comunismo
Marx y las costras del capitalismo

Karl Marx nunca fue objeto de culto en su ciudad natal, Tréveris, pero el debate sobre su pensamiento y sobre los crímenes del comunismo siempre está vigente.
Después de la caída del Muro de Berlín, con cicatrices de la Guerra Fría aún visibles, Karl Marx sigue provocando división tanto en el Oeste como en la antigua República Democrática de Alemania, comunista.
Para algunos, el autor de «El Capital» fue un erudito visionario que supo diagnosticar antes que nadie los males que conlleva la economía de mercado. Para otros, es el padre espiritual de las sanguinarias dictaduras soviéticas.
«Karl Marx puso los pilares sobre los que se construyeron todas las dictaduras comunistas hasta la actualidad», lamenta Dieter Dombrovski, presidente de la Unión de Grupos de Víctimas de la Tiranía Comunista. «Según nuestro código penal actual, si alguien incita al asesinato y el asesinato se comete, quien instó a cometerlo también es condenado», añade este hombre, quien fue preso de la dictadura comunista de Alemania Este.
Se asesinó a más gente bajo los regímenes comunistas que bajo el nazismo de Adolf Hitler, insiste Dombrovski, al que le horroriza que se «erija una estatua en Alemania» en honor a quien inspiró la Revolución de Octubre de 1917.
Sin embargo, para los responsables de Tréveris, Marx, quien falleció en Londres en 1883, no puede ser considerado culpable de las derivas leninistas, estalinistas o maoistas que afirmaban poner en práctica su pensamiento.
«Sus ideas y su filosofía se vieron desacreditadas por el hecho de que el antiguo régimen alemán tratara a Marx como un dios y sus pensamientos como palabras del Evangelio», señala Rainer Auts, director de la empresa encargada de supervisar las exposiciones sobre Marx.
En RDA, el marxismo, en su variante leninista era un dogma irrebatible. Como ejemplo de este culto, la actual ciudad Chemnitz se llamaba en la época comunista Karl-Marx-Stadt.
Para Auts, este bicentenario deber permitir explicar al autor del famoso lema «Trabajadores del mundo, ¡únanse!» sin «glorificarlo o vilipendiarlo», ya que en su opinión su pensamiento sigue teniendo ecos en el mundo contemporáneo.
Las derivas del capitalismo, con sus manifiestos abusos en los últimos años, relanzaron el interés por las teorías de Marx sobre la opresión de las masas por la burguesía, formuladas durante la primera Revolución Industrial.
«En Marx hay algo intemporal. La crisis económica y financiera desde 2008 desempeñó sin duda un papel para que los economistas contemporáneos de renombre reconozcan ahora su papel de teórico», explica Rainer Auts.
El libro «El Capital en el siglo XXI», éxito de ventas internacional del economista francés Thomas Piketty, es ejemplo de ello.
Esta duradera influencia, a pesar del patente éxito de la URSS y sus satélites, debe por tanto ser explicada al gran público, según el alcalde de Tréveris, Wolfram Leibe.
«Después de la reunificación (de Alemania) tenemos la oportunidad de regresar a Marx, con una visión crítica pero sin prejuicios», espera el edil, desechando las declaraciones de quienes lo acusan de querer atraer con estas conmemoraciones a los turistas chinos y su dinero.
«Karl Marx formuló ideas importantes y estas ideas merecen que reflexionemos sobre ellas. Si después de visitar las exposiciones alguien compra un libro para profundizar sobre algunos aspectos de lo que presentó Karl Marx, creo que habremos tenido éxito», subraya
Svetlana y la sombra de Stalin

La vida de Svetlana Allilúyeva, la hija de Stalin, que en plena Guerra Fría pidió asilo en EEUU tras escapar de la URSS, es «una tragedia del siglo XX comparable a las tragedias clásicas», afirma Monika Zgustova, que en su última novela recrea el exilio de una mujer que sólo conoció el anonimato durante su vejez.
La autora checa, afincada en Barcelona, explica que la idea de escribir «Las rosas de Stalin» (Galaxia Gutenberg) le surgió después de que en una librería de Nueva York encontrara dos libros de Svetlana donde descubrió que se exilió de la URSS en 1967 pidiendo asilo en la embajada de EEUU en la India.
