escritores siglo xx
Delibes por la escuadra

Una reseña y dos ilustraciones a plumilla del partido de fútbol entre el CD Delicias, de Valladolid, y el Ciudad Lineal, de Madrid, disputado el 12 de octubre de 1941, fue la primera colaboración de Miguel Delibes en «El Norte de Castilla», donde se forjó como periodista y escritor.
Dos días después del partido, el 14 de octubre, el veterano diario local publicó un breve comentario del joven aspirante, entonces profesor de la Escuela de Comercio de su ciudad natal, sobre ese encuentro de categoría regional que ilustró con dos ‘monas’ firmadas con el pseudónimo «MAX».
Las iniciales de los nombres de Miguel (M) y de su entonces novia y más tarde mujer, Ángeles (A), y la incógnita de un futuro en común deseado y aún por despejar (X), encierra ese heterónimo «MAX», según explica Ramón García Domínguez, autor de numerosas obras sobre la vida y obra del novelista fallecido en 2010, en el libro «Delibes dibujante en El Norte de Castilla».
Editado por la Fundación Miguel Delibes y el periódico, la publicación evoca los comienzos del novelista en el mundo del periodismo a través de sus primeras colaboraciones en forma de ilustrador, caricaturista, viñetista y creador de jeroglíficos en distintas secciones del diario al que llegó como ‘pintamonas’ en 1941 y del que salió director en 1963.
La misma precisión con que moldeó en letra personajes inolvidables de la literatura contemporánea como El Nini («Las ratas»), el viejo Eloy («La hoja roja») o Azarías («Los santos inocentes»), desplegó con el lápiz y la plumilla en certeras caricaturas, apuntes y retratos delatores de una aptitud artística que ya advirtieron, a los 12 años de edad, los frailes del Colegio de Nuestra Señora de Lourdes donde estudiaba.
Un total de 390 dibujos, bocetos, apuntes, efigies y chistes críticos firmó entre 1941 y 1958, la última una cara del médico, conferenciante y escritor Luis Ponce de León cuando Delibes, después de haber desempeñado la subdirección del periódico en 1952, ejercía en ese 1958 como máximo responsable interino del periódico.
Estiradas y escorzos de porteros, disparos y avances de los delanteros, goles y paradas espectaculares esbozó en una época donde no existía la fotografía digital y la impresión gráfica representaba un desembolso económico muy importante en tiempos de restricciones y penurias.
El fútbol, la pelota a mano, los bolos y el boxeo ocuparon buena parte de sus trazos, pero también perfiló a los actores de las principales compañías escénicas que recalaban en Valladolid, o a los músicos y artistas que se subían a las tablas en espectáculos donde con frecuencia el narrador ponía unas letras a guisa de reseña.
Actrices como Isabel Garcés y la reina de la copla Juanita Reina; los bailarines Vicente Escudero y Mariemma; folclóricos de la talla de Manolo Caracol y Lola Flores, pero también escritores con ocasión de estrenos editoriales o premios como Camilo José Cela, Elena Quiroga y Dolores Medio, figuran en su particular galería de personajes.
Pluma y plumilla, letra y dibujo, convergieron en el genio creativo de un escritor que también retrató a Juan Belmonte, Domingo Ortega, Manolete, Pepe Luis Vázquez y Marcial Lalanda, entre otros ases de la tauromaquia que cada año rendían visita al coso del Paseo de Zorrilla por la septembrina Feria de San Mateo.
En 1949, un año después de haber ganado el Premio Nadal con «La sombra del ciprés es alargada», Miguel Delibes colaboró como corresponsal en Valladolid del semanario «Vida Deportiva», editado por Destino en Barcelona, con las crónicas que jugaban los equipos catalanes en el antiguo Estadio José Zorrilla.
Conoció la fundación del Real Valladolid (1928), asistía con sus hermanos a los partidos en el primitivo campo de la plaza de toros, se sentó en el antiguo José Zorrilla, inaugurado en 1941, y abandonó las gradas «el día que se decidió que los espectadores, o los futbolistas, o los árbitros o quizá todos deberíamos estar enjaulados como reclusos para evitar agresiones».
Lo contó en sus «Memorias al aire libre» (1989) quien también dio a la estampa «El otro fútbol» (1982), con artículos encargados y distribuidos por la Agencia EFE, entre 1980 y 1982, con motivo de la celebración del Campeonato del Mundo de Fútbol España 82, del que Valladolid fue sede.
Camus en la orografía femenina

Nadie fue la mujer de Albert Camus “infinitamente”. Lo dice su hija, Catherine, quien ha dedicado la mitad de su vida a gestionar el legado del autor de El extranjero, de quien destaca su lado “sensual”: era alguien que amaba la vida, la libertad y las mujeres.
