depresion
De la luz al pozo y viceversa

Helios Edgardo Quintas sufrió una profunda depresión y ha escrito un libro, “Momentos de lucidez. Cómo superé mi depresión”, para ayudar a los que la padecen revelando cómo logró salir del pozo y advertir de que “las posibilidades de contraerla son muy grandes y nadie está libre de padecerla”.
La depresión es una enfermedad que afecta, según la Sociedad Española de Psiquiatría, a entre el 8 % y el 15 % de la población mundial a lo largo de su vida y la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que en 2030 será la segunda causa de discapacidad.
Quintas, de 55 años, originario de Argentina y vecino de Cornellà (Barcelona) desde hace 12 años, ha explicado que en 2010 le diagnosticaron una depresión “que casi acabó” con su vida y que uno de los objetivos de escribir el libro es “ayudar a visibilizar la dolencia”.
En “Momentos de lucidez”, Quintas se desnuda emocionalmente y explica con detalles muy personales el proceso por el que pasó durante su depresión al tiempo que enumera distintos síntomas a través de los cuales la enfermedad puede manifestarse, para que los afectados y los que están a su alrededor puedan “comprenderla” y “pasen a la acción”.
Quintas explica lo que supuso el libro: “Un camino para poder ayudar a mucha gente que lo está pasando mal; cuando sufrí la enfermedad hubiera querido tener un libro así”, subraya.
El autor asegura que, aunque “hay cantidad de detalles cotidianos y síntomas descritos en los libros escritos por profesionales, nunca tratan el tema desde el punto de vista de la vivencia”, por lo que decidió escribir “Momentos de lucidez”.
Confiesa que el libro nace de unos primeros borradores redactados durante su tratamiento que le ayudaron a estudiar y a profundizar en el “por qué estaba enfermo”.
Pensamientos negativos
En su libro, el autor describe que cayó en la depresión con “un machaque de pensamientos negativos”, que sentía miedo de ser “un farsante” y que postergaba todo, además de padecer una “ira descontrolada” y enfadarse “por todo”.
“Hacía autocrítica maligna y no escuchaba opiniones”, confiesa Quintas, que sintió “soledad”, “sensación de peligro económico” y sufrió “indecisiones permanentes” con “una amargura constante, miedo y sensación de túnel y de desesperación”.
La pérdida de humor le llevó a estar mal con su familia y amigos, tenía insomnio, ardores estomacales, pérdida de memoria y concentración, le tiritaba la mandíbula, llamar por teléfono se le hacía una montaña, en la ducha le asaltaban los pensamientos negativos y llegó a perder su “plan de vida” para pensar en el suicidio.
Diagnóstico, terapia y tratamiento y hacer frente a su jefe para plantearle la idea de que tenía que dejar de trabajar un tiempo, para tratarse de la depresión fue “una de las pruebas más difíciles” que realizó en su vida, rememora.
“Fue muy duro reconocer que tenía que tomar medicación” para suplementar la terapia conductual que seguía, y que le ayudó a tener una nueva relación consigo mismo y con su entorno, ha recordado.
Desconocimiento de la depresión
Quintas cree que en la sociedad española hay “mucho desconocimiento” sobre la depresión ya que no toda la información se ha transmitido a los posibles afectados, “lo que contribuye a que los pacientes crean que es por su culpa”.
“La depresión ataca a todo el mundo. Es importante ver todas las situaciones de otra forma y es muy importante el apoyo de los profesionales, pero también de la familia y una participación activa por parte del afectado”, sentencia Quintas.
Agradece la labor de los médicos de cabecera, pero reprocha que “tendrían que estar mucho más preparados para detectar” y derivar a los pacientes a los especialistas que van a iniciar el tratamiento o poder “disponer de otras herramientas para la detección” de la depresión.
A un chasquido neuronal de la depresión

Para que aparezcan problemas de comportamiento, como ansiedad, agresividad, esquizofrenia o depresión, no hace falta que se produzca «una catástrofe» en el cerebro, sino un ligero desequilibrio entre neurotransmisores, moléculas que permiten el intercambio de información entre neuronas.
Esta es una de las conclusiones de un trabajo realizado en ratones, en el que sus autores, liderados por científicos del Instituto de Neurociencias de Alicante, constatan que detrás de este «desbalance» en el circuito neuronal está el gen Grik4, en concreto un exceso de dosis del mismo.
Para mantener una función cerebral adecuada es necesaria una buena regulación del equilibrio entre la transmisión sináptica -comunicación entre las neuronas- excitatoria e inhibitoria, lo que sería el equivalente al «acelerador y el freno», respectivamente, del sistema nervioso, recuerda el instituto alicantino en una nota.
Esto se logra con la liberación de las dosis adecuadas de sustancias químicas o neurotransmisores de uno u otro tipo -entre ellos, serotonina, dopamina, endorfinas, adrenalina, GABA o glutamato-.
Equilibrio roto
¿Qué pasa cuándo las dosis de alguno de estos neurotransmisores no son las adecuadas? Que el equilibrio en el circuito se rompe y aparecen patologías como la ansiedad, depresión, esquizofrenia, trastorno bipolar o autismo, explica el investigador Juan Lerma, director del grupo de Fisiología Sináptica del Instituto de Neurociencias -centro del CSIC y la Universidad Miguel Hernández-.
