contracultura
Mayo del 68, la revolución de la testosterona
![La historiadora y feminista Malka Markovich, nacida en 1959 opina que “mayo del 68 desembocó en un movimiento feminista esencial para la evolución social de Francia, (…) pero también ha tenido daños colaterales”. Por ejemplo:[el movimiento, que ella considera violento] “llevará al capitalismo pornográfico, el desarrollo de la industria del sexo completamente desenfrenado que cosifica al ser humano en lugar de darle cierta dignidad](https://pamontnoticias.files.wordpress.com/2019/06/mayo_del_68.jpg?w=300&h=169)
El movimiento francés de Mayo del 68 puso el embrión para el combate feminista, pero también tuvo sus daños colaterales: la mujer vista como un objeto y el sexo considerado una «mera mercancía».
Libros como «L’autre héritage de 68» («La otra herencia del 68»), de Malka Markovich, o «Filles du 68» («Hijas del 68»), de Michelle Perrot, han hecho balance del impacto en la lucha feminista medio siglo más tarde de la revolución cultural y social que paralizó Francia e influyó en los países occidentales.
Mientras los hombres copaban los puestos de liderazgo -con Daniel Cohn-Bendit y Alain Geismar a la cabeza-, las mujeres se organizaron alrededor del Movimiento de Liberación de las Mujeres (MLF) para, entre otras reivindicaciones, pedir el derecho a la píldora anticonceptiva y al aborto, dos conquistas que se conseguirían en años posteriores al 68.
«Ellas tenían una creatividad fantástica, pero su voz caía en el desierto, un desierto formado por una marabunta de hombres que no querían cuestionarse las antiguas relaciones entre hombres y mujeres», denuncia la historiadora Markovich, nacida en 1959.
«Mayo del 68 desembocó en un movimiento feminista esencial para la evolución social de Francia, (…) pero también ha tenido daños colaterales», agrega.
Daños que se plasman en convertir a las «mujeres en meros objetos sexuales» en el que se mezcló de forma caprichosa «libertad, libertinaje y, en algunos casos, pedofilia», a su juicio.
Eslóganes como «disfrutar sin límites», «mi cuerpo me pertenece» y «prohibido prohibir» se volvieron contra las propias mujeres en el momento que se asumió que cuerpo y mente de las féminas podían ir por separado.
«Este hecho banalizó los comportamientos más ancestrales y arcaicos y permitió la eclosión de una industria sexual capitalista», lamenta.
Del rol femenino en el 68 hay muchos documentos gráficos -uno de ellos, el de una joven enarbolando la bandera de Vietnam en la plaza parisina de Edmond-Rostand, se convirtió en icono de la revolución-, pero ni casi rastro de su participación en los primeros rangos del movimiento.
«Había mucha virilidad en el movimiento (…) con pocas mujeres en las delegaciones estudiantiles», señala Perrot (París, 1928) en el prefacio de su obra, que recoge los testimonios de mujeres que tenían entre 15 y 54 años en el periodo del movimiento.
El libro de la historiadora recoge emocionantes testimonios de jóvenes madres para las que Mayo del 68 supuso la luz al final del túnel y de otras que, en la cincuentena, vivieron el movimiento también a través del implicación de sus hijos.
Para Perrot, el legado más importante para las mujeres fue el de «liberación» de la palabra en público.
«Hubo un antes y un después: antes el silencio reinaba y las preguntas se las hacía una misma. Después, se liberó la palabra y fue entonces cuando comenzaron a aparecer soluciones», sostiene.
Cincuenta años más tarde del 68, estereotipos franceses como el de la galantearía masculina siguen enraizados, a pesar de que se han puesto en tela de juicio a partir del movimiento de denuncia de acoso y agresión sexual «#MeToo».
«Detesto la idea de la galantearía. Significa una relación jerárquica, una visión desfasada de las mujeres», apunta Markovich.
Para Perrot, la galantearía «transforma las relaciones entre los sexos en una especie de comercio del espíritu del que el corazón y los sentidos no forman parte».
