cine fantastico
Neville en el reino de las palabras

Liberal, en el sentido tradicional de la palabra, ingenioso, abierto, con sentido del humor, lleno de sátira, brillante y alegre. Así define al periodista y escritor Edgar Neville José María Goicoechea, que reúne los «Cuentos completos y relatos rescatados», en Reino de Cordelia.
El libro es una edición con todos los relatos de los libros publicados en vida del escritor y cineasta madrileño Edgar Neville (1899-1967). Se trata de 80 cuentos de seis libros, de los cuales 16 nunca habían sido publicados y que han sido rescatados de los periódicos de la época.
El Reino de Cordelia ya había publicado una novela corta y una guía de viajes de Neville, «Mi España particular», y ahora le tocaba a los cuentos, los relatos de los libros publicados en vida de Nevile: «Eva y Adán», «Música de fondo», «Frente de Madrid», «Torito bravo», «El día más largo de monsieur Marcel» y «Dos cuentos crueles».
Están ordenados cronológicamente, y Goicoechea ha optado por la primera versión cuando se ha tratado de textos aparecidos en diferentes ediciones, salvo en el caso de «Su único amigo», que se publicó por primera vez en 1936 y en una versión mejorada en 1965, explica el antólogo.
El ritmo de publicación de esos libros, recuerda Goicoechea en el prólogo de su edición, fue de uno cada década, en paralelo siempre a la producción de teatro, cine, novelas y a los centenares de artículos en prensa, además de algo de poesía y «unos pinitos» en la pintura en sus últimos años.
Neville «no había cumplido aún los 27» y ya era amigo de García Lorca; ya había tenido «amoríos» con «cupletistas y actrices»; ya había estrenado alguna obra de teatro, «con polémica incluida»; «ya había estado en el Marruecos colonial» y «ya había pasado por la Facultad de Derecho» e ingresado en la carrera diplomática.
En los cuarenta años que median entre la publicación de «Eva y Adán» (1926) y «Dos cuentos crueles» (1966), Neville escribió cerca de cien relatos con una «sorprendente capacidad para adelantarse a su tiempo y defender una literatura de humor de enorme raigambre española y, al mismo tiempo, completamente universal».
«Vitalista, elegante y hedonista, toda su obra supone un alegato contra la rancia burguesía surgida tras la Guerra Civil española, la cursilería y la estrechez de miras disfrazada de sentido común», añade el editor.
El humor de una generación de los años 20 y 30, que fue una época dorada, y a la que se le llamó la otra generación del 27, con Jardiel Poncela, Neville, Tono y José López Rubio, el guionista y director de la película «La Malquerida», que acuñó este término.
Reivindicación necesaria
Republicano en su día y efusivo falangista durante un breve período de reparador purgatorio, Neville, por su inserción biográfica en el franquismo y por su sostenida condición de aristocrático vividor a su aire, había pasado por una expectante cuarentena durante los primeros años de la democracia. Un libro y un ciclo retrospectivo de su filmografía, a cargo ambos del crítico e historiador de cine Julio Pérez Perucha, en la Seminci del año 1982, fueron el inicio de una “operación rescate” que no cesa de prolongarse.
El gran problema del director fue que ni la derecha ni la izquierda lo aceptaron: un snob en el mundillo del cine y del teatro no estaba bien visto en ambas partes. «Era un republicano de centro-derecha. El franquismo no era lo suyo», dice sobre un hombre del que no se conocían ideas religiosas importantes y casado pero con una amante. «Esto y su cine no cuadran con el movimiento, lo que quiere decir que se le aplicó la cuarentena de quien ha sido una figura durante el franquismo aunque no fuera ostensiblemente de esa ideología». En definitiva, un hombre libre, un artista libre.
Si sus comedias teatrales El baile (1952) o La vida en un hilo (1959) –catorce años antes rechazada por el público como película- disfrutaban de la condición de perdurables y dignas de ediciones anotadas, los mejores de sus variopintos filmes han merecido la atención y el reconocimiento del público gracias a la televisión y muy especialmente, en los últimos tiempos, gracias al programa “Historia de nuestro cine” de La 2.