Albert Camus se casó dos veces y tuvo varias amantes, pero a nadie quiso tanto el Premio Nobel de Literatura como a su madre: “(…) y su madre tal como era seguía siendo lo que más amaba en el mundo, aunque la amara desesperadamente”, escribió en su libro El primer hombre.
Su madre era casi sordomuda, analfabeta. Se llamaba Catherine Sintès. Nació en Argelia y era de origen español, concretamente de Menorca, de las Islas Baleares. “Los mudos. Eran y son mejores que yo”, decía Camus, quien también nació en el país magrebí, entonces colonia francesa.
“Tenía el rostro dulce y simétrico, los cabellos de española, muy ondulados y negros, una naricita recta, y una hermosa y cálida mirada castaña”. Así describió el autor de La Peste a su progenitora en El primer hombre, su obra póstuma de carácter autobiográfico.
Un retrato que, en lo psicológico, completa la hija de Camus: “Mi abuela es la persona a la que más he querido en el mundo, destacaba por su dulzura; era alguien que no conocía la maldad, era buena e incapaz de hacer daño”.
Y además trabajó “mucho limpiando casas” para sacar a sus dos hijos adelante después de que su marido, de origen alsaciano, muriese en el frente de batalla durante la Primera Guerra Mundial.
“Movilización. Cuando a mi padre lo llamaron a filas, jamás había visto Francia. La vio y lo mataron. (Eso es lo que una familia humilde como la mía dio a Francia).”. Camus aún no tenía un año.
Y, aunque francés por documentación, Camus intentó “infatigablemente” durante toda su vida “recuperar lo que había de España” en su “sangre”, pues para él “era la verdad”, escribió en Carnets, 1949-1959.
“Su lado español, la sobriedad y la sensualidad, la energía y la nada”. Lo grabó, blanco sobre negro, en El primer hombre, cuyo manuscrito llevaba consigo cuando falleció el 4 de enero de 1960 en un accidente de tráfico a las afueras de París. Tenía 47 años y solo tres antes, en 1947, la Academia Sueca le había concedido el más prestigioso galardón de las letras: el Nobel de Literatura.
Ese gusto intenso por la vida lo encontró Camus en la legendaria actriz María Casares, también de origen español. Camus, según su hija, se sentía muy unido a Casares, a quien ella conoció al final de su vida, y dice que la quiso “mucho”. “Estaba llena de vida y de alegría”, recuerda y desvela que “la mujer que corre por la playa al final de El primer hombre es ella”.
Con Casares, hija de Santiago Casares Quiroga, jefe de Gobierno bajo la presidencia de Manuel Azaña, el autor de La Peste llevó a las tablas muchas de sus obras teatrales y de otros. Se conocieron en 1945 y, desde entonces, mantuvieron una relación íntima.
“Mi madre siempre me habló de María con mucho respeto”, asegura Catherine Camus, tras sentenciar que “nadie” fue “la mujer de Camus infinitamente” ni siquiera Francine Faura, pianista y matemática, con quien se casó en segundas nupcias en 1940, en Orán, con quien tuvo a sus gemelos Jean y Catherine en setiembre de 1945 y de quien nunca se divorció.
“Eran muy amigos, pero para una mujer eso (la infidelidad) no debía ser fácil”, concede Catherine, quien recuerda que su madre era “muy depresiva, tenía muchas dificultades para vivir, era su carácter”. “Mientras que María se comía la vida. Comprendo a mi padre”, confiesa y subraya que, para ella, “todas las mujeres a las que amó su padre y que le amaron verdaderamente eran destacables”.
Incluso Simone Hié, una joven morfinómana de familia bien que fue la primera esposa de Camus y de quien se divorció tras descubrir que le era infiel con un médico que le proporcionaba sus dosis. Otra de las mujeres que marcaron la vida del filósofo y literato fue su abuela materna, una señora “ignorante y obstinada” que “al menos siempre fue ajena a la resignación”. Con ella fueron a vivir su madre, su hermano y él a la muerte de su padre.
Única albacea de la obra de su padre desde que tenía 34 años, Catherine completa, por dedicación y amor, el abanico de “mujeres de Camus”.
El nutriente ibérico de Murilo Mendes

El recorrido poético por España «Tiempo español», fruto de las estancias del poeta brasileño Murilo Mendes (1901-1975) en la península durante los años cincuenta, ha sido traducido al castellano por el profesor de la Universidad de Sevilla Pablo del Barco.
Publicado en edición bilingüe por Almuzara, este libro nunca había sido traducido pese a su título y su tema español, salvo algunos versos, de manera esporádica, por parte de Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre y Ángel Crespo, según cuenta el traductor de la obra para esta edición.