«Se trata de un juego mental. Es lo contrario a la pasión», resume la autora.
El padre de la contracultura estandarizada

El historiador, crítico social y novelista Theodore Roszak vio las rebeliones juveniles de fines de los años sesenta como un movimiento que merecía un análisis propio y un nombre: la contracultura.
Roszak, escritor y profesor de la Universidad Cal State East Bay, escribió un libro que definiría esa época: ‘El nacimiento de una contra cultura’ [The Making of a Counter Culture] (1969), un libro documental que fue éxito de ventas y popularizó la palabra ‘contracultura’.
Basándose en la influyente obra de pensadores como Herbert Marcuse, Paul Goodman y Alan Watts, el libro examina el entramado intelectual del movimiento social que empezó a mediados de los años sesenta y se extendió hasta entrados los setenta: las protestas en las ciudades universitarias, los love-ins, el rock y los festivales con drogas psicodélicas que contagiaron masivamente a los jóvenes y desconcertaron a sus mayores. Los jóvenes construyeron “una cultura tan radicalmente apartada de los presupuestos tradicionales de nuestra sociedad”, escribió Roszak, “que para muchos apenas es cultura, sino que adopta la alarmante apariencia de una intrusión bárbara.”
Pero donde unos veían caos en las protestas de los estudiantes universitarios, en las comunas hippies, en los deadheads [seguidores de la banda The Grateful Dead, pero también usuarios de drogas psicodélicas] y en los camellos, Roszak vio un movimiento serio posiblemente de valor compensatorio, una oposición juvenil a la “tecnocracia” que decía estaba en el origen de problemas como la guerra, la pobreza, la desarmonía social y el deterioro ecológico.
“Fue una época en la que ocurrió un inmenso trastorno cultural en el país. ¿Pero en qué consistía? ¿Era solamente un montón de conductas anómalas? ¿Era… una de las consecuencias no previstas de la Guerra de Vietnam? No había herramientas conceptuales para entenderlo”, cuenta en una entrevista Todd Gitlin, profesor en la Universidad de Columbia que escribió una popular historia de los años sesenta. “La gente estaba tratando de entender qué estaba pasando. Él le dio nombre. Es por eso que el libro fue un éxito.”
Roszak escribió o publicó más de diecisiete libros, incluyendo ‘La voz de la tierra’ [The Voice of the Earth: An Exploration of Ecopsychology] (1992), un revolucionario trabajo sobre la relación entre la salud planetaria y la personal.
Incursionó también en la industria cinematográfica, el fundamentalismo y el lado oscuro de la tecnología en varias novelas, incluyendo ‘Plaga’ [Bugs] (1981), ‘Parpadeo’ [Flicker] (1991) y ‘El diablo y Daniel Silverman’ [The Devil and Daniel Silverman] (2003). ‘Memorias de Elizabeth Frankenstein’ [The Memoirs of Elizabeth Frankenstein] (1995) inspiraron la poco convencional vida de Mary Shelley, que escribió la historia original de Frankenstein; también ganó el Premio James Tiptree Jr. por su exploración de temas de género.
“Siempre estaba tratando de mirar debajo de las cosas, qué significa todo eso”, recuerda Ernest Callenbach, colega escritor de Berkeley cuya novela ‘Ecotopía’ [Ecotopia], de 1975, fue también un hito histórico de la contracultura.
Hijo de un carpintero, Roszak nació en Chicago el 15 de noviembre de 1933. Más tarde su familia se mudó a Los Angeles, donde estudió en la Escuela Secundaria Dorsey antes de licenciarse en historia en la Universidad de California en Los Angeles en 1955. Se doctoró en historia en la Universidad de Princeton en 1958 y en 1959 se incorporó como docente a la Universidad de Stanford.
