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Orfebres del cine para adultos

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Imagen de la escena rodada por Orson Welles para la película "3 AM, la hora del amor"
Imagen de la escena rodada por Orson Welles para la película «3 AM, la hora del amor»

Orson Welles es más famoso por la escalera de Los Magníficos Amberson, el plano secuencia de Sed de mal o la excepcional totalidad de su obra maestra Ciudadano Kane, cuyos entresijos aún mantienen despierta a cada generacion de cineastas, críticos y fanáticos del séptimo arte. Hoy le recordamos por su breve incursión en un género inesperado; el porno. En 1975, Welles rodó una escena pornográfica de explícito contenido lésbico para el filme 3 A.M. La hora del amor. Al parecer como favor para dar un empujón a su último e inacabado filme, «Al otro lado del viento», según desvela un libro.

Lo cuenta Josh Karp en su libro Orson Welles’s Last Movie (La última película de Orson Welles), donde recorre la creación de aquella película maldita en la que participaron otros directores como John Huston o Peter Bogdanovich. El director de fotografía de la película de Welles, Gary Graver, no se centraba y llegaba tarde a los rodajes porque estaba ocupado dirigíendo bajo seudónimo esta película erótica. Welles le ayudó a montar una de las escenas para quitarle trabajo de encima y a cambio de que le ayudara a terminar el que sería ser su canto del cisne.

«Welles acabaría editando una escena de ducha lésbica harcore que no pudo evitar cortar cortar al estilo Welles, con ángulos de cámara bajos y otros de sus trucos habituales». En lo que se dice un clásico encuentro aleatorio entre una mujer cualquiera y una vecina en la ducha, se pueden ver algunos planos más elaborados, como contrapicados, escorzos o tomas a través de la mampara que exceden los recursos habituales del cine porno. Juzgue si no el lector, advirtiendo previamente que se trata de una escena no apta para menores, jefes o subalternos.

La película, aseguran, es excelente y apropiadamente sucia. Elaine y Mark son un matrimonio con dos hijos que comparten su casa con la hermana de Kate, que resulta ser Georgina Spelvin, protagonista inolvidable de El Diablo y la sra. Jones y de algunos de los mejores momentos de El Otro Hollywood, la increíble historia oral del porno de Leigs McNeil. Según los entendidos de Vulture, todo el mundo pilla cacho, incluyendo los niños y un vecino curioso.

La última mitad de los 70 fue la explosión y la edad dorada del porno, antes de que el VHS lo convirtiera en un fenómeno de masas y lo relegara a un arte menor. Durante estos años, Graver dirigió varios títulos para adultos que han acabado siendo clásicos. Orson Welles, sin embargo, falleció cinco años más tarde dejando inacabada su adaptación de Don Quijote de La Mancha y sin mencionar el que había sido su debut como director de cine, Too Much Johnson, un antecedente de Ciudadano Kane que fue redescubierto en 2013 en Italia.

Damiano, porno con guión

El periodista valenciano especialista en cine porno Paco Gisbert ha publicado la primera biografía sobre el director estadounidense Gerard Damiano, autor de algunas de las mejores películas del género, como «Garganta profunda», filme mítico de principios de los años 70.

Así lo considera Gisbert en la biografía de Damiano, publicada por la editorial Cocó y el Festival Internacional de Cortos y Cine Alternativo de Benalmádena (FICCAB).

La publicación, titulada «Gerard Damiano: El pornógrafo indie», repasa la vida y la obra de este cineasta, nacido en 1928 en Nueva York y fallecido a los 80 años en 2008 en Florida, cuya filmografía se caracterizó porque siempre estuvo al margen de la industria convencional.

Gerard Damiano
Gerard Damiano

Damiano fue uno de los personajes más populares de la cultura estadounidense en los primeros años setenta y su película «Garganta profunda» (1972) trascendió los circuitos de exhibición del cine porno para erigirse en paradigma del llamado «porno chic», un tipo de cine que popularizó en todo el país las películas con sexo explícito.

Entre 1969 y 1992, Damiano dirigió medio centenar de películas, alguna de las cuales forman parte de la historia del género como «El diablo en la señorita Jones», «Historia de Joanna» o «Consenting adults», todas ellas realizadas con presupuestos independientes.

El libro retrata la vida del director a través de sus películas y explica cómo éstas marcaron la trayectoria vital y profesional del único director del género que ha trascendido los circuitos marginales del porno, ya que sus filmes tienen estructuras convencionales, aunque en ellas haya escenas de sexo explícito.

Paco Gisbert trabaja como periodista especializado en cine, deportes, cultura y porno, y ha sido colaborador de diferentes medios de comunicación tanto valencianos como de repercusión nacional, en prensa escrita y en televisión.

Esta publicación llega tras haber escrito con anterioridad sobre otros aspectos del cine porno y sobre otros géneros, ya que ha editado una guía para ver y analizar la película «Pulp Fiction», de Quentin Tarantino.

Cine negro en el cuarto oscuro

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Por derecho propio, Los peces rojos es uno de esos filmes tan redondos como injustamente postergados de una cinematografía (la española, para más señas) en la que, con demasiada frecuencia, se acaban obviando los grandes títulos anteriores al advenimiento de la democracia. Aunque, en esta ocasión, Antonio Giménez Rico rompió con dicha tendencia al dirigir, décadas más tarde, un remake bajo el título de Hotel Danubio (2003)
Por derecho propio, Los peces rojos es uno de esos filmes tan redondos como injustamente postergados de una cinematografía (la española, para más señas) en la que, con demasiada frecuencia, se acaban obviando los grandes títulos anteriores al advenimiento de la democracia. Aunque, en esta ocasión, Antonio Giménez Rico rompió con dicha tendencia al dirigir, décadas más tarde, un remake bajo el título de Hotel Danubio (2003)

La censura franquista primero y el acomodo costumbrista después coartaron en España el desarrollo de un cine negro equivalente al que en EEUU alumbró obras gloriosas como «El Halcón Maltés» (1941) o «Sed de mal» (1958), pero una revisión más amplia de sus límites permite ajustar cuentas con el «noir» patrio.

Es lo que hace José Antonio Luque en «El Cine Negro Español», a caballo entre el ensayo breve y el manual de consulta, un libro que analiza medio millar de títulos y pretende dar su justo esplendor a películas como «Los peces rojos» (1955), de José Antonio Nieves Conde o «El clavo» (1944) de Rafael Gil.

«Lo del cine negro en España fue complicado porque es un género crítico, de denuncia, y en la España de Franco era difícil que la censura permitiera películas como las americanas, sino era haciendo una alabanza a las fuerzas del orden y la ley», explica el autor.

«Permitimos que haya delitos, ladrones y asesinatos pero con la condición de que la policía los detenga y el espectador se vaya con la conciencia tranquila de que las calles están siempre protegidas», añade.

