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Cine negro en el cuarto oscuro

La censura franquista primero y el acomodo costumbrista después coartaron en España el desarrollo de un cine negro equivalente al que en EEUU alumbró obras gloriosas como «El Halcón Maltés» (1941) o «Sed de mal» (1958), pero una revisión más amplia de sus límites permite ajustar cuentas con el «noir» patrio.
Es lo que hace José Antonio Luque en «El Cine Negro Español», a caballo entre el ensayo breve y el manual de consulta, un libro que analiza medio millar de títulos y pretende dar su justo esplendor a películas como «Los peces rojos» (1955), de José Antonio Nieves Conde o «El clavo» (1944) de Rafael Gil.
«Lo del cine negro en España fue complicado porque es un género crítico, de denuncia, y en la España de Franco era difícil que la censura permitiera películas como las americanas, sino era haciendo una alabanza a las fuerzas del orden y la ley», explica el autor.
«Permitimos que haya delitos, ladrones y asesinatos pero con la condición de que la policía los detenga y el espectador se vaya con la conciencia tranquila de que las calles están siempre protegidas», añade.
Difícil así difuminar las fronteras entre el bien y el mal, o sustituir al héroe por un antihéroe de pasado dudoso, léase detective con métodos poco ortodoxos. Por no hablar de la mujer fatal. Pero los creadores siempre buscan subterfugios.
«En la España franquista se permitió la mujer fatal, pero con actrices extranjeras. Era como decir que las mujeres de fuera son malas; en cambio, el modelo de mujer española, ama del hogar y pilar de la familia católica, no se podía resquebrajar», explica Luque.
Así, la mexicana María Félix es una adúltera asesina en «La corona negra» (1951), de Luis Saslavsky, y la suiza-alemana Katia Loritz reclama a su marido libertad sexual a cambio de no delatarle a la Policía en «Las manos sucias» (1956), de José Antonio de la Loma.
Una de las pocas excepciones a la regla es la Emma Penella de «Los Peces Rojos», una película poco valorada, en opinión de Luque, que insiste en que «si la hubiera filmado Hitchcock, sería una de sus películas más exitosas».
La escasez de títulos ajustados a los cánones más ortodoxos lleva al autor a hacer una revisión más amplia, en la que descubre que lo criminal en España aparece a menudo contaminado de otros géneros, en especial por la comedia costumbrista.
Así, analiza la trilogía madrileña de Edgar Neville, y ya en el terreno de la parodia, «Los ladrones somos gente honrada» (1941), de Ignacio F. Iquino, o «Atraco a las tres» (1962), de José María Forqué.
Avanzada la década de los 60 y en la primera mitad de los 70 empezaron a soplar nuevos aires en el cine criminal español, con imitaciones de James Bond («Anónima de asesinos», Juan de Orduña) y coproducciones internacionales como «Estambul 65» y «Las Vegas, 500 millones», ambas de Antonio Isasi-Isamendi.
La desaparición de la censura no trajo consigo el resurgimiento del cine negro autóctono, más allá de títulos aislados. «Nos apegamos demasiado al cine historicista, la ley Miró puso de moda llevar a la gran pantalla obras de teatro del Barroco y novelas galdosianas», explica el escritor.
A ese periodo corresponden «El crack» (1981), de José Luis Garci, que introduce la figura del escéptico detective, interpretado por Alfredo Landa, o «El arreglo»(1983), de José Antonio Zorrilla. Ambas abordan, por fin, la corrupción policial.
Pero el verdadero cambio, tal y como recoge el libro, se produce en la década de los 90, cuando empieza a perfilarse un cine criminal «acorde a la sociedad española y su idiosincrasia», con producciones como «Días contados» (1994), de Imanol Uribe, «Adosados» (1996) de Mario Camus o «Tesis» (1996) de Alejandro Amenábar.
En los últimos años la tendencia no ha hecho más que consolidarse con éxito, tal y como demuestra la nómina de los Premios Goya más recientes: Enrique Urbizu («La caja 507», 2002, y «No habrá paz para los malvados», 2011), Daniel Monzón («Celda 211», 2009, «El Niño», 2014) o Alberto Rodríguez («Grupo 7», 2012, «La isla mínima», 2014).
«Vamos por buen camino», opina Luque, «pero es muy curioso que un género como el criminal, con tantos seguidores, nos haya costado tanto».