En 1963 se incorporó al departamento de historia de la Cal State Hayward (en 2005 se convirtió en la Cal State East Bay). Más tarde tomó un permiso de un año para publicar un pequeño diario pacifista en Londres. Estaba allí cuando en 1964 estalló en la Universidad de California en Berkeley el movimiento por la libertad de expresión.
En el verano de 1967, Roszak estaba trabajando en una serie de artículos para el diario The Nation sobre las protestas universitarias que se extendían por todo el país. Estaba todavía en Londres cuando empezó a oír sobre raros acontecimientos en el distrito Haight-Ashbury en San Francisco, epicentro del movimiento hippie durante el llamado Verano del Amor.
Mientras que la mayoría de los informes de prensa se concentraron en los aspectos más extravagantes del acontecimiento cultural espontáneo que atrajo a miles de jóvenes hacia el Área de la Bahía, “para entonces yo estaba convencido de que se trataba de algo más que de sexo, drogas y rock ‘n’ roll”, dijo Roszak en una entrevista con la Chronicle of Higher Education en 2007. “No que el sexo, las drogas o el rock ‘n roll no tuvieran relevancia… ¿Pero se puede dar a esa declaración una traducción filosófica más accesible? Esa fue la tarea que me impuse” en lo que llegaría a ser ‘El nacimiento de una contra cultura.’
El crítico Robert Kirsch escribió en Los Angeles que el análisis de Roszak de las ideas que daban forma a la mentalidad de la contracultura era “críticamente sólido, reflexivo y difícil.” En el New York Times, Robert Paul Wolff concedió que Roszak “puede tener razón de que nuestros jóvenes están huyendo del ideal de la razón”, pero concluyó que el autor “culpaba demasiado rápidamente a la cosmovisión científica de todos los males de la sociedad.”
Cuando se publicó ‘El nacimiento de una contra cultura’, Roszak era, según las normas de la contracultura, demasiado viejo para ser fiable: tenía 35 años. Simpatizaba con los objetivos del movimiento, pero criticaba algunos de sus medios, particularmente la popularidad de las drogas alucinógenas. “Tenía los pies en la tierra”, dijo su esposa.
Se retiró de la docencia en 1998, pero siguió estudiando a los chicos de los años sesenta, ahora todos en la tercera edad. Concentrándose en lo que llamó la revolución de la longevidad, produjo, cuarenta años más tarde, una especie de secuela a su libro de 1969. La tituló ‘The Making of an Elder Culture.’
La irreverencia hace ‘miau’

Fritz the Cat (El Gato Caliente), el primer largometraje de animación calificado «X», escandalizó en su estreno, fue una especie de respuesta a la ternura de Disney y presentaba un gato contestatario que abandona sus estudios para dedicarse al amor libre, a las drogas, a matar policías y provocar disturbios. Ralph Bakshi, que definió a Fritz como un ser falso integral, tenía como propósito denunciar el progresismo hipócrita de aquellos que se rebelan contra el sistema sin ofrecer alternativas y con el único objetivo de drogarse y copular. Técnicamente el film aportó a la animación el movimiento múltiple de los personajes en la pantalla, la utilización de fotografías para representar el fondo de la imagen y el uso de sonidos reales.
El Gato Fritz de Robert Crumb es algo así como la respuesta a esas preguntas: estética de animales antropomorfos y harto más realistas que los de Disney, con una feroz crítica a la pechoña sociedad norteamericana de los años 60 y 70. Sólo basta recordar que hacia 1965, fecha de la primera aparición del felino, Kennedy ya llevaba dos años muerto y un gran número de jóvenes eran enviados a la guerra de Vietnam, además de la fuerte tensión que existía entre Estados Unidos y Rusia en la denominada Guerra Fría.
De hecho Fritz, llamado Fred antes de ser formalmente publicado, aparecería en una de sus aventuras como un agente especial de la CIA torturado por militares chinos. Por otra parte, la denominada generación Beat, en esencia integrada por escritores ansiosos de buscar nuevos horizontes creativos después de la Segunda Guerra Mundial, criticó e influyó con fuerza en la sociedad de la época, lo que se cristalizó en el movimiento hippie con su mensaje de paz, amor libre y experiencias con drogas.