Difícil así difuminar las fronteras entre el bien y el mal, o sustituir al héroe por un antihéroe de pasado dudoso, léase detective con métodos poco ortodoxos. Por no hablar de la mujer fatal. Pero los creadores siempre buscan subterfugios.

«En la España franquista se permitió la mujer fatal, pero con actrices extranjeras. Era como decir que las mujeres de fuera son malas; en cambio, el modelo de mujer española, ama del hogar y pilar de la familia católica, no se podía resquebrajar», explica Luque.

Así, la mexicana María Félix es una adúltera asesina en «La corona negra» (1951), de Luis Saslavsky, y la suiza-alemana Katia Loritz reclama a su marido libertad sexual a cambio de no delatarle a la Policía en «Las manos sucias» (1956), de José Antonio de la Loma.

Una de las pocas excepciones a la regla es la Emma Penella de «Los Peces Rojos», una película poco valorada, en opinión de Luque, que insiste en que «si la hubiera filmado Hitchcock, sería una de sus películas más exitosas».

La escasez de títulos ajustados a los cánones más ortodoxos lleva al autor a hacer una revisión más amplia, en la que descubre que lo criminal en España aparece a menudo contaminado de otros géneros, en especial por la comedia costumbrista.

Así, analiza la trilogía madrileña de Edgar Neville, y ya en el terreno de la parodia, «Los ladrones somos gente honrada» (1941), de Ignacio F. Iquino, o «Atraco a las tres» (1962), de José María Forqué.

Avanzada la década de los 60 y en la primera mitad de los 70 empezaron a soplar nuevos aires en el cine criminal español, con imitaciones de James Bond («Anónima de asesinos», Juan de Orduña) y coproducciones internacionales como «Estambul 65» y «Las Vegas, 500 millones», ambas de Antonio Isasi-Isamendi.

La desaparición de la censura no trajo consigo el resurgimiento del cine negro autóctono, más allá de títulos aislados. «Nos apegamos demasiado al cine historicista, la ley Miró puso de moda llevar a la gran pantalla obras de teatro del Barroco y novelas galdosianas», explica el escritor.

A ese periodo corresponden «El crack» (1981), de José Luis Garci, que introduce la figura del escéptico detective, interpretado por Alfredo Landa, o «El arreglo»(1983), de José Antonio Zorrilla. Ambas abordan, por fin, la corrupción policial.

Pero el verdadero cambio, tal y como recoge el libro, se produce en la década de los 90, cuando empieza a perfilarse un cine criminal «acorde a la sociedad española y su idiosincrasia», con producciones como «Días contados» (1994), de Imanol Uribe, «Adosados» (1996) de Mario Camus o «Tesis» (1996) de Alejandro Amenábar.

En los últimos años la tendencia no ha hecho más que consolidarse con éxito, tal y como demuestra la nómina de los Premios Goya más recientes: Enrique Urbizu («La caja 507», 2002, y «No habrá paz para los malvados», 2011), Daniel Monzón («Celda 211», 2009, «El Niño», 2014) o Alberto Rodríguez («Grupo 7», 2012, «La isla mínima», 2014).

«Vamos por buen camino», opina Luque, «pero es muy curioso que un género como el criminal, con tantos seguidores, nos haya costado tanto».

El fragor y el ocaso de John Holmes

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John Holmes parado en la entrada de un cine para adultos de Los Ángeles, en los años 70′
John Holmes parado en la entrada de un cine para adultos de Los Ángeles, en los años 70′

Conductor de ambulancias en el día y bailarín de tubo en las noches, John Holmes reinó en el mundo perdido del cine porno blandiendo un conspicuo apéndice erótico que los más conservadores tasaron en 35 centímetros, en plena contentera.

Su vida fue la película más sórdida jamás filmada. Politoxicómano, gigoló en todos los frentes, soplón, homicida, ratero, vividor, traficante, proxeneta, vivió entregado a los pecados terrenales y durante 20 años irguió su ariete sexual y fue el pionero de la triste industria de las películas triple equis, en los años 70.

Precoz y procaz, se jactaba de sus andanzas genitales desde los 12 años, aunque empezó su lúbrica carrera a los 25; fue una maratón de tres mil películas y más de 10 mil mujeres regadas a su paso.

Holmes era el hijo de una pareja impensable que lo engendró en 1944. Su padre, Curtis Estes, abandonó a su madre Mary –una devota bautista sureña– y esta se casó con Harold Edward Holmes. Este era un alcohólico que vomitaba sobre el pequeño John. Mary se divorció y consiguió otro marido, Harold Bowman, quien apaleaba al entonces adolescente. Para evitar el parricidio, John se enlistó en el ejército y fue enviado a Berlín.

De regreso a Los Ángeles trató de sentar cabeza. Vendió abarrotes casa por casa y así conoció a Sharon Gebenni, una enfermera con quien se casó en 1965. Fueron días de vino y rosas. Consiguió un empleo como operador de grúas en una empacadora de carne, pero el frío de los congeladores le ocasionó problemas pulmonares que lo incapacitaron.

Durante la convalescencia frecuentó un club de naipes y una noche, en el orinal, un fotógrafo observó aquella descomunal herramienta y le propuso una sesión de fotos para revistas y filmar algunas películas nada edificantes. Holmes tenía la moral de una pulga y ocultó a Sharon su nuevo empleo.

Los entretelones de lo que fue su singular vida los recreó uno de sus biógrafos más entusiastas, Mike Sager. Él entrevistó a casi 70 personas, revisó unas tres mil páginas de documentos policíacos e ingentes cantidades de crónicas periodísticas. Todo lo difundió en El diablo y John Holmes en la edición de junio del 89 de The Rolling Stone.

Tapiz de pasiones

Con la legalización del cine porno, en los años 70, la carrera de Holmes llegó al pináculo y creó un personaje legendario: el detective Johnny Wadd, émulo del detective de ficción Sam Spade. La entrepierna comenzó a generarle hasta $3 mil diarios, muchos de los cuales gastaba en su única amante: la cocaína.

Wadd fue el álter ego de Holmes. Se dejó crecer el pelo, exhibía un frondoso bigotazo, usaba camisas relampagueantes de solapas anchas, pantalones acampanados y lucía anillos de oro y diamantes.

A lo largo de su carrera Holmes trabajo con Ambassador Films, una productora semiclandestina que compiló una serie de cortos, hizo una especie de antología y proyectó al novel actor al estrellato. El primer hit fue un porno-western donde interpretó a Río, un pendenciero que, mientras roba bancos y ayuda a los pobres, saca el rato para jinetear a cuanta “vaquerita” encuentra en el desierto.

Filmó seis extravagantes películas en las que persiguió traficantes en la frontera mexicana y buscó diamantes en las zonas más húmedas del cuerpo femenino.

