Esbozos
Lennon y los taxis
Por Marcus Strangelove
Los números siempre estuvieron ahí, solo había que descubrirlos. La medida de las cosas también estaba agazapada y poco a poco se unió al club de las cifras que encorsetan. A veces, es un saldo deudor, otras una distancia a recorrer o el tiempo, como aliado o enemigo. Hasta en la propia existencia abundan los consejos que invitan a actuar con mesura, es decir, con medida.
Los agravios son constantes. El tamaño parece importar para determinadas cosas. Para otras, no tanto. Por ejemplo, un «pequeño gran hombre» puede ser un niño que al hablar ilumina, o un adulto cuya pasmosa humanidad le hace estar más allá del bien y del mal. Sin embargo, un gran embaucador es un farsante. Lo que es intrascendente es el tamaño del ataúd, pues en el destino final no hay medida, que se sepa. Haciendo caso a John Lennon, estamos en un taxi y al acabar el trayecto, subimos a otro. Lo ideal sería liberalizar el sector, el del taxi, me refiero. Así se abaratarían costes para el usuario y también habría más taxistas. A lo que iba, no hay medida en el infinito y el alma es eterna y hasta pesa, pues al bajar del taxi estamos más delgados que al subir, y no es porque el conductor nos haya desgastado hablándonos de política durante el viaje. Es que nuestra energía, al ser colocada en una báscula, también arroja una medida.
Así que salvo en el corolario tallado en pino, es complicado escapar de los números. Da igual si a veces estamos de diez u otras somos un cero a la izquierda. Y si al escapar del mundanal ruido nos convertimos en hologramas, seres etéreos o simplemente cenizas de lo que fuimos, que van de un lado para otro, seguiremos siendo presos del metro, el peso y cualquier otro dispositivo o mecanismo de medida.
En la cualidad hay un agravio invisible y, por consiguiente, medida. Eres la mejor persona que he conocido. Nunca quise a nadie como a ti. Eres el mejor empleado que tuvimos. Estoy comiendo como una lima.
De acuerdo, entretanto somos felices pensando que nuestra esencia nos hace trascender en momentos mágicos. Te quiero un montón. Eres lo más. Este instante es mejor que la suma de todos los instantes. Hubo un antes y un después. Este trabajo está hecho a tu medida. El tiempo pone a cada cual en su sitio.
Y todo sin contar con el modelo de taxi. Que en eso también hay medida.
El Cuerpo y el Vinilo
Por Luis Pulgadas
Domingo por la mañana. Dirijo mis pasos hacia aquel mercadillo de la costa en el que siempre está mi eterno rival, un guardia civil retirado que me mira con inquina si me adelanto a él en la búsqueda de los preciados tesoros por los que ambos suspiramos.
Discos. De vinilo. El ex benemérita toca todos los palos y de tanto escudriñar ha conocido la rareza de la psicodelia y de algunas piezas de Rock anglosajón de los 60. Empezó por el Flamenco, la Copla, Elvis y los Beatles, pero ya no hay quien le detenga, a este paso acabará por rebañar en el punk y el Rock Cristiano. Cada vez que nos cruzamos, nos saludamos con cortesía. Hace mucho que intenté buscar su amabilidad, pero es un ser impertérrito, que tiene la capacidad de agachar la mirada y al mismo tiempo mirar por encima del hombro.
Sentir su respiración en el cogote es inquietante. Mientras estoy en cuclillas, mirando en una montonera de discos, veo a mi lado una sombra que no se mueve. Luego percibo su inquietud. Me giro disimuladamente y ahí está, igual que hace 30 años, momificado, con un pelo negro en el que apenas se dibujan canas. Oteando desde su experiencia de servicio al Cuerpo, que le hace ser un hombre de valores, y su no menos educativo paso por guateques y hasta ‘happenings’. Una vez me lo dijo: «Sé más de lo que crees». Fue una de las frases más largas que le oí pronunciar. Así es él.