Destellos en blanco y negro del amigo holandés

En una de las escenas más poderosas de París, Texas, obra cumbre de la filmografía de Wim Wenders, marido y mujer se reencuentran después de muchos años en una pequeña habitación, separados por un cristal. Ella sí puede verlo a él, pero Harry Dean Stanton permanece pegado a una pared opaca, intuyendo la presencia de la persona que se encuentra detrás, la misma que fue su compañera en otro tiempo. En aquella habitación se encontraba, en aquel momento, otro cristal de mecánica similar: el de la cámara de Robby Müller.
Müller nació en 1940 en Willemstad, la capital de Curazao, una de las cinco islas caribeñas que componen las Antillas Neerlandesas. Comenzó su carrera como director de fotografía a principios de los años 70 en Alemania, de la mano de un jovencísimo Wim Wenders, con quien colaboró en el corto Alabama (2000 Light Years) y en varios de sus primeros largometrajes, como Summer in the City o El miedo del portero ante el penalti. Ahí comenzó a fraguarse la que sería una amistad muy prolífica en lo artístico. En los años siguientes trabajarían juntos en películas del calado de Alicia en las ciudades, La letra escarlata o la propia París, Texas.
A lo largo de sus años como director de fotografía de Wenders, Müller desarrolló una especial habilidad para el retrato de paisajes (urbanos o rurales) desesperanzados, en conexión con la soledad que el cineasta alemán buscaba imprimir a sus personajes. En París, Texas alcanzó la máxima expresión de esta línea de trabajo, potenciado además el uso del color como mecanismo narrativo, en un ascenso constante desde los tonos desgastados del principio del film hasta la paleta cromática de pasteles intensos con la que culmina su relato.
A partir de los años 80, Müller inició un proceso de expansión creativa que lo llevó, en primer lugar, a trabajar en Estados Unidos con directores como William Friedkin, para quien fotografió Vivir y morir en Los Ángeles; o Peter Bogdanovich, con quien trabajó en Saint Jack (El rey de Singapur) y Todos rieron. Allí conoció a Jim Jarmusch, un joven cineasta americano que comenzaba su carrera como director y con el que colaboraría en la mayor parte de sus primeros trabajos.
Con Jarmusch, Müller exhibió una sensacional destreza en el empleo del blanco y negro. Lo hizo, por ejemplo, en Bajo el peso de la ley, película protagonizada por Tom Waits a la que proporcionó un aire cándido de sordidez; o en Dead Man. De vuelta al color, acompañó a Jarmusch en la consolidación de su estilo cinematográfico en Ghost Dog, el camino del samurái, posiblemente la película que lo confirmó como un nombre a tener en cuenta dentro del cine independiente norteamericano.
Bajo el principio de la vagancia creativa –»no hacer más de lo necesario, pero siempre lo suficiente»– Müller prestó también su mirada, su inconfundible blanco y negro, su manejo de la cámara (siempre a su cargo) y su gusto por el encuadre desplazado.
Pero sería de nuevo en Europa, además de su prolongada relación con Wenders (Hasta el fin del mundo, Más allá de las nubes) o el encuentro puntual con Wajda (Korczak), donde Müller volvería a redefinir un nuevo sello visual junto al danés Lars Von Trier, para quien intensificó el grano y rebajó la paleta de color casi hasta confundirla con el blanco y negro, y puso en práctica audaces movimientos de cámara al hombro
Müller también filmó Barfly de Barbet Schroeder (1987), Repo Man de Alex Cox (1984) y To Live and Die in LA de William Friedkin (1985)
En los últimos años de su carrera como director de fotografía, que finalizaría a principios del siglo XX, Müller colaboró con Lars von Trier en dos de las películas clave de su filmografía: Rompiendo las olas y Bailar en la oscuridad. En ellas volvió a demostrar su amplio dominio de la temperatura del color como recurso expresivo, además de su eclecticismo formal, fundado siempre en la conjunción entre su estilo propio y la comprensión de aquello que sus directores le pidieron a lo largo de su carrera. Porque esa es la única manera de que cineastas como Wenders, Jarmusch o Von Trier, con una voluntad de autor tan definida, confiasen en él a lo largo de tantos años.
Recuerdos del cíclico odio

La inflación y el paro están por las nubes pero los habitantes de una ciudad de habla alemana tras la Primera Guerra Mundial ya tienen un chivo expiatorio, la población judía, y una solución: expulsarla.