Eran los años 60; la contracultura estaba en su desconcertante apogeo; los hippies hacían el amor y no la guerra. En pro de una supuesta libertad sexual, Holmes vivió de orgía en orgía y subastó lo único que poseía: su propio cuerpo.

Asiduo visitante de la comisaría a causa de su tórrida vida, pronto se convirtió en un soplón de la policía a cambio de que le toleraran sus canalladas, anticipo de lo que sería su ruina en 1981, cuando participó en el cuádruple crimen de la Banda de Wonderland. Como actor compartió cama con las figuras más rutilantes del género: Linda Lovelace, Cicciolina, Seka, Vanessa del Río, Amber Lynn, Marilyn Chamber y Tracy Lords.

Cicciolina, la exdiputada porno italiana, conoció a Holmes en el orto de su carrera y dijo de él que “le pareció un muerto en vida, alguien que había perdido ya toda ilusión por las pequeñas cosas y placeres de una vida que se le extinguía con cada nuevo orgasmo.”

En esa espiral de lujuria no había dinero que alcanzara. Comenzó a robar en las casas que alquilaban para los filmes. Se volvió un rufián que esculcaba armarios y cajones en busca de joyas, dinero o lo que hubiera. De ahí pasó a robar en los carros, a chulear amigos y amantes. Usó la tarjeta de su esposa para comprar electrodomésticos por $30 mil, que más tarde revendió para tener dinero en efectivo y comprar una dosis de droga.

A finales de los 70 se hacía una raya de coca cada 15 minutos; ingería de 40 a 50 valiums diarias y ese coctel afectaba su activo más importante, el cual ya no obedecía las órdenes de su amo y no se levantaba ni con grúa.

Dejó a Sharon y se juntó con una concubina de quince años que se prostituía para pagarle el vicio. Para equilibrar la economía familiar, Holmes robaba maletas en los aeropuertos.

Su vida era un muladar que se complicó al trabar contacto con Eddie Nash, un palestino que comenzó vendiendo perros calientes en Los Ángeles y en pocos años regentaba un imperio inmobiliario, clubes de striptease y locales gay. En sus ratos libres traficaba drogas y filmaba porno. Se juntaron el hambre y las ganas de comer.

Eddie era, según la policía, “la encarnación del diablo”. Para saldar una deuda con la pandilla de Ron Launius y Billy Deverell (la Banda de Wonderland) , Holmes les propuso asaltar la casa de Nash. Una noche cayeron y robaron $100 mil en efectivo y joyas. Pero a Nash nadie se la hacía gratis y presionó a Holmes, quien delató a sus compinches. El 1 de julio de 1981, varios matones acompañaron al mismo John hasta el apartamento 8763 de la Avenida Wonderland y ahí mataron a “tubazos” a cuatro de los miembros de la pandilla.

Las pistas llevaron a la policía a Nash y Holmes. Un jurado lo absolvió, tomando en cuenta el pasado colaboracionista de John en la persecución de redes de prostitución de menores.

Esa publicidad renovó la fama de Holmes, pero su cansina figura siempre encorvada se volvió más una curiosidad que un placer erótico.

John intentó recuperar su pasada gloria, pero arrastraba una herencia maldita: el sida. Mantuvo la boca cerrada, se volvió un “kamikaze” y contagió a casi todos sus compañeros de reparto.

En 1986 se casó en Las Vegas con la actriz porno y prostituta Laurie Rose, quien intentó alejarlo de las drogas mediante intercambios de parejas y subastas sexuales. Tras su muerte, y en colaboración con Fred E. Basten, Rose escribió El rey del porno y mantiene un website dedicado a la memoria de John.

Los dramas norteamericanos nunca tuvieron segundas partes y Holmes reconoció que, fuera de la pantalla, jamás tuvo relaciones duraderas porque “las mujeres tienen la esperanza de encontrarse con el tipo que ven en la pantalla. Ellas no me aceptan como soy realmente. Solo soy un ser humano”.

Enterada del mal de su marido Rose dijo: “Se reía de aquello. Cerramos la oficina y nos fuimos a la playa. Tocamos nuestras canciones favoritas, paseamos y hablamos. John me dijo que le parecía como si le hubiesen elegido para coger el sida por ser quien era, por cómo vivía. Se sentía como si fuera un ejemplo”.

La vida de este actor irrepetible y superdotado fue documentada en películas como Exhausted, de 1982; Boggie nights, de 1997 o Wonderland, de 2003.

Seropositivo, paranoico, obsesionado con la venganza que Nash tramaría contra él, el pobre de Holmes pasó sus últimos días acosado por la angustia y el dolor.

Asido a la mano de su mujer, oficialmente murió de cáncer de colon el 13 de marzo de 1988. Su cuerpo fue incinerado y sus despojos lanzados al mar, para que de ellos naciera una leyenda venusina, un mito de la estadística humana, que como en el acertijo de la esfinge de Tebas, era una criatura que tenía tres pies.

Películas que mitigan la angustia vital

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Fotograma de Freaks, cinta que fue cortada, censurada, prohibida y denigrada durante décadas
Fotograma de Freaks, cinta que fue cortada, censurada, prohibida y denigrada durante décadas

El cine, además de evasión, reflexión y recreo artístico, puede ayudar a tener una vida mejor, o al menos así lo defiende el escritor y periodista especializado en psicología Francesc Miralles en su libro «Cineterapia», donde a través de 35 películas da las claves de una existencia más satisfactoria.

Con las tarifas que manejan las consultas de psicología, merece la pena intentar esta «Cineterapia», que edita Oniro del Grupo Planeta, y que solo con películas puede aplacar algunos de los males más corrientes del hombre contemporáneo, como la violencia, a través de «A Clockwork Orange», de Stanley Kubrick, o los conflictos de fe con «The Seven Seal», de Ingmar Bergman.

«Dersu Uzala o el cine de Eric Rohmer funcionaban en un tiempo en el que los espectadores tenían más paciencia y ahora pueden estar bien como efecto relajante. Cuando lo que hay es apatía, depresión, estados melancólicos, a lo mejor necesitas una películas más cañera como Trainspotting», asegura Miralles.

«Cineterapia» está lleno no solo de consejos prácticos para la vida, sino de anécdotas cinéfilas jugosas que entretienen por este recorrido entre el celuloide y los estados de ánimo más reconocibles.

Está usted intentando superar un desencanto amoroso? Miralles recita «Eternal Sunshine of the Spotless Mind», de Michel Gondry. «Analiza muy bien por qué pequeños detalles empieza a naufragar una pareja, esa fragmentación de los recuerdos. Plasma perfectamente lo que es un naufragio sentimental, por qué por mucho que se quieran dos personas y lo intenten, a veces pueden más los roces del día a día», explica.