«Tuve como una obsesión con ese tema porque mi familia se fue de la Checoslovaquia comunista después de viajar también a la India y pedir asilo político en la embajada americana, así que eran caminos paralelos y tenía ganas de investigar cómo vivió Svetlana su exilio y compararlo mentalmente con el de mis padres», detalla Zgustova.
Las coincidencias terminaban ahí, pues la vida de Svetlana Allilúyeva supera con creces las peripecias o adversidades de cualquier personaje de ficción y tiene ecos de odisea homérica.
Hija de uno de los dictadores más siniestros del siglo XX, su madre se suicidó cuando contaba 6 años, tuvo cinco maridos, fue espiada por el KGB y la CIA, se convirtió en un símbolo de la Guerra Fría, acaparó la atención mediática mundial, se hizo millonaria con sus libros, fue profesora en Princeton, cayó bajo el influjo de una secta, perdió su fortuna y peregrinó por varios países antes de volver a EEUU, donde murió en 2011.
Monika Zgustova explica que la vida de Svetlana se convirtió en una permanente huida, pues fue «una persona siempre utilizada por el poder de todos los colores, y su tragedia era que no podía vivir en ninguna parte, en todas partes se sentía infeliz».
La infancia de Svetlana es casi la de una huérfana, pues su padre apenas se ocupa de ella y el suicidio de su madre lo interpreta como un abandono, que le inculca «un complejo de inferioridad que suelen tener los hijos no deseados», situación que «reproduce ella misma cuando deja a sus dos hijos en Moscú y decide ir sola al exilio».
Nacida en 1926 como Svetlana Iósifovna Stálina -luego adoptaría el apellido de su madre-, la relación con su padre se torció en la adolescencia, cuando a los 16 años se enamoró de un cineasta judío de 40 años al que su padre ordenó detener y envió a un gulag.
Después de tres breves matrimonios que terminaron en divorcio y tener dos hijos con dos de sus maridos, la vida de Svetlana dio un giro en 1963 al conocer en un hospital de Moscú al ciudadano indio Brayesh Singh, con quien la cúpula dirigente de la URSS no le permitió casarse de nuevo, pero a quien siempre consideró su marido.
Pese a los esfuerzos del régimen soviético para cortar la relación, ambos vivieron juntos en Moscú hasta la muerte de Singh en 1966, momento en que los jerarcas de la URSS permitieron a Svetlana viajar a la India para esparcir sus cenizas en el Ganges.
En la India prolonga su estancia más de dos meses con los familiares de Singh y allí «se siente libre, con toda aquella luz y colorido, con gente que la quería y la trataba bien», por lo que «la idea de volver a los ambientes oscuros de la URSS se le hace insoportable», arguye Zgustova.
Así, en lugar de tomar un vuelo de vuelta a Moscú decide acudir a la embajada de EEUU en Nueva Delhi, ya que la India no la hubiera acogido por estar entonces bajo la influencia de la URSS, cumpliendo «un deseo que poco a poco fue creciendo y del que no puede escapar, pues siente que es más fuerte que ella», relata Monika Zgustova.
La decisión suponía perder el contacto con su hijo Yósif y su hija Katia, quienes nunca llegaron a comprender el paso dado por su madre, a quien siempre acompañó el remordimiento por este abandono y por «no tener claro si no pagaba un precio demasiado alto por un poco de felicidad y libertad que tampoco tenía asegurados».
La petición de asilo en Estados Unidos «fue un símbolo político muy potente y los norteamericanos usaron a Svetlana como ejemplo de que la hija del político más prominente de la URSS prefería vivir en EEUU, optaba por el capitalismo frene al comunismo», mientras en su país de origen se lanzaba una campaña difamatoria contra ella.
«Svetlana no podía soportar que en cualquier noticia sobre ella apareciera la foto de su padre», recordando que era «la hija de uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX», hecho que, según Zgustova, la avergonzaba y no le permitía «ser un ser humano más».
La vida de Svetlana en EEUU tampoco fue fácil y, aunque se sentía bien en la Universidad de Princeton, donde daba clases, su estado de insatisfacción permanente hizo que se instalara en Arizona, donde la esposa del destacado arquitecto Frank Lloyd Wright la introdujo en una comunidad sectaria y la convenció para casarse con el viudo de su hija, fallecida en un accidente de tráfico.
