sido muchos las Pilares sobre las que se ha levantado el séptimo arte de España, desde Pili, la de Pili y Mili, a Pilar Bardem y Pilar López de Ayala o el filme «¿Qué te juegas, Mari Pili?», de Ventura Pons.

«Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza», con solo un minuto de duración, fue rodada el 11 de octubre de hace ahora 116 años por Eduardo Jimeno Peromata y su hijo Eduardo Jimeno Correas, conocidos como «Los Jimeno».

Supuso entonces lo que la llegada del tren de los hermanos Lumière al cine universal: el estreno de lo que todavía no era un arte sino una técnica, casi un truco de prestidigitación. Y tras ese Pilar fundacional, muchas otras han ejercido de «pilares de contención» del cine español o incluso del cine internacional.

Las más populares han sido tres actrices: Pilar Bayona, más conocida como la Pili de Pili y Mili, Pilar Bardem, miembro de una de las sagas más ilustres del cine español, Pilar López de Ayala, la estrella más reciente con este nombre, y la director Pilar Miró.

La primera de ellas había nacido, precisamente, en Zaragoza, el mismo día que su hermana gemela Aurora, con la que debutó en el cine de los sesenta con el elocuente título «Como dos gotas de agua», de Luis César Amadori.

El talento simétrico de ambas para la comedia, la canción y el baile las convirtió en estrellas juveniles del cine autárquico en esa época del franquismo gracias a otros títulos como «Un novio para dos hermanas» o «Princesa y vagabunda». Cuando Aurora se casó, Pili recuperó su nombre de Pilar Bayona y emprendió una carrera en solitario menos afortunada.

Pilar Bardem, aunque no tenía hermana gemela, sí tenía una familia de genes cinematográficos dominantes. Su hermano, Juan Antonio Bardem, fue uno de los maestros del cine español de todos los tiempos, responsable de clásicos como «Calle Mayor» o «Muerte de un ciclista».

Su hijo Javier, fue el primer actor español en ganar el Óscar por «No es país para viejos», de los hermanos Coen, y la saga la siguen Carlos y Mónica Bardem.

Pero ella tiene una carrera autónoma si no tan deslumbrante, sí notabilísima, recompensada con el premio Goya por su impactante papel en «Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto».

Otra Pilar con Goya es Pilar López de Ayala, surgida de la serie juvenil «Al salir de clase», pero pronto fichada para la gran pantalla, donde brilló especialmente como «Juana la Loca», en la versión de Vicente Aranda. Sofisticada y etérea, ha trabajado con José Luis Guerín, Juan Carlos Fresnadillo, Montxo Armendáriz o Gustavo Taretto.

Y otra más es Pilar Miró, que lo obtuvo, en 1997, por «El perro del hortelano» el mismo año en el que la que fuera controvertida directora general de RTVE y autora de cintas que son ya parte de la historia del cine español, como «El crimen de Cuenca» o «Beltenebros», murió de un ataque al corazón.

Y aunque todo el mundo la conozca por su nombre artístico, Ana Belén se llama en realidad María Pilar Cuesta. Su campo más productivo es el de la canción, pero como actriz ha protagonizado títulos tan relevantes como «Zampo yo», en sus inicios, «La colmena» en los años ochenta y ya en la madurez «La pasión turca».

Curiosamente, Pilar se llamaba su personaje en «Libertarias», de Vicente Aranda, pero no es la única Pilar ficticia que ha llamado la atención. De hecho, la única Pilar que tiene un Óscar no fue una actriz sino un personaje: el que encarnaba la griega Katine Paxinou en la adaptación de Sam Wood hizo en 1943 del inmortal título de Ernest Hemingway «¿Por quién doblan las campanas?», con Ingrid Bergman y Gary Cooper.

Otra Pilar que ganaría un Óscar en el marco de esa contienda y ya con el nombre en la partida de nacimiento, fue Pilar Revuelta por los decorados de «El laberinto del fauno», de Guillermo del Toro.

