el demonio de las armas

Las deudas del cine con Joseph H. Lewis

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Lewis no abandona ni un sólo momento a los dos protagonistas, ya estén en el mismo plano o no. Con un uso de la cámara increíble, de enorme modernidad para la época (o más bien habría que decir que cuando se hace hoy día, realmente ya es un truco viejo), le imprime un ritmo sin descanso hasta el final. Todo el film avanza de un tirón con un crescendo dramático conseguido hasta límites insospechado
Lewis no abandona ni un sólo momento a los dos protagonistas, ya estén en el mismo plano o no. Con un uso de la cámara increíble, de enorme modernidad para la época (o más bien habría que decir que cuando se hace hoy día, realmente ya es un truco viejo), le imprime un ritmo sin descanso hasta el final. Todo el film avanza de un tirón con un crescendo dramático conseguido hasta límites insospechados

Antes de que hubiera un renacer de Hollywood, ya estaba Gun Crazy (título alternativo: Deadly Is The Female). La cinética y psicosexual película de Joseph H. Lewis  sentó muchas de las bases creativas del cine estadounidense de la década de 1970, aunque realizó un viaje de ida y vuelta a Europa para que la historia se desarrollara en casa.

Fueron los jóvenes críticos franceses que salieron de la escena del club de cine de París quienes parecieron captar lo que era tan interesante y especial en las películas estadounidenses, algo que en aquel entonces muy pocos veían en el país del Pato Donald.

E idolatraron «Gun Crazy» por su oscuridad, sus emociones crudas y su innovación técnica y formal; el ejemplo más famoso de esto último es una secuencia de robo a un banco que se presenta como una sola toma desde el interior del auto de la huida. Se rodó al estilo guerrillero en el centro de una pequeña ciudad, con un diálogo en gran parte improvisado y múltiples movimientos de cámara dentro del vehículo (esto parecía imposible de hacer con el equipo voluminoso disponible en aquellos días; la ingeniosa solución de Lewis fue obtener una limusina y quitar todo, excepto los asientos delanteros).

Esos mismos críticos franceses iban a ser los directores de la Nueva Ola gala, deudora de ‘El demonio de las armas’ , una película que destila las corrientes subterráneas del género ‘Pulp’ en una historia acerca de un francotirador y ex militar (John Dall) y una tiradora de carnaval (Peggy Cummins ), quienes se enamoran y se convierten en forajidos, unidos por su obsesión por las armas, erigidas de manera flagrante.

Los de la Nouvelle Vague fueron, a su vez, idolatrados por una generación de aspirantes a cineastas estadounidenses, la mayoría de los cuales no se dieron cuenta de que la inquietud que asociaban con los franceses era en realidad de origen estadounidense.

En 1964, cuando los guionistas David Newman y Robert Benton comenzaron a desarrollar el proyecto que eventualmente se convertiría en Bonnie And Clyde de Arthur Penn (el éxito que dio inicio a años de reencuentro en Hollywood), pensaron que no había un solo director estadounidense que pudiera hacer la historia correctamente. En su lugar, organizaron reuniones con dos de sus ídolos de la Nueva Ola francesa, François Truffaut y Jean-Luc Godard, que estaban de visita en Nueva York. Los directores rechazaron la historia; en cambio, organizaron para los guionistas una proyección privada de Gun Crazy.

Parte de lo que hizo que el nuevo Hollywood viviese un momento tan catártico fue que muchas de sus películas más conocidas parecían dejar escapar cosas que habían sido reprimidas durante mucho tiempo, mantenidas fuera del estudio, a veces encontrando un hogar en la zona de cañerías de la Serie B.  Así que quizás sea apropiado decir que que Gun Crazy, que representó al cine en su versión más descarada para los franceses y para los estadounidenses que aprendieron de ellos, en realidad salió de la purga represiva más notoria de la meca del cine: la caza de brujas.

Ni siquiera Lewis, uno de los estilistas más audaces y más exitosos del cine austero de buenas historias, supo que este guión de violencia sexual y criminal de amor fue escrito por Dalton Trumbo, quien, perseguido por el ‘McCartismo’ utilizó un pseudómimo para vender este cuento de perdedores adelantado a su tiempo… Su autoría permanecería en secreto hasta 1992.

Dado que Trumbo se enfrentaba a varios años de cárcel en la prisión federal por desacato al tribunal (comenzó a cumplir unos meses después del estreno de Gun Crazy), es fácil empaparse de la ira propia de un autor acosado, así como de los impulsos y frustraciones que circulan sin control a lo largo de de la película. Libertad de forma: movimientos seguros de cámara, tomas largas, cubiertas de sombra y niebla, erotismo macabro… Un conjuro de elementos que creó una de las grandes obras de arte del cine.

Joseph H. Lewis recordaba en su día algunos entresijos de la filmación: «Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma”.

Peggy Cummings da vida a una mujer fatal ávida de instantes sin filtrar y emociones al límite
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«Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos», proseguía Lewis.

«Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy (Cummins) y a John (Dall): ‘Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso’. Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.”