Zgustova considera que en Princeton Svetlana «tenía demasiada libertad, y eso no lo podía soportar», por lo que se instaló en una comuna con el fin de fundar y tener una familia, con un buen esposo, y aunque tuvo otra hija, tampoco este matrimonio funcionó y se divorció de su quinto marido en 1973 tras pagar sus muchas deudas.
Según estima la autora, Svetlana vivía con «una insatisfacción permanente» que, como un resorte psicológico, «la llevaba a huir de cualquier ambiente cuando comprobaba que no le satisfacía».
En esta huida constante «entra en juego su necesidad de libertad, y al mismo tiempo la imposibilidad de sobrellevar una excesiva libertad», porque «la falta de libertad era para ella una pesada carga, y el exceso de la misma, también», concluye Zgustova.
Ramón Mercader, el asesino colateral

La «gran tragedia» de Ramón Mercader es que, a pesar de haber pasado a la historia como el homicida de León Trotsky, fue forzado a cometer su crimen, asegura John P. Davidson, autor de la novela «El asesino obediente».
En esta novela, el escritor estadounidense sigue los pasos del español Mercader, desde que recibe la invitación para formar parte del complot estalinista que acabaría con la vida de Trotsky hasta que finalmente comete el ataque el 20 de agosto de 1940 en la casa del político exiliado en Coyoacán, en la Ciudad de México.
«Él no creía que Trotsky era peligroso, un problema, que era necesario matarlo», como proclamaba el régimen de Stalin, afirma Davidson.
Porque, al fin y al cabo, el español tuvo la posibilidad de conocer el círculo del político e incluso al propio Trotsky, por lo que «pudo ver que no era un monstruo» y acabó mostrando su disconformidad con el asesinato.
El homicidio fue configurado, en un principio, como un operativo que involucraría a varias personas, entre ellas el artista David Alfaro Siqueiros, pero tras el fracaso del primer intento, a Mercader se le asignó la tarea de matar al ruso en solitario.
«Ramón no era asesino, posiblemente había matado a alguien en la Guerra Civil de España, pero a sangre fría no habría matado», defiende el autor, remarcando que al inicio él no sabía que iba a ser el homicida.
En el español tuvo una gran influencia su madre, Caridad del Río, con quien mantenía una conexión «muy intensa» que comenzó cuando era niño.
Caridad «creía que los individuos no son importantes, que la revolución es más importante y, si hay que morir, entonces lo haces, como su otro hijo (Pablo), que murió en España», comenta Davidson.
Los tiempos del operativo estaban planeados estratégicamente, dado que Stalin escogió el momento para que los bombardeos en Inglaterra sucedieran justo después del crimen y este no llegara a las portadas.
Además, hubo acciones propagandísticas en México para poner a la opinión pública en contra del político, de quien se dijo que era «fascista y terrorista». Esto respondía a la directriz estalinista de que antes de matar a alguien hay que matar su reputación, apunta el autor.
Pese a la planificación, que llevó un par de años a la espera del «momento correcto», el primer intento, considera el estadounidense, fue «muy torpe».
Siqueiros, quien entró en la habitación donde estaba durmiendo el ruso con su esposa Natalia Sedova y efectuó varios disparos, «podría haber matado a Trotsky», pero «no prendió la luz y salió sin saber si lo había hecho».
El acto resultó fallido porque tanto Trotsky como Sedova se resguardaron a un lado de la habitación, lo que les dejó a salvo de los disparos.
Tuvieron que pasar semanas para que se celebrara el segundo intento a manos de Mercader, por el cual el ruso falleció al día siguiente.
Sobre lo ocurrido el 20 de agosto hay «muchos mitos» y aspectos que falta por conocer, como dónde está el piolet con el que Mercader atacó a Trotsky y por qué eligió esta herramienta para cometer el asesinato, ejemplifica el autor.
El ruso sospechaba que Mercader -quien se presentaba bajo una identidad falsa- no era quien decía ser y «posiblemente era un asesino», pero no se sabe por qué no dio la orden a sus guardas de que no le permitieran el paso a la casa, añade.
Asimismo, señala Davidson, Mercader tenía a tanta gente a su alrededor y estaba «tan bien vigilado» que es una incógnita «por qué no se notaba que Ramón estaba cambiando su versión de la historia», con la que se refugiaba bajo el nombre de Jacques Mornard y se hacía pasar por belga.