En este trabajo se constata que la sobreexpresión del gen Grik4 afecta a la comunicación neuronal. «Hemos encontrado en la amígdala cerebral -vinculada a la agresividad, emociones, depresión o ansiedad- que la simple sobreexpresión de ese gen en las neuronas que componen el circuito produce un cambio en la eficacia de la comunicación entre esas neuronas», explica Lerma, quien detalla que se trata de una modificación ligera, no dramática, pero suficiente para que aparezcan problemas de comportamiento, «lo que llama la atención».
En concreto, el gen Grik4 es esencial para regular receptores del neurotransmisor excitatorio glutamato -relacionado con la información sensorial, motora y emocional, la memoria, etc-.
Esta investigación apunta que las alteraciones del comportamiento que caracterizan a las patologías como ansiedad, depresión, esquizofrenia, trastorno bipolar o autismo, pueden tener un mecanismo común: un exceso en la tasa de liberación del principal neurotransmisor excitatorio del sistema nervioso central, el glutamato.
Amígdala cerebral
Y las manifestaciones que caracterizan a cada una de ellas dependerían del área del cerebro afectada por ese desequilibrio, en este caso la amígdala cerebral. «Hemos reproducido en modelos de ratón la duplicación de un fragmento del cromosoma 11, que contiene el gen Grik4, que se sabe ocurre en el autismo, y hemos visto que tiene un efecto en el comportamiento de los ratones semejante al que ocurre en humanos», aclara Lerma.
Los roedores portadores de esta duplicación muestran signos de depresión, ansiedad y alteraciones de la conducta social características de las personas con trastornos del espectro autista.
Aunque se trata de una investigación básica y queda mucho trabajo por delante, «nuestros resultados destacan que la actividad aberrante persistente dentro de los circuitos cerebrales puede ser la base de los comportamientos disruptivos asociados a la enfermedad mental en humanos».
Un susurro al borde del precipicio

El efecto Papageno consiste en el cambio de opinión de un potencial suicida que quiere culminar el acto. Se consigue gracias a un correcto mensaje que alienta e informa bien a la persona. Un buen manejo de la información sobre el suicidio puede tener efectos positivos en la prevención y puede llegar a conseguir que aquellos con ideas suicidas desistan de sus intenciones.
El suicidio es la principal causa de muerte externa en España, que se cobra el doble de víctimas que los accidentes de tráfico. En 2016, últimos datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística (INE), 3.569 personas murieron por suicidio frente a 1.890 personas murieron por accidente de tráfico. Una cifra que supone 80 veces más que la violencia de género y 12 veces más que por homicidio.
Según la OMS, en el mundo, se suicidan más de 800.000 personas al año. Además es la tercera causa de defunción en personas de entre 15 y 29 años. La mortalidad por suicidio es superior a la mortalidad causada por guerras y homicidios.
¿Qué es el efecto Papageno?
El “efecto Papageno” debe su nombre a un personaje de “La flauta mágica” de Mozart. Su suicidio planificado lo evitan tres espíritus infantiles que le recuerdan las alternativas a la muerte”, ilustra Gabriel González Ortiz, autor del libro “Hablemos del suicidio”.
Papageno, tras haber sido disuadido de suicidarse por tres niños, se reencuentra con su amada Papagena, con la que tendrá muchos hijos.
Andoni Anseán, presidente de la Sociedad Española de Suicidología, lo define así: “Una empatía con una persona que está en riesgo suicida, que tiene ideación o que ha realizado algún intento previamente. Lo que se consigue es en vez de rechazo o reprobación, es que haya una actitud y un sentimiento de empatía y de compasión con esa persona que sufre, para estar en disposición de ayudarla a que supere esa ideación o que no realice más intentos”.
El efecto Papageno es presentar la información de otra manera de tal modo que la persona que está en riesgo suicida recibe compasión y empatía. Y eso salva vidas. Dicho efecto, no solo se da en la persona que se va a suicidar, sino en la persona que le puede ayudar. Con información adecuada uno puede desistir de suicidarse y darse cuenta de que puede canalizar su sufrimiento con la ayuda adecuada.
“En los casos concretos, seguir las recomendaciones de la OMS que ya tienen 18 años y merecen una revisión porque estamos en los tiempos de internet, pero que todavía siguen muy vigentes para abordar cada noticia. Por ejemplo no debemos detallar el método. Hay que tener muchísimo cuidado con eso, porque puede tener incidencia en personas vulnerables”, dice el autor del libro.
Y añade: “Se consigue a través del tiempo, a través de dar información y de sensibilizar y de concienciar a las personas en general que al posible suicida no hay que hacerle reproches o estar juzgándole, sino que hay que ayudarle”.
Este efecto puede ayudar en cualquier fase previa al suicidio. Anseán afirma que sí. Y añade:”Lo que se consigue con el efecto es ayudar a la otra persona. De muchas maneras. Simplemente diciéndole que hable del problema, que hable con el médico de cabecera, que vaya al psicólogo. Con esto ya se están haciendo cosas para evitar ese suicidio. Y eso ha sido promovido por ese sentimiento de empatía”.
La chilena que perseveró: del efecto Werther al efecto Papageno
En su libro, González expone un caso paradigmático: Una niña chilena de 14 años con fibrosis quística colgó hace unos años un vídeo en Youtube en el que solicitaba a su gobierno el suicidio asistido. Esta chica reconoció que su reivindicación estaba inspirada en el caso de una mujer enferma terminal que realizó una campaña por la aplicación de la misma medida antes de terminar con su vida.
Pero la menor cambió de opinión cuando, al difundir los medios su caso, conoció a otro chico con su misma enfermedad, quien le transmitió un mensaje de esperanza y le animó a luchar contra la adversidad.
