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Las cobayas económicas

La recreación artificial de estímulos en un laboratorio para analizar la reacción de los sujetos, ha sido abordada por investigadores de la UNED a fin de exponer los pros o contras del método experimental en el ámbito de las Ciencias Sociales y sobre todo, en la economía. Sus aportaciones se han publicado en la revista Philosophy of the Social Sciences.
La investigadora María Jiménez Buedo, autora principal del artículo y profesora de Filosofía en la UNED, explica que los humanos, a diferencia de las bacterias o los animales, siempre tienen una idea preconcebida del estudio al que se va a someter, fenómeno que es conocido como reactividad, y que ello afecta a los resultados. Esta reactividad puede a veces ser una amenaza para la validez de los resultados.
Otro impedimento, señala Jiménez Buedo, es que “hay un problema al trasladar o al extrapolar los resultados que obtenemos en el laboratorio”, es decir, que los resultados obtenidos no se darían en los entornos reales del sujeto. En este contexto la autora insiste, “la artificialidad puede ser un impedimento para esa extrapolación y hace que el resultado de los experimentos no tenga validez”.
Tras estas reflexiones una de las principales conclusiones es que la economía experimental debe prestar más atención a la reactividad. Este campo de estudio debe ser abordado porque, apunta, durante muchos años se dijo que las ciencias sociales no podían ser experimentales, si bien ahora hay una gran abundancia de experimentos en este área de conocimiento. Sobre todo, en economía, donde ahora son frecuentes los experimentos de laboratorio: “Concluimos que los economistas deberían prestar más atención a cómo los sujetos construyen la tarea experimental y que deben tomar la reactividad como objeto de estudio”, indica Jiménez.
Además, los autores añaden que “la economía experimental ahora mismo no tiene herramientas conceptuales claras para tratar la reactividad y necesita construirlas; y para construir esas tareas consideramos que los filósofos también podemos ayudar”.
No obstante, frente a estas argumentaciones, los autores también defienden que esta relación entre reactividad y validez experimental es compleja y que no siempre es negativa, puesto que el experimentador puede utilizarla a su favor y que se puede jugar con algunos aspectos de la artificialidad pero, destaca, para profundizar en el estudio.
Esta investigación forma parte del proyecto Sesgos en experimentos con humanos en las ciencias sociales y biomédicas financiado por el Ministerio de Economía.
La conquista del bien común

Volver a poner la economía al servicio de las personas, frente a lo que sucede en las sociedades capitalistas donde lo más valorado es el beneficio propio, constituye la base de la teoría del bien común, ideada por el economista austríaco Christian Felber.
Felber apuesta por medir el beneficio social que las empresas generan en su entorno como criterio para otorgar ventajas legales como menores impuestos y aranceles, condiciones crediticias favorables o prioridad en los contratos con la administración pública.
El economista y politólogo es autor de «La economía del bien común» (Ediciones Deusto), que va sumando seguidores y ya cuenta con más de un centenar empresas españolas interesadas en aplicar esta teoría para medir su contribución a la sociedad.
Felber es crítico con las mediciones propias del sistema capitalista (evolución del PIB en el caso de la macroeconomía y balances financieros en el de las empresas), porque cree que son indicadores incapaces de ponderar si se cumple el verdadero objetivo de la economía, que debe ser «la satisfacción de las necesidades de la gente y la creación de calidad de vida y del bien común».
«Una empresa puede tener más éxito agravando el problema del paro, explotando el medio ambiente, discriminando a mujeres, aumentando el miedo o produciendo cosas que no se necesitan, como armas», explica.
También reniega del ideal del padre del liberalismo, Adam Smith, porque el egoísmo personal conduce al bien común «sólo a veces» y no existe un vínculo automático entre el beneficio individual y la contribución a la mejora de la sociedad.
La competencia como forma de relación de los actores económicos «crea comportamientos contrarios a aquellos que permiten florecer las relaciones humanas y sociales», según afirma, pues implica la existencia de un perdedor y se nutre del miedo.
Felber asegura que tener como meta ser mejor que otro «es una patología», ya que considera que la autoestima debe partir de las motivaciones internas de la persona y no de la competencia establecida con otros.
Por eso, su proyecto consiste en crear un balance del bien común que sea capaz de medir el éxito de una empresa en función de su aportación beneficiosa al conjunto de la sociedad.
«Hay que averiguar de forma democrática qué es el bien común. Hemos hecho una matriz con los valores más importantes de la sociedad. Así se crea el vínculo obligatorio entre la libertad económica y la contribución al bien común, que no existe en el capitalismo», indica.
A su juicio, un efecto «nefasto» del actual sistema es que empresas irresponsables compiten en las mismas condiciones que las empresas éticas y socialmente comprometidas, algo que beneficia a aquellas que no tienen en cuenta el bien común.
Felber aspira a que su fórmula para medir el bien común, a la que han contribuido más de mil personas, algún día forme parte de la carta magna de los estados.
Según explica, el proceso está empezando en municipios y comunidades para crear una conciencia política que vaya ascendiendo escalones hasta adquirir repercusión a nivel nacional.