Por esa misma razón no es raro toparse en las páginas de el Gato Fritz con litros de alcohol, gran cantidad de drogas, uno que otro llamado a la anarquía y la rebelión, y un protagonista que intenta follarse a cualquiera que se pase por delante, incluida su hermana. Todo esto condujo a Fritz a dos situaciones puntuales: la censura y el cine.
El responsable de tal atentado a la moral y las buenas costumbres es el reconocido maestro del cómic underground estadounidense, Robert Crumb, autor, entre otros, de Mr. Natural, American Splendor –junto al guionista Harvey Pekar- y de una inspirada versión del Génesis, además de una que otra adaptación de relatos de Charles Bukowski.
Hay algunos críticos que consideran a Crumb, quien también es músico de blues y hasta ha editado discos con su banda Cheap Suit Serenaders, el autor de cómics vivo más importante del mundo, incluso por sobre Stan Lee.
La primera aparición oficial de el gato Fritz ocurrió en el n° 22 de la revista Help!, de enero de 1965, dirigida en ese entonces por el nombrado Pekar, con la historia “Fritz comes Strong”. Tal fue el impacto de la aparición de Fritz, que la revista española Star se vio enfrentada a un cierre temporal por haber publicado sus historias en ese lado del Mundo durante el gobierno de Francisco Franco.
En Estados Unidos la cosa era diametralmente opuesta, debido a que Ralph Bashki, un reconocido talento de la animación, consiguió los derechos para dirigir una película con el personaje, aunque lo logró de una manera no muy decente: recurrió a la primera esposa de Crumb, con quien el dibujante llevaba varios años separado, y ésta no dudó en dar todas las libertades posibles para la realización del film. Este resultó un éxito, si bien hay variaciones notables con respecto a la historia original, y Robert Crumb se convirtió en un acérrimo detractor de la cinta, por lo que decidió matar al personaje en la última aparición oficial del gato en cómic, en 1972, el mismo año en el que se estrenó la cinta.
En la historia, una celosa avestruz asesina al gato Fritz enterrándole un picahielos en la nuca, después de que éste apareciera en un programa de TV hablando acerca de su éxito en Hollywood (es memorable la viñeta en la que un par de personajes lo invitan a una fiesta con… ¡Mick Jaguar!). Esto no detuvo a Bashki, quien luego produciría una secuela de la cinta llamada “The nine lives of Fritz the Cat”, dirigida por Robert Taylor, la que resultó un fracaso monetario y de crítica. Crumb nunca revivió al personaje, pues sentía que gran parte del espíritu que lo inspiró a crear a Fritz fue transgredido con aquella primera aparición en el cine.
Un gato ‘underground’
A juicio del periodista Fernando Samaniego, «cuando el movimiento de la nueva cultura o contracultura de los años sesenta recibe certificados de defunción, los lectores españoles pueden conocer la última aventura del gato Fritz, asesinado por su creador Robert Crumb en The peoples’s comics (1972)». Por tanto, continúa, «el retraso de cinco años juega un papel irónico. Crumb se aburre de su personaje, el más conocido del comic underground norteamericano, en el momento de su aceptación como superestrella, consumido por una sociedad que ya no se ve reflejada en sus peripecias. La última aventura coincide con la circulación de las obras de nuestros dibujantes de comic que, tras su primera mirada extasiada a los autores norteamericanos, realizan ideas y dibujos de su propio ambiente.La revista Star acaba de publicar un número especial con aventuras inéditas, en nuestro país, del célebre gato Fritz, un elemento que se pasea por todo el articulado de la, ley de Peligrosidad Social».