La información puede promover o puede prevenir
“Si en un periódico se lee una noticia mal enfocada, esta puede tener un efecto de imitación, el llamado efecto Werther. Si esa misma información tiene un enfoque distinto, de persona que sufre, de persona que puede necesitar ayuda, de persona de la que uno se puede compadecer, se puede estar consiguiendo un efecto Papageno”, afirma el periodista.
Ante la pregunta de si los medios lo están haciendo bien, González comenta: “Estoy viendo un cambio de tendencia. Veo que por un lado hay un tratamiento más sensacionalista que divulga todo tipo de detalles, y, por otro, cada vez con más frecuencia se empieza a abordar el fenómeno del suicidio como una problemática de salud general y cada vez está más presente en los medios”.
Existen unas orientaciones elaboradas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) que no terminan de cumplirse. A pesar de que aún son muy útiles, hace falta adaptarlas a los tiempos de internet. Según un estudio del Consejo Audiovisual de Cataluña, hoy con las redes sociales e internet, hay 1,8 millones de resultados en la red que son peligrosos para personas en riesgo suicida.
Gabriel González, opina que “ante cualquier noticia del suicidio hay que añadir cuáles son las señales de alarma ante las que hay que reaccionar, cuáles son los factores de riesgo, cómo hay que actuar, y los lugares en los que se puede pedir ayuda”.
Que los profesionales estrechen su trabajo: acercamiento al efecto
“A los periodistas les ha faltado información para llevar a cabo su función como agente de prevención. No han trabajado este tema como un problema endémico. Concienciar es una tarea de todos. Los periodistas solos no van a poder”, comenta el periodista.
Y añade: “El efecto se lograría antes y con más eficacia si los periodistas, que son los divulgadores de las noticias sobre este tema, estuvieran asesorados por psiquiatras y por los agentes que realmente conocen la prevención del suicidio. Trabajando de manera estrecha y colaborando se puede ayudar a que se consiga el efecto Papageno”.
Así se podría evitar, que las personas cercanas a un potencial suicida se conviertan en supervivientes. Según la Association of Psichology and Psichiatry for Adults & Children (APPAC), los supervivientes son aquellas personas que han perdido a un ser querido por suicidio. Se les llama así porque el nivel de estrés que viven es equivalente al que sufre alguien que ha estado en un campo de concentración o que ha vivido un conflicto.
La droga que enciende el interruptor

La droga psicodélica en los hongos mágicos puede tratar rápida y efectivamente la ansiedad y la depresión en pacientes de cáncer, un efecto que dura por meses, según demostraron dos estudios. La «terapia» funcionó para Dinah Bazer, que vivió una terrorífica alucinación que le eliminó el miedo de que su cáncer de ovarios volviera. Y para Estalyn Walcoff, quien dijo que la experiencia con la droga la llevó a iniciar un importante viaje espiritual.
El trabajo es preliminar y los expertos dicen que se debe realizar más investigación sobre los efectos de la sustancia, bautizada como «psilocibina». Pero el registro hasta ahora muestra «resultados muy impresionantes», indica el doctor Craig Blinderman, quien dirige el centro de tratamientos paliativos adultos del Centro Médico de la Universidad Columbia en Nueva York, y que no participó en los estudios.
La psilocibina viene de ciertos tipos de hongos. Es ilegal en Estados Unidos y, si su uso fuera aprobado, sería administrado por personal entrenado, según expertos. Nadie debería probarla por sí solo, lo que sería peligroso, indican los líderes de los dos estudios, Stephen Ross de la Universidad de Nueva York (NYU) y Roland Griffiths de la Universidad Johns Hopkins, ambas en EE.UU.
Las drogas psicodélicas han parecido prometedoras en el pasado para el tratamiento de molestias de pacientes de cáncer. Pero estudios sobre el uso médico de estas sustancias terminó a principios de la década de 1970 después de que se empezara a forzar el cumplimiento de la regulación, tras un amplio uso recreacional. Sólo empezó a reactivarse durante los últimos años.
Griffiths indicó que no está claro si la psilocibina funcionaría más allá de pacientes con cáncer, aunque sospecha que podría tener buenos resultados con personas que enfrentan otras condiciones terminales. También se están haciendo planes para estudiarla en depresiones que resistentes los tratamientos comunes, asegura.
Los nuevos estudios son pequeños. El proyecto de la NYU, que también incluyó psicoterapia, cubrió sólo a 29 pacientes. El de Johns Hopkins tuvo 51 casos. Bazer fue diagnosticada con cáncer de ovarios en 2010, cuando tenía 63 años. El tratamiento fue exitoso, pero se volvió ansiosa sobre una posible reaparición.
«Empecé a llenarme de terror», dijo. «La ansiedad estaba arruinando mi vida». Tomó una cápsula de psilocibina en 2012, en la compañía de dos personas entrenadas para guiarla durante las horas en que la droga afectaría su cerebro. Mientras escuchaba música en audífonos y sus ojos estaban cubiertos con un antifaz, la droga hizo su trabajo. «De repente estaba en un lugar oscuro y terrorífico, perdida en el tiempo y en el espacio», relata. «No tenía sentidos y estaba realmente asustada». Luego vio el horror de la reaparición de su cáncer como una masa negra en su abdomen le gritó furiosamente para que se fuera. «En cuanto pasó eso, el miedo se fue», comenta. «Yo quedé flotando en la música, como siendo llevada por un río». Entonces sintió un amor profundo por su familia y amigos, y el de ellos por ella. «Se sintió como si estuviese bañada en el amor de Dios. Sigo siendo atea, por si acaso, pero esa parece ser la única forma de describirlo».
