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Poesía gatuna frente a los dóberman del dictador

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Ceaucescu, junto a su esposa y algunos de sus perros

Hubo un tiempo en el que en Rumanía ataban los frutos a los árboles para que pareciesen más fecundos y demolían hospitales porque en uno un gato atacó al doberman del dictador rumano, Ceaucescu.

«Era todo tan surrealista que yo sólo podía reflejar la realidad», evoca la «prohibida» poeta Ana Blandiana, una autora de culto en media Europa que también publica en España.

«Somos un país vegetal» es no sólo el título de uno de sus más famosos poemas sino una declaración de cómo se ve ella y muchos de sus compatriotas «por haber conseguido aguantar tanto», explica en el contexto de los vericuetos de su libro de relatos «Proyectos de pasado» (Periférica), impreso originalmente en 1982 tras un largo periodo de censura.

El libro, traducido a 23 lenguas, convirtió a Blandiana, una figura legendaria en Rumanía por su activismo contra la dictadura, en una de las voces fundamentales de la literatura de la Europa del Este, a la par de Anna Ajmatova o Vaclav Havel.

Sus relatos, que cultivan el misterio como paradigma existencial traducido en aporías como la del título, son «visiones» biográficas y hablan del «alma» abarcando experiencias vividas en su país desde que el comunismo se instala y afianza (1948-1964), una época en la que murieron medio millón de personas, a la represión de la era Ceaucescu.

Blandiana, seudónimo de quien vino al mundo en 1942 en Timisoara como Otilia Valeria Coman, se «reveló» al publicar sus primeros poemas, con 17 años, como hija «de un enemigo del pueblo» -preso político por ser sacerdote ortodoxo- y, por tanto, «prohibida» ella misma.

En 1964, logra publicar su primer poemario, «Primera persona del plural», y sigue escribiendo esquivando como puede la censura.

Lo «peor» viene cuando, en 1985, denuncia en unos poemas la miseria y terror del régimen de Ceaucescu.

Uno de ellos, «Todo», una reiteración de palabras de la vida cotidiana como «gato», provoca especialmente la ira del régimen.

Lo de «gato» no lo entendía nadie fuera de Rumanía, pero dentro, todo el mundo. Ceaucescu visitó un día un hospital con sus doberman.

En el centro tenían gatos para espantar a las ratas y uno de ellos le hizo frente a uno de los perros: «Se montó un lío enorme y todo el mundo se reía menos él».

Consecuencia: el dictador mandó derribar el hospital, la primera de los muchas demoliciones de edificios antiguos que emprendió -«las casas volaban», dice Blandiana en uno de sus poemas- y que acabaron con casi todos los vestigios del pasado de Bucarest.

No puede publicar durante mucho tiempo pero eso hizo que se estableciera «una relación indestructible» con sus lectores, «que se jugaban la vida» tanto como ella al leerla en «samizdat», es decir copias a mano de sus poemas.

«La gente vivía pendiente de los poetas. La palabra tenía un poder supremo. Ahora la gente mira la tele», lamenta aunque reconoce que también «la problemática» ha cambiado.

«Ahora ya no existe esa obligatoriedad de escribir para que te lean entre líneas. Que no haya censura ha cambiado las coordenadas estéticas, pero hay otros problemas como la soledad, el paso del tiempo y la indiferencia».

En 1988 logra editar un libro de versos para niños, «Acontecimientos en mi calle»», que se ve de nuevo como una crítica al dictador porque estaba protagonizado «¡Por un gato!».

La represalia fue retirar todos sus libros de las bibliotecas y prohibir la simple mención de su nombre. Vive «custodiada» hasta 1989 y tras la caída del régimen funda y preside la Alianza Cívica y ahora dirige el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia.

El marxismo y los zombis

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Marx veía en las fábricas un infierno de Dante transformado en tráfico implacable de carne humana
Marx veía en las fábricas un infierno de Dante transformado en tráfico implacable de carne humana

La sociedad capitalista rezuma monstruos. Pero en su hundimiento no existe una figura más grotesca que el zombi, además del vampiro. De hecho, estas dos criaturas necesitan ser pensadas conjuntamente en momentos interconectados de la monstruosa dialéctica de la modernidad. Como Víctor Frankenstein y su Criatura, el vampiro y el zombi son dobles enlazados entre si como polos magnéticos de una sociedad dividida. Si los vampiros son figuras pavorosas que nos pueden poseer y convertirnos en sus dóciles esclavos, los zombis representan nuestra angustiada imagen, amenazándonos de que quizás ya estemos muertos, convertidos en agentes empobrecidos a causa de poderes alienantes.

El capitalismo es monstruoso y mágico. Su magia consiste en revelar la economía –las oscuras transacciones entre los cuerpos humanos y el capital– que el capitalismo nos esconde. Entrados en este proceso, el sentido común burgués niega vigorosamente que se puedan hallar monstruos entre nosotros, pero como toda negación a nuestras ansiedades, ésta desaparece para convertirse en una represión.

Desprovistos de una realidad palpable, los zombis –a través de la pantalla y de la cultura pulp- representan los substitutos demacrados y corruptos de los monstruos producidos por el capital y el capitalismo que negamos. Sujetos a los códigos rituales de la industria cultural, estas bestias domesticadas surgen del inconsciente colectivo para producir productos de consumo global.

Parte del genuino radicalismo de la crítica teórica de Marx, reside su insistencia en la búsqueda y nombramiento de los monstruos de la modernidad. La única forma de mirar fijamente a los horrores a la cara e insistir en su sistematicidad, es detectar las narrativas y sus monstruosas figuras producidas por el capital.

Marx puede ser entendido como un gran narrador de historias en busca de los poderes con los que curar los sufrimientos y torturas del mundo. La esencia de la monstruosidad del capitalismo es transformar la carne humana y la sangre en materiales sin refinar para las frenéticas máquinas de la acumulación (bienes, materia, objetos de consumo, etc.). Mucho más que meramente metáforas provocativas, los monstruos marxistas son signos del horror, marcadores culturales de los terrores reales de la vida en las sociedades modernas donde. demasiado a menudo, esta dimensión de los pensamientos marxistas ha desaparecido de nuestra vista junto con los monstruos que relata en El Capital.

Parte del problema es que Marx buscó un nuevo lenguaje poético, literario, teórico y radical a través del cual pudiésemos entender el capitalismo. Si el propósito de la producción es crear riqueza con la que satisfacer las necesidades humanas, entonces el significado de la producción –maquinaria, equipo, edificios, materiales- sirve como medio para lograr un fin. Pero, en una sociedad capitalista, ocurre una peculiar inversión de los términos: el medio se convierte en el final. La acumulación de los medios de producción se convierte en el final en el que el “living labour” se encuentra subordinado. El capital acumula bienes no para satisfacer las necesidades sino para acumular aun más. Los zombis, como el “living labour” bajo el prisma del capitalismo, se convierten en “sujetos guiados por una voluntad alienígena y una inteligencia alienígena».