Esto que parece reflejar el antisemitismo del Tercer Reich es el profético argumento de la película muda ‘La ciudad sin judíos’, estrenada en 1924, cuando el partido nazi todavía estaba prohibido y Adolf Hitler escribía en la cárcel Mein Kampf.
Basada en una novela satírica del escritor judío Hugo Bettauer, el largometraje desapareció en la década de los años 30 hasta que un coleccionista encontró una copia completa en 2015 en un mercadillo de París. Ahora, la cinta restaurada está a disposición de cinéfilos y curiosos..
«’La ciudad sin judíos’ no es una película muda más, sino un muy temprano mensaje antinazi», y «la primera obra visual dedicada en exclusiva a criticar el antisemitismo», explica el director gerente de Filmarchiv Austria, Nikolaus Wostry. «El Filmarchiv es casi la biblioteca nacional de las películas austríacas, por lo que tenemos un especial deber con esta obra por su mensaje de tolerancia», agrega.
La trama del filme muestra no solo las circunstancias económicas que llevaron al auge del antisemitismo, sino que también relata las consecuencias del éxodo de la población judía de Viena, llamada ‘Utopía’ en la cinta.
La deportación de los judíos se celebra con fuegos artificiales, pero la economía, lejos de mejorar, se dirige a la ruina absoluta, el paro y la pobreza aumentan y la vida cultural decae. Al final, los judíos son bienvenidos por la misma multitud que festejó su partida.
La realidad superó apenas 15 años después a la ficción, cuando los judíos fueron asesinados en masa en campos de exterminio nazis. «En 1924 no se podía concebir que se pudiera asesinar a personas de forma industrial. Esas imágenes no se encuentran en esta película. En ese sentido no es una profecía de lo que sucedió, sino una llamada a la tolerancia», reflexiona Wostry.
La nueva copia ofrece novedades frente a la única versión incompleta conservada, hallada en 1991 en Amsterdam y que carecía de final porque faltaba el último rollo del filme. En la versión restaurada se observa la virulencia del antisemitismo desde el primer momento, incluidos ataques físicos, y el final es una llamada a la tolerancia y la convivencia.
«Es una película muy inusual porque aborda el antisemitismo de forma explícita. Y en una película eso tiene más impacto que en una novela, es más visual», explica Wostry.
La ficción muestra un final feliz con la vuelta de la población judía, algo que contrasta con la realidad austríaca tras el Holocausto, destaca el director gerente de Filmarchiv. Austria no sólo no ayudó a los supervivientes del Holocausto sino que, critica el experto, tardó décadas en reconocer su responsabilidad como Estado en el Holocausto.
«La población judía austríaca hizo una enorme contribución a la cultura y la ciencia de este país. Posiblemente no hay ningún otro país en Europa que deba tanto a su población judía», recuerda. «Existe una contradicción en la historia de Austria», expone Wostry, y afirma que su país suele identificarse con artistas y científicos judíos, como Sigmund Freud, el «padre del psicoanálisis», o el escritor y dramaturgo Arthur Schnitzler, pero afrontó de mala gana su historial antisemita.
La cinta se ha podido restaurar gracias a una campaña de micromecenazgo que logró reunir más de 75.000 euros. Wostry no oculta su decepción porque no hubiera fondos públicos para restaurar una película tan importante, pero se muestra muy orgulloso de la gran respuesta de la sociedad civil.
La restauración es también importante por su actualidad, resalta, ya que la película habla de las desastrosas consecuencias de demonizar a una minoría y eso se aplica tanto entonces como ahora, cuando crecen las tendencias nacionalistas en Europa.
El estreno en 1924 de ‘La ciudad sin judíos’ causó protestas de simpatizantes nazis y hubo incluso agresiones contra quienes iban a ver la película.
La cinta marcó la vida de muchos de los que tuvieron que ver con ella: Bettauer, el autor de la novela que la inspiró, fue asesinado por un nazi meses después del estreno.
El director y guionista, Hans Karl Breslauer, no volvió a dirigir y murió en la pobreza en 1965. La coguionista Ida Jenbach fue deportada al gueto de Minsk y murió allí en 1941.