Los investigadores aseguran que esas experiencias místicas parecen jugar un rol en el efecto terapéutico de la droga. Walcoff, una psicoterapeuta de 69 años, también entró al estudio por la ansiedad de la reaparición de un cáncer, en su caso un linfoma. La psilociba «me abrió a perseguir la meditación y la búsqueda espiritual», declara, y como resultado de eso «me he vuelto segura y convencida de que esa parte de mi vida se terminó y no va a volver».
En ambos estudios el tratamiento tuvo más efectos en la ansiedad y depresión que un placebo. Por ejemplo, el día después del tratamiento, cerca del 80% de los pacientes tratados por la NYU no calificaba como «clínicamente ansiosos o deprimidos» en base a mediciones estándar. Eso se compara a un 30% en el grupo que usó un placebo. Esa es una respuesta notablemente rápida, notaron los expertos, y duró por las siete semanas de comparación.
Los estudios tomaron distintos métodos para formular un placebo. En la NYU los pacientes recibieron niacina, que imita algunos efectos de la psilocibina. En Johns Hopkins, el placebo era una dosis muy pequeña de la misma psilocibina. Los investigadores de ambos trabajos eventualmente le dieron tratamientos completos de psilocibina a los grupos placebo y siguieron a todos los pacientes por alrededor de seis meses. Los efectos beneficiales parecían persistir durante ese periodo. Pero la evidencia de esto es menor que en el corto plazo, porque ya no había un grupo placebo para comparar.
En ningún caso se notaron efectos secundarios. William Breibart, jefe del servicio de psiquiatría del Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York y quien no participó en los estudios, explica que estos presentan avances respecto a la investigación anterior, pero que todavía hay deficiencias que le impiden sacar conclusiones.
Trabajo dignificante… y deprimente

El auge de la globalización y de la economía 24/7 está demandando que las personas trabajen largas jornadas y fines de semana. Un estudio observacional llevado a cabo por universidades londinenses ha encontrado que estas condiciones laborales contribuyen a empeorar la salud mental en general, pero sobre todo la de las mujeres.
Según los datos que manejan los autores, esta tendencia de trabajo que denominan ‘antisocial’ se está expandiendo en todo el mundo. “En los países de Asia oriental ha aumentado el riesgo de muerte por exceso de trabajo. En Reino Unido, el estrés laboral se traduce en días de trabajo perdidos cada año. Y en el ámbito de la UE, casi una cuarta parte de la gente trabaja la mayoría de los sábados y una tercera parte, al menos un domingo al mes.
Estudios previos habían encontrado una relación entre estas fórmulas laborales y la depresión, pero la mayoría se habían centrado en hombres y en ciertos tipos de trabajo. La investigación actual, cuyos resultados se han publicado en la revista Journal of Epidemiology& Community Health, tiene por objetivo indagar cómo afectan este tipo de jornadas tanto a hombres como a mujeres.
Para averiguarlo, el equipo se basó en datos de un estudio longitudinal llamado Understanding Society (UKHLS), que ha estado haciendo un seguimiento de la salud y el bienestar de una muestra representativa de 40.000 hogares en todo Reino Unido desde 2009.
Mayor riesgo en fin de semana
Los investigadores se centraron en los datos de 11.215 hombres y 12.188 mujeres de la segunda ola del UKHLS, entre 2010 y 2012, que incluía información sobre el empleo. Tuvieron en cuenta la edad, los ingresos, la salud y las características del trabajo.
Las diferencias por género son evidentes: las mujeres que trabajan unas 55 horas semanales tienen un 7,3 % más síntomas de depresión que las que tienen una semana laboral estándar de 35 a 40 horas. Sin embargo, entre los hombres no hubo diferencias en el número de síntomas depresivos en función de las horas semanales trabajadas.
El estudio ha constatado diferencias de género en cuanto a los patrones laborales. Por ejemplo, los hombres trabajan más horas en empleos remunerados que las mujeres. Casi la mitad de los hombres, frente a menos de una de cada cuatro mujeres, sobrepasa el horario estándar.
Además, el estudio subraya que trabajar en fin de semana se relaciona con un mayor riesgo de depresión en ambos sexos, aunque es mayor en las mujeres.
“Este es un estudio observacional, por lo que, aunque no podemos establecer las causas exactas, sí sabemos que muchas mujeres se enfrentan a una doble carga porque asumen una mayor proporción de tareas domésticas que los hombres, lo que conduce a un total de horas extensivo, presiones de tiempo adicionales y responsabilidades abrumadoras”, destaca Gill Weston, investigadora del Instituto de Epidemiología y Atención de la Salud de la University College London y autora principal del trabajo.
“Si se tienen en cuenta estas tareas domésticas no remuneradas y el cuidado de otras personas, las mujeres trabajan más tiempo que los hombres, en promedio, lo que se ha relacionado en investigaciones anteriores con una salud física más deficiente”, agrega.
Vida laboral y maternidad
También se pone en evidencia que tener hijos afecta a la vida laboral de hombres y mujeres de diferente maneras. Los padres con hijos trabajan más horas que los que no los tienen. En cambio, casi la mitad de las madres del estudio trabajan a tiempo parcial, en comparación con solo uno de cada siete (15 %) hombres.
“También encontramos que los trabajadores con más síntomas de depresión son los de más edad, con ingresos más bajos, fumadores y con actividades físicamente exigentes –dice Weston–. Y esto se puede aplicar tanto a hombres como a mujeres”.