Su trabajo, más allá del reconocimiento de Hollywood, ha sido fundamental para el cine español del siglo XXI, desde «Los abrazos rotos» a «Lo imposible», ahora en cines, pasando por «La gran aventura de Mortadelo y Filemón».

También se llamaba Pilar el hilarante personaje de María Esteve en «El otro lado de la cama», aficionada a las enumeraciones, como también tenía ese nombre el completamente trágico, maltratado y premiadísimo rol de Laia Marull en «Te doy mis ojos», de Icíar Bollaín.

Sin embargo, las únicas que consiguieron que las Pilares pasaran a título un filme español fueron Maria Antonieta del Real, en el título mudo «Pilar Guerra», de 1925 y Mercè Lliexà en la cinta de Ventura Pons «¿Qué te juegas, Mari Pili?», comedia en la barcelona preolímpica. Aunque también Portugal llegó a presentar para los Óscar «José y Pilar», el documental sobre José Saramago y su mujer, Pilar del Río.

Neville en el reino de las palabras

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Chaplin y Edgar Nevlle
Chaplin y Edgar Nevlle

Liberal, en el sentido tradicional de la palabra, ingenioso, abierto, con sentido del humor, lleno de sátira, brillante y alegre. Así define al periodista y escritor Edgar Neville José María Goicoechea, que reúne los «Cuentos completos y relatos rescatados», en Reino de Cordelia.

El libro es una edición con todos los relatos de los libros publicados en vida del escritor y cineasta madrileño Edgar Neville (1899-1967). Se trata de 80 cuentos de seis libros, de los cuales 16 nunca habían sido publicados y que han sido rescatados de los periódicos de la época.

El Reino de Cordelia ya había publicado una novela corta y una guía de viajes de Neville, «Mi España particular», y ahora le tocaba a los cuentos, los relatos de los libros publicados en vida de Nevile: «Eva y Adán», «Música de fondo», «Frente de Madrid», «Torito bravo», «El día más largo de monsieur Marcel» y «Dos cuentos crueles».

Están ordenados cronológicamente, y Goicoechea ha optado por la primera versión cuando se ha tratado de textos aparecidos en diferentes ediciones, salvo en el caso de «Su único amigo», que se publicó por primera vez en 1936 y en una versión mejorada en 1965, explica el antólogo.

El ritmo de publicación de esos libros, recuerda Goicoechea en el prólogo de su edición, fue de uno cada década, en paralelo siempre a la producción de teatro, cine, novelas y a los centenares de artículos en prensa, además de algo de poesía y «unos pinitos» en la pintura en sus últimos años.

Neville «no había cumplido aún los 27» y ya era amigo de García Lorca; ya había tenido «amoríos» con «cupletistas y actrices»; ya había estrenado alguna obra de teatro, «con polémica incluida»; «ya había estado en el Marruecos colonial» y «ya había pasado por la Facultad de Derecho» e ingresado en la carrera diplomática.

En los cuarenta años que median entre la publicación de «Eva y Adán» (1926) y «Dos cuentos crueles» (1966), Neville escribió cerca de cien relatos con una «sorprendente capacidad para adelantarse a su tiempo y defender una literatura de humor de enorme raigambre española y, al mismo tiempo, completamente universal».

«Vitalista, elegante y hedonista, toda su obra supone un alegato contra la rancia burguesía surgida tras la Guerra Civil española, la cursilería y la estrechez de miras disfrazada de sentido común», añade el editor.

El humor de una generación de los años 20 y 30, que fue una época dorada, y a la que se le llamó la otra generación del 27, con Jardiel Poncela, Neville, Tono y José López Rubio, el guionista y director de la película «La Malquerida», que acuñó este término.