Y en un cruce de destinos, el actor que interpretó al protagonista judío de la película, Johannes Riemann, se afilió al partido nazi y en 1944 llegó a actuar para las SS en Auschwitz. Por el contrario, Hans Moser, que encarnó a un furibundo antisemita, se negó durante el régimen nazi a divorciarse de su esposa judía
El breve destello de Susan Korda

Soledad Rendón Bueno, más conocida en su país como Soledad Miranda e internacionalmente como “Susann Korda” o “Susan Korday”. Fue una reconocida actriz española que nació un día como hoy en Sevilla, España, en 1943.
Tenía una prometedora carrera en el mundo del cine. Sin embargo, cuando se encontraba en la cima del éxito, sus sueños se apagaron luego de que el 18 de agosto de 1970 falleciera a los 27 años en un fatal accidente de tráfico junto a su esposo en Portugal. Sufrió fracturas en el cráneo y en su columna vertebral y a las pocas horas murió, dejó a un hijo pequeño.
Era la quinta hija de una trabajadora en una fábrica de cerillas y de un supervisor de barcos. Por parte de su padre era sobrina de Paquita Rico, una reconocida cantante española.
Su entorno familiar era numeroso y humilde. Para contribuir económicamente a su hogar, Soledad comenzó a trabajar como bailarina y cantante de flamenco con tan solo ocho años en las ferias sevillanas, ingresó prematuramente al mundo del espectáculo.
Sus aspiraciones siempre estuvieron inclinadas hacia el cine, así que a los dieciséis años se trasladó a Madrid donde continuó bailando y comenzó sus estudios en arte, declamación e idiomas, con la pretensión de estar en la pantalla grande.
A los 17 años hizo su debut en papeles pequeños debido al apoyo del director Jesús Franco, que sin acreditarse le permitió hacer parte del elenco de “La Reina del Tabarín”, en 1960, en la que solamente se dedicó a bailar.
Lo anterior dio un impulso a la carrera de Soledad Miranda, al año siguiente hizo parte de rodajes importantes como “Ursus”, “La bella Mimí” en donde consiguió su primer papel protagonista en “Canción de Cuna”, una película basada en una obra teatral.
A partir de ese momento participó en una multiplicidad de filmes en los que mostró una singular versatilidad en películas dramáticas, comedias y de terror erótico.
Miranda no solo estaba destinada a brillar en la pantalla grande, sino también en la industria musical. En 1964 publicó su primer EP (extended play) de pop ye – yé, con “Lo que hace a las chicas llorar”, luego “el color del amor” y una de sus canciones más conocidas “la verdad”.
Logró la fama internacional gracias a su reencuentro con Jesús Franco, quien diez años después creyó que la belleza y sensualidad de esta mujer eran las apropiadas para protagonizar películas de terror, como “Conde Drácula”, basada en la novela de Bram Stocker, que protagonizó junto a Christopher Lee, considerado el actor que mejor interpretó a Drácula de todos los tiempos.
Poco antes del fatídico accidente, un productor de cine le había ofrecido un contrato que la impulsaría a un nivel de reconocimiento mayor. Luego de su fallecimiento se estrenaron películas como: “Eugenie de Sade” basada en el Marqués de Sade, “Vampiros Lesbos” y “El diablo vino de Akasawa”.
Soledad Miranda es considerada una leyenda por ser una de las actrices más extraordinarias de la historia del cine español, ya que lograba encarnar sus personajes de forma excepcional. Ver sus fotografías evoca al cine erótico y de terror de la década de los 60’s, que a hoy son filmes considerados piezas de culto por los buscadores.
Con todo, en su corta pero intensa carrera, el director más importante es Jesús Franco. Para el crítico Carlos Aguilar, «hasta ese momento, la mayor parte de sus papeles eran de heroína dulce, pero este cineasta supo ver su sensualidad, de modo que erotizó su imagen». El fallecido director Jesús Franco no la consideraba un mito erótico ni siquiera actriz erótica, «era una chica que se entregaba a su trabajo y si el papel era dramático, como en El conde Drácula, lo hacía extraordinariamente». De esta película su director recuerda que en un primer momento Christopher Lee se mostró escéptico con la elección de Soledad Miranda para el personaje de Lucy, pero en cuanto rodó con ella «dijo que el potencial de la actriz era asombroso».
Para Carlos Aguilar, Jesús Franco «trató de fundir las dos personalidades de Bárbara Steel en La máscara del demonio, esto es, hacer de ella la expresión de la bondad y la maldad juntas. Le cambió además su imagen, el maquillaje, el peinado y el vestuario, así como su estilo de interpretación. Él la conocía muy bien y sabía perfectamente cuáles eran sus verdaderas posibilidades». Sin embargo, Franco rechazaba su papel de pigmalión. «Tenía mucha personalidad y una intuición extraordinaria, yo me limité a conducirla como actriz, a dirigirla, que es en definitiva el trabajo de un director».
