federico garcia lorca
Poetas que elevaron el Cante Jondo

En el primer tercio del siglo XX empezó a correr un nuevo aire para el flamenco, un arte que salió entonces de la marginalidad y alcanzó consideración cultural de la mano de los integrantes de la Generación del 27, de un poeta como Miguel Hernández y de un artista polifacético como Edgar Neville.
Así lo ha explica Manuel Bernal Romero, profesor de Literatura, estudioso de los poetas del 27 y especialista en flamenco, quien en su libro «La Generación del 27 y el flamenco» (Renacimiento) explica el proceso por el que los artistas flamencos abandonaron los cafés cantantes, las ventas, los prostíbulos y las fiestas de los señoritos para adquirir consideración cultural.
Estos poetas «han influido mucho en el flamenco moderno, en el cante jondo como ellos lo denominaban, y de manera determinante en su concepción actual como expresión cultural», según Bernal Romero, autor de otros tres ensayos sobre la Generación del 27.
A esa lista de artistas y poetas como Lorca, Alberti y Fernando Villalón, añade Bernal al polifacético escritor Edgar Neville –director de la película «Duende y misterio del flamenco»– y al compositor Manuel de Falla, a quien dedica un detallado capítulo con motivo de la organización del Concurso del Cante Jondo de Granada en junio de 1922.
«Antes del 27, el flamenco era una música marginal, ajena a cualquier vínculo intelectual o literario», ha insistido el profesor al señalar las excepciones de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío y los Machado y la desconsideración del resto de escritores e intelectuales, desde Unamuno a Eugenio d’Ors, quienes sostenían que el flamenco nada aportaba a la cultura española.
«Esa es la mirada que varían los poetas del 27, que llevan al flamenco al momento en que se encuentra hoy», a pesar de que, salvo Miguel Hernández, ninguno de ellos escribió para el flamenco.
En este punto Bernal ha asegurado que aunque muchos cantaores digan cantar a Lorca lo que hacen es cantar versiones de sus poemas, que ni tienen el ritmo flamenco ni fueron escritos para ser cantados.
Como ejemplo ha puesto «Poema del cante jondo» que, pese a su título, contiene poemas «incantables» que están «más próximos a la vanguardia que a la poesía popular», y libro del que ha aclarado que si el poeta granadino lo dedica al cantaor Manuel Torre lo hace muchos años después de haberlo escrito, ya que los poemas estaban pensados y escritos antes de conocer al mítico cantaor.
Bernal ha señalado que incluso Fernando Villalón, ganadero esotérico y personaje inclasificable, efectuó el camino inverso al incorporar algunas letras flamencas a sus poemas, pero que tampoco escribió expresamente para los cantaores.
«Villalón y Lorca trataron de definir en su poesía qué es el cante, pero con poemas difícilmente cantables», ha insistido.
De Lorca ha añadido que «aunque ahora no sea políticamente correcto decirlo, no es ningún flamencólogo», y que en la organización del Concurso de 1922 «actuó al dictado de Falla», hombre tímido y discreto cuya personalidad contrastaba con la simpatía y brillantez del poeta granadino.
A diferencia de Lorca, «que llegó al flamenco de oídas», «Villalón es el que hizo una poesía más flamenca».
El profesor ha puesto el Concurso del Cante Jondo de Granada en 1922 como un ejemplo de que el debate entre el purismo o cante jondo y lo comercial o considerado desechable por los puristas ha existido siempre, ya que a aquel certamen pudo concurrir todo artista que quisiera con una sola condición, que no fuese profesional.
El ensayo de Bernal revisa la relación de los poetas citados con cantaores como Manuel Torre, Chacón, La Niña de los Peines, Caracol y la Argentinita, cuya relación sentimental con el torero Ignacio Sánchez Mejías, otro polifacético inclasificable que también hizo de promotor de espectáculos flamencos, «iba a marcar alguno de los hitos que uniría a los creadores del 27 con el flamenco».
Nubes surcantes en un cielo poético