Otros personajes de Crumb se habían colado en varios números, dentro del delicado equilibrio entre los temas propuestos y los vigilantes de la sanidad moral. Fritz se colocó en la portada del número trece, perseguido por varios pigs-policías. En el interior, algunos momentos de la vida normal de este joven felino, universitario, sofisticado y moderno. Escenas de cama o de bosque, algo de yerba, media ,noche de orgía, contactos con anarquistas, adjetivos al sistema capitalista, atentados a la moral pública, lucha contra la represión. Todo ello con un dibujo que huye de lo artístico y un vocabulario abierto a la expresión más cotidiana. Aquellos animales no habían salido del equipo de Walt Disney. La revista aumentó lectores y Fritz fue secuestrado por la ira paterna.
Samaniego recuerda que «el comic underground de EEUU tiene su historia en humoristas pioneros como Wilson, Hayes, Shelton, Monoro, Skurski, Rodríguez Spain, Moscoso, cuyos dibujos han circulado en los últimos años, en revistas y antologías con el mismo retraso de los demás autores que se empeñaron en mostrar la realidad norteamericana».
«Robert Crumb (1943), protagonista, a veces, de sus propias historias, quiere trasladar la otra sociedad yanqui y utiliza para ello el mismo vehículo de los tebeos que ofrecen imperialismo y héroes», añade Samaniego, quien entiende que «es el tiempo de la protesta estudiantil, la defensa de los derechos civiles, la oposición a la guerra del Vietnam, la experimentación con alucinógenos, la formación de comunas, la influencia de las filosofías orientales, la música como expresión vital. La otra cultura se pone en marcha y una generación tiene vibraciones», explica Samaniego.
Los personajes de Crumb surgen del Greenwich Village o del Haight-Ashbury, sienten el asco de la gran ciudad, son los sujetos a reprimir-exterminar porque no participan del modo de vida norteamericano. Cualquiera de ellos (Mr. Natural, Joe Blow, Bo Bo Bolinski, Angelfood McSpade, Bigfbot) llevan la perturbadora idea de que hay que gozar de la vida y rechazar todas las imposiciones.
El gato Fritz, en sus inquietantes aventuras, se convirtió pronto en el más demoledor crítico de una sociedad que adquiría en los animales, su historia verdadera y sin disfraces. Lo corrosivo y lo entrañable difundieron el éxito hasta llegar al cine. En 1972, Krantz y Bashki realizan una película de dibujos animados. Poco después, el superstar Fritz, instalado en Hollywood en la antigua mansión del perro Pluto, hace declaraciones de divo: «Creo que esos chicos tienen razón en algunas cosas de las que dicen. Algunas de sus quejas sobre nuestra sociedad son auténticas. Claro que, buena parte de lo que llaman contracultura es pura falta de madurez.» Viejo y cínico, bajo el peso de la popularidad, desprecia a sus antiguas amantes. Andrea, la avestruz, le clava un picahielo. Así termina Fritz. En 1959, Crumb repartía su primera aventura por los barrios de San Francisco.
Píldoras psicodélicas en el verano del amor

El verano de 1967 llevó a San Francisco mucho más que sol y días de playa y convirtió a esta ciudad californiana en un lugar para la utopía, los deseos de paz, la liberación sexual, la experimentación con las drogas y la revolución musical surcando las aguas de la psicodelia.
El «Verano del Amor», uno de los grandes hitos del movimiento hippie y la contracultura de los años 60, reunió en el barrio de Haight-Ashbury a unas 100.000 personas que sacudieron las convenciones sociales de Estados Unidos y abrieron una alternativa vital para una juventud que miraba con desconfianza a sus mayores.
San Francisco nunca olvida el «Verano del Amor». «Queríamos un cambio: de la guerra, de las ideas rígidas sobre lo que debería hacer cada sexo, de por qué la gente negra tenía que estar ahí y la blanca aquí. ¡No! ¿Por qué no podemos intentarlo y hacer que funcione?», cuenta Grace Slick, la emblemática cantante de Jefferson Airplane, en el documental «The Sixties», de CNN.