En esta primera sesión, Miralles ya demuestra que lo suyo no es exactamente la autoayuda, sino que asume como innata la insatisfacción. «El ser humano es un animal que necesita el conflicto permanente, cuando no lo tiene fuera lo tiene dentro. La insatisfacción forma parte de nuestra estructura mental y es la que nos ha hecho diferenciarnos de los otros animales», asegura.

Si es usted de los que se quedan paralizados por el miedo, seguramente no ha visto con los ojos de Miralles un clásico popular como «Alien».

«El monstruo que tiene en vilo la película apenas se ve unos segundos y eso es muy significativo de cómo suceden las fobias: ni las vemos ni probablemente van a suceder. Ridley Scott captó muy bien la mecánica del miedo», razona.

Un mal tan cotidiano como el estrés o la saturación de estímulos externos pueden encontrar bálsamo en el cine oriental, en concreto en la cinta coreana «3-Iron», de Kim Ki-duk.

«Alguien que está estresado, que sufra la intoxicación de Twitter, Facebook, teléfonos y ordenadores, se encuentra con una historia muy sencilla y muy poética sin palabras. Una película que te descarga», asegura.

Y así, también analiza los mandamientos de la Iglesia Jedi de «Star Wars», la fuerza del tesón a través de «The Straight Story», de David Lynch, el elogio al diferente en «Freaks», de Tod Browning, o los vínculos familiares a través de «The Godfather», de Francis Ford Coppola.

«Las películas normalmente son analizadas por expertos en cine según sus aspectos técnicos. Hablan de la trayectoria del director, los actores, la fotografía, pero pocas veces se centran los artículos en lo que es la psicología que hay detrás de cada película que, en un nivel básico, se puede aplicar a la vida diaria».

Y, sobre todo, recuerda cómo «el cine es mucho más absorbente que la novela. Una persona que padezca una depresión importante va a ser difícil que se concentre en una novela. Exige del lector un esfuerzo de atención e imaginación, pero cuando te encierras a oscuras en una sala de cine sabes que te apartas de tu mundo», concluye.

Brujas hechizadas por un diablo insaciable

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La mayor parte de la película está dedicada a un par de secuencias dramatizadas que demuestran las prácticas medievales de la inquisición y el folclore sobre la brujería y Satanás. El diablo aparece aquí y allá, sorprendiendo a los sacerdotes y seduciendo a las mujeres
La mayor parte de la película está dedicada a un par de secuencias dramatizadas que demuestran las prácticas medievales de la inquisición y el folclore sobre la brujería y Satanás. El diablo aparece aquí y allá, sorprendiendo a los sacerdotes y seduciendo a las mujeres

La hibridación entre ficción y documental ha sido reconocida como una de las vertientes fundamentales del cine más inquieto del siglo XXI. Puede resultar sorprendente que, ya en el año 1922, un danés con el nombre de Benjamin Christensen experimentara con estas fronteras de la narrativa audiovisual.

Häxan es una obra única y singular. Una rareza que no sólo se mueve entre diferentes niveles de representación lingüística, sino que se erige, más misteriosa aún, como un gran exponente del cine de terror primigenio.

Las poderosas imágenes de esta obra componen un retrato transgresor y excesivo. Christensen no se corta lo más mínimo en la descripción del misticismo y la superstición que conformaban el caldo de cultivo de la caza de brujas en el medievo.

A pesar de su puesta en escena sobria, o quizás gracias a ella, el componente malsano y sexual desemboca en una provocadora crudeza que escandalizó a una buena parte de los espectadores de su época, siendo censurada en varios países y criticada severamente por la Iglesia Católica.

La película adopta la forma de falso documental o ensayo histórico-sociológico para recrear cómo se imaginaban en la Edad Media esas creencias en los espíritus. A través de una mirada racionalista –conviene resaltar que Christensen estudió Medicina–, el cineasta aboga por el carácter divulgativo acerca de cómo los seres humanos afrontaban lo desconocido.

Atípica muestra de cine fantástico, el imaginario colectivo de la época se articula mediante reconstrucciones dramáticas tanto de historias representativas como de alucinaciones o ilusiones.

Salpicado con intertítulos informativos con hechos sobre la época, el elemento documental se percibe principalmente en las ilustraciones del primer capítulo, así como en la secuencia donde contemplamos primeros planos de los instrumentos de tortura utilizados por la Inquisición.

La película es, no obstante, un gran espectáculo. La ambiciosa puesta en escena de Benjamin Christensen fue concebida como un fresco que aúna elementos de la alta y la baja cultura. Cercana al explotaition, Häxan está llena, sin pudor, de iconografía tenebrosa y macabra. Imágenes enfermas de gente enferma.

Sin embargo, es en la emoción donde Christensen enfoca la lente de su mirada. Los pasajes de mayor duración están dedicados al drama humano detrás de las acusaciones de herejía.

Christensen, que interpreta a un icónico Diablo con traviesa lengua, juega con el relato para que nos preguntemos quiénes son realmente los seres diabólicos.

La obra no goza actualmente de un amplio reconocimiento. No ha tenido el prestigio como pionero del documental como Nanuk el esquimal (Nanook of the North. Robert J. Flaherty, 1922) ni del terror como Nosferatu el vampiro(Nosferatu, eine Symphonie des Grauens. F.W. Murnau, 1922), dos películas que se estrenaron ese mismo año.

Su sensibilidad y su visión están muy presentes en Fausto (Faust – Eine deutsche Volkssage. F.W. Murnau, 1926), así como en buena parte de la obra de Dreyer, quien admiraba el talento de Christensen. Es difícil entender Dies Irae (Vredens dag. C. T. Dreyer, 1943) o La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc. C.T. Dreyer, 1928) sin las aportaciones estilísticas y discursivas de Häxan.

En cualquier caso, el director danés Benjamin Christensen asombró al mundo y revolucionó el medio cinematográfico con esta singular obra maestra, mezcla inédita entre documental y ficción, verdadero ensayo visual, precedente seminal y casi fundacional de formatos modernos y postmodernos como el mondo, el mockumentary o falso documental y el cine de no-ficción.

Con una imaginería fantástica que bebe en el arte medieval y renacentista, a la vez que en la tradición romántica y simbolista, utilizando actores no profesionales, novedosos efectos especiales y mezclando secuencias históricas con otras contemporáneas a la fecha de su realización, Christensen —que aparece brevemente caracterizado como el Diablo y también como Cristo— explora la realidad y la leyenda de la brujería y la caza de brujas, a la luz de la psicología de su tiempo, comparándolas con el fenómeno de la histeria femenina.

Christensen gastó una buena suma de dinero en crear un universo particular con el que sorprender y aterrar al público (no olvidemos que es una película de 1922). Los diablos, las brujas, las escenas de ultratumba, la locura de las monjas, las ancianas preparando pociones diabólicas en casas extrañas… Los efectos que debió causar en el espectador de la época debieron ser muy fuertes.