Un grupo de advenedizos comparte escenario entre objetos dispersados por el suelo. Han acudido al olor de la arqueología, alimentados por los terribles documentales de cazatesoros que emiten algunos canales temáticos. Cogen un disco, desenfundan el móvil y consultan su precio en eBay. Son la nueva hornada de cazadores, los que acabarán por pelar el prado. Él no usa celular, sólo su tremenda intuición y un sentido común demoledor: los conjuntos son los conjuntos y los solistas, solistas; igual que no hay que mezclar estilos; si quieres melenudos, no me traigas fandangos, que no cuela.
Cuando Él no esté todo será mediocridad. Ya se intuye el caos en mercadillos de antigüedades exclusivos y pretenciosos. En el fondo le admiro, representa lo que debió de ser un corte de mangas a un caudillato de mano de hierro. Fue un yeyé dentro de la Benemérita. Eso es contracultura inteligente. Ahora pasa desapercibido, minimizando su presencia, siempre callado y prudente. Prefiere que le tomen por ingenuo a desvelar la sapiencia acumulada durante décadas de cambalaches y madrugadas gloriosas de acopio de lotes increíbles. Antes de que yo llegase, él ya devoraba el cotarro solo, bueno, casi. Otrora estuvo el señor de pelo ensortijado que sacaba discos de pizarra de estercoleros y hasta con pico y pala. De ello hablaré otro día, si me dejan.
Fidel
Por Horacio Plata
Se llamaría Fidel. No en honor a la Revolución cubana. Era un nombre bisílabo, que no se prestaba a chanzas escolares. Su padre recordaba que cuando era un púber, su abuelo le hablaba de que, en el colegio, a una compañera que se apellidaba «De Cabeza», sus progenitores tuvieron la ocurrencia de llamarla «Dolores». Así que a Dolores de Cabeza le hicieron la vida imposible. A Fidel no le pasaría eso, no.
Él pertenecía a la cuarta generación de niños con puerto USB compatible con HDMI adherido al cogote. Cuarenta años antes, los avances de la Ciencia habían conseguido traspasar información desde soportes al cuerpo humano. En nombre de la austeridad, lo siguiente fue poner de patitas en la calle a cientos de miles de profesores en todo el mundo. Ya no eran necesarios sus conocimientos. Ahora, el certificado básico de estudios tardaba minuto y medio en implantarse sólo con introducir al niño información desde un disco duro o un pen-drive. Era el paquete educativo simple. Si los progenitores querían más cultura o competitividad, debían pagar por ello.
Para la domesticación social había todo tipo de datos en discos duros. La oferta más asequible al bolsillo era aquella que conformaba una personalidad aparentemente rebelde entre los 15 y los 25 años, que evolucionaba al conformismo entre la horquilla de 30 y 50 años y finalizaba con miedo y puerilidad en la vejez. Gran invento el de los puertos en el cogote. Cuántos quebraderos de cabeza evitaron a sufridos padres cuyas jornadas laborales de 16 horas diarias impedían cualquier tipo de respaldo afectivo a sus hijos. Además, la niñez cándida era solo un recuerdo de un pasado de vegetación, agua y risas. Desde que la humanidad vivía bajo tierra y se alzaba la vista hacia una cúpula, no hacía falta fantasear con un cielo inexistente.
Fidel agachó la cabeza y cerró los ojos. Transcurrido un minuto y medio, su personalidad estaba conformada. No haría falta pelear, ni sufrir en un medio hostil a lo largo de años. Sería uno más de tantos, rebelde a los 20, adocenado a los 40 y asustado a los 70, con un cometido claro: ser eficiente. No tendría que pelear por subsistir, ni porfiar por el amor, que había sido catalogado como efecto colateral de la gastritis. Su vida se limitaría a ser funcional en un guión preconcebido. De 0 a 4 años, realidad virtual. De 4 a 8, entrenamiento conductual. A partir de 8 años, trabajo: primero, en fábricas; luego, en cubículos, clasificando información hasta su muerte física. Tras ella, su experiencia vital quedaría almacenada en PLIN, la gran computadora que se alimentaba de la siempre sobrevalorada condición humana.
En sus años de adocenamiento, Fidel sería padre. Solo haría falta que en alguna cena de ensaladas gourmets de algas genéticamente modificadas, una mujer le propusiese ser su polinizador. Sin cortejo, sin lágrimas, sin anhelar ni desear. Solo un inseminador y una hembra compatible. No era un mundo ideal, como tampoco lo fueron tiempos pasados.