El general Franco prohibió la entrada en España de Murilo Mendes por sus tempranas críticas a Adolf Hitler y por las que, años después, escribió contra el régimen franquista en sus crónicas para la prensa brasileña, pero Mendes obvió la prohibición y siguió frecuentando España en los años cincuenta con el argumento de que la admiración que le causaba el país era superior a la animadversión que le provocaba su régimen político.
La crítica de lengua portuguesa, añadió Del Barco, considera «Tiempo español» como uno de los mejores libros de Murilo Mendes, lo que hace aún más inexplicable, a su juicio, que la obra no se haya dado a conocer hasta medio siglo después de su escritura en España.
Mendes, además, fue amigo de Jorge Guillén y de José Bergamín, y trató y tradujo al portugués a la mayoría de los miembros de la Generación del 27, a quienes aluden numerosas dedicatorias de los poemas que integran «Tiempo español», como a Gerardo Diego, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre y Lorca, mientras que otro poema se titula: «Pausa de Antonio Machado».
«Piedra de Unamuno» y «Palabras a Miguel Hernández» son los títulos de otros poemas, y en otros títulos figuran nombres como Cervantes, San Juan de la Cruz, Jorge Manrique, Quevedo, Calderón, Tirso, Lope de Vega, Velázquez, Goya o lugares como Guernica, Numancia y El Escorial, además de los muy numerosos dedicados a varias ciudades españolas, como a casi todas las capitales andaluzas.
Según Del Barco, Mendes «busca en España la esencia del país y la encuentra; su poesía también busca la esencia; es un poeta que hace una reducción al máximo del lenguaje», en contraposición con la poesía brasileña inmediatamente anterior.
«Es muy extraño que no se haya traducido nunca por el tino que los poemas de Mendes tienen con España; aunque también es un poeta extraño con el uso que hace del lenguaje y con los temas», según Del Barco, quien también lo califica de «personaje complejo».
Tras una vida en la que no faltaron las peripecias -fue telegrafista, dentista y archivero, y con 16 años se fugó de la residencia escolar para asistir a la presentación en Río de Janeiro del bailarín Nijinski-, Mendes se trasladó a Europa con una misión cultural y docente en la Universidad de Roma.
«Tiempo Español» escrito en ese periodo, entre 1955 y 1958, se publicó en Lisboa en 1959 e incluye también poemas de título presumiblemente castizo, como «La Niña de los Peines», pero de una poesía tan honda como estos versos: Su voz: / Es esta la propia flecha del alma / Vertical en su origen, / Forzada a transformarse en curvas, / Abriendo el lamento / Que nace en el anterior desierto / Y provoca a su paso el eco andaluz.»
Genialidad ‘on the rocks’

Empezaba 1964 y la vida de John Cheever, para variar un poco, iba de maravilla. Vivía junto a su familia en una sólida casa en Ossining, el pueblo a orillas del río Hudson que alguna vez consideró el paraíso. Su segunda novela, El escándalo de los Wapshot, recibía halagos de la crítica y se encaminaba a vender 50 mil copias. Consolidado entre los escritores más importantes de EEUU, la revista Time le dedicaría el artículo de portada de su edición de marzo. Cheever había soñado varias veces con un reconocimiento tan masivo como ese, pero todo se trizó cuando supo que un reportero había estado haciendo preguntas a sus amigos sobre su vida.
Salió ileso. El artículo de Time ni rozó su vida oculta. Ni siquiera decía que antes de mediodía empezaba a beber ginebra. Menos iba a mencionar que su matrimonio era prácticamente una fachada y que todos los días a Cheever lo atormentaban sus deseos homosexuales. Por supuesto, la revista tampoco decía que a los 52 años el autor de Falconer a diario se deprimía, estaba frustrado con su escritura y temía terminar «solo, deshonrado y olvidado por sus hijos». Al contrario, el artículo de Time lo retrataba como todo ejemplo moral.
Reconocido en vida como de los cuentistas definitivos del siglo XX, Cheever sufrió silenciosamente casi toda su existencia. Recién pasados los 60 años, tras atravesar varios infiernos, pudo vivir en paz. El año pasado, el investigador Blake Bailey puso en contexto los claroscuros del autor de Bullet Park en Cheever. A life, una monumental biografía. Ganadora del National Book Award y finalista del Pulitzer, acaba de llegar a librerías chilenas y muestra, a ratos con una cantidad de detalles abrumadores, la profundidad de la amargura que arrinconó al «Chejov de los suburbios».
Dos Manhattan de más
En 1975, cuenta Bailey, «Cheever trató de beber hasta matarse». La fama que hacía 10 años lo habían llevado a aparecer en la portada de Times desaparecía: sus libros habían dejado de imprimirse. Su matrimonio ya no servía ni de fachada. Figuraba como profesor de la Universidad de Boston, pero la mayor parte del tiempo la pasaba alcoholizado. Una noche, su amigo John Updike llegó a buscarlo para ir al teatro. Cheever le abrió la puerta desnudo y borracho. Adentro, en la máquina de escribir, brillaba la primera frase de Falconer. Llevaba semanas ahí.