En tándem, la masificación de la maquinaria con las que los trabajadores son subordinados en el proceso de producción, asume la forma de un “monstruo animado”, una monstruosidad provista de alma e inteligencia por ella misma. Las fábricas, las máquinas, las líneas de montaje, la producción computerizada, todos tienen vida por ellos mismos, dirigiendo los movimientos del obrero, controlando a los trabajadores como si fueran meramente partes inorgánicas de un aparato gigante. El capitalismo asume la forma de engendro mecánico.

Trabajar para el capitalismo, protesta Marx, convierte a los obreros en meros apéndices de este monstruo animado, partes desmembradas activadas por el movimiento del cuerpo grotesco del capital.

En esta frase memorable de Marx, “El tiempo lo es todo, el hombre no es nada; es a lo más, un raíl del tiempo”, se muestra que lo que el capitalismo hace a los trabajadores es exactamente lo que los bokors –brujos del vudú- llevan a cabo cuando crean un zombi: reducir a la persona al mero cuerpo para transformar así su comportamiento a las funciones motoras básicas, convirtiéndo así su utilidad social al trabajo más básico.

Las narrativas zombis dramatizan sobre las más fundamentales características del capitalismo moderno: su tendencia a mortificar el trabajo humano para zombificar a los trabajadores y así apropiarse de sus energías en el interés del beneficio, haciéndolos trabajar en los campos de caña de azúcar de las Antillas. Convirtiendo al zombi en el único mito moderno en el que una mente mortificada es óptima para trabajar. El aspecto más potente de esas narrativas zombi es el convertir a las personas en zombis como sinónimo de trabajadores esclavizados impulsados a producir para otros.

Estos trabajadores muertos, máquinas corpóreas carentes de identidad, memoria y consciencia, con sólo su capacidad física para trabajar, son muy diferentes a los zombis antropófagos convertidos en referente de la industria cultural del capitalismo tardío. Los zombis esconden el secreto del capitalismo, su dependencia al cautiverio y la explotación de los trabajadores humanos. Sin embargo, no hay que olvidar que están muertos en vida, y que por lo tanto tienen la capacidad de despertarse, de reclamar su vida en medio de las ruinas mórbidas del capitalismo remiso. Estos monstruos del proletariado son, por definición, monstruos del cuerpo. No sólo su fuerza corporal se convierte en la fuerza vital del capitalismo, su emancipación de las cadenas que los constriñen hace que se rebelen contra los abstractos poderes del capital.

Hippies, hoces y martillos en USA

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Los Jardines de la Disidencia sigue la vida de tres generaciones de neoyorquinos que no responden al prototipo del patriota estadounidense, puesto que son comunistas, hippies y activistas políticos
Los Jardines de la Disidencia sigue la vida de tres generaciones de neoyorquinos que no responden al prototipo del patriota estadounidense, puesto que son comunistas, hippies y activistas políticos

Repleta de espíritus insatisfechos y latiendo al ritmo de complicadas pasiones políticas, «Los jardines de la disidencia», de Jonathan Lethem, se adentra en el mundo de la contracultura y el comunismo norteamericano, un movimiento que, según ha explicado el autor, quedó olvidado y «muchos creen que nunca existió».

Tres generaciones de comunistas, hippies e indignados manifestantes protagonizan «Los jardines de la disidencia», una obra ambientada en Nueva York, que abarca desde el apogeo del estalinismo de mediados de los años 30 del pasado siglo, pasando por la multitud de movimientos a favor de los derechos civiles de la década de los 60, hasta el movimiento Ocupa Wall Street.

«Se trata de una novela sobre personas con convicciones políticas», señala el escritor neoyorquino, quien describe la obra como una «ventana sucia» a través de la cual se observa no sólo los avatares de una época sino también las «contradicciones y tormentos» personales, que quedan marcados sobre la superficie del cristal.

En el centro de este ventanal se encuentra la matriarca, Rose Zimmer, una comunista con «un feroz enfoque de la vida» y unas opiniones «volcánicas», inspirada en la abuela de Lethem, a quien conocemos tras ser expulsada del Partido Comunista estadounidense por su relación con un policía negro.

Su hija, Miriam, inspirada en la madre del escritor, tan obstinada y apasionada como Rose, huye de su influencia sofocante para unirse al movimiento contracultural de la Era de Acuario del Greenwich Village, donde conocerá a un cantante de folk con el que tendrán a Sergius, un joven idealista, aunque algo confundido, que se implicará a fondo con el movimiento Ocupa Wall Street.

«Yo soy parte de un país en el que el comunismo nunca fue probado en ningún ámbito social», recuerda el escritor, nacido en 1964 y criado en una comuna de Brooklyn.

A su parecer, la idea del comunismo siempre ha sido una manera de «manifestar que la vida que te rodeaba no era suficiente», por lo que entender el significado completo de esta palabra en Estados Unidos es hoy en día «una tarea bastante complicada».

Pese a la trayectoria familiar, el escritor niega que se inscriba dentro del activismo político, aunque sí cree necesario poner en valor una historia «muchas veces deformada, descalificada» y también «olvidada», pues, tal y como destaca Lethem, «muchos creen que el comunismo norteamericano nunca existió».

«El libro -subraya- es a la vez una forma de revertir esta situación y dejar testimonio del paso del comunismo por Estados Unidos, lo que conforma una parte de la historia de la que se puede hablar y de la que no hay que sentirse avergonzado».

Preguntado por la vigencia del legado comunista en su país, Lethem niega la existencia de «un comunismo puro», pues «la versión más extendida de esta doctrina se encuentra en otros tipos de izquierda, como el movimiento Ocupa».

Como todos los grupos de izquierda, el movimiento Ocupa, que se opone al poder y la influencia de las corporaciones financieras de EE.UU., también ha tenido que convivir con la «frustración propia de los grupos que propugnan una transformación».

Algo que, según el autor, tiene mucho que ver con la «política dual» del presidente Barack Obama, que, a nivel simbólico, se ha convertido en la expresión de la revolución pero que, en el plano oficial, «no ha hecho más que seguir con las políticas de sus predecesores», por lo que, en palabras del escritor, el expresidente Obama, por ejemplo, no hizo «más que recordar a la izquierda que siguen formando parte de la izquierda».

«Los jardines de la disidencia», publicado en castellano por Mondadori y en catalán por Angle, es una obra llena de referencias americanas, aunque puede describirse como un libro «muy europeo» porque los personajes descritos «viven dentro de la historia, a diferencia de la mayoría de los norteamericanos, que siempre pretenden alejarse de ella».

Además de la pluralidad de voces propia de Philip Roth, en el retrato de la sociedad estadounidense de la obra de Lethem se nota la influencia de los escritores Christina Stead, Vivian Gornick o Anatole Paul Broyard, que han recreado el país en el que nació el autor, galardonado con el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

Esta historia familiar de comunistas decepcionados en un país que los trata como un invisible anacronismo es, a la vez, una manera de gritar al mundo que la cuestión del comunismo norteamericano «no es un tema cerrado, sino parte de una historia en la que estamos viviendo».