Entre una cosa y otra, nadie duda de que películas como La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), Nada (1947), El último caballo (1950) o, entre otras, Mi calle (1960), la última de las suyas, sean obras muy notables, cuando no singulares, innovadoras y fuera de las tendencias de su época.
El espanto surge de Sitges

Hoy se le conoce oficialmente como Festival Internacional de Cinema de Cataluña y está considerado como uno de los más importantes del mundo con multitud de actividades paralelas -entre las que figuran los premios Mélies d’Argent, galardones anuales de la European Fantastic Film Festivals Federation, la federación de festivales de género europeos de la cual es cofundador-, pero para los la mayoría de aficionados al Séptimo Arte siempre será el festival de Sitges a secas… Tras sobrepasar el medio siglo de vida, demuestra cada edición que el género tiene un prometedor futuro en España.
Fundado formalmente en 1967 y con una primera edición en 1968, su continuidad puede considerarse como una marca excelente que se convierte en heroica si se tiene en cuenta su especialización, pues se ha celebrado desde entonces todos los meses de octubre sin fallar un solo año.
Sin embargo, su origen tiene poco que ver como el fantástico, ya que nació a partir de la I Semana de Cine, Foto y Audiovisión que se organizó en esta villa catalana muy próxima a Barcelona, con intención de utilizar los trabajos de las escuelas de cine como catalizador turístico para aprovechar la temporada baja de vacaciones, atrayendo así a visitantes interesados por las actividades culturales en lugar de a los habituales turistas de sol y playa de los meses anteriores.
La primera edición no tuvo un buen comienzo y, de hecho, terminó con una batalla campal en la cena de clausura entre las autoridades franquistas y los cineastas de izquierda, incluyendo la intervención de las fuerzas de seguridad para calmar los ánimos, según recordaba uno de los primeros organizadores, Pere Fages, en un artículo que publicó veinte años más tarde, en el catálogo del festival del año 1987.
A pesar de este descorazonador inicio, las autoridades locales seguían pensando en que era una buena idea para promocionar el turismo alternativo y relanzaron la actividad al año siguiente pero cambiando su contenido: ya no se proyectarían películas “serias”, empeñadas en burlar la censura para difundir peligrosas ideas políticas, sino películas fantásticas, mucho más “inocentes” y “sin calado”…
En 1968 se desarrolló pues la Primera Semana Internacional de Cine Fantástico, con una sección informativa donde fueron proyectadas obras como El baile de los vampiros de Roman Polanski, S.O.S. El mundo en peligro de Terence Fisher o King Kong escapa de Ishiro Honda -precisamente el simio gigante acabaría convirtiéndose en el logo del certamen- y otra sección retrospectiva con grandes clásicos como El Golem de Paul Wagener, Nosferatu de F.W.Murnau o Metropolis de Fritz Lang.
No fue un éxito, ni de público -que fue escaso- ni de crítica -cuyos representantes se enfrentaron con la organización y mantuvieron durante años una actitud reprobadora hacia el festival-, aunque la organización perseveró y hoy día las cosas son muy diferentes.
La audiencia media ha subido año tras año, al igual que las películas, que han pasado de las dos docenas de las primeras ediciones a un número nunca inferior a 150.
Muchos grandes del cine internacional han pasado por Sitges: desde David Cronenberg hasta Ray Harrihausen, pasando por Terry Gilliam, Joe Dante, Neil Jordan, David Lynch, Sam Raimi y muchos más.
Además, la animación y el fantástico, en Sitges, son un binomio indisoluble, particularmente cuando en los inicios de la década de los 90 el festival inició la sección ‘Anima’t’, que ha traído al certamen los mejores animadores de cada momento, como Jan Svankmajer, Hayao Miyazaki, Ian Mackinnon, Peter Saunders o el estudio Aardman Animations
Así, queda claro que los folletos turísticos mienten: durante los últimos 50 años, Sitges no ha sido una soleada y divertida localidad costera a 30 minutos de Barcelona, sino un terrorífico bastión del mal por el que campan a sus anchas todos los monstruos imaginables y alguno más.