Mientras que la mayoría de las películas de la época fueron adaptaciones literarias, el trabajo de Christensen fue único, basando su película en obras de no ficción, principalmente el Malleus Maleficarum, un tratado del siglo XV sobre brujería que encontró en una librería de Berlín, así como una serie de otros manuales, ilustraciones y tratados sobre brujas y caza de brujas (se incluyó una extensa bibliografía en los créditos de la película).

Admirada por Dreyer, perseguida por la censura, remontada en 1967 en una versión reducida, narrada por el mismísimo William Burroughs, su título original daría nombre a la productora detrás de El proyecto de la bruja de Blair.

El brazo cinematográfico de Mao

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Durante la Revolución Cultural, la producción de cine fue bastante limitada debido a la censura. Prácticamente todas las películas anteriores a la revolución fueron prohibidas, y solo se produjeron unas pocas, siendo la más notable una versión para ballet de la ópera revolucionaria "El destacamento rojo de las mujeres" (Hóngsè Niángzǐjūn, 1971)
Durante la Revolución Cultural, la producción de cine fue bastante limitada debido a la censura. Prácticamente todas las películas anteriores a la revolución fueron prohibidas, y solo se produjeron unas pocas, siendo la más notable una versión para ballet de la ópera revolucionaria «El destacamento rojo de las mujeres» (Hóngsè Niángzǐjūn, 1971)

«Para derrotar al enemigo debemos confiar en el ejército armado. Pero eso no es suficiente: también debemos contar con un ejército cultural».

Así Mao Zedong proclamó la sumisión de la cultura a la política en un discurso pronunciado en 1942 en Yan’an (provincia de Shaanxi, centro rural del país), una directriz ideológica que afectó al cine -el arte más importante del siglo XX- y alcanzó su máxima radicalidad en la Revolución Cultural de los años 70, para relajarse -sin nunca morir- hasta la actualidad.

«Durante la Revolución Cultural, la producción de películas se paró completamente al inicio: los cineastas debían ser ‘reformados’ y ‘reeducados’, ya que -al ser una forma de arte occidental asociada a la China prerrevolucionaria- el cine era sospechoso de ser burgués», explica Chris Berry, profesor en King’s College de Londres y especialista en cine chino sobre esa etapa.

Todas las artes -como insistía Mao en su discurso- debían tener como destinatario a los trabajadores y hablar de la «realidad»: el materialismo histórico negaba la existencia de ideas «en abstracto» y una película no podía hablar de «amor universal», ya que no existía amor que trascendiera el «amor de clase».

La manera más eficaz de conocer el «lenguaje de las masas» era vivir como ellas: los cineastas eran enviados a campos de trabajo, aunque la producción de películas no se detuvo por completo, sino que alcanzó la máxima fusión entre arte y política en los llamados «clásicos rojos» del cine chino.

La producción de ballets revolucionarios (Mao decía que no se debía desechar un estilo por antiguo, sino cambiar sus contenidos) e historias épicas sobre grandes héroes (parecido al ‘star system’ de Hollywood) eran los géneros habituales durante la Revolución Cultural, etapa en la que se introdujeron importantes avances técnicos en el proceso cinematográfico.

Aún así, cada rodaje debía ser supervisado por ciudadanos y líderes, lo que ralentizaba el proceso: «Se necesitaba mucho tiempo para rodar una película y se hacían muchas modificaciones. Incluso con eso, después de terminar el rodaje (los cineastas) afrontaban el riesgo de ser criticados y pegados», explica Wang Mingcheng, profesor de cine comparado en la Universidad Normal de Pekín.

«Probablemente el consenso es que el cine, como la sociedad en general, vivió un enorme retroceso en esa época, algo que no puede estar separado del horrible destino que muchos de los cineastas sufrieron, como la reeducación, la persecución o la muerte», comenta el crítico de cine chino Paul Fonoroff.

Sin embargo, esa época permitió descubrir actores y directores de talento que adquirirían importancia en el cine posterior, apunta este especialista asentado en Hong Kong.

Pasada esta etapa de anarquía dirigida y con la llegada al poder de Deng Xiaoping, la politización del arte chino se relajó pero siguió presente: las autoridades promovieron la creación de obras «de cicatrices», críticas con la Revolución Cultural, que -en muchos casos- legitimaban el nuevo liderazgo, que dejaba atrás el maoísmo exacerbado y se abría al mundo y al libre mercado.

Aunque esta «segunda primavera», donde se dio libertad para encarar al Partido Comunista -aunque fuera sobre sus políticas en un cierto lapso de tiempo-, fue breve: muchas de las películas que posteriormente trataron el tema de la Revolución Cultural sufrieron la censura oficial y se vieron de manera clandestina.

Filmes que mostraban la violencia de esa etapa como «Adiós a mi concubina» y «Vivir» sufrieron la censura, mientras que largometrajes como «Al calor del sol», que trataban esa etapa de manera indirecta, pudieron ser exhibidos en China.

«Cualquier intento de tratar la Revolución Cultural de manera positiva es imposible. Cualquier intento de nombrar y perseguir a quienes asesinaron y torturaron -y no han sido enjuiciados- es imposible», asegura Berry, para quien «las restricciones se han vuelto más fuertes» con el actual presidente chino, Xi Jinping.

«No puedes examinar de cerca qué desvela la Revolución Cultural -en términos sistémicos- sobre el Partido Comunista: las películas no pueden lidiar con el rol central jugado por las políticas de partido, las luchas de poder, las batallas de facciones y el papel de Mao. En otras palabras: está bien mostrar las atrocidades de esa época, con tal que los valores centrales del Partido y su líder no sean los culpables», señala por su parte el crítico Fonoroff.

«Muchos directores quieren presentar el tema de la Revolución Cultural, pero no pueden debido a las muchas limitaciones. Está la influencia de la censura pero también la del mercado, que da la bienvenida a las películas de amor y comedia», explica a su vez Wang.

Para este profesor, a los jóvenes chinos «no les interesa la historia ni la verdad. Estamos en una época de entretenimiento, no sólo en China, sino en todo el mundo».

Garbo de acento porteño

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Mecha Ortiz, en un fotograma de "Madame Bovary"
Mecha Ortiz, en un fotograma de «Madame Bovary»

«Vidas marcadas’, ‘El gran secreto’ o ‘Madame Bovary’ son solo algunos de las decenas de títulos que han marcado la carrera de María Mercedes Varela Nimo Domínguez Castro, más conocida como Mecha Ortiz, considerada como una de las actrices más emblemáticas del cine argentino y como todo un referente de la época de oro del cine de la nación austral.