“Esperamos que nuestros hallazgos animen a los empleadores y a los responsables políticos a pensar en cómo reducir las cargas y aumentar el apoyo a las mujeres que trabajan muchas horas o de forma irregular, sin restringir su capacidad de trabajar cuando lo deseen”.
En su opinión, “unas prácticas de trabajo más justas podrían beneficiar tanto a los trabajadores como a los empleadores de ambos sexos”.
Películas que mitigan la angustia vital

El cine, además de evasión, reflexión y recreo artístico, puede ayudar a tener una vida mejor, o al menos así lo defiende el escritor y periodista especializado en psicología Francesc Miralles en su libro «Cineterapia», donde a través de 35 películas da las claves de una existencia más satisfactoria.
Con las tarifas que manejan las consultas de psicología, merece la pena intentar esta «Cineterapia», que edita Oniro del Grupo Planeta, y que solo con películas puede aplacar algunos de los males más corrientes del hombre contemporáneo, como la violencia, a través de «A Clockwork Orange», de Stanley Kubrick, o los conflictos de fe con «The Seven Seal», de Ingmar Bergman.
«Dersu Uzala o el cine de Eric Rohmer funcionaban en un tiempo en el que los espectadores tenían más paciencia y ahora pueden estar bien como efecto relajante. Cuando lo que hay es apatía, depresión, estados melancólicos, a lo mejor necesitas una películas más cañera como Trainspotting», asegura Miralles.
«Cineterapia» está lleno no solo de consejos prácticos para la vida, sino de anécdotas cinéfilas jugosas que entretienen por este recorrido entre el celuloide y los estados de ánimo más reconocibles.
Está usted intentando superar un desencanto amoroso? Miralles recita «Eternal Sunshine of the Spotless Mind», de Michel Gondry. «Analiza muy bien por qué pequeños detalles empieza a naufragar una pareja, esa fragmentación de los recuerdos. Plasma perfectamente lo que es un naufragio sentimental, por qué por mucho que se quieran dos personas y lo intenten, a veces pueden más los roces del día a día», explica.
En esta primera sesión, Miralles ya demuestra que lo suyo no es exactamente la autoayuda, sino que asume como innata la insatisfacción. «El ser humano es un animal que necesita el conflicto permanente, cuando no lo tiene fuera lo tiene dentro. La insatisfacción forma parte de nuestra estructura mental y es la que nos ha hecho diferenciarnos de los otros animales», asegura.
Si es usted de los que se quedan paralizados por el miedo, seguramente no ha visto con los ojos de Miralles un clásico popular como «Alien».
«El monstruo que tiene en vilo la película apenas se ve unos segundos y eso es muy significativo de cómo suceden las fobias: ni las vemos ni probablemente van a suceder. Ridley Scott captó muy bien la mecánica del miedo», razona.
Un mal tan cotidiano como el estrés o la saturación de estímulos externos pueden encontrar bálsamo en el cine oriental, en concreto en la cinta coreana «3-Iron», de Kim Ki-duk.
«Alguien que está estresado, que sufra la intoxicación de Twitter, Facebook, teléfonos y ordenadores, se encuentra con una historia muy sencilla y muy poética sin palabras. Una película que te descarga», asegura.
Y así, también analiza los mandamientos de la Iglesia Jedi de «Star Wars», la fuerza del tesón a través de «The Straight Story», de David Lynch, el elogio al diferente en «Freaks», de Tod Browning, o los vínculos familiares a través de «The Godfather», de Francis Ford Coppola.
«Las películas normalmente son analizadas por expertos en cine según sus aspectos técnicos. Hablan de la trayectoria del director, los actores, la fotografía, pero pocas veces se centran los artículos en lo que es la psicología que hay detrás de cada película que, en un nivel básico, se puede aplicar a la vida diaria».
Y, sobre todo, recuerda cómo «el cine es mucho más absorbente que la novela. Una persona que padezca una depresión importante va a ser difícil que se concentre en una novela. Exige del lector un esfuerzo de atención e imaginación, pero cuando te encierras a oscuras en una sala de cine sabes que te apartas de tu mundo», concluye.
La máquina que electrocuta recuerdos

Un equipo internacional de investigadores ha constatado en humanos que los recuerdos se pueden borrar de manera selectiva mediante la terapia electroconvulsiva (TEC), aplicada poco después de que los citados recuerdos sean evocados.
Esta es la principal conclusión de un trabajo liderado por Marijn Kroes (Holanda). En él participaron, entre otros, el británico Bryan Strange, director del laboratorio de Neurociencia Clínica, en el Centro de Tecnología Biomédica (Universidad Politécnica de Madrid), y Guillén Fernández, director del Donders Centre for Neuroscience, Holanda.
El experimento se realizó en Holanda con 39 pacientes diagnosticados con depresión y a los que ya se les aplicaba la TEC.
Los investigadores les hicieron aprender dos historias con contenido emocional −una de una atraco y otra de un accidente−, una semana antes de que les fuera aplicada la terapia electroconvulsiva. El aprendizaje de estas historias fue a través de la combinación de diapositivas y una narración, explica Strange.
Llegado el momento de la TEC en el quirófano, los investigadores mostraron a un grupo de pacientes la primera diapositiva, en parte oculta, de una de las historias, justo antes de que recibieran las corrientes del citado tratamiento. El objetivo, evocar sus recuerdos sobre esa historia desagradable que se habían aprendido.
Veinticuatro horas después, los investigadores preguntaron a los pacientes que recordaran ambas historias y constataron que aquellos que recibieron electroconvulsiones presentaron una pérdida de memoria al intentar recordar la historia reactivada antes de la TEC.