Castro al desnudo

En 1965, un Fidel Castro en su apogeo concedía una larguísima entrevista al fotorreportero estadounidense Lee Lockwood. Medio siglo después se reedita el texto, acompañado por 200 fotografías inéditas que muestran tanto la vida pública como la cotidiana del líder cubano.
Las fotografías muestran a Castro hablando ante decenas de miles de personas pero también cuando sale del agua tras bucear, haciendo ejercicio en isla de Pinos, comiendo, jugando con su perro Guardián o simplemente descansando en una hamaca, con los pies descalzos.
En isla de Pinos fue donde Lockwood pasó siete días con Castro y sus más próximos colaboradores y de esa estancia salió una interesantísima entrevista, tan solo seis años después del triunfo de la revolución y cuando la posibilidad del fracaso del proyecto comunista no entraba en los planes del líder.
«El deber de todo revolucionario es hacer la revolución» es la frase de Castro que abre «La Cuba de Fidel. La mirada de un reportero estadounidense en la isla. 1959-1969» (Taschen), cuya edición en español acaba de salir al mercado 50 años después de su primera publicación en inglés.
«Hace más de 50 años, Lee Lockwood puso en marcha su propia campaña en favor del deshielo, que le llevó desde su llegada a Cuba en 1959 a la publicación de ‘Castro’s Cuba, Cuba’s Fidel’ en 1967», una obra que se centra «en una de las más extraordinarias entrevistas de todo el siglo XX a un líder mundial en activo», en palabras de la editora del libro, Nina Wiener.
A las 100 pequeñas imágenes en blanco y negro que se publicaron entonces se añaden 200 nuevas fotografías, muchas de ellas impresas a doble página, que han salido de los archivos fotográficos de Lockwood, a los que Wiener tuvo acceso antes de la muerte del fotógrafo, en 2010.
«Una conversación con Castro es una experiencia extraordinaria y, hasta que te acostumbras, de lo más desconcertante (…) es uno de los conversadores más entusiastas de todos los tiempos», afirma Lockwood en el prólogo del libro.
Lockwood se recrea en los detalles del comportamiento de Castro y de su personalidad, pero también de la casa en la que se desarrolló la entrevista.
Una casa tipo rancho de una sola planta, de madera y pintada de blanco, con un estilo arquitectónico propio del sudoeste de Estados Unidos, y con todas las estancias equipadas con aparatos de aire acondicionado estadounidenses, resalta con cierta ironía el periodista.
Allí se desarrolló la entrevista en la que el comandante René Vallejo actuó como traductor.
«Cada día, durante varias horas, nos sentábamos Fidel, Vallejo y yo alrededor de la mesita del porche a la entrada de la habitación de Castro, con el micrófono en medio de los tres, y hablábamos en voz baja, como en una sesión de espiritismo», explica Lockwood.
Durante esas larguísimas conversaciones, el periodista y Castro hablaron de todos los temas posibles y hoy, cincuenta años después, algunas de las declaraciones del líder cubano resultan cuanto menos sorprendentes.
«Jamás llegaremos a creer que un homosexual pueda encarnar las condiciones y los requisitos de conducta que permitieran considerarlo un verdadero revolucionario, un verdadero militante comunista», asegura sobre los gais.
También dice ser «contrario a las listas negras de libros, películas prohibidas y todas esas cosas» y se muestra convencido de que su sistema es más democrático que el de Estados Unidos «porque es la expresión real de la voluntad de la inmensa mayoría del país, constituida no por los ricos, sino por los pobres».
Y en aquel momento, cuando llevaba seis años como primer ministro, estimaba que sería dirigente del Partido Comunista solo «unos años más».
«Si quiere que le hable con sinceridad, trataré de que sea el menor tiempo posible (…) Creo que todos nosotros debemos retirarnos relativamente jóvenes, y no lo propongo como un deber, sino como algo más: como un derecho». Pero su retirada no llegó hasta 2008.
Cinco décadas después de la revolución, la «Cuba de Castro ha pasado de ser lo que Lee (Lockwood) llamaba una revolución extraordinaria a transformarse en una sociedad disfuncional», asegura en el epílogo del libro el experto Saul Landau.
Pero «Castro ha dejado su huella en la historia» y Lockwood «escribió el mejor libro -hasta la fecha- sobre la esencia de ese hombre y la revolución que encabezó», agregó Landau.
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