Actriz de cine, de teatro y de televisión, Ortiz fue consagrada en las décadas de 1940 y 1950 e, incluso, considerada como la Greta Garbo del cine de su país. Un elogio que no solo hace referencia su belleza –que compartía con la emblemática actriz sueca–, sino a sus grandes dotes interpretativas.

Safo, Fedora o Juana Sajanasian fueron tan solo algunos de sus papeles, ya que durante su carrera se embarcó en cerca de 40 producciones, la última, en 1976, con el filme ‘Piedra libre’. Aunque después haría un documental sobre el cine argentino –‘Aquel cine argentino: treinta años sonoros’–, la mayor parte de su carrera se centró en los años 40 y 50.

Nacida el 24 de septiembre de 1900 en Buenos Aires, Mecha se inició en el mundo del teatro en 1929, junto al guionista y director Enrique de Rosas. No obstante, su consagración teatral no se produjo hasta 1938 con la obra ‘Mujeres’ de Claire Booth, en el Teatro Smart.

El debut de Mecha en la gran pantalla llegó en 1936 con la película ‘Los muchachos de antes no usaban gomina’, que rodó junto a Florencio Parravicini, Irma Córdoba y Santiago Arrieta, en la que interpretó su clásico rol de Rubia Mireya.

Años más tarde, la actriz volvería a reencarnar este personaje en la película ‘La Rubia Mireya’ (1948) con Fernando Lamas y dirigida por Manuel Romero. No obstante, si hubiera que señalar uno de sus papeles este sería el de ‘Safo, historia de una pasión’ y ‘El canto del cisne’, películas por las que obtuvo el premio Cóndor de Plata a la Mejor Actriz.

Mientras que su papeles en los años 40 y 50 se centraron en registros más dramáticos, en 1966, protagonizó ‘Las locas del conventillo’, una comedia más ligera a lo que estaba acostumbrada a hacer.

Después de ese filme, se produjo un parón en su carrera, hasta mediados de los años 70, cuando protagonizó ‘Boquitas pintadas’ o ‘Los muchachos antes no usaban arsénico’. Su última película data de 1976 y se titula ‘Piedra libre’, en la que trabajó a las órdenes de Leopoldo Torre Nilsson.

En el escenario teatral, Mecha destacó por obras como ‘La señora Ana luce sus medallas’, la adaptación de ‘Un tranvía llamado deseo’ y ‘Así es la vida’, entre muchas otras.

Además, la argentina también se adentró en la pequeña pantalla, donde realizó varias series desde finales de los años 50, como ‘Entrellita, esa pobre campesina’, ‘Navidad en el año 2000’ o ‘Invitación a Jamaica’.

Después de esta larga carrera en la actuación, Ortiz publicó sus memorias bajo el título ‘Mecha Ortiz por Mecha Ortiz’ y falleció a los 87 años, el 20 de octubre de 1987, en Buenos Aires, como consecuencia de una hemiplejia.

En cuanto a su vida personal, cabe destacar que Mecha se casó con el productor agropecuario Julián Ortiz, con el que tuvo un hijo, Julián, que se dedicó a la traducción y a labores de guionista.

Hollywood y su turbio amanecer

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Bette Davis enamorada de Errol Flynn; Robert Mitchum antisemita; John Barrymore (en la foto), a falta de alcohol, dándole a la colonia, o Steve McQueen contento -profesionalmente- por la muerte de James Dean. Son sólo algunos ejemplos del lado "salvaje" de Hollywood
Bette Davis enamorada de Errol Flynn; Robert Mitchum antisemita; John Barrymore (en la foto), a falta de alcohol, dándole a la colonia, o Steve McQueen contento -profesionalmente- por la muerte de James Dean. Son sólo algunos ejemplos del lado «salvaje» de Hollywood

En «El grupo salvaje de Hollywood. Dioses y monstruos», Juan Tejero retrata a una decena de grandes estrellas del cine, conocidas por sus excesos, de las que cuenta, con un estilo ágil y directo, hasta el último detalle de episodios conocidos, y de otros que no lo son tanto.

Se trata del primer volumen de una trilogía dedicada a las estrellas hollywoodienses, y en él Tejero ha buscado «tratar en profundidad a unos pocos actores, en lugar de dedicar ocho páginas a un montón de ellos».

Para ello, realizó la selección final teniendo en cuenta la inexistencia de libros en español que trataran con detalle los capítulos más sórdidos o salvajes de actores muy conocidos. Y, a la vez, para aprovechar y contar rodajes de sus películas más significativas, o la estructura mediática que ya desde los años treinta existía en torno al mundo del cine y de la que las columnistas Louella Parsons y Heda Hopper eran el ejemplo más temible.

«Eran dos columnistas importantísimas, con un enorme poder. Incluso intentaron acabar con ‘Ciudadano Kane’, y se dedicaban a perseguir a todos los famosos y a sacar rumores ya fueran verdad o mentira», explica Tejero.

Aunque también es cierto que muchas de esas historia eran realidad, a pesar de sus tintes de invención. Es el caso de algunas de las protagonizadas por John Barrymore, uno de los miembros más conocidos de esa familia de actores de la que su nieta Drew es el último exponente.

Su interminable lista de conquistas, que aumentaba exponencialmente mientras disminuía la edad de las mujeres, es tan conocida como su alcoholismo, pero no lo es tanto lo que pasó en un crucero al que su esposa Dolores Costello le llevó precisamente para alejarle de tentaciones.

John buscó alcohol por todo el barco y, ante su ausencia, «no le quedó otro remedio que beberse el perfume de su esposa. Se dedicó a empinar el codo con elixir bucal, amoniaco y, al final, con el alcohol del sistema de ventilación del barco», relata el libro.

Pero si las andanzas de Barrymore fueron famosas, no lo fueron menos las del protagonista del volumen, Errol Flynn, el inolvidable Robin Hood. Un consumado conquistador que también recibió algunas calabazas, como las de Bette Davis, durante el rodaje de «The private lives of Elizabeth and Essex».

Tejero cuenta en su libro cómo la diva estaba secretamente enamorada de Flynn pero no quería aceptar sus insinuaciones, lo que creó una tensión en el plató que derivó en peleas reales, en una de las cuales la actriz le lanzó sin mucho tino un atizador de hierro a la cabeza.

Naderías si se tiene en cuenta que, poco después de aquello, a Flynn le acusaron de mantener relaciones sexuales con dos menores, una denuncia que sin embargo no prosperó. Al igual que pasó con el considerado caso más famoso de la historia de Hollywood, el del juicio por violación y muerte de la actriz Virginia Rappe en 1921, hechos de los que se acusó a la entonces estrella Roscoe «Fatty» Arbuckle. Un caso que sigue siendo famoso hoy en día pero del que pocos cuentan que las pruebas presentadas fueron endebles, los testimonios aún más y que Arbuckle fue absuelto tras tres procesos larguísimos y totalmente públicos que acabaron con su carrera.