Con la ayuda de Updike, en abril de 1975, a los 63 años, Cheever entró a un clínica de rehabilitación y después de 28 días salió sombrío. En los siete años de vida que le quedaban, no volvió a beber. El alcohol persiguió al autor de El nadador toda su vida. Incluso antes que naciera: solía contar que la noche que fue concebido, su madre había tomado dos Manhattan demás. Su padre hizo lo posible porque su mujer no tuviera al hijo; llegó a invitar a un médico abortista a cenar.
A los 18 años, Cheever publicó su primer cuento (Expelled) en la revista New Republic y se internó en la bohemia de Boston junto a su hermano Fred. Se volverían especialmente cercanos: «Es la más significativa relación de mi vida. Como un romance», le dijo el escritor a su siquiatra. Según Bailey, Cheever no era alegórico en sus palabras: «Es difícil saber si efectivamente hubo un romance, pero claramente no fue solo una relación platónica», anota el biógrafo y recuerda que Cheever describió en su diario la relación con Fred como «un estéril y perverso amor».
En Falconer, esa novela autobiográfica con que volvió el infierno en 1977, el protagonista está en la cárcel por haber matado a su hermano, quien lo inició sexualmente. Para Cheever, Fred -tan alcohólico como él- sería un lastre toda su vida. Aunque sería peor sentirse homosexual: «Este es un conflicto», anotó en su diario a los 51 años, «un hombre con inclinaciones homosexuales y que genuinamente detesta a los homosexuales. Le parecen poco serios, sin gracia y asquerosos».
Su deseos sexuales combinados con el alcohol le jugaron malas pasadas. Una noche en 1958 en una fiesta en Conneticut, Cheever se puso a conversar animadamente con el escritor William Styron y, en un arrojo de borracho, lo invitó a dar un paseo. Al día siguiente no recordaba nada, pero Styron, que declinó la invitación, sí.
Para esa época, Cheever llevaba más de 15 años casado con Mary Winternitz. Ella estuvo a su lado en el angustiante proceso durante el que se convirtió en el cuentista estrella de The New Yorker. La revista le compró y publicó cuentos célebres como Adiós, hermano mío, La monstruosa radio, El nadador y El marido rural. El problema para Cheever fue cruzar del relato a la novela: en 1946 Random House le pagó un adelanto de US$ 4.800 por una novela que nunca escribió. «La lucha por el reconocimiento, el dinero incluso por él éxito en mis propios términos parece imposible, y siento que he traicionado a mi dulce y pura familia, y por eso el deseo de matarme es fuerte», anotó Cheever en sus diarios.
Tragedia y salvación
En 1957, a los 45 años, Cheever publicó su primera novela La crónica de los Wapshot, en la que reorganizaba varias historias de su propia familia. Lo había hecho siempre: solía inventar que su madre había sido una mujer acaudalada y su padre un marinero con grado de capitán. En cualquier caso, la novela consagró a Cheever, que ganó por ella el National Book Award.
Tres años después sigue solo y alcohólico. Vive en Beechwood, en las afueras de Nueva York, bebe ginebra en la mañana y casi no habla con su esposa: «Pienso amargamente en la soledad de mi vida, en que no conozco a escritores, que pasan semanas y meses en que no veo a casi nadie», anota Cheever.

En adelante, Blake Bailey sigue una ruta de altibajos en la que Cheever pasa de ser un respetado escritor público, alabado por Saul Bellow y Updike, a ser, privadamente un depresivo al que siempre le falta dinero y nunca puede escribir bien. Sospecha que, como su abuelo y su padre, está «encadenado a un destino alcohólico y trágico».
Ahí estaba en 1975 cuando fue internado en una clínica de Nueva York. Al salir de los 28 días de rehabilitación, terminó la novela Falconer (1977) y todo volvió a brillar. Al año siguiente, sus Cuentos completos ganaron el Pulitzer y por seis meses estuvo en la lista de los best seller. Paralelamente, Cheever conoció a Max Zimmer, un joven profesor universitario con quien inició una relación pública hasta su muerte, en junio de 1982. Su mujer, Mary, también lo acompañó.
Dos meses antes de fallecer, al recibir la National Medal for Literature, Cheever dijo de la literatura que una «página de buena prosa era invencible» y que «la literatura era una salvación para los condenados». Muchos de los presentes lo sospechaban, pero no fue sino hasta la publicación de sus brutales diarios, en 1991, que se hizo evidente: si algo mantuvo a flote a Cheever fue la literatura.