Si en algún momento la melancolía flirteaba con su subconsciente, recordaría de nuevo a su tatarabuelo, el abuelo de su padre, aquel que contaba la historia de Dolores de Cabeza. Ese señor sin puerto USB compatible con HDMI adherido al cogote, lloró por el miedo a perder y peleó por sueños que él creía posibles, amó tanto que olvidó para no infringir daño, y trabajó sin descanso en un universo laboral improductivo. Había un firmamento, pero el horizonte nunca estaba despejado en aquellos tiempos pretéritos. Así que Fidel, en esos instantes de quiebra, se jactaría de ser cabeza de ratón, en jornadas grises, sin degradados, sin experimentar las emociones que habían fagocitado a sus antepasados. Al final del día, una ensalada gourmet, y quizás una mujer, le esperarían.
Los saqueadores cósmicos
Por Ambrosio Zarzal
La vida se extinguía en lo que en su día fue un mosaico de color y luz. La avaricia de unos pocos y el silencio cobarde de la mayoría habían exterminado la esencia de aquel planeta que ahora tenía la tonalidad del azafrán. La búsqueda de culpables o de una explicación al epílogo dio paso a las primeras investigaciones para huir de aquel lugar y buscar acomodo en otra esfera. Ni el oxígeno ni las condiciones de habitabilidad del nuevo mundo suponían un obstáculo, pues la estupidez de aquella civilización iba en consonancia a sus medios tecnológicos.
Los dirigentes de aquel delirio peleaban como alimañas, y la ciudadanía se sacaba los ojos mientras el sol languidecía y el aire se hacía más irrespirable. Todo era desierto, el agua era un preciado tesoro y un gran negocio para los mismos especuladores que en su día negaban que el fin estuviese cerca o que el calor insoportable, que ahogaba siempre más, estuviesen ligados a la condición infinitamente destructiva de aquella especie.
Los árboles dejaron de crecer. No había peces en un mar envenenado. El género masculino había dejado de tener interés en el contacto físico desde que la realidad virtual se aplicó al sexo, y el femenino se autoabastecía emocionalmente en encuentros metafísicos de «estiramiento conductual». Caminar por la calle era como deambular por un paraje de idiotas agarrados a sus dispositivos, supuestamente más comunicados que nunca pero realmente solos e indefensos. Desde el cielo, un nicho de insectos sin pauta ni patrón. Eso era Marte.
No muy lejos, en el mismo sistema solar, un planeta salvaje se erigió como principal candidato a la polinización cósmica. Pensaron que con ingeniería y algo de tiempo era posible crear una atmósfera y posteriormente, vida. Vida para un nuevo amanecer. Las primeras expediciones corroboraron la idea de implantar la simiente. Soltaron la primera cápsula en un océano embravecido y dejaron pasar una de sus semanas. Después, otro regalo con material genéticamente modificado que alteraba el anterior. Así, semana a semana marciana, el nicho evolutivo estaba en marcha.
Aquella civilización de seres hedonistas que dedicaban buena parte del día a mirarse al espejo y dedicar sus morritos al prójimo decidió poner fecha a su partida. Como siempre, una decisión pensada para la mayoría, pero de la que realmente sólo iban a participar unos pocos: los avaros. Además, las cápsulas de vida en aquel mundo cercano habían generado en tres meses marcianos cinco razas primitivas, muy similares a la del planeta del azafrán, que serían utilizadas como mano de obra y también como nutrientes energéticos. Sabían que a su llegada serían vistos como dioses caídos del cielo, todo un espaldarazo a su autoestima sideral de mequetrefes.
El día de la despedida, los elegidos (por ellos mismos) fueron vitoreados, y prometieron volver a por el resto. Eran cinco, de apariencia humanoide y con prendas blancas y brillantes, adheridas a sus cuerpos de modo recalcitrante para realzar su figura. Era la moda entonces. Lo que no pasaba de moda era su visión única del universo, en la que Ellos se veían a sí mismos como la excepción a la norma del infinito oscuro, solitario y frío . Por esa razón, si la existencia se acababa, casi siempre por su culpa, siempre habría otro nido en el que poner el huevo, pues su capacidad de transformar el medio a su antojo y destruir mientras se llenaban la boca con la palabra vida no eran virtudes al alcance de otras criaturas, adorables pero limitadas en lo científico.