«Este experimento demuestra que se pueden disminuir los recuerdos selectivamente», según Strange, y confirma que existe un proceso de reconsolidación de la memoria.
Fases de la memoria
Y es que históricamente la neurociencia ha hablado de tres fases en la memoria: codificación, consolidación y proceso de recuerdo, pero desde hace unos años se ha unido una cuarta, la de reconsolidación.
La primera es el momento del aprendizaje, la segunda es cuando lo aprendido se consolida y la tercera lo que logramos recordar. La cuarta fase, la de reconsolidación, se da cuando un recuerdo ya consolidado es evocado −por ejemplo, un paisaje o un olor nos puede evocar un recuerdo determinado−, y es aquí cuando se abre un período de labilidad o fragilidad en el cual la memoria puede ser modificada por un factor externo, como en este experimento.
Este estudio, según Strange, ahonda en el conocimiento sobre cómo se pueden modificar los recuerdos en el cerebro y podría ayudar a pacientes, por ejemplo, con trastorno de estrés postraumático.
La conexión genética de los males de la mente

Los diferentes trastornos psiquiátricos comparten un gran número de genes de susceptibilidad, mientras que en las patologías neurológicas no psiquiátricas —como el alzhéimer o el párkinson— la genética es mucho más específica.
En la nueva investigación —la más extensa y ambiciosa sobre factores genéticos compartidos en patologías del cerebro— participan Bru Cormand y Raquel Rabionet, del Instituto de Biomedicina de la Universidad de Barcelona (IBUB), el Centro de investigación Biomédica en Red de Enfermedades Raras (CIBERER) y el Instituto de Investigación Sant Joan de Déu (IRSJD), entre más de quinientos expertos de países de todo el mundo.
El trabajo recopila datos sobre millones de variantes genéticas comunes en más de 800.000 personas —entre pacientes y voluntarios sanos— que podrían ser factores de riesgo en 25 trastornos neurológicos y psiquiátricos (esquizofrenia, autismo, trastorno bipolar, depresión severa, TDAH, migraña, alzhéimer, etc.).
Además, abre nuevas fronteras a la investigación sobre las patologías que afectan al cerebro. Por primera vez, se perfila la base genética compartida entre trastornos psiquiátricos y enfermedades neurológicas no psiquiátricas (alzhéimer, párkinson, migraña, etc.), y amplía el foco de interés a rasgos de personalidad que no se consideran trastornos clínicos (inestabilidad emocional, por ejemplo) y a parámetros cognitivos (como el rendimiento escolar).
Los expertos se han centrado en el análisis de variantes genéticas que son frecuentes en la población general —presentes en más del 1% de los individuos—, pero que pueden dar lugar a patologías psiquiátricas o neurológicas en determinadas combinaciones. Las variantes estudiadas son las que afectan a cambios en un único nucleótido del ADN (SNP), que es el más abundante en el genoma humano.
Tal como explica Bru Cormand, “este trabajo nos ayuda a determinar el peso que tienen las variantes genéticas frecuentes en la etiología de las enfermedades del cerebro: es decir, a caracterizar la arquitectura genética de estos trastornos y separar la base genética compartida de las especificidades de cada trastorno”.
Genes y rasgos de la personalidad, a examen
El estudio confirma una fuerte correlación genética entre esquizofrenia, autismo, trastorno bipolar, depresión severa y trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH). Ahora bien, desvela igualmente que no existe un solapamiento importante entre los factores de riesgo genético de los trastornos psiquiátricos y los de las demás patologías neurológicas.
“Algunos trastornos neurológicos —apunta Cormand— como la epilepsia, el ictus, la esclerosis múltiple, el párkinson o el alzhéimer, tienen bases genéticas muy diferenciadas entre sí y también respecto a los trastornos psiquiátricos. La única excepción es la migraña, un trastorno neurológico que comparte genética con varios trastornos psiquiátricos (por ejemplo, el TDAH, la depresión severa o el síndrome de Tourette)”.
Otro de los elementos más innovadores es la correlación genética establecida entre algunos rasgos de la personalidad —como el neuroticismo, es decir, la inestabilidad emocional— con la mayoría de trastornos psiquiátricos y la migraña. En paralelo, también se han analizado distintas medidas cognitivas tomadas durante la infancia, “por ejemplo, los años de educación recibidos o el rendimiento escolar, que se relacionan positivamente con algunos trastornos psiquiátricos, como el trastorno bipolar o la anorexia, y negativamente con algunos trastornos neurológicos, como el alzhéimer o el ictus”, revela Raquel Rabionet.
Los genotipos se han generado mediante plataformas de análisis genético a gran escala —estudios de asociación del genoma completo (GWAS)— disponibles en España y muchos de los países implicados. “Los datos de partida son millones de genotipos de cientos de miles de individuos”, recuerda Cormand.
“En este tipo de trabajos tan integradores, la principal dificultad radica en la armonización de los datos, en generar un conjunto de datos homogéneo que facilite los análisis posteriores. Por lo tanto es esencial aplicar controles de calidad muy rigurosos”.
Trastorno psiquiátrico y neurológico: una frontera delicada
Durante años, la clasificación de las patologías psiquiátricas no siempre se ha basado en las causas reales de cada enfermedad, a causa del gran desconocimiento sobre la etiología de estos trastornos. Conocer los genes concretos que están implicados en una patología es un avance para mejorar la clasificación (nosología), el diagnóstico y las estrategias terapéuticas frente a la enfermedad.