Sombras de una economía castrante

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La obra de Polanyi ha pasado a la historia del pensamiento europeo como una de las críticas más mordaces a la sociedad de mercado. Su originalidad reside en su perspectiva propiamente antropológica. No es una crítica a la economía política, sino del impacto de esta en la condición humana. La tesis principal es bastante sencilla: resulta imposible sostener una sociedad sobre la base de la idea de la autorregulación de los mercados. Entre los requerimientos esenciales de toda sociedad y el liberalismo existe una contradicción insalvable
La obra de Polanyi ha pasado a la historia del pensamiento europeo como una de las críticas más mordaces a la sociedad de mercado. Su originalidad reside en su perspectiva propiamente antropológica. No es una crítica a la economía política, sino del impacto de esta en la condición humana. La tesis principal es bastante sencilla: resulta imposible sostener una sociedad sobre la base de la idea de la autorregulación de los mercados. Entre los requerimientos esenciales de toda sociedad y el liberalismo existe una contradicción insalvable

«En todos los países importantes de Europa […], redujeron los servicios sociales e intentaron romper la resistencia de los sindicatos mediante el ajuste salarial. Invariablemente, la moneda estaba amenazada y, con la misma regularidad, se atribuía la responsabilidad de ello a los salarios demasiado elevados y a los presupuestos desequilibrados».

Esta descripción, aplicable a la crisis sistémica con la que se abre nuestro siglo XXI, se refiere a las décadas de 1920 y 1930, en vísperas de la expansión nazi y fascista que asolaría Europa. En este clásico de la historia antropológica, económica y política, Karl Polanyi considera la emergencia del fascismo como un momento autoritario del «capitalismo liberal para llevar a cabo una reforma de la economía de mercado, realizada al precio de la extirpación de todas las instituciones democráticas».

«La gran transformación» relata la paulatina expansión e imposición de la utopía del libre mercado que, desde finales del siglo XVIII, mercantilizó figuras como el trabajo —el esfuerzo de las personas—, la tierra —la naturaleza— y el dinero, hasta entonces no sometidas a la ley de la oferta y la demanda. Para Polanyi, en la sociedad de mercado, la principal misión del Estado es mercantilizar el máximo de ámbitos de la vida y la naturaleza para alimentar el mercado.

La gran transformación sirve de registro del fin de una civilización —la del siglo XIX— y de sus principales instituciones: el Estado liberal, los sistemas de equilibrio entre las potencias, el patrón-oro, los mecanismos del sistema de mercado autorregulado. Sin embargo, su punto de partida no es, como tantas veces se ha dicho, la crisis. Más bien le preocupa su «solución», concretamente la «solución fascista» que llevó a Polanyi a emigrar a Inglaterra desde su Viena natal. Cuando prepara los primeros materiales de lo que luego acabaría por recogerse en este ensayo, es patente que ya no hay una vuelta atrás a las viejas fórmulas del siglo XIX. El desempleo de masas, la lucha de clases, las presiones monetarias, la deflación obligada habían hecho surgir una figura nueva, que había llegado para quedarse, el Estado intervencionista; es el New Deal, los planes quinquenales de la URSS, el corporativismo del nazi-fascismo.

Por eso, el juicio del autor es demoledor y del todo ajeno a las perspectivas de la guerra civil europea y los dos totalitarismos con los que ahora acostumbramos a entender la principal crisis del siglo XX. Para Polanyi, el liberalismo decimonónico —preñado de idealismo, borracho de utopismo, reacio a toda reglamentación, planificación, racionalización, control— llevó al fascismo.

El fascismo, en tanto que negación de la libertad y del individuo, ruina de la democracia y de la libertad individual, aparece pues como un hijo imprevisto de una utopía, que consiste en organizar la sociedad alrededor del mercado, según el mercado. Polanyi escribió bellos ensayos sobre el nazismo, que consideraba una solución antagónica al socialismo, y una negación radical de la tradición cristiana —de su igualitarismo, de su ideal de comunidad—, pero que, paradójicamente, acabó sirviendo de «solución» a la crisis de la sociedad de mercado.

El liberalismo, en tanto que ideología material del nuevo industrialismo, promocionó una obra de ingeniería social sin precedentes en la historia de la humanidad. La economía, y concretamente el intercambio de mercancías en mercados autorregulados, se convirtió en la institución central y suficiente de organización social: una economía gobernada por los precios de mercado y únicamente por ellos, una sociedad reducida a la institución mercantil. La obra del liberalismo requería de esa operación, explicada innumerables veces, de reducción del ser humano a los estrechos marcos de la filosofía utilitarista y de la maximización del interés: el «hombre económico». El universal antropológico del reconocimiento social, en tanto que motivación esencial del ser humano, quedó así reducido a la mera acumulación de bienes materiales despojados de casi todo valor cultural.

No obstante, lo que hace radical e interesante la crítica de Polanyi es que va más allá de la denuncia de las ridículas bases antropológicas del liberalismo, que todavía conforman la mayor parte de la ciencia económica y estructuran su capacidad de «modelización». Su crítica y su potencia se establecen a partir del reconocimiento del trabajo institucional del liberalismo para imponer materialmente su utopía de la sociedad de mercado.

El mercado autorregulado requiere de la coordinación de distintos mercados específicos que tienen que operar como tales. Se trata de algo más que ideología, es necesario que tierras, seres humanos y moneda funcionen como bienes intercambiables: mercancías «ficticias» y a la postre imposibles, más que al precio de la dislocación social, de la ruina antropológica

La crítica de Polanyi es actual porque es una crítica tanto al liberalismo, como a sus posibles resultados políticos.

Karl Polanyi (1886-1964) es un referente imprescindible de la crítica del orden liberal. Militante en su juventud del independentismo húngaro, participó en la Primera Guerra Mundial, se exilió a Viena en 1923 tras la declaración de la República Soviética de Hungría (1919), y en 1933 a Londres forzado por el ascenso del nazismo en Austria. Profesor de la Universidad de Columbia desde 1947, se vio obligado a vivir en Canadá por el veto de las autoridades estadounidenses a su compañera, Ilona Duczynska. La intensa labor intelectual de Polanyi se reflejó sobre todo, en dos libros: La gran transformación y El sustento del hombre (Capitán Swing, 2011), que cuestionan los fundamentos de la ortodoxia económica liberal y de algunos aspectos de la economía política marxista.

El brazo cinematográfico de Mao

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Durante la Revolución Cultural, la producción de cine fue bastante limitada debido a la censura. Prácticamente todas las películas anteriores a la revolución fueron prohibidas, y solo se produjeron unas pocas, siendo la más notable una versión para ballet de la ópera revolucionaria "El destacamento rojo de las mujeres" (Hóngsè Niángzǐjūn, 1971)
Durante la Revolución Cultural, la producción de cine fue bastante limitada debido a la censura. Prácticamente todas las películas anteriores a la revolución fueron prohibidas, y solo se produjeron unas pocas, siendo la más notable una versión para ballet de la ópera revolucionaria «El destacamento rojo de las mujeres» (Hóngsè Niángzǐjūn, 1971)

«Para derrotar al enemigo debemos confiar en el ejército armado. Pero eso no es suficiente: también debemos contar con un ejército cultural».