En su opinión, Soledad Miranda era «una chica encantadora, muy sencilla, sin dobleces, muy simpática y con unas dotes personales extraordinarias. No era guapísima ni altísima, pero tenía algo especial que la convertía en un animal cinematográfico».
Adiós, dulce vida

El 5 de febrero de 1960, las salas de cine italianas fueron testigo del sueño felliniano que marcaría un antes y un después en la historia del cine y que se convirtió en símbolo de un estilo de vida, de una «Dolce Vita» romana marcada por las exhibiciones mundanas, la decadencia y los excesos.
Las paradojas de La Dolce Vita encontraron ya su expresión desde la primera oleada de reacciones y críticas, con elogios, admiración, insultos y ataques que arremetían contra la supuesta «inmoralidad» de la película o su clima corrupto y que no fueron más que la confirmación del inicio de un mito.
El Centro Católico Cinematográfico colgó al film la etiqueta de «escluso per tutti» -«excluido para todos»- y algunos críticos que dieron opiniones favorables a la película fueron despedidos de los rotativos.
Una película «onirica»
La huella imborrable que dejó el director de Otto e mezzo o Amarcord trazó un fresco lleno de símbolos, un mosaico de estereotipos y un universo onírico que muchos buscan aún al perderse por las calles de Roma.
La diva interpretada por Anita Ekberg, que repite hasta la saciedad su llegada al aeropuerto para posar ante los fotógrafos, el intelectual atormentado o el cazador de imágenes comprometidas, desde entonces bautizado «paparazzo», desfilan por esa fantasía hecha realidad, fragmentada en escenas aparentemente inconexas y paradigma de una agridulce «noche romana».
Poco queda ya de aquellas reuniones de los «paparazzi» en la Via Veneto de Roma, pero la magia con que el maestro de los sueños dotó a La Dolce Vita, con sus más sorprendentes contradicciones, conserva algunos rincones, como el famoso Café de París, que Fellini retrató y convirtió en uno de los centros del glamour de la cinematografía europea.
Ese histórico local, icono de un mundo tan extravagante como vacío, corrupto y abocado al naufragio, pertenece hoy a la mafia de Calabria, la Ndrangheta, que lo adquirió hace un año por seis millones de euros.
Punto de encuentro de actores y, después, criminales
Tampoco ha sido estelar el destino de discotecas como Jackie O’, símbolo de la vida nocturna romana, frecuentada por Grace Kelly, Jacqueline Bisset, Marcello Mastroianni o Vittorio Gassman y, en los años noventa, punto de encuentro de criminales y delincuentes.
Pero si uno se aleja de Via Veneto encontrará uno de los lugares más vivos de esa «Belle Époque» italiana, que hizo de la Ciudad Eterna un centro de celebridades durante los rodajes de Ben Hur o Quo Vadis: la Taverna Flavia, un restaurante que el tiempo ha convertido en museo fotográfico, dirigido por Mimmo Cavicchia.
Las paredes de este mágico establecimiento, entre los favoritos de las estrellas también en la actualidad, son un auténtico mural de autógrafos en el que lucen centenares de firmas y rostros conocidos, desde Sofia Loren y Audrey Hepburn hasta Woody Allen o Pedro Almodóvar.
Escenario de romances «de película»
Testigo de historias de cine como el romance entre Richard Burton y Elisabeth Taylor, máxima protagonista del local con una sala que lleva su nombre. Ahí están enmarcadas sus sandalias de «Cleopatra», quizás la pieza más cotizada de este restaurante-museo, que «Liz» regaló a Cavicchia cuando rodó la película.
«Los protagonistas de la Dolce Vita eran los actores, y los espectadores salieron a la calle para vivir y actuar como ellos. Todos se volvieron locos y querían imitar a los personajes del cine. Cada uno se sentía protagonista a su manera», afirma Cavicchia en una entrevista.
Así nacieron las ganas de recuperar el tiempo perdido, de vivir una locura que Fellini inmortalizó con la mítica escena en la Fontana di Trevi, cuyas aguas tienen aún la huella de Anita Ekberg.