«Por primera vez tendremos una constitución más democrática, hecha desde abajo y aprobada por el pueblo soberano», indica Felber.
Su modelo económico del bien común también quiere «crear una democracia más real que la actual».
De este modo, el balance financiero se convierte en un instrumento para mejorar el éxito de la empresa y el beneficio financiero, si ayuda a mejorar el bien común, «será bienvenido», mientras que otros usos, como las compras hostiles de empresas o las donaciones a partidos, quedarán prohibidos.
Otra de sus propuestas más llamativas consiste en instaurar un año sabático por cada década trabajada, algo que reduciría «matemáticamente el paro en un 10 %».
Con menos horas dedicadas al trabajo remunerado, afirma, la gente tendrá más tiempo para las relaciones personales, la formación o el trabajo social.
El proyecto avanza «a pasos agigantados»: en España se han creado 18 grupos locales de voluntarios que trabajan para desarrollar e implantar estas ideas, mientras que a escala mundial ya hay 700 empresas que quieren aplicar el balance del bien común.
Sombras de una economía castrante

«En todos los países importantes de Europa […], redujeron los servicios sociales e intentaron romper la resistencia de los sindicatos mediante el ajuste salarial. Invariablemente, la moneda estaba amenazada y, con la misma regularidad, se atribuía la responsabilidad de ello a los salarios demasiado elevados y a los presupuestos desequilibrados».
Esta descripción, aplicable a la crisis sistémica con la que se abre nuestro siglo XXI, se refiere a las décadas de 1920 y 1930, en vísperas de la expansión nazi y fascista que asolaría Europa. En este clásico de la historia antropológica, económica y política, Karl Polanyi considera la emergencia del fascismo como un momento autoritario del «capitalismo liberal para llevar a cabo una reforma de la economía de mercado, realizada al precio de la extirpación de todas las instituciones democráticas».
«La gran transformación» relata la paulatina expansión e imposición de la utopía del libre mercado que, desde finales del siglo XVIII, mercantilizó figuras como el trabajo —el esfuerzo de las personas—, la tierra —la naturaleza— y el dinero, hasta entonces no sometidas a la ley de la oferta y la demanda. Para Polanyi, en la sociedad de mercado, la principal misión del Estado es mercantilizar el máximo de ámbitos de la vida y la naturaleza para alimentar el mercado.
La gran transformación sirve de registro del fin de una civilización —la del siglo XIX— y de sus principales instituciones: el Estado liberal, los sistemas de equilibrio entre las potencias, el patrón-oro, los mecanismos del sistema de mercado autorregulado. Sin embargo, su punto de partida no es, como tantas veces se ha dicho, la crisis. Más bien le preocupa su «solución», concretamente la «solución fascista» que llevó a Polanyi a emigrar a Inglaterra desde su Viena natal. Cuando prepara los primeros materiales de lo que luego acabaría por recogerse en este ensayo, es patente que ya no hay una vuelta atrás a las viejas fórmulas del siglo XIX. El desempleo de masas, la lucha de clases, las presiones monetarias, la deflación obligada habían hecho surgir una figura nueva, que había llegado para quedarse, el Estado intervencionista; es el New Deal, los planes quinquenales de la URSS, el corporativismo del nazi-fascismo.
Por eso, el juicio del autor es demoledor y del todo ajeno a las perspectivas de la guerra civil europea y los dos totalitarismos con los que ahora acostumbramos a entender la principal crisis del siglo XX. Para Polanyi, el liberalismo decimonónico —preñado de idealismo, borracho de utopismo, reacio a toda reglamentación, planificación, racionalización, control— llevó al fascismo.
El fascismo, en tanto que negación de la libertad y del individuo, ruina de la democracia y de la libertad individual, aparece pues como un hijo imprevisto de una utopía, que consiste en organizar la sociedad alrededor del mercado, según el mercado. Polanyi escribió bellos ensayos sobre el nazismo, que consideraba una solución antagónica al socialismo, y una negación radical de la tradición cristiana —de su igualitarismo, de su ideal de comunidad—, pero que, paradójicamente, acabó sirviendo de «solución» a la crisis de la sociedad de mercado.
El liberalismo, en tanto que ideología material del nuevo industrialismo, promocionó una obra de ingeniería social sin precedentes en la historia de la humanidad. La economía, y concretamente el intercambio de mercancías en mercados autorregulados, se convirtió en la institución central y suficiente de organización social: una economía gobernada por los precios de mercado y únicamente por ellos, una sociedad reducida a la institución mercantil. La obra del liberalismo requería de esa operación, explicada innumerables veces, de reducción del ser humano a los estrechos marcos de la filosofía utilitarista y de la maximización del interés: el «hombre económico». El universal antropológico del reconocimiento social, en tanto que motivación esencial del ser humano, quedó así reducido a la mera acumulación de bienes materiales despojados de casi todo valor cultural.