Así Mao Zedong proclamó la sumisión de la cultura a la política en un discurso pronunciado en 1942 en Yan’an (provincia de Shaanxi, centro rural del país), una directriz ideológica que afectó al cine -el arte más importante del siglo XX- y alcanzó su máxima radicalidad en la Revolución Cultural de los años 70, para relajarse -sin nunca morir- hasta la actualidad.

«Durante la Revolución Cultural, la producción de películas se paró completamente al inicio: los cineastas debían ser ‘reformados’ y ‘reeducados’, ya que -al ser una forma de arte occidental asociada a la China prerrevolucionaria- el cine era sospechoso de ser burgués», explica Chris Berry, profesor en King’s College de Londres y especialista en cine chino sobre esa etapa.

Todas las artes -como insistía Mao en su discurso- debían tener como destinatario a los trabajadores y hablar de la «realidad»: el materialismo histórico negaba la existencia de ideas «en abstracto» y una película no podía hablar de «amor universal», ya que no existía amor que trascendiera el «amor de clase».

La manera más eficaz de conocer el «lenguaje de las masas» era vivir como ellas: los cineastas eran enviados a campos de trabajo, aunque la producción de películas no se detuvo por completo, sino que alcanzó la máxima fusión entre arte y política en los llamados «clásicos rojos» del cine chino.

La producción de ballets revolucionarios (Mao decía que no se debía desechar un estilo por antiguo, sino cambiar sus contenidos) e historias épicas sobre grandes héroes (parecido al ‘star system’ de Hollywood) eran los géneros habituales durante la Revolución Cultural, etapa en la que se introdujeron importantes avances técnicos en el proceso cinematográfico.

Aún así, cada rodaje debía ser supervisado por ciudadanos y líderes, lo que ralentizaba el proceso: «Se necesitaba mucho tiempo para rodar una película y se hacían muchas modificaciones. Incluso con eso, después de terminar el rodaje (los cineastas) afrontaban el riesgo de ser criticados y pegados», explica Wang Mingcheng, profesor de cine comparado en la Universidad Normal de Pekín.

«Probablemente el consenso es que el cine, como la sociedad en general, vivió un enorme retroceso en esa época, algo que no puede estar separado del horrible destino que muchos de los cineastas sufrieron, como la reeducación, la persecución o la muerte», comenta el crítico de cine chino Paul Fonoroff.

Sin embargo, esa época permitió descubrir actores y directores de talento que adquirirían importancia en el cine posterior, apunta este especialista asentado en Hong Kong.

Pasada esta etapa de anarquía dirigida y con la llegada al poder de Deng Xiaoping, la politización del arte chino se relajó pero siguió presente: las autoridades promovieron la creación de obras «de cicatrices», críticas con la Revolución Cultural, que -en muchos casos- legitimaban el nuevo liderazgo, que dejaba atrás el maoísmo exacerbado y se abría al mundo y al libre mercado.

Aunque esta «segunda primavera», donde se dio libertad para encarar al Partido Comunista -aunque fuera sobre sus políticas en un cierto lapso de tiempo-, fue breve: muchas de las películas que posteriormente trataron el tema de la Revolución Cultural sufrieron la censura oficial y se vieron de manera clandestina.

Filmes que mostraban la violencia de esa etapa como «Adiós a mi concubina» y «Vivir» sufrieron la censura, mientras que largometrajes como «Al calor del sol», que trataban esa etapa de manera indirecta, pudieron ser exhibidos en China.

«Cualquier intento de tratar la Revolución Cultural de manera positiva es imposible. Cualquier intento de nombrar y perseguir a quienes asesinaron y torturaron -y no han sido enjuiciados- es imposible», asegura Berry, para quien «las restricciones se han vuelto más fuertes» con el actual presidente chino, Xi Jinping.

«No puedes examinar de cerca qué desvela la Revolución Cultural -en términos sistémicos- sobre el Partido Comunista: las películas no pueden lidiar con el rol central jugado por las políticas de partido, las luchas de poder, las batallas de facciones y el papel de Mao. En otras palabras: está bien mostrar las atrocidades de esa época, con tal que los valores centrales del Partido y su líder no sean los culpables», señala por su parte el crítico Fonoroff.

«Muchos directores quieren presentar el tema de la Revolución Cultural, pero no pueden debido a las muchas limitaciones. Está la influencia de la censura pero también la del mercado, que da la bienvenida a las películas de amor y comedia», explica a su vez Wang.

Para este profesor, a los jóvenes chinos «no les interesa la historia ni la verdad. Estamos en una época de entretenimiento, no sólo en China, sino en todo el mundo».

Tentativas de arte en las cavernas

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Fotograma de "Rojo y Negro", film de 1942 dirigido por Carlos Arévalo
Fotograma de «Rojo y Negro», film de 1942 dirigido por Carlos Arévalo

La Guerra Civil española ha dado un gran número de películas, algunas de las cuales podrían calificarse de «malditas», pues o desaparecieron sin dejar rastro o han sufrido tantas alteraciones que prácticamente las dejaron irreconocibles.

«Sierra de Teruel» («Espòir», 1938), dirigida por el escritor francés André Malraux, es una de las películas más conocidas (y quizá menos vistas) de exaltación de la República y ello por motivos vinculados al devenir de la contienda, pues no se pudo estrenar hasta 1945, una vez concluida la II Guerra Mundial.

La película tuvo un rodaje muy accidentado y siempre condicionado a los avatares de la guerra, ya que comenzó a rodarse entre 1937 y 1938 en Cataluña, sufrió algunos parones y finalmente no pudo concluirse allí por la entrada de las tropas franquistas.

Finalmente, el rodaje terminó en París, ya en 1939, cuando la guerra estaba perdida para la República por lo que la eficacia del filme como instrumento de propaganda había quedado muy mermada.

El franquismo fue pródigo en generar películas, algunas de ellas «malditas», muchas veces por motivos confusos que podían estar vinculados a la mala calidad del filme o a ciertas desviaciones ideológicas mínimas (y en ningún caso críticas) con respecto a las directrices oficiales.

«El crucero Baleares» (Enrique del Campo, 1941) podría ser un ejemplo de película suprimida por su ínfima calidad. Narra la peripecia del buque del mismo nombre hundido por la Marina republicana en la conocida como Batalla del Cabo de Palos (1938), un episodio que la historiografía áulica franquista presentó siempre como ejemplo del valor militar.

Actualmente, no queda ni rastro de la película, ni una sola copia, ni un solo fragmento o tráiler; tan solo la Filmoteca de Cataluña conserva una sinopsis argumental y unas cuantas fotos del rodaje.

Desde luego, la historia, con el colofón (real o supuesto) de la tripulación del «Baleares» formada en cubierta cantando el «Cara al sol» mientras se hunde el buque, era muy propicia para ser llevada al cine.

De hecho, la película se rodó con normalidad y su estreno estaba previsto para el 12 de abril de 1941 en el cine Avenida de Madrid.

Sin embargo, dos días antes se hizo un pase privado en la sede del Ministerio de Marina en Madrid, al que asistieron algunas autoridades, que al parecer expresaron su disgusto con la película.