Aunque el movimiento hippie había surgido a mitad de la década, el «Verano del Amor» en San Francisco y el festival de música de Monterrey en junio trasladaron la atención mediática hacia unos jóvenes que criticaban la guerra de Vietnam y se declaraban en rebeldía ante el materialismo, la autoridad o el conformismo.
A cambio, los hippies apostaban por la creatividad y la esperanza en un mundo mejor, defendían la paz y la solidaridad, creían en la liberación del alma y en la espiritualidad y, en general, rechazaban cualquier convención social o camino marcado hacia el clásico «estilo de vida estadounidense».
«¡Nuestras sonrisas son nuestras banderas políticas y nuestra desnudez es nuestra pancarta!», proclamaba el activista Jerry Rubin, tal y como lo recoge el libro «Hippie» (2004), de Barry Miles.
San Francisco ofrecía bastantes alicientes a los artistas, vagabundos, inconformistas, buscavidas y bohemios que acudieron en masa a Haight-Ashbury en 1967 seducidos por las promesas que cantaba Scott McKenzie en «San Francisco (Be Sure to Wear Flowers in Your Hair)».
Se trataba de una ciudad compacta en comparación con la enormidad de Nueva York y Los Ángeles; los alquileres eran baratos y las grandes casas victorianas eran ideales para la vida comunal; y también era conocida por cierta tolerancia racial, por ser el refugio de la generación beat y por el activismo político en torno a la universidad de Berkeley.
Durante ese verano de ilusión, Haight-Ashbury se convirtió en un carnaval multicolor de flores y ropas estrafalarias, de conciertos de rock en la calle, de sesiones de meditación colectiva, de orgías y aventuras sexuales y de experimentación con el LSD en busca de nuevos horizontes místicos.
Pero no todo era idílico y a la represión policial, el aumento de la violencia en las calles y la progresiva entrada de las drogas duras se unió el desconcierto de las autoridades sobre cómo reaccionar ante ese fenómeno bajo el que asomaba la sombra de un conflicto intergeneracional.
«No hay nada inteligente, adulto o sofisticado en colocarse con LSD. Solo se están comportando como completos tontos», señaló en una entrevista televisiva el entonces gobernador de California y futuro presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan.
«Nos gustaría ser capaces de vivir una vida despejada, una vida simple, una buena vida, y pensar en que la raza humana al completo dé un paso o varios pasos hacia adelante», señalaba, por su parte, Jerry García, el líder del grupo Grateful Dead, en el documental «Long Strange Trip» (2017).
Junto a bandas como Jefferson Airplane o Country Joe and The Fish, Grateful Dead dieron forma a una escena musical rompedora y excitante que, bajo el paraguas de la psicodelia, se adentraba en larguísimas «jams» e incursionaba hacia el lado más desconocido del rock.
San Francisco también supo atraer a talento de otros lugares, como la inigualable Janis Joplin, y, aunque la mayoría de artistas de la psicodelia eran blancos, al calor del movimiento hippie también surgieron la estrella negra Sly Stone o el visionario latino Carlos Santana.
Sin embargo, el «Verano del Amor» murió por su fama y terminó por convertirse, con el paso de los meses, en una atracción turística por el exceso de gente que acudía y por la exposición ante los medios.
El 6 de octubre, activistas de Haight-Ashbury oficiaron un funeral simbólico por la muerte del movimiento hippie, que dirigió sus pasos hacia el campo y la vida alejada de la ciudad pero que aún no había dicho, ni mucho menos, su última palabra: el macrofestival de Woodstock en la costa Este sorprendería al mundo en 1969.
Creación al límite, vida en la cuerda floja

El estadounidense Dennis Hopper se zambulló sin recato en todos los excesos que se encontró, en los cinematográficos también. En su vida hubo droga, alcohol y cinco matrimonios; el segundo de los cuales duró solo ocho días.
Pero además de un anecdotario infinito, su biografía custodia actuaciones en más de 130 películas de toda índole y un título para la historia, “Easy Rider”, que estrenó en 1969 y convirtió en un emblema de la contracultura de los sesenta.