No obstante, lo que hace radical e interesante la crítica de Polanyi es que va más allá de la denuncia de las ridículas bases antropológicas del liberalismo, que todavía conforman la mayor parte de la ciencia económica y estructuran su capacidad de «modelización». Su crítica y su potencia se establecen a partir del reconocimiento del trabajo institucional del liberalismo para imponer materialmente su utopía de la sociedad de mercado.
El mercado autorregulado requiere de la coordinación de distintos mercados específicos que tienen que operar como tales. Se trata de algo más que ideología, es necesario que tierras, seres humanos y moneda funcionen como bienes intercambiables: mercancías «ficticias» y a la postre imposibles, más que al precio de la dislocación social, de la ruina antropológica
La crítica de Polanyi es actual porque es una crítica tanto al liberalismo, como a sus posibles resultados políticos.
Karl Polanyi (1886-1964) es un referente imprescindible de la crítica del orden liberal. Militante en su juventud del independentismo húngaro, participó en la Primera Guerra Mundial, se exilió a Viena en 1923 tras la declaración de la República Soviética de Hungría (1919), y en 1933 a Londres forzado por el ascenso del nazismo en Austria. Profesor de la Universidad de Columbia desde 1947, se vio obligado a vivir en Canadá por el veto de las autoridades estadounidenses a su compañera, Ilona Duczynska. La intensa labor intelectual de Polanyi se reflejó sobre todo, en dos libros: La gran transformación y El sustento del hombre (Capitán Swing, 2011), que cuestionan los fundamentos de la ortodoxia económica liberal y de algunos aspectos de la economía política marxista.
Marx y las costras del capitalismo

Karl Marx nunca fue objeto de culto en su ciudad natal, Tréveris, pero el debate sobre su pensamiento y sobre los crímenes del comunismo siempre está vigente.
Después de la caída del Muro de Berlín, con cicatrices de la Guerra Fría aún visibles, Karl Marx sigue provocando división tanto en el Oeste como en la antigua República Democrática de Alemania, comunista.
Para algunos, el autor de «El Capital» fue un erudito visionario que supo diagnosticar antes que nadie los males que conlleva la economía de mercado. Para otros, es el padre espiritual de las sanguinarias dictaduras soviéticas.
«Karl Marx puso los pilares sobre los que se construyeron todas las dictaduras comunistas hasta la actualidad», lamenta Dieter Dombrovski, presidente de la Unión de Grupos de Víctimas de la Tiranía Comunista. «Según nuestro código penal actual, si alguien incita al asesinato y el asesinato se comete, quien instó a cometerlo también es condenado», añade este hombre, quien fue preso de la dictadura comunista de Alemania Este.
Se asesinó a más gente bajo los regímenes comunistas que bajo el nazismo de Adolf Hitler, insiste Dombrovski, al que le horroriza que se «erija una estatua en Alemania» en honor a quien inspiró la Revolución de Octubre de 1917.
Sin embargo, para los responsables de Tréveris, Marx, quien falleció en Londres en 1883, no puede ser considerado culpable de las derivas leninistas, estalinistas o maoistas que afirmaban poner en práctica su pensamiento.
«Sus ideas y su filosofía se vieron desacreditadas por el hecho de que el antiguo régimen alemán tratara a Marx como un dios y sus pensamientos como palabras del Evangelio», señala Rainer Auts, director de la empresa encargada de supervisar las exposiciones sobre Marx.
En RDA, el marxismo, en su variante leninista era un dogma irrebatible. Como ejemplo de este culto, la actual ciudad Chemnitz se llamaba en la época comunista Karl-Marx-Stadt.
Para Auts, este bicentenario deber permitir explicar al autor del famoso lema «Trabajadores del mundo, ¡únanse!» sin «glorificarlo o vilipendiarlo», ya que en su opinión su pensamiento sigue teniendo ecos en el mundo contemporáneo.
Las derivas del capitalismo, con sus manifiestos abusos en los últimos años, relanzaron el interés por las teorías de Marx sobre la opresión de las masas por la burguesía, formuladas durante la primera Revolución Industrial.
«En Marx hay algo intemporal. La crisis económica y financiera desde 2008 desempeñó sin duda un papel para que los economistas contemporáneos de renombre reconozcan ahora su papel de teórico», explica Rainer Auts.
El libro «El Capital en el siglo XXI», éxito de ventas internacional del economista francés Thomas Piketty, es ejemplo de ello.
Esta duradera influencia, a pesar del patente éxito de la URSS y sus satélites, debe por tanto ser explicada al gran público, según el alcalde de Tréveris, Wolfram Leibe.
«Después de la reunificación (de Alemania) tenemos la oportunidad de regresar a Marx, con una visión crítica pero sin prejuicios», espera el edil, desechando las declaraciones de quienes lo acusan de querer atraer con estas conmemoraciones a los turistas chinos y su dinero.
«Karl Marx formuló ideas importantes y estas ideas merecen que reflexionemos sobre ellas. Si después de visitar las exposiciones alguien compra un libro para profundizar sobre algunos aspectos de lo que presentó Karl Marx, creo que habremos tenido éxito», subraya