Como explica el director de la Filmoteca de Cataluña, Esteve Riambau, «la película no gustó» por lo que se ordenó retirarla; en todo caso, comenta, «fue una decisión de última hora y desde muy arriba», aunque «no está claro quién la pudo tomar».

«Estaban intentando hacer el ‘Potemkin’ español y, claro, eso era muy difícil», señala Riambau en alusión, no exenta de ironía, a la película rusa «El acorazado Potemkin» (Sergei M. Eisenstein, 1925), considerada una las obras fundamentales de la historia del cine.

Riambau hace referencia al libro «La Guerra de España y el cine» (1972) del historiador Carlos Fernández Cuenca, afín al régimen franquista, y en el que se da a entender que la película era esencialmente mala sin paliativos.

«Rojo y negro» (Carlos Arévalo, 1942), protagonizada por Conchita Montenegro e Ismael Merlo, es otro ejemplo de filme «maldito» pese a que debería de haber sido del agrado del régimen franquista, pero fue retirado a las tres semanas de haberse estrenado, también por oscuras razones que podrían referirse a que los vencedores de la contienda no aceptaban la hipótesis argumental.

Considerada como la única película verdaderamente «falangista» rodada durante el franquismo y con notables alardes de clara influencia expresionista, narra la peripecia de dos jóvenes enamorados, Luisa (militante de Falange Española) y Miguel (anarquista) en el Madrid inmediatamente posterior al estallido de la Guerra Civil.

El típico y tan utilizado instrumento de manipulación que el cineasta de ideología falangista Carlos Arévalo emplea son, principalmente, poderosas imágenes de archivo en las que somos testigos durante la Segunda República de explosiones, personas que huyen del horror, destrucción de símbolos religiosos por parte del sector comunista, etc; sin olvidar al legionario que rasga la pantalla con su sable. Incluso hay insertos de planos del citado film de Eisenstein extraídos de la mítica secuencia de la escalera de Odessa.

«Rojo y negro» es, en este sentido, deudora del tan efectivo montaje soviético, sobre todo en los momentos aludidos. Imágenes montadas con rapidez, efectivas para el propósito que persiguen, que no dejan respiro alguno y que son tan audaces que logran transmitirnos una de las muchas lecciones de buen cine que posee esta película. Pero no sólo en el uso de este tipo de montaje el film consigue su objetivo, esto es, glorificar la Falange, sino también en imágenes aisladas, como en aquél plano en el que uno de los protagonistas de la historia, Miguel (Ismael Merlo), recoge del suelo una insignia falangista que se le ha caído a su amada Luisa (Conchita Montenegro), mostrada en plano detalle.

El resto es evidente. El guión y los personajes están construidos en torno a la figura del bueno y el malo: el falangista como víctima y el comunista como malvado y pérfido. Algunas secuencias rozan incluso la ingenuidad, ya que la caracterización de los personajes es demasiado descarada y roza lo caricaturesco.

Sin embargo «Rojo y negro» es susceptible de ser considerada una pequeña joya del cine español, desde luego una rareza absoluta y, dejando al margen sus intenciones propagandísticas, la total maestría de Carlos Arévalo reside a la hora de plantear y resolver secuencias en lo que a calidad de planos se refiere. Lo que más sorprende en esta cinta es precisamente eso, sus magníficos planos, y está totalmente arropada de ellos.

Incluso una película aparentemente «canónica» como es «Sin novedad en el Alcázar» (Augusto Genina, 1940) no está exenta de la maldición producto de los diversos retoques que sufrió el montaje original.

Con el tiempo, la versión italiana de la película (titulada «L’assedio dell’ Alcazar»), rodada en italiano, con un reparto casi entero de ese país, sufrió diversos cambios, según el investigador Ferrán Alberich en un ensayo de la Universidad de Valencia.

Así, una de las secuencias cumbre de la versión española presenta la explosión de alegría de los sitiados del Alcázar cuando alguien escucha en la radio que las tropas franquistas están próximas a Toledo. En ese momento comienzan a cantar el «Cara al sol».

En una revisión del montaje que se hizo en Italia a finales de los cincuenta y que se puede ver en Youtube se conserva la secuencia pero ha desaparecido el himno falangista de la banda sonora.

Sin embargo, no se ha suprimido un plano de uno de los protagonistas, el actor italiano Fosco Giachetti, que por el movimiento de los labios se aprecia claramente que está cantando el «Cara al sol».

Orgasmos espaciales, lucha de clases y ovnis

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Actualmente, de acuerdo a las modernas hipótesis de la física cuántica, se acepta la existencia de un éter, un océano de energía implicada u oculta en una quinta dimensión: la “Energía del Punto Cero”. El orgón sería un aspecto más materializado de esa energía. Reich lo llamó así porque suponía que se liberaba durante el orgasmo, lo que investigó en la unión sexual de parejas. Ambos llevaban pegados en la piel electrodos conectados a sensibles voltímetros registradores. Durante el orgasmo, el voltaje se disparaba, y él lo interpretaba como un efecto de otra energía muy poderosa, a la que llamó orgón. La capacidad de experimentar orgasmo la relacionaba con la carga orgónica del cuerpo y la correcta circulación, sin bloqueos, de esa energía, dependiente de su estado de salud
Actualmente, de acuerdo a las modernas hipótesis de la física cuántica, se acepta la existencia de un éter, un océano de energía implicada u oculta en una quinta dimensión: la “Energía del Punto Cero”. El orgón sería un aspecto más materializado de esa energía. Reich lo llamó así porque suponía que se liberaba durante el orgasmo, lo que investigó en la unión sexual de parejas. Ambos llevaban pegados en la piel electrodos conectados a sensibles voltímetros registradores. Durante el orgasmo, el voltaje se disparaba, y él lo interpretaba como un efecto de otra energía muy poderosa, a la que llamó orgón. La capacidad de experimentar orgasmo la relacionaba con la carga orgónica del cuerpo y la correcta circulación, sin bloqueos, de esa energía, dependiente de su estado de salud

El psicoanalista e investigador del orgasmo Wilhem Reich, natural de Dobrczynica -hoy en Ucrania-, rompió con su maestro Sigmund Freud, escandalizó a colegas y comunistas ortodoxos, murió en una cárcel de EE UU y fue considerado por los teóricos sesentayochistas como pionero de la revolución sexual. Sus libros se leían entonces tanto como los de Herbert Marcuse.

Reich intentó combinar a Freud y Marx y abogó por la liberación sexual del individuo como paso inexcusable para la liberación política. Ante el ascenso del nazismo tuvo que exiliarse de Berlín a Escandinavia. Sus críticas a la línea dirigente del comunismo provocaron su expulsión del Partido en 1934. Reich argumentaba que la sociedad incluído el Partido Comunista- introyectaba miedo y culpabilidad en los trabajadores, para así mantenerlos sumisos y evitar una revolución radical.

En Dinamarca empezó a investigar electrofisiológicamente la sexualidad y el miedo. Fue declarado persona non grata, y emigró a EE UU. Allí expuso sus teorías sobre el orgón, una supuesta Partícula sexual de color azul procedente del espacio y que se encontraba en toda la materia.

