cronica de guerra

Valle-Inclán en las trincheras

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Valle se inspiró en su experiencia real en la Gran Guerra para escribir una obra a medio camino entrea la crónica periodística y la poesía en prosa
Valle se inspiró en su experiencia real en la Gran Guerra para escribir una obra a medio camino entre la crónica periodística y la poesía en prosa

Cuando el tipo manco y barbado bordeó la trinchera, la infantería gala le tomó por un alto mando. Era mayo de 1916 y Ramón María del Valle-Inclán narraba la contienda para «El Imparcial», una inesperada antología de crónicas que la editorial Gallimard rescata en el primer centenario de la Gran Guerra.

Porque Valle, pese a lo poco o nada que se recuerde, fue corresponsal en el frente de Alsacia y lo fue según esa manera suya, entre misticismo y crudeza, que, en opinión del coordinador de la traducción e hispanista François Géal, avanza el tono de su obra posterior. Y -quién sabe- de las obras de otros.

«Es el estilo inimitable de Valle, un tratamiento literario muy particular donde se esfuman las fronteras entre relato, teatro y poesía», argumenta Géal, autor además de un esclarecedor prefacio al texto.

Como Ortega y Gasset o Gregorio Marañón, el dramaturgo era aliadófilo con todo lo que ello significaba en el paisaje intelectual ibérico de la época, sembrado de manifiestos a un lado y al otro de esa «neutralidad forzosa», sostuvo Azaña, que exigían las carencias del país.

Y Valle impactó a la tropa. Géal cita los elogios de un tal capitán Roberts, admirado ante la entereza de un dramaturgo fiel a su mítica personal al que le gustaba recordar cómo, en el curso de la operación que le amputó el brazo, reclamó un habano para engañar el dolor.

A finales de 1916 y bajo el título de «Un día de guerra (Visión Estelar)», el suplemento literario «Los Lunes de el Imparcial» publicaba las crónicas en dos remesas -«La media noche» y «En la luz del día»- para facilitar las cosas al lector de una España que, bajo el reinado de Alfonso XIII, aún rumiaba el desastre colonial.

Si bien la primera terminaría por encuadernarse en 1917, la segunda tuvo peor destino y permaneció en la sombra durante cinco décadas hasta que, en los años setenta, la editorial Aguilar la recuperó en una reedición de las obras completas del genio gallego.

Ahora, en plena explosión impresa del conflicto, Gallimard publica «Un jour de guerre vu des étoiles» («Un día de guerra visto desde las estrellas»), una esmerada edición bilingüe cuyo título alude a esa «visión estelar» que, tras sobrevolar el frente en plena noche, impresionó al cronista. «Fue una revelación», diría después.

Luego se contó -Géal cita a un testigo de la particular epifanía- que Valle, entonces recién nombrado profesor de Estética en Madrid, aprovechó el vuelo sobre las líneas alemanas para arrojar un puñado de cartas de visita con su nombre. La anécdota genera dudas aunque el personaje, advierte el hispanista, no invite a desecharla.

Pero la visión estelar era, antes de nada, un recurso narrativo: un punto de vista omnisciente, múltiple, que pretendía condensar «los varios y diversos lances de un día de guerra en Francia», según reconocía Valle en el prólogo a la edición de 1917.

Era 1916 o, lo que es lo mismo, Joyce no empezaría a publicar su monumental «Ulises» hasta cuatro años después, y también es antes del «Manhattan Transfer» de Dos Passos, obras que aspiraban a narrar los entresijos de una sola jornada.

Así que aquel Valle de «capote, boina y polainas», como le describió su confidente Corpus Barga, se adelantó, según Géal, a cierta modernidad por mucho que «fracasase en el empeño» -o eso llegó a decir el escritor-, pues el resultado apenas rebasaba un «balbuceo del ideal soñado».

De la marinería a una aldea «destripada» o al tedio mortal de la trinchera, la mirada del cronista asombra cuando evita el «ritmo del cañoneo» para detenerse en las pupilas de un campesino, «llenas del amor por las cosas», o en ese tren que «derrama su cabellera de chispas en la cerrazón de la noche».

Valle describe una «negra llanura» donde los hombres, «asomados a las troneras, contemplan el incendio de las granadas»; o donde un perro de lanas sostiene entre los dientes el brazo de un cuerpo que se hunde: «Se ve la mano lívida. El perro nada hacia la luz».

Son imágenes de la «dimensión vanguardista» del autor, señala Géal, quien sugiere en su prólogo que la crónica debe ser leída como el laboratorio de una obra que ya anunciaba «Luces de Bohemia», publicada en 1920, mientras prefiguraba los mimbres del esperpento.

Y aunque, como ironiza el hispanista, siempre lloviese en la Alsacia de Valle -era verano-, las imprecisiones y licencias continúan revelando un narrador «capaz de alcanzar otra verdad: a menudo más profunda que la suministrada por los hechos probados».