Reivindicación necesaria

Republicano en su día y efusivo falangista durante un breve período de reparador purgatorio, Neville, por su inserción biográfica en el franquismo y por su sostenida condición de aristocrático vividor a su aire, había pasado por una expectante cuarentena durante los primeros años de la democracia. Un libro y un ciclo retrospectivo de su filmografía, a cargo ambos del crítico e historiador de cine Julio Pérez Perucha, en la Seminci del año 1982, fueron el inicio de una “operación rescate” que no cesa de prolongarse.

El gran problema del director fue que ni la derecha ni la izquierda lo aceptaron: un snob en el mundillo del cine y del teatro no estaba bien visto en ambas partes. «Era un republicano de centro-derecha. El franquismo no era lo suyo», dice sobre un hombre del que no se conocían ideas religiosas importantes y casado pero con una amante. «Esto y su cine no cuadran con el movimiento, lo que quiere decir que se le aplicó la cuarentena de quien ha sido una figura durante el franquismo aunque no fuera ostensiblemente de esa ideología». En definitiva, un hombre libre, un artista libre.

Si sus comedias teatrales El baile (1952) o La vida en un hilo (1959) –catorce años antes rechazada por el público como película- disfrutaban de la condición de perdurables y dignas de ediciones anotadas, los mejores de sus variopintos filmes han merecido la atención y el reconocimiento del público gracias a la televisión y muy especialmente, en los últimos tiempos, gracias al programa “Historia de nuestro cine” de La 2.

Entre una cosa y otra, nadie duda de que películas como La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), Nada (1947), El último caballo (1950) o, entre otras, Mi calle (1960), la última de las suyas, sean obras muy notables, cuando no singulares, innovadoras y fuera de las tendencias de su época.

El profanador profanado por su biografía

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A lo largo de más de treinta años de carrera y una veintena de películas dirigidas por él, Grau ha construido una filmografía heterodoxa y de gran variedad, moviéndose con soltura entre lo personal y lo comercial (a veces, coincidiendo en ambos), con grandes triunfos en taquilla y algún que otro proyecto frustrado
A lo largo de más de treinta años de carrera y una veintena de películas dirigidas por él, Grau ha construido una filmografía heterodoxa y de gran variedad, moviéndose con soltura entre lo personal y lo comercial (a veces, coincidiendo en ambos), con grandes triunfos en taquilla y algún que otro proyecto frustrado

Del cine de autor a los zombies y del coqueteo experimental al destape, la carrera de Jordi Grau (Barcelona, 1930) es una de las más versátiles y arriesgadas del cine español, un riesgo por el que ha pagado un precio, según cuenta en relación a sus memorias.

«Nunca he hecho una película con vocación comercial», asegura el autor de «Una historia de amor» o «El espontáneo», de los sesenta, y de los títulos de horror «Ceremonia Sangrienta» (1973) y «No profanarás el sueño de los muertos» (1974), que le han valido la etiqueta de director de culto.

«La única vez que acepté el reto fue en ‘Tuset Street’, con Sara Montiel, y fue el principio de mi fracaso, ahí perdí mi convicción», relata durante una entrevista en su casa, rodeado de pinturas realizadas por él.

Las desavenencias con Sara Montiel son uno de los capítulos de sus memorias, «Confidencias de un director de cine descatalogado» (Calamar Ediciones), en las que desgrana lo que él llama «la trastienda» de su vida cinematográfica.

Grau da su visión de un conflicto muy aireado en su momento, incluyendo un inconsciente rechazo por parte del director a una supuesta invitación sexual de la estrella durante un encuentro en una habitación de hotel para hablar del personaje.

«Sara Montiel no me gustaba, ni como mujer ni como actriz. El problema fue creerme que yo podía mostrar otra faceta suya, la de un ser popular, sencillo y descarado. Pero ella quería ser una marquesa, la visión que tienen las porteras de las marquesas, porque esa era la base de su éxito», indica.