Construyó un acumulador de orgones, caja metálica en la que el paciente se sentaba para recibir una terapia que le llevase a la liberación orgásmica. Según Reich, el acumulador tenía una temperatura más alta que otra caja similar dispuesta al lado, y eso se debía a la energía orgánica y sexual.

En 1955 las autoridades estadounidenses le condenaron a la cárcel por vender sus acumuladores sin licencia sanitaria de la gubernamental Food and Drugs Administration. Reich no acudió al tribunal, tras señalar que no era lugar para dirimir cuestiones científicas. Fue sentenciado a dos años por desacato y encarcelado. En 1957 murió en la prisión de Lewisburg (Pennsylvania) de un ataque cardiaco.

Su figura sigue siendo controvertida. Para unos fue un genio científico y revolucionario. Para otros, un charlatán y un desequilibrado.

Revolucionario sexual

Murió desacreditado, en el olvido de una miserable cárcel en Estados Unidos, pero sin los libros del psicoanalista Wilhelm Reich sobre la liberación sexual, sería muy difícil entender gran parte de la segunda mitad del siglo XX. .

«Una sexualidad libre de imposiciones externas» era uno de sus objetivos, explica Birgit Johler, experta en la figura de Reich, para aclarar sus críticas a la moral sexual burguesa, la represión familiar y las estructuras patriarcales.

Para los jóvenes del 68 se convirtió en el reverenciado ‘padre de la revolución sexual’, el cantautor Bob Dylan lo cita en una canción y para la generación ‘beat’, de William Burroughs, era una lectura imprescindible.

Reich creció en una familia donde las relaciones eran en exceso complicadas y fue iniciado en el sexo por una camarera cuando tenía solo cuatro años.

A partir de ese momento el sexo se convirtió para él en una obsesión: él mismo refiere haber tenido relaciones sexuales habituales con la servidumbre desde los once años; a partir de los quince se convirtió en cliente habitual de los burdeles, y era adicto a la masturbación compulsiva (con fantasías de tener relaciones sexuales con su propia madre, u observando el apareamiento de animales).

A los trece años reveló a su padre la infidelidad de su madre; ambos se suicidaron tras esta revelación. Se hizo cargo de la granja familiar hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, en la cual combatió en el frente italiano.

Después de la guerra se matriculó en la facultad de Medicina de la Universidad de Viena. En el segundo año organizó un seminario de sexología, al cual invitó como conferenciante a algunos psicoanalistas.

Descontento con la calidad de los profesores, conoció a Sigmund Freud (1856-1939) y empezó a frecuentar la Sociedad Psicoanalítica de Viena; de hecho, comenzó a ejercer como psicoanalista antes incluso de licenciarse. Le había impactado mucho la teoría sexual freudiana, según la cual el impulso sexual es el impulso originario, cuya insatisfacción produce la neurosis.

Abrió una clínica psicoanalítica en la cual ofrecía (junto a otros psicoanalistas) terapia gratuita a personas con pocos recursos. En el curso de esta experiencia consideró que la satisfacción sexual (y por tanto la felicidad) de los jovenes y de las personas más pobres no se veía obstaculizada por motivos psicológicos, sino sociales: el sexo ligado a la reproducción y el matrimonio monógamo impedían la felicidad sexual de las familias trabajadoras; la educación familiar y la falta de independencia económica y de vivienda impedía la de los jovenes.

Sólo una revolución social podría conducir a la plena satisfacción sexual de toda la poblacion, y por tanto a la felicidad y al bienestar universal; fue así como se acercó al socialismo y al comunismo. Se volcó a favor de la contracepción, del divorcio (lo más breve posible) y la educación sexual a ninos y adolescentes.

Entretanto, el mismo Freud había abandonado la teoría sexual tal como había sido concebida inicialmente: ahora, junto al impulso sexual estaba el impulso de muerte, y la sublimación de la sexualidad tenía una connotación positiva, en cuanto que canalizaba la energía hacia actividades útiles para la sociedad.

Pero Reich continuó aferrado a su idea: la felicidad de la humanidad se alcanzaría cuando se garantizase a todos un orgasmo frecuente. Esta postura, además de su aproximación a la izquierda partidista, lo hizo sospechoso en el interior de la Sociedad Psicoanalítica (ocupada en una búsqueda desesperada de aprobación cultural y social) y le costó la expulsión.

Mientras tanto, comenzó a considerar la energía sexual (la libido freudiana) como una energía cósmica presente en el Universo, que era posible canalizar a través de los órganos genitales; llamó a esta energía “orgónica”. Llegado a Estados Unidos en 1939, comenzó a realizar experimentos para curar los tumores mediante la energía orgónica canalizada especialmente mediante jaulas metálicas.

Las famosas cámaras acumuladoras de orgón
Las famosas cámaras acumuladoras de orgón

En 1941 fue detenido por el FBI como “amenaza para la seguridad de los Estados Unidos”. En 1947 fue investigado por la Food and Drug Administration (FDA) [organismo público de inspección de alimentos y fármacos] por fraude, violencia sobre menores y agresiones de trasfondo sexual.

Los años siguientes los pasó buscando ovnis que volaban sobre su finca, llamada Orgonon. En 1957 fue detenido y encarcelado en una cárcel federal, donde murió poco después de su sexagésimo cumpleaños.

Este psicoanalista semi-desconocido es la encrucijada de muchísimas tendencias revolucionarias que, nacidas en el siglo XX, han explotado en el nuevo milenio: la educación sexual a edades muy tempranas; la liberación sexual; el vínculo entre revolución y sexualidad; la aversión a toda forma de autoridad, incluida la familiar; la contracepción y el divorcio.

Muchas de las ideas difundidas por la llamada Escuela de Frankfurt, por ejemplo, nacieron en Reich. Siempre es bueno conocer el origen de las ideologías: sobre todo, sirve para recordar que no nacen espontáneamente, si son simplemente fruto de la época.

El denunciante triturado por el olvido

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Alexander Solzhenitsyn encarnó y expresó, algunas veces de forma brillante, otras miserablemente, todas las indisolubles contradicciones en las cuales la Unión Soviética se encontraba inmersa en el siglo XX, que transformaron las grandes esperanzas de la Revolución de 1917 en el infierno del terror estalinista y que finalmente la llevaron - al igual que a Solzhenitsyn- a la autodestrucción.
Alexander Solzhenitsyn encarnó y expresó, algunas veces de forma brillante, otras miserablemente, todas las indisolubles contradicciones en las cuales la Unión Soviética se encontraba inmersa en el siglo XX, que transformaron las grandes esperanzas de la Revolución de 1917 en el infierno del terror estalinista y que finalmente la llevaron – al igual que a Solzhenitsyn- a la autodestrucción.

La publicación en 1973 de ‘Archipiélago Gulag’, la obra de Alexander Solzhenitsin en la cual el escritor ruso destapó al mundo las atrocidades de los campos de concentración soviéticos, impactó en Occidente, aunque fue criticada por defensores de la URSS.

Cuando en 1970 obtuvo el Premio Nobel de Literatura, Solzhenitsin era ya una figura de la disidencia cuya obra circulaba de forma clandestina en la entonces Unión Soviética.