Ella convirtió en sueño de muchos un baño en esa fuente siempre abarrotada de turistas. Fantasía irrealizable también para la propia actriz, puesto que la escena se rodó en una copia recreada en el «Estudio 5» de Cinecittà, donde se instaló la capilla ardiente del maestro en 1993.
«La dolce Vita se acabó»
Los estudios de cine romanos son hoy una fábrica de sueños que conserva el sello de los grandes del neorrealismo y de Martin Scorsesse o Francis Ford Coppola.
De algún modo Roma es aquella ciudad imaginada por Fellini. Pero «la ‘Dolce Vita’ se acabó», sentencia Cavicchia. «Ya no existen esos grandes personajes, ahora los actores sólo están un día para presentar su película y están condicionados por sus agentes publicitarios. Además, la gente está invadida por la televisión. Si Gran Hermano bate récord de audiencia, ¿qué «Dolce Vita» es? ¡Es la amarga vida!».
Por Via Veneto desfilan ejecutivos, se erigen sedes de grandes bancos y hoteles de cinco estrellas. Solo placas conmemorativas, fotografías y algunos bares como el emblemático Harry’s Bar, que aún conserva su luz, son un reclamo para nostálgicos que quieran respirar los resquicios de aquella «Dolce Vita».
La mano izquierda de Joseph Losey

Joseph Losey es uno de los nombres más debatidos del cine europeo de los años sesenta y setenta, en los que brilló a través de un perfecto espejo (tema recurrente de su filmografía) de los traumas y desigualdades de la sociedad de su (y nuestro) tiempo, y se caracterizó por la clarividencia y compromiso político.
Este director nacido La Crosse (Wisconsin, EE.UU.) en 1909 fue víctima la «caza de brujas» en Hollywood y se estableció en el Reino Unido, donde filmó algunas de sus obras más representativas, como «El sirviente», «El accidente» y «El mensajero».
Las tres fueron escritas por el dramaturgo Harold Pinter y rodadas entre 1963 y 1971, al igual que otra de sus mejores películas, «Rey y patria», que lo convirtieron en uno de los máximos representantes del cine de autor.
Hubo un antes y un después de este periodo, el de su etapa estadounidense hasta principios de los años 50 y el de la última, que le llevó a trabajar bajo producción italiana, francesa y española.
Losey, que falleció en Londres en 1984, dio sus primeros pasos en el periodismo y luego en el teatro, donde su abierto izquierdismo le llevó a realizar varios montajes de obras de Bertold Brecht y a viajar a la URSS para estudiar nuevos conceptos teatrales.
Dirigió varios cortometrajes para la Metro Goldwyn Mayer y debutó en el largometraje en 1948 «El niño de los cabellos verdes», producida por la RKO. «El forajido», «El merodeador» y «The Big Night» son algunos de sus filmes posteriores.
En 1951, su nombre apareció en las listas negras acusado de pertenecer al Partido Comunista, pero cuando fue llamado a declarar se encontraba en Italia rodando «Stranger on the Prowl/Imbarco a mezzanotte» y decidió no regresar a su país.
Firmó ese filme con seudónimo, al igual que «El tigre dormido», rodado ya en el Reino Unido, que fue su primera colaboración Dirk Bogarde, su actor fetiche junto a Stanley Baker.
Trabajó también para la productora Hammer, pero su obra alcanzó un notable interés a partir de «La clave del enigma» y el drama carcelario «El criminal», su primer trabajo con Baker.
Hasta mediados de los setenta, Losey combinó películas muy personales, reflexiones sobre las relaciones de poder, con títulos de apariencia más comercial, con estrellas como Elizabeth Taylor, Richard Burton, Robert Mitchum, Mia Farrow y Jane Fonda.
De la década de los 80 son «La Truite», con Isabelle Huppert, y su última película, «Steaming», inédita en España como la anterior. Losey no pudo ver su montaje definitivo, ya que falleció en junio de 1984, casi un año antes de que se presentara en Cannes.
La relación de Losey con España resultó siempre complicada a causa del régimen franquista. Pese a ello en el Festival de San Sebastian, además de «Caza humana», se presentaron «El tigre dormido» y «La mujer maldita».
En la sección informativa se proyectó «The Go-Between», ganadora de la Palma de Oro en Cannes. «Una inglesa romántica», de 1975, también estuvo seleccionada, pero el director y la protagonista, Glenda Jackson, no acudieron al Festival en señal de protesta por las últimas sentencias de muerte firmadas por Franco.