La amistad de Grau con Federico Fellini también ocupa unas cuantas páginas. Una amistad que surgió en Roma, el día en que el autor de «La dolce vita» dio una charla en su clase de cine y, ni corto ni perezoso, el catalán le pidió una entrevista.

«Le caí simpático», dice Grau, que acabó de impresionar al maestro cuando vio publicada la entrevista en una revista española, pese a que el improvisado periodista no había grabado nada ni tomado apenas notas.

El ánimo renovador del cineasta español -en realidad, fidelidad a su instinto- se vislumbró desde su primera película, «Noche de verano» (1962), un drama romántico con Paco Rabal, con una arriesgada lectura moral para la época, que le enfrentó con los productores, ligados al Opus Dei.

«Quería contar historias auténticas, que conocía, nada más», señala. «¿He pagado un precio? Sí, pero casi diría que lo estoy pagando ahora. La última película que hice fue «Tiempos mejores» y de eso hace 15 años».

Desde entonces, Grau ha intentado levantar varios proyectos, incluido un «Don Juan» basado en la versión menos popular de Tirso de Molina, pero ninguno ha acabado de fraguarse.

«Lo que ocurrió con ‘Tiempos mejores’ es que un productor importante quería entrar en el negocio, pero con la condición de que lo hicieran Carmen Maura y Andrés Pajares, que están muy bien, pero no eran los personajes de mi película», explica.

Grau no pasó por el aro y la cinta se quedó sin el soporte de producción que necesitaba. «Ese fracaso ha hecho que me haya ido encontrando desde entonces con la oposición de los productores», dice.

Pero antes de llegar a ese punto hay una veintena de títulos a revisar, incluido «La trastienda», un alegato contra la doble moral burguesa, que fue un éxito de taquilla, ayudado, eso sí, por el segundo y medio de desnudo frontal de María José Cantudo, el primero de la Transición.

O sus dos únicas incursiones en el terror, «Ceremonia sangrienta», basada en la vida real de la Condesa Bathory, que se bañaba en sangre de vírgenes para conservar su juventud, y «No profanar el sueño de los muertos», una de las primeras películas de zombis hechas en España.

Cuando se le pregunta el porqué de una carrera tan heterogénea, Grau responde con algo que le dijo hace muchos años a un amigo que le preguntó qué hacía él metido de ayudante en una película de romanos.

«Le dije: ‘Primero, tengo que seguir viviendo. Si tengo talento, lo demostraré de alguna manera y sino, seguiré haciendo lo que pueda’. Mi actitud siempre ha sido muy posibilista. Al escribir el libro es cuando me he dado cuenta de ha habido una cierta integridad en mi actuación».

El título, «Confidencias de un director descatalogado» se le ocurrió un día en que preguntó en unos grandes almacenes por «Ginger y Fred» de Fellini y le dijeron que estaba descatalogada. «Pero, ¿cómo puede ser? -exclama-. Es como si en el Prado encierran Las Meninas porque son de hace 400 años».

Acto seguido hizo la prueba con su propia película más popular, editada en países como Alemania, Inglaterra o Japón, «No profanar el sueño de los muertos». La respuesta, es fácil de adivinar.

Cine en el umbral de la modernidad

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El contraste entre identidad y apertura al mundo está presente desde la denostada "españolada" de la Segunda República, que tomaba los elementos folclóricos, el flamenco, la copla y que tuvo su culminación con "Morena Clara"
El contraste entre identidad y apertura al mundo está presente desde la denostada «españolada» de la Segunda República, que tomaba los elementos folclóricos, el flamenco, la copla y que tuvo su culminación con «Morena Clara»

¿Qué tienen en común «Viridiana» y «Cateto a babor»? ¿Y «Mi querida señorita» y «El pico»? Además de ser españolas, son películas marcadas por el desajuste y el trauma con el que España se enfrenta a la modernidad, hilo que sirve a Vicente J. Benet para su minuciosa y peculiar historia del cine nacional.