Pero la publicación de su obra más imponente, ‘Archipiélago Gulag’, primero en una edición rusa en 1973 en París y al año siguiente en francés, alcanzó un impacto notable. «Fue un choque. Sabíamos todo eso, conocíamos relatos de disidentes pero nunca habíamos tenido ese inmenso fresco, ese análisis sistemático del sistema, fue conmovedor», recuerda la historiadora Helene Carrere d’Encausse.

El relato de Solzhenitsin no era el primero en su género, pero por primera vez, la narración épica del escritor alcanzaba a un público masivo. «En 1973, Occidente no estaba del todo maduro para algo semejante», destacó Carrere d’Encausse. En Estados Unidos, donde por entonces la URSS era claramente un adversario, la obra de Solzhenitsin fue inmediatamente vista como «un arma de guerra contra la URSS».

«En Europa, fue más complicado, más polémico. Tuvo un éxito inmenso y al mismo tiempo, generó un debate sobre el tema ¿es eso cierto? Sobre todo porque cuando apareció ‘Archipiélago Gulag’, el sistema soviético era sólido y libraba una guerra sin cuartel» contra Solzhenitsin, explicó la historiadora.

Helene Carrere d’Encausse se acuerda de haber participado en programas de televisión en los cuales «estimados intelectuales decían que no estaba bien decir cosas como ésas durante campañas electorales en Francia». «En algunos casos fue reducido a un elemento de lucha derecha-izquierda, cuando en realidad no tenía ninguna relación», afirmó.

El 12 de febrero de 1974, las autoridades soviéticas respondieron al éxito internacional de la obra de Solzhenitsin con la expulsión de la URSS del escritor.

Erradicado de su suelo nativo, de su historia, de su cultura, y no asimilado a la «forma de vida americana», Solzhenitsyn se desintegró tanto como figura literaria como política. Su ego sobredimensionado sufrió una gran desilusión cuando regresó a la Rusia soviética pensando que sería recibido como un héroe y una especie de guía espiritual y santón del alma rusa y se encontró con la más fría y absoluta indiferencia hacia su persona. El régimen restauracionista le dio mucha publicidad, incluso un ciclo unipersonal en la televisión pública, que finalmente fue levantado debido a la baja audiencia y a la falta de interés. Solzhenitsyn, en su decadencia, había perdido contacto con las realidades soviéticas y post-soviéticas y tenía una imagen totalmente distorsionada del «glorioso» pasado progromista de los zares destruido por la Revolución «liderada por judíos», y ninguna perspectiva para el futuro. Sólo por razones pragmáticas, el régimen de Putin le brindó honores en razón de su nacionalismo, que podría ser usado en la construcción del Gran Poder y la ideología de la Gran Rusia promovida por los gobernantes del Kremlin.

En Francia, el periodista Jean Daniel, figura de la izquierda intelectual francesa, defendió desde la expulsión de la URSS la causa de Solzhenitsin. «Algunas veces entre amigos, había reticencias. Desde un punto de vista literario, como el escritor Max Pol Fouchet que no le veía ningún talento. Pero había escritores cercanos al Partido Comunista de los que se decía que si no le encontraban ningún talento era por otras razones que no eran literarias», recuerda.

«Había una reserva muy grande, un malestar. Era una época en la cual entre la ‘inteligentsia’ de izquierda, la hegemonía comunista era todavía bastante grande», recuerda Daniel, número uno de la revista francesa Nouvel Observateur. «Para la gente que no podía asociar la palabra socialismo con deportación, que consideraban que había un escándalo semántico, era insoportable», agrega.

Más cuando la expulsión de la URSS de Solzhenitsin fue acompañada, según el escritor y ex diplomático soviético Vladimir Federovsky, por una campaña de deterioro organizada por el jefe del KGB de entonces, Yuri Andropov, quien «propagó minuciosamente las tesis de que (Solzhenitsin) era nacionalista, defensor zarista y antisemita», recordó. «Como decía Andropov, hay que utilizar a los idiotas útiles. Es decir, a los intelectuales occidentales para usar palabras de Lenin», concluyó.

Vallejo contra el sectarismo

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Al leer cualquier palabra de César Vallejo se oye y se ve que el sentimiento es lo esencial y, sobre todo, su intensidad genuina, tan individual que llega a ser universal, tan peculiar, tan pleno de pulso vital que nos parece familiar y, al mismo tiempo, extraño. Por la ambigüedad aparente del estilo: es la personalidad, el ritmo esencial, la invención verbal. Vallejo se sitúa entre el lenguaje cotidiano y el cultural
Al leer cualquier palabra de César Vallejo se oye y se ve que el sentimiento es lo esencial y, sobre todo, su intensidad genuina, tan individual que llega a ser universal, tan peculiar, tan pleno de pulso vital que nos parece familiar y, al mismo tiempo, extraño. Por la ambigüedad aparente del estilo: es la personalidad, el ritmo esencial, la invención verbal. Vallejo se sitúa entre el lenguaje cotidiano y el cultural

Reconocido como uno de los grandes poetas del siglo XX, el peruano César Vallejo pasó una de las etapas más intensas de su vida en España donde, según una investigación publicada en su país natal, fue víctima del sectarismo de izquierda.

Esa etapa poco conocida de la vida del autor de «Trilce» ha sido investigada por el peruano Miguel Pachas Almeyda, ganador de una mención del «Premio Letra Telefónica de investigación sobre la estancia de César Vallejo en Madrid en el año 1931».

Pachas afirma que su investigación le ha permitido determinar que Vallejo (1892-1938) afrontó un año intensamente político en España, pero fue víctima del sectarismo de la izquierda de entonces, que le impidió publicar muchos de sus libros.

El poeta Rafael Alberti recordaba a Vallejo con estas palabras: «Cuando llegó aquí, ya había publicado ‘Los heraldos negros’, un libro que influyó poderosamente en la poesía española e iberoamericana de entonces. Sentía un profundo amor por España, un sentimiento realmente grande, que no tenía nada que ver con esa especie de literatura medio diplomática, medio de tomar un güisqui, y cosas por estilo. Cuando estalló la Guerra Civil tuvo una gran preocupación por la situación de la República y asistió al Congreso de Escritores por la Paz, que se celebró en Valencia en 1937. Por aquel tiempo comenzó a escribir un libro muy bueno, ‘España, aparta de mí este cáliz’, que a pesar de no ser una obra larga, tiene poemas fundamentales. Su salud, muy precaria, no le permitió ver el final de la contienda».

Autor de una biografía de Georgette Philippart, la esposa francesa de Vallejo, Pachas remarca que se podría pensar que, por ser comunista, el poeta no pudo publicar más libros porque fue rechazado por los conservadores y la derecha española.

Añade, sin embargo, que Vallejo «era un heterodoxo cuyo objetivo principal era publicar los avances del socialismo de Rusia, pero eso no significaba que estaba a favor de Stalin».

«De ninguna manera, porque también es demostrable que tenía una simpatía por Trotsky, pero los trotskistas no permitían eso, para ellos no era correcto que Vallejo estuviera en ese centro, para ellos era un tibio, no se definía», acota.