Cinco pardillos en una nave que dejaron plantados, al arbitrio de un designio letal, a sus semejantes. Cinco egoístas acicalados hasta el más mínimo detalle. Cinco seres con capacidad de someter y adoctrinar a su antojo por siempre jamás. Cinco dioses de pacotilla con destino a un planeta azul cuyo futuro, en sus manos, estaba ya más que escrito.
¡Glub!
Por James Raga
En el saco de las palabras siempre había expresiones que le reconfortaban, y otras que le azotaban. Tanto verbo era sedante. Cada vez que en cualquier página de prensa, publicación o noticia acertaba a leer una frase de Paulo Coelho u otra sacada de un manual de autoayuda, sus fusibles se encaminaban al cortocircuito. Glub.
Una vez leyó que en la sucesión de hechos cotidianos, las cosas ocurren por algo y que hay una especie de plan cósmico que lo explica todo. Nada obedece al azar. Claro, que el que escribe el plan puede levantarse con el pie izquierdo y colocar a determinadas personas en el capítulo de l@s resignad@s que apuestan y no ganan, lo cual es de agradecer, ya que, si eres elegid@, al menos formas parte de un libro celestial y aunque el azar sea esquivo, eres una página en la que se habla de la cadena alimentaria y en la que tu nombre está revestido de piel de oveja. Glub.
En otra irrupción de palabras iluminadas, pudo intuir que el tiempo es un gran aliado que hace que todo encaje. Podía ocurrir, muy a menudo, que el tiempo sólo fuese un sonido de tic-tac y unos segundos que pasan. Sentarse a esperar que el tiempo diese el empujón a sus anhelos era ciertamente osado. Y si al final criar malvas era el encaje, pues habría que dar la razón al diseñador multimedia y, por supuesto, postrarse ante todos los que aluden al tiempo en sus frases lapidarias. Glub.
En cierta ocasión leyó que las personas que se cruzan en nuestra vida se llevan algo de nosotros y nosotros algo de ellas. Cuando alguien le importaba un pimiento o bien cuando se encontraba ante una encrucijada que se le escapaba de las manos, esa reflexión le hidrataba. Pero cuando buscaba reciprocidad y no la hallaba, aquella frase le sonaba a cuento de la lechera. Efectivamente, todos los días trataba a personas que se llevaban algo de su ser. Y también notaba cómo en sus adentros se almacenaban rescoldos de sus interacciones. Pero no era un pensamiento agradable. Recordó las películas de Drácula y en su mente tomó forma la idea de que este planeta está poblado por vampiros, quienes tras una succión aluden a Paulo Coelho para que el mordisco duela menos. Glub.
No quería más oraciones explicativas, calmantes o pseudo-metafísicas, acompañadas de un fondo de corazón, un ángel o un sol que amanece o anochece, dependiendo de la intención de su autor. Decidió, pues, escribir todas aquellas frases y hacer con ellas una pelota de papel que lanzó al espacio infinito. La pelota no se elevó más de dos metros, pero dado que toda la esta realidad también forma parte del espacio infinito, el viaje fue homologable y, por supuesto, mereció la pena. Después, bebió agua y respiró sin ánimo alguno. Sólo tomó aire, intrascendentemente.
Se encaminó a un árbol y miccionó. Comprendió que el árbol agradecía aquel regalo y que el líquido fluía en armonía con la Madre Tierra. Supo que el tiempo había puesto la orina en su sitio y que tanto ‘miccionante’ como ‘miccionado’ habían intercambiado energía, llevándose algo el uno del otro. Dio las gracias a Paulo Coelho, recogió el papel hecho pelota y lo usó para recoger caquita de perro. Y durante un tiempo, nunca más tuvo ganas de hacer «Glub».
«¿Eres tú, Epi?»