Menos inocentes aparecen en el libro otras estrellas como Robert Mitchum, que pasó por la cárcel por consumo de marihuana. Conocido como «el chico malo de Hollywood», Mitchum era un tipo tan duro en la pantalla como en la vida real, y a sus excesos y arrebatos de violencia se une el hecho menos conocido de su antisemitismo.

Y también que fue el primer actor en denunciar a una revista «Confidential» por publicar que se había desnudado en una fiesta, se había untado todo el cuerpo de ketchup y había dicho: «Esto es una fiesta de disfraces, ¿no? Bueno, pues yo soy una hamburguesa».

No ganó la demanda pero abrió el camino a otros actores que comenzaron a querellarse contra «Confidential», la revista más popular de la época, cuyo lema era «Cuenta los hechos, da los nombres».

Una revista contaba en detalle la vida de los famosos de la época, desde Elizabeth Taylor y su colección de maridos, a la chulería de Steve McQueen, feliz por las oportunidades profesionales que le brindaba la muerte de James Dean. Y es que el hecho de ser estrella de Hollywood no convierte a nadie en santo ni en honrado ni, muchísimo menos, en un ejemplo de vida.

Tentativas de arte en las cavernas

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Fotograma de "Rojo y Negro", film de 1942 dirigido por Carlos Arévalo
Fotograma de «Rojo y Negro», film de 1942 dirigido por Carlos Arévalo

La Guerra Civil española ha dado un gran número de películas, algunas de las cuales podrían calificarse de «malditas», pues o desaparecieron sin dejar rastro o han sufrido tantas alteraciones que prácticamente las dejaron irreconocibles.

«Sierra de Teruel» («Espòir», 1938), dirigida por el escritor francés André Malraux, es una de las películas más conocidas (y quizá menos vistas) de exaltación de la República y ello por motivos vinculados al devenir de la contienda, pues no se pudo estrenar hasta 1945, una vez concluida la II Guerra Mundial.

La película tuvo un rodaje muy accidentado y siempre condicionado a los avatares de la guerra, ya que comenzó a rodarse entre 1937 y 1938 en Cataluña, sufrió algunos parones y finalmente no pudo concluirse allí por la entrada de las tropas franquistas.

Finalmente, el rodaje terminó en París, ya en 1939, cuando la guerra estaba perdida para la República por lo que la eficacia del filme como instrumento de propaganda había quedado muy mermada.

El franquismo fue pródigo en generar películas, algunas de ellas «malditas», muchas veces por motivos confusos que podían estar vinculados a la mala calidad del filme o a ciertas desviaciones ideológicas mínimas (y en ningún caso críticas) con respecto a las directrices oficiales.

«El crucero Baleares» (Enrique del Campo, 1941) podría ser un ejemplo de película suprimida por su ínfima calidad. Narra la peripecia del buque del mismo nombre hundido por la Marina republicana en la conocida como Batalla del Cabo de Palos (1938), un episodio que la historiografía áulica franquista presentó siempre como ejemplo del valor militar.

Actualmente, no queda ni rastro de la película, ni una sola copia, ni un solo fragmento o tráiler; tan solo la Filmoteca de Cataluña conserva una sinopsis argumental y unas cuantas fotos del rodaje.

Desde luego, la historia, con el colofón (real o supuesto) de la tripulación del «Baleares» formada en cubierta cantando el «Cara al sol» mientras se hunde el buque, era muy propicia para ser llevada al cine.

De hecho, la película se rodó con normalidad y su estreno estaba previsto para el 12 de abril de 1941 en el cine Avenida de Madrid.

Sin embargo, dos días antes se hizo un pase privado en la sede del Ministerio de Marina en Madrid, al que asistieron algunas autoridades, que al parecer expresaron su disgusto con la película.

Como explica el director de la Filmoteca de Cataluña, Esteve Riambau, «la película no gustó» por lo que se ordenó retirarla; en todo caso, comenta, «fue una decisión de última hora y desde muy arriba», aunque «no está claro quién la pudo tomar».

«Estaban intentando hacer el ‘Potemkin’ español y, claro, eso era muy difícil», señala Riambau en alusión, no exenta de ironía, a la película rusa «El acorazado Potemkin» (Sergei M. Eisenstein, 1925), considerada una las obras fundamentales de la historia del cine.

Riambau hace referencia al libro «La Guerra de España y el cine» (1972) del historiador Carlos Fernández Cuenca, afín al régimen franquista, y en el que se da a entender que la película era esencialmente mala sin paliativos.

«Rojo y negro» (Carlos Arévalo, 1942), protagonizada por Conchita Montenegro e Ismael Merlo, es otro ejemplo de filme «maldito» pese a que debería de haber sido del agrado del régimen franquista, pero fue retirado a las tres semanas de haberse estrenado, también por oscuras razones que podrían referirse a que los vencedores de la contienda no aceptaban la hipótesis argumental.

Considerada como la única película verdaderamente «falangista» rodada durante el franquismo y con notables alardes de clara influencia expresionista, narra la peripecia de dos jóvenes enamorados, Luisa (militante de Falange Española) y Miguel (anarquista) en el Madrid inmediatamente posterior al estallido de la Guerra Civil.

El típico y tan utilizado instrumento de manipulación que el cineasta de ideología falangista Carlos Arévalo emplea son, principalmente, poderosas imágenes de archivo en las que somos testigos durante la Segunda República de explosiones, personas que huyen del horror, destrucción de símbolos religiosos por parte del sector comunista, etc; sin olvidar al legionario que rasga la pantalla con su sable. Incluso hay insertos de planos del citado film de Eisenstein extraídos de la mítica secuencia de la escalera de Odessa.

«Rojo y negro» es, en este sentido, deudora del tan efectivo montaje soviético, sobre todo en los momentos aludidos. Imágenes montadas con rapidez, efectivas para el propósito que persiguen, que no dejan respiro alguno y que son tan audaces que logran transmitirnos una de las muchas lecciones de buen cine que posee esta película. Pero no sólo en el uso de este tipo de montaje el film consigue su objetivo, esto es, glorificar la Falange, sino también en imágenes aisladas, como en aquél plano en el que uno de los protagonistas de la historia, Miguel (Ismael Merlo), recoge del suelo una insignia falangista que se le ha caído a su amada Luisa (Conchita Montenegro), mostrada en plano detalle.

El resto es evidente. El guión y los personajes están construidos en torno a la figura del bueno y el malo: el falangista como víctima y el comunista como malvado y pérfido. Algunas secuencias rozan incluso la ingenuidad, ya que la caracterización de los personajes es demasiado descarada y roza lo caricaturesco.