Hace tiempo que los estudios de gemelos y familiares han permitido determinar que los trastornos psiquiátricos tienen una base genética importante, a menudo superior al 50%. Ahora, gracias a los datos genéticos masivos, es posible identificar genes concretos implicados en estas patologías —el paisaje genético— y abordar la cuantificación del riesgo genético a partir de datos moleculares. Además, la tecnología aplicada permite hacer comparaciones entre trastornos, como es el caso del trabajo publicado en Science.
Encontrar coincidencias genéticas entre diferentes trastornos psiquiátricos indica que, muy probablemente, las fronteras clínicas actuales no reflejan procesos fisiopatológicos diferenciados, al menos a nivel genético. “Esto puede tener un impacto en cuanto a tratamiento, pero aún es pronto para saber cómo podrá incidir todo ello en la práctica, en la elección de terapias. Sin embargo, sí podemos emplear los nuevos datos para clasificar los trastornos en nuevos compartimentos basados en la biología subyacente, lo que es probable que nos ayude a diseñar terapias más específicas y adecuadas”, apuntan Cormand y Rabionet.
“De momento —concluyen—, quizá sería preciso adecuar las clasificaciones diagnósticas actuales en el ámbito de la psiquiatría. Esto no sería necesario en los trastornos neurológicos; en este caso, las fronteras son mucho más claras, tanto entre los diferentes cuadros como respecto a los trastornos psiquiátricos”.
Una cura psicoactiva para la depresión

Era 2010 y la revista Science ya describía cómo la ketamina –anestésico de uso frecuente reutilizado como droga alucinógena– regeneraba en ratas las conexiones entre las células cerebrales dañadas por la depresión, además de mejorar los síntomas y la conducta causada por esta enfermedad crónica.
Desde entonces, muchos otros estudios han confirmado la validez de esta sustancia para casos específicos de pacientes con depresión grave, eso sí, todos en modelos animales. En mayo de 2016 la revista Nature publicó también cómo la ketamina lograba combatir la patología en ratones.
El equipo de la Universidad de Maryland descubrió que la mejora del estado de ánimo no la causa la droga en sí, sino uno de los productos que se forman cuando el hígado la descompone en moléculas más pequeñas: el metabolito (2R, 6R)-hidroxinorketamina (HNK).
En su estudio, los científicos vieron que esas moléculas alivian de forma rápida la depresión sin provocar efectos secundarios incluso a dosis 40 veces mayores que las que se usaron en el experimento con ketamina.
Una única administración del compuesto logró efectos antidepresivos similares a los inducidos por la ketamina, que además perduraron durante al menos tres días, con la diferencia de que esta sustancia no generó ninguna adicción, el caballo de batalla del tratamiento.
“A pesar de que existe cierta evidencia sobre su uso, aún no hay una aprobación para la práctica clínica”, explica a Sinc Eduard Vieta, jefe de Servicio de Psiquiatría y Psicología del Hospital Clínic de Barcelona. Por el momento, en Europa su uso se restringe a la investigación.
“En España, centros como el Hospital Clínic de Barcelona disponen de un protocolo de uso compasivo de ketamina en pacientes con depresiones graves y resistentes a los tratamientos habituales”, añade Vieta.
Esta semana, un artículo publicado en The American Journal of Psychiatry ha conseguido dar un paso más. El trabajo muestra los beneficios de la acción rápida de la ketamina para la depresión y el suicidio en 68 pacientes, aunque advierte sobre el riesgo de abuso y la necesidad de controles efectivos.
El nuevo trabajo, liderado por expertos de la Universidad de Yale (EE UU) y la compañía farmacéutica Janssen, revela cómo un esprái nasal de ketamina –sintetizada por primera vez en 1962– resulta prometedor en el tratamiento rápido de los síntomas de depresión grave con riesgo inminente de suicidio.
Según los autores, esta terapia podría solucionar el retraso en el tratamiento debido al efecto retardado de la mayoría de los antidepresivos comunes, que necesitan de cuatro a seis semanas para ser completamente efectivos. Sin embargo, aún queda un largo camino hasta conseguir la aprobación de las agencias reguladoras de medicamentos (FDA en EE UU o EMA en Europa).
Necesarios más estudios
De momento, no hay evidencias sobre los efectos secundarios del uso continuado de estas sustancias. Tal y como indica a Sinc Francesc Artigas, del Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona (IIBB/CSIC), “todavía no se conoce en detalle cómo actúan estos compuestos. Ahora se encuentran en el ámbito experimental, es decir, no se prescriben a pacientes excepto los incluidos en ensayos clínicos”.
“Hay que ser muy cautos porque hasta la fecha no se han realizado estudios clínicos controlados en un número importante de pacientes”, continúa Artigas. “La ketamina solo se ha probado en personas que no responden a múltiples tratamientos convencionales y falta demostrar su eficacia en pacientes no resistentes, así como en aquellos que solo mejoran parcialmente con los tratamientos convencionales”.
Existen otras sustancias adictivas que también se barajan para el tratamiento antidepresivo, como la psilocibina o la ayahuasca. Cada una actúa de forma distinta y solo de la ketamina se dispone de datos controlados y claros sobre su eficacia.
Uso bajo supervisión médica
Todos los expertos están al tanto de los riesgos, por eso matizan que su uso no es ni milagroso ni para todo el mundo. “Estas sustancias son psicotrópicos con elevados riesgos tanto en el consumo puntual como en el crónico, y solo deben utilizarse por parte de equipos expertos en el entorno del hospital y en pacientes complejos”, indica Vieta.