Esto llevó a que editoriales españolas como Zenith, que le publicó ‘El Tungsteno’, o Ulises, que editó ‘Rusia en 1931’, «a pesar de que eran antiestalinistas y a la vez simpatizantes del trotskismo, no le publicaron sus otros libros».

«Es fundamental recalcar que es la política de izquierda, en este caso la más radical del comunismo en esa época, la responsable de que Vallejo no haya publicado más libros», señala.

Vallejo en España

Pachas recuerda que Vallejo llegó a España en medio de una pobreza extrema, pero contó con el apoyo de Rafael Alberti, aunque por sus ideas políticas se alejó de otros escritores que también conocía, como Miguel de Unamuno, José Bergamín o Gerardo Diego.

Vallejo, que había visitado por primera vez la península en 1926, le comunicó en 1930 a algunas de sus amistades que presentía que iba a tener que salir de Francia, por lo que manifestó incluso su deseo de volver a Perú, de donde había partido en 1923.

El poeta señaló que, si no podía regresar a su país, intentaría viajar a Alemania o a Colombia, pero finalmente escogió ir a España, país con el que tenía vínculos muy fuertes.

«Ahí estaba su sangre y creo que en eso demuestra por qué hasta ahora los españoles lo quieren tanto, debido a que José Rufo Vallejo, un habitante de Extremadura, fue su abuelo», indica Pachas.

Su vida en España no fue fácil, ya que no logró mejorar su difícil situación económica, a pesar de que su libro de reportajes «Rusia en 1931» fue un éxito de ventas.

«Vallejo se sintió mal, porque no podía publicar sus otros libros, llegó a decir que tenía que guardarlos con cerrojo, eso demuestra por qué en el 32, cuando regresó a París, bajó muchísimo todo ese torbellino político que sentía por Rusia, como desencantado de la situación», apunta el investigador.

A pesar de esa aparente desilusión por la política, el poeta mantuvo su profundo vínculo con España, país al que dedicó uno de sus libros más intensos: «España, aparta de mí este cáliz»

Pérez Solís y el baile ideológico de la Yenka

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Cuando Oscar Pérez Solís salió de la cárcel el 9 de agosto de 1927 era un hombre nuevo. Explicando a sus compañeros comunistas que necesitaba reponer su salud, se desplazó a Valladolid para retirarse temporalmente de la política. Aquel mismo otoño El Norte de Castilla se hacía eco del rumor de que Pérez Solís renegaba de su militancia a la vez que había aceptado un cargo directivo en una importante empresa de reciente creación
Cuando Oscar Pérez Solís salió de la cárcel el 9 de agosto de 1927 era un hombre nuevo. Explicando a sus compañeros comunistas que necesitaba reponer su salud, se desplazó a Valladolid para retirarse temporalmente de la política. Aquel mismo otoño El Norte de Castilla se hacía eco del rumor de que Pérez Solís renegaba de su militancia a la vez que había aceptado un cargo directivo en una importante empresa de reciente creación

El dirigente comunista asturiano Óscar Pérez Solís participó en 1924 en la Unión Soviética en el V Congreso de la Internacional Comunista y dos décadas más tarde se afilió a la Falange, un viaje ideológico del que se publica su testimonio.

«Un vocal español en la Komintern» es el título que, con el subtítulo «Y otros escritos sobre la Rusia Soviética», ha puesto la editorial Renacimiento a los textos memorialísticos en los que el también periodista y escritor Óscar Pérez Solís dejó constancia de esta evolución política durante los años más convulsos del siglo XX.

Óscar Pérez Solís no fue un comunista cualquiera sino alguien que se entrevistó con Bujarin y con Stalin y que escribió una semblanza de Trotski de primera mano, ya que lo trató personalmente –«me recibió afabilísimamente», cuenta en estas páginas– como también hizo con el dirigente soviético Zinoviev, además de haber sido amigo de Andreu Nin, quien le sirvió de intérprete en su entrevista con Stalin.

«Al cabo de mi estancia en la capital soviética llegué sentir el deseo de huir de allí cuanto antes», escribe Pérez Solis en estas páginas, antes de confesar que durante aquel viaje no fue consciente del «terremoto espiritual que derrumbaba en lo hondo de mi consciencia los ídolos que (me) habían arrastrado a la peregrinación a Moscú».

Tras su visita a la Rusia soviética «se deshacían en evidencias de fracasos las quimeras de aquella revolución ‘redentora’ que perdía todo su encanto vista desde cerca», añade Pérez Solís al evocar su deserción de Moscú porque se sentía «incómodo» en la «capital del mundo» tal y como él mismo había definido a la capital soviética en un artículo que había publicado por aquellas fechas en el periódico francés «L’Humanité», órgano de los comunistas franceses.

Para su viaje a Rusia, Pérez Solís viajo por media Europa con pasaporte falso y su regreso a España, a la que no deja de añorar según confiesa también en estas páginas, fue posible por la amnistía política decretada en el verano de 1924 por el general Primo de Rivera, a quien sólo dedica elogios, tal vez por el contraste con la dureza política y determinación sin fisuras que encontró en los líderes bolcheviques:

«Un buen día, nunca mejor dicho, se le ocurrió a aquel paternal dictador –paternal, y así le sacaron los ojos muchos de los cuervos que crió–, a aquel dictador bondadoso que fue D. Miguel Primo de Rivera, decretar una amplia amnistía para los delitos políticos. También D. Miguel era de esa especie candorosa de políticos ingenuos que se figuran que las ostras pueden abrirse por la persuasión».

Y eso que Pérez Solís reconoce que la vida como invitado político en Rusia no era desagradable: «Aun cuando la generalidad de la población tuviera que afrontar en Rusia grandes privaciones, los capitostes revolucionarios –al menos los que estábamos allí en calidad de huéspedes de la ‘Komintern’– no lo pasábamos del todo mal, sin que nadáramos en la abundancia. Caramba: no podíamos quejarnos. Lo teníamos pagado todo, y por añadidura percibíamos, para gastos menudos, unos dos rublos diarios».

Pérez Solís nació en Bello (Asturias) en 1882 y falleció en Valladolid en 1951, fue dirigente del PSOE en los años diez y se integró en las filas comunistas en los años veinte cuando fue designado como vocal español en Congreso de la Internacional Comunista, para en 1936 apoyar el levantamiento militar y luchar con el bando sublevado en Oviedo.

De esta edición se ha encargado el profesor italiano Steven Forti, especializado en la estudio sobre el tránsito de dirigentes políticos de la izquierda al fascismo y quien ha comparado el caso de Pérez Solís con el de Paul Marion, conocido en Francia, ya que pasó a ser director del departamento de Agitación y Propaganda del Partido Comunista Francés a hacerse cargo de la secretaria general de Información y Propaganda del régimen de Vichy.

La evolución política de Marion también estuvo marcada por un viaje y una larga estancia en la Unión Soviética, donde permaneció entre 1927 y 1929 como invitado para asistir a los cursos de la Escuela Marxista-Leninista de Moscú.