«El cine español. Una historia cultural» (Paidós Comunicación) es el título de este atípico recorrido por el séptimo arte en España, menos centrado en la calidad de las películas que en su condición de testigo de excepción para la evolución social, cultural e histórica del país en el siglo XX.

«Este libro intenta encontrar en el cine español los traumas y los reflejos de la incorporación de España a la modernidad. Su intento por convertirse en un país homologable al resto de Europa», explica Benet.

El cinematógrafo ya supuso en sí un adalid de la modernidad y solo un año después de que los hermanos Lumière deslumbraran en el París de 1895, ya había llegado a Madrid, pero también ayudó a construir «identidades vernáculas, racionales entre comillas».

Ese contraste entre identidad y apertura al mundo está presente desde la denostada «españolada» de la Segunda República, que tomaba los elementos folclóricos, el flamenco, la copla y que tuvo su culminación con «Morena Clara», a la insistente revisión de la guerra Civil Española y el franquismo a partir de los años 90.

Para el autor del libro, películas como «Secretos del corazón» o «La lengua de las mariposas» son «uno de los primeros síntomas de que la Transición es un proyecto fallido y de ocultación del pasado», anterior al debate sobre la memoria histórica.

Pero a pesar de esa identidad preservada, primero como propaganda en un régimen dictatorial y luego avalada por la cuestión de la excepción cultural española, Benet muestra en «El cine español. Una historia cultural», las inevitables filtraciones incluso en las épocas de más aislacionismo.

Reconoce influencias del cine de terror de la Universal o de «Cumbres borrascosas» en la adaptación cinematográfica de «Eloísa está debajo del almendro», de Jardiel Poncela, del neorrealismo en «Surcos», de Nieves Conde, o figuras transnacionales como Marco Ferreri o Ladislao Wajda que, en cambio, ofrecieron títulos tan identitarios para el público español como «El cochecito» o «Marcelino, pan y vino».

Por otro lado, Benet señala que Franco fue perfectamente consciente de cómo directores abiertamente comunistas como Juan Antonio Bardem o ateos reconocidos como Luis Buñuel le ayudaban a limpiar su imagen en los festivales internacionales.

«‘Viridiana’ habla de la tensión del pasado, que se presenta como una fantasía, con un presente que se quiere modernizar, pero que contrasta con la realidad de los mendigos. Está expresado de una manera muy dramática, pero el ‘La chica ye-ye’ o las películas de Paco Martínez Soria del paleto que va a la ciudad se encuentran situaciones similares», argumenta Benet.

Así, la llegada de las suecas que volvían loco a Alfredo Landa y José Luis López Vázquez son la cara cómica de ese mismo fenómeno, como demuestra que esos mismos actores luego dieran sus mejores trabajos reinterpretando en clave amarga las contradicciones del «españolito medio».

«Con la democracia la modernidad se instala en España definitivamente, pero en esa misma época el mundo también estaba abriéndose, rompiendo muchos tabúes», reconoce.

«En España estaba ‘el destape’, pero en el mundo era la época de ‘El último tango en París’ o ‘Emmanuelle’. En Estados Unidos se produce el cine ‘exploitation’ mientras en España está Paul Naschy, y también nace el llamado ‘cine quinqui'», con títulos como «El pico», en el que convive la apertura de golpe y porrazo a las libertades, las drogas y el sexo.

Y, desde luego, Benet se detiene en esas «rara avis» que sobrevivieron a cualquier contexto, como Basilio Martín Patino o Edgar Neville, películas como «El espíritu de la colmena» o «El desencanto».

Ya en el siglo XXI, Benet reconoce que la identidad cultural, con la globalización, también se diluye, y aunque valora hitos como «Lo imposible» que se equiparan al mejor cine de Hollywood, para él es «como estar en una gran avenida de una gran ciudad. Podría ser cualquier lugar del mundo», concluye.