El investigador, que ha participado en ensayos en fase III –el último paso antes de que la FDA contemple su aprobación– con efectividad probada en cuestión de minutos en la etapa depresiva del trastorno bipolar, advierte de que su consumo recreativo o ambulatorio puede ser muy pernicioso.
“Puede crearse una adicción y desencadenarse una psicosis si lo consumen adolescentes o personas de alto riesgo. Las sustancias psicotrópicas, en general, tiene efectos positivos y negativos. Cuando se utilizan bajo supervisión médica y en el paciente apropiado, pueden ser beneficiosas, pero su uso recreativo e incontrolado llega a ser muy dañino”, afirma Vieta.
“No hay que olvidar que el LSD estuvo comercializado en los años 50 como ayuda para el tratamiento con psicoterapia, pero lo retiraron del mercado por sus propiedades alucinógenas”, concluye Artigas.
Hojarasca en los jardines de la mente

Andrew Solomon sabe de lo que habla, pues en varios momentos de su vida ha visto de cerca el rostro del «diablo de la depresión», una enfermedad con la que se ha acostumbrado a convivir y que él combate a base de «pastillas y amor», una combinación que es «la mejor medicina».
«Me considero un superviviente, sí, pero también me veo a mí mismo como alguien que sigue teniendo depresión. La controlo bastante bien, ya no me afecta tanto, pero no es algo que haya quedado atrás definitivamente. Sigue ahí, esperando levantar su fea cabeza en cualquier momento», destaca el escritor y ensayista estadounidense.
Profesor de Psiquiatría en la Universidad de Cornell y asesor para cuestiones de LGTB en la de Yale, este neoyorkino con estudios de arte y psicología, colaborador habitual de The New York Times y de la revista The New Yorker, es autor de «El demonio de la depresión» (Debate), un ensayo monumental y multidisciplinar que ha sido superventas en muchos países.
En 2002, el libro fue finalista del Premio Pulitzer. Un año antes obtuvo el prestigioso National Book Award.
Un reciente estudio sobre la dolencia, «tan común como incomprendida», en palabras de Solomon, asegura que afecta al 4,3 % de la población española, que uno de cada dos casos no se detecta y que entre los que están diagnosticados solo se tratan adecuadamente dos de cada tres.
Unos datos que no extrañan a Andrew Solomon, pues en su país unos 19 millones de personas sufren cada año episodios de depresión, de los cuales más de dos son niños. «Es la principal causa de incapacidad, allí y en otros muchos lugares del mundo», además de estar detrás de, aproximadamente, el 15 % de los suicidios.
Cinco años invirtió Solomon en poner en papel su propia experiencia con la enfermedad, «un agujero en mi vida», dice, y la de muchos otros enfermos a los que entrevistó, cuyos testimonios ofrecen una amplia y certera panorámica sobre un mal que, por encima de todo, «eclipsa la capacidad de dar o recibir afecto».
«Es la enfermedad -dice Solomon- de la soledad, que destruye no solo el vínculo con los otros, sino también la capacidad de sentirse bien con uno mismo».
Andrew Solomon habla claro cuando asegura que «no se puede hablar» de curación de la depresión. «Se puede y se debe hablar de tratamiento efectivo. Hay gente que lo recibe y no recae. Es una enfermedad que hay que tratar, controlar y hacer que se convierta en algo manejable».
Pero hacerla desaparecer, «como si de una infección bacteriana se tratara, eso no se consigue. Una vez que la sufres, está ahí, bien metida en tu cerebro, para siempre. Se puede vivir con ella sin estar obsesionado».
Para Solomon la depresión no es una enfermedad «de la vida moderna y de la clase media alta. Ha existido -advierte- a lo largo de toda la historia y en todos los contextos».
«Hay -argumenta- una actitud colonialista, paternalista, que hace que parezca que las enfermedades del cerebro, la depresión entre ellas, estuvieran relacionadas con la sofisticación, que fueran el resultado de nuestra sociedad moderna».
No. Se trata de una «experiencia común» a todos los seres humanos y en cualquier momento de la historia. «En el mundo desarrollado lo único que hay -advierte- es un mayor acceso al tratamiento, complicado y caro, no disponible en todas partes».
Ahora bien, «las tasas cada vez más elevadas de depresión son, incuestionablemente, consecuencia de la modernidad», sostiene Solomon.
El ritmo de vida, «el caos tecnológico, la alienación, la ruptura de las estructuras familiares tradicionales, la soledad endémica, el fracaso de los sistemas de creencias (religiosas, morales, políticas, sociales,…todo lo que alguna vez pareció dar sentido y orientación a la vida) nos ha llevado a una situación catastrófica», escribe.
«La modernidad -añade- tiene mucho de bueno. El problema es cuando se convierte en un sustituto. Y no lo es, no puede ser un sustituto. Las redes sociales no pueden ser el sustituto de una persona mirándote a los ojos. La reciprocidad es fundamental para la coherencia humana».
Solomon habla de una sociedad «poco tolerante con el abatimiento», y de la necesidad de transformar «el sufrimiento, pero no de olvidarlo, de negarse a él, ni de eliminarlo».
«Siempre he argumentado que lo contrario de la depresión no es la felicidad, sino la vitalidad. Cuando alguien está deprimido no es tanto que se sienta increíblemente triste, no, es que se siente incapaz de actuar, de funcionar.»
Y «nunca» eliminaría «los estados de ánimo negativos, las emociones negativas, porque entonces -concluye- los sentimientos y emociones positivas pierden su significado».