Hopper (Kansas, 1936) fue un “creador compulsivo” que llevó su vida al límite, y tuvo tiempo para firmar pinturas, esculturas, objetos y, sobre todo, fotografías. A la postre, pasó a la historia como un estandarte libertario con melodía hippie y olor a hierba.
En sus días más salvajes, Hopper consumía 3 gramos diarios de cocaína y se divertía incluso saltando por los aires borracho en una silla forrada de dinamita. Lo llamaba “la silla del suicidio ruso”.
Su círculo social fue creciendo en su década más próspera, con amistades como las de Paul Newman, Peter y Jane Fonda, Tina Tuner o Andy Warhol.
“Hacía fotos porque esperaba rodar un día una película”, comentaría el artista sobre sus instantáneas en blanco y negro, con luz natural y marco rasgado.
Una de ellas, firmada en 1966, muestra a Peter Fonda poco antes de que ambos se embarcaran en el rodaje de “Easy Rider”, una “road movie” en la que dos motoristas (Hopper y Fonda) recorren el suroeste de Estados Unidos rumbo al carnaval de Nueva Orleans, traficando con cocaína.
En alta estima
Hijo de un metodista practicante, Hopper llegó a la interpretación a los 18 años a través de Shakespeare y su tercer papel fue como secundario en “Rebelde sin Causa” (1955).
“Creía que era el mejor joven actor del mundo. Entonces conocí a James Dean”, diría después Hopper, que también compartió reparto con Clint Eastwood, John Wayne, Elizabeth Taylor, Kirk Douglas… hasta que llegó “Easy Rider”.
Pionera del cine independiente, Hopper y Fonda querían filmar una travesía en Harley-Davidson por la América profunda; un retrato de paisajes y personajes, de frescura y libertad al margen de la industria de Hollywood.
Dejaron para la posteridad un film de culto con una banda sonora memorable, coronada con la célebre “Born to be Wild” interpretada por Steppenwolf.
Agonizar de éxito
Pero “Easy Rider” casi mata de éxito a Hopper. Dos años después dirigió “The Last Movie”, el delirante retrato de la espiral de violencia que se apodera de un pueblo de Perú tras servir como escenario para el rodaje de un “western”.
Fue una cinta intimista y del aprecio de muy pocos (con la notable excepción del Festival de Venecia) que se filmó en ocho semanas de 1971 en uno de los grandes países productores de cocaína del mundo. El propio Hopper describió la experiencia como una “larga orgía de sexo y droga”.
Al regresar a Los Ángeles, Hopper cambió cinco veces de taxi para ir del aeropuerto a su casa. Al llegar, disparó contra un cuadro de Warhol de Mao Zedong porque creyó tener en casa al comunista chino en carne y hueso.
Delirios
Tras ese episodio desapareció en México, donde un parte policial le sitúa correteando desnudo por las calles, convencido de que había estallado la Tercera Guerra Mundial.
De aquel período de declive en el que aceptaba casi cualquier papel que le pagara sus vicios, a menudo roles de locos y psicópatas, se salva su rol de fotógrafo desequilibrado en “Apocalypse Now” y poco más.
Fueron los años perdidos, entre los setenta y los ochenta, de un Dennis Hopper diluido entre ácido, alcohol y coca. Cerró ese capítulo de su vida con ayuda psiquiátrica y curas de desintoxicación y en 1986 relanzó su carrera con “Blue Velvet”, de David Lynch.
Recuperó la cámara de fotos, los pinceles y siguió rodando películas tres décadas más, al tiempo que construía una colección de arte en la que se cuenta una de las copias de “Cambell Soup” de Warhol, por la que pagó 75 millones de dólares.
“No tienen miedo de ti. Tienen miedo de lo que representas para ellos (…). Lo que representas para ellos es libertad”, le lanzaba Jack Nicholson a un Hopper desmelenado en aquella oda a los sesenta que fue “Easy Rider”.