Sin embargo «Rojo y negro» es susceptible de ser considerada una pequeña joya del cine español, desde luego una rareza absoluta y, dejando al margen sus intenciones propagandísticas, la total maestría de Carlos Arévalo reside a la hora de plantear y resolver secuencias en lo que a calidad de planos se refiere. Lo que más sorprende en esta cinta es precisamente eso, sus magníficos planos, y está totalmente arropada de ellos.

Incluso una película aparentemente «canónica» como es «Sin novedad en el Alcázar» (Augusto Genina, 1940) no está exenta de la maldición producto de los diversos retoques que sufrió el montaje original.

Con el tiempo, la versión italiana de la película (titulada «L’assedio dell’ Alcazar»), rodada en italiano, con un reparto casi entero de ese país, sufrió diversos cambios, según el investigador Ferrán Alberich en un ensayo de la Universidad de Valencia.

Así, una de las secuencias cumbre de la versión española presenta la explosión de alegría de los sitiados del Alcázar cuando alguien escucha en la radio que las tropas franquistas están próximas a Toledo. En ese momento comienzan a cantar el «Cara al sol».

En una revisión del montaje que se hizo en Italia a finales de los cincuenta y que se puede ver en Youtube se conserva la secuencia pero ha desaparecido el himno falangista de la banda sonora.

Sin embargo, no se ha suprimido un plano de uno de los protagonistas, el actor italiano Fosco Giachetti, que por el movimiento de los labios se aprecia claramente que está cantando el «Cara al sol».

Segundas partes siempre son terroríficas

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Dementia 13, de la que Coppola renegaba, es ya un clásico de culto del cine de terror, que fue rodada en un descanso del rodaje de Rivales pero amigos de Corman. El reparto estaba en Irlanda, y como terminaron pronto el rodaje, Corman incitó a Coppola a hacer su propia Psicosis, con un resultado impresionante. En Dementia 13, una mujer cuyo marido acaba de morir de un infarto simula que se ha ido de viaje de negocios para engañar a su familia y así recibir una gran herencia, pero los hermanos de su difunto marido no se lo pondrán fácil. Además, extraños rituales y sucesos terroríficos van sucediendo poco a poco en el castillo
Dementia 13, de la que Coppola renegaba, es ya un clásico de culto del cine de terror, que fue rodada en un descanso del rodaje de «Rivales pero amigos» de Corman. El reparto estaba en Irlanda, y como terminaron pronto el rodaje, Corman incitó a Coppola a hacer su propia Psicosis, con un resultado impresionante. En esta película, una mujer cuyo marido acaba de morir de un infarto simula que se ha ido de viaje de negocios para engañar a su familia y así recibir una gran herencia, pero los hermanos de su difunto marido no se lo pondrán fácil. Además, extraños rituales y sucesos terroríficos van sucediendo poco a poco en el castillo

Carpenter, Craven, Hopper, Cunningham y O’Bannon son nombres imprescindibles del cine de terror que, gracias a unas características y circunstancias concretas, reinventaron todo un género y pusieron patas arriba la industria. Lo cuenta Jason Zinoman en su libro «Sesión Sangrienta».

A lo largo de más de 200 páginas, este periodista del New York Times y estudioso del cine, desgrana, con testimonios y anécdotas, las claves de la génesis del cine de terror moderno, hasta configurar el mapa completo de una corriente artística cuya influencia sigue muy presente en nuestros días.

A mediados de la década de los 60, el cine de terror en Estados Unidos languidecía. Antaño estrellas, actores como Boris Karloff o Vincent Price apenas despertaban el interés del público y productores como Roger Corman o William Castle habían saturado el mercado con sus clónicos largometrajes.

El terror, considerado por prácticamente toda la crítica como un género menor, se había estancado, debido a la repetición de fórmulas y a la escasez de nuevas ideas.

Es entonces cuando, gracias a un mayor aperturismo ideológico, circunstancias políticas convulsas y la influencia del suspense de Alfred Hitchcock o la violencia gráfica del italiano Mario Bava, surgió una nueva generación de excéntricos directores dispuestos a rebelarse contra el sistema.

Así nació el Nuevo Terror, una forma de hacer horror más realista y alejada del excesivo componente fantástico que había caracterizado al género, con ejemplos pioneros y exitosos como «La semilla del diablo» (1968) de Roman Polanski, «La matanza de Texas» (1974) de Tobe Hopper o «Halloween» (1978) de John Carpenter.

Un cine más violento, crudo y explícito, que, según Zinoman, supo alcanzar miedos más profundos y universales que las películas clásicas de monstruos, al potenciar lo desconocido y lo incomprensible, prescindiendo de las largas explicaciones sobre el motivo de las maldades que se suceden en pantalla.

En este sentido, el autor destaca «El héroe anda suelto» (1968) de Peter Bogdanovich, como una de las primeras películas en las que no se explicaban las motivaciones del asesino, lo que la hacía más terrorífica.

Y es que, como cuenta Zinoman en su ensayo, el mejor cine de terror es aquel que sume al espectador en la confusión y le impide pensar, porque el verdadero miedo aísla a las personas de lo que las rodea.

Una idea que planea constantemente a lo largo del libro y que se ve reforzada por declaraciones como las de William Friedkin («El exorcista», 1973), quien señala que «el auténtico horror consiste en no poder explicar el mal».

Para reforzar su tesis, Zinoman explora las primeras películas y los orígenes artísticos de cineastas como Wes Craven («La última casa a la izquierda», 1972), Brian de Palma («Carrie», 1976), Dan O’Bannon (guionista de «Alien», 1979) o George A. Romero («La noche de los muertos vivientes», 1968).

De este último, el autor resalta el punto de inflexión en el género que supuso el subtexto político y racial de «La noche de los muertos vivientes», un filme que, además, demostró a muchos cineastas en ciernes que se podía hacer una película de terror influyente con poco presupuesto y sin un gran estudio detrás.

Así, Zinoman defiende en su ensayo la dignidad del terror, un género que considera tan válido como cualquier otro y recuerda al lector que directores que revolucionaron Hollywood como Steven Spielberg o Francis Ford Coppola, se iniciaron en este tipo de producciones, con «Dementia 13» (1963) o «El diablo sobre ruedas» (1971).

Pero, además de repasar clásicos imprescindibles en «Sesión sangrienta», el autor también descubre al lector joyas ocultas y fundamentales, como el cortometraje «Foster’s Release» (1971) de Terrence Winkless, que casi 10 años antes que «Halloween» de John Carpenter, expuso algunos de los pilares del cine de asesinos enmascarados.

Probablemente el libro no aporte datos realmente nuevos a los eruditos y más versados en el terror, pero les ayudará a ordenar las piezas que ya conocen, y a ser conscientes del papel que juegan muchas de estas películas en la estructura sobre la que se sostiene actualmente este exitoso género cinematográfico.