Por Melanie Swinger
Fue el desenlace de un sueño que acabó por convertirse en truculento y sudoroso serial nocturno. Cerró los ojos y contó personajes de su infancia. Lo de contar ovejitas nunca le resultó apetitoso. Esa noche le tocó el turno a Epi, «vilmente acosado por Blas, merece ser recordado», pensó.
Un Epi, dos Epis, tres Epis…. Y así hasta 100. El telón se cerró y comenzó el folletín. A su lado vio una pequeña cama y pareció divisar una especie de peluche que movía su cabeza con aire cansino y cierto desdén. «Seguramente estaré dormida, esto forma parte del sueño», reflexionó. La lógica era abrumadora, pero tras un parpadeo la figura seguía materializada en su pequeño colchón.
Quizás la admiración que sentía hacia Epi le jugó una mala pasada. En cierto modo, se sentía como Epi muchas veces a lo largo del día. Siempre con la palabra correcta, sin alzar la voz, con amabilidad enfermiza y complaciente hasta la médula. Sus estallidos puntuales chocaban a quienes le acompañaban de uno u otro modo. Todos eran los «Blas» rutinarios y punzantes que daban mordiscos a su maltrecho orgullo. Ninguno entendía sus disparos verbales con silenciador y almohada. Así pasó su vida, entre cúmulos de desprecio, purgada por palabras estruendosas que se clavaban en su alma.
El muñeco enfrente suyo no fue, sin embargo, una aparición romántica ejecutada desde el vestíbulo de la mente. Aquella presencia de no más de un metro, según pudo calcular su hemisferio matemático, no solo estaba, sino que se manifestaba. Su cabeza giraba lentamente buscando una mirada cómplice… Había leído historias acerca de los íncubos y súcubos, demonios sexuales que accedían a nuestro mundo a través de los sueños. Si se trataba de una de esas criaturas, su irrupción provocó en ella más pavor que lujuria… ¿Y si era Epi, que a su manera quería agradecer el detalle de recordarle en enumeraciones nocturnas?
«¿Eres tú, Epi?». No hubo respuesta.
«Epi, ¿estás ahí?». Silencio y frío.
Respiró y un vaho profundo emanó de su boca. Se giró, aterrorizada, hacia el lado opuesto al que se encontraba aquel ser venido de no se sabía dónde para fustigarla con su diabólica presencia. En cualquier momento tendría que esfumarse, no hay mal que cien años dure, ni Epi que sea capaz de sostener la tensión del momento. «Es un muñeco, un personaje de mi infancia. Es bueno, de ojos abiertos y sonrisa bobalicona. El ténebre Blas nunca diezmó su esencia. Así que, ¿por qué temer a una criatura tan adorable?».
Finalmente decidida a desenmascarar aquella aparición, la presión de unos dedos sobre su garganta la inmovilizó. Pensó que llegó su hora y que en lugar de ver su vida como una película, iba a ver pasar capítulos de Barrio Sésamo. Cuando hallasen su cadáver pensarían que se autoinmoló con sus propias manos. Qué iban a sospechar sino de una madurita solitaria, asida al llanto, frustrada e incomprendida, ultrajada por la condición humana.
Mientras los dedos aumentaban la presión sobre su cuello decidió elegir su próxima vida. Sería un peluche. Resistente, eso sí, a la inquina de travesuras infantiles y caprichos de adulto.
Abrió los ojos y vió, difuminado, un rostro rodeado de tonalidades verdes. «¡Despierte!». No sabía dónde estaba, pero mientras recobraba la consciencia empezó a otear elementos de una sala de quirófano. Unas manos suaves rodeaban su cuello y acariciaban su frente, sudorosa. «Ha sido una intervención dura, pero está de vuelta, enhorabuena». Era su anestesista quien le hablaba. Tenía una mirada limpia y todo en él era cortesía. Cuando le sonrió, vio un diente de oro empastado. Bajó la mirada y en su bata, un pin de Epi. «¿Le gusta?», es mi personaje favorito de Barrio Sésamo. Nada de Peggy ni Coco, él sufría en silencio, todo un mártir», le dijo.
Aliviada, cerró el telón de aquella experiencia. Y el anestesista escribió el epitafio con su frase preferida: «Con drogas legales como esta, da gusto viajar».