La antología poética titulada «Ángeles errantes», del editor literario de la revista Litoral, el sevillano Antonio Lafarque, pone de manifiesto que las nubes, como el amor o la muerte, son uno de los temas universales de la poesía española.
Lafarque explica que para la selección definitiva de 51 poemas de otros tantos poetas que conforman esta antología, que lleva el subtítulo de «Las nubes en el cielo poético español», llegó a reunir quinientos poemas de varios cientos de poetas del siglo XX español, además de Gustavo Adolfo Bécquer, único plenamente del XIX que ha sido seleccionado.
Si a esos poemas se les suman los que trataban central o tangencialmente la niebla o la bruma, el censo de la selección inicial se elevó a casi 900, sólo de poetas españoles, ya que la presencia de las nubes en la poesía hispanoamericana, según Lafarque, no es inferior a la española.
Precisamente, dedicados a la bruma o la niebla, sólo hay dos poemas en «Ángeles errantes», firmados por Joan Margarit y Amalia Bautista.
El malagueño Rafael Pérez Estrada, aunque en prosa poética, ha sido el poeta que más ha frecuentado las nubes en su obra, seguido de otro andaluz, Juan Ramón Jiménez, y del vallisoletano Francisco Pino, quien sin embargo no fue finalmente seleccionado para la antología.
«La poesía también es un estado de ánimo -subraya Lafarque- y, si hoy volviera a hacer la antología, incluiría a Francisco Pino, con el que quizás fui injusto; Pino es un heterodoxo, pero un poeta personalísimo, que publicó con editoriales importantes como Visor e Hiperión».
Manuel Altolaguirre, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Emilio Prados y Luis Feria ocupan un segundo puesto en cuanto a frecuencia de las nubes en su poesía; y entre los poemas preferidos por el antólogo están el de Antonio Machado, «En abril, las aguas mil», y el de Luis Cernuda, «Desdicha».
La antología también incluye un poema inédito del almeriense Juan Pardo Vidal, cuyos dos primeros versos dicen: «Nube,/ cuatro letras de algodón».
Lafarque atribuye el prestigio poético de las nubes a que «también son una metáfora del poema, y viceversa», y ha asegurado que ambos son frágiles y que los poemas populares también «se van transmitiendo y se van alterando, como las nubes se van moviendo y cambiando de forma».
«Ese carácter proteico de las nubes, que parpadeas y han cambiado de forma, es el más interesante», ha añadido.
Cuando el malagueño Centro Cultural de la Generación del 27 le encargó a Lafarque una antología, este pensó en rendir homenaje a la colección «Cazador de nubes», que ese propio centro edita, donde ha sido incluida «Ángeles errantes», cuyos ejemplares, impresos en la misma imprenta de caracteres móviles que empleó el poeta Manuel Altolaguirre en la Imprenta Sur, no se destinan al mercado.
De esta colección se hacen ediciones cortas de 300 o 350 ejemplares numerados, que se reservan para el protocolo o los invitados del Centro de la Generación del 27.
Lafarque ofrece otra razón para su antología: «Desde la ventana de su habitación y el tejado de la Residencia de Estudiantes, Emilio Prados ‘cazaba’ nubes con un espejo de mano e intentaba reflejarlas sobre la pared», por lo que su amigo Federico García Lorca lo definió en una dedicatoria como «Emilio Prados, cazador de nubes».
Lorca, un comodín olvidado

Por sorprendente que parezca, la ciudad de Federico García Lorca, Granada, la que amó y odió por igual, carece de una ruta lorquiana indicada para el turista, que no sólo visita la capital por su más imponente monumento, la Alhambra, sino también para conocer de cerca a uno de los poetas más importantes del siglo XX.
Basta con acudir a textos de expertos lorquianos como el hispanista Ian Gibson o a los de su propio hermano Francisco (sobre todo, en el libro Federico y su mundo), para comprobar que en algunas calles o plazas de Granada, junto al sonido de las fuentes o los pájaros, también es posible escuchar al poeta en sus tardes de juego o en sus clases de piano.
Lorca vino al mundo en Fuente Vaqueros, a unos 20 kilómetros de Granada, un 5 de junio de 1898, pero desde 1906 hasta 1915 residió en el centro de la ciudad, en dos casas señoriales, gracias a la buena situación económica que los negocios de su padre.
Así, los García Lorca se instalaron en la Acera del Darro, 44, actualmente donde se encuentra el hotel Montecarlo, un edificio de dos plantas con alegres ventanas que, aunque ha sufrido grandes cambios en el interior, sigue guardando en su exterior la estética de aquella época.
Pero la fachada conserva algo más: la gran puerta de madera por la que la familia entraba y salía, y que ahora ha perdido su esplendor. Ya en el interior, tras abandonar el recibidor, es grato ver cómo se ha conservado la escalinata y la cúpula, antes de acceder a las habitaciones.
Eso sí, también se sabe que en este vestíbulo existía un aljibe que la familia usaba para guardar el agua que los aguadores le traían de la Fuente del Avellano. Así se lo cuenta a los turistas Antonio Bonilla, un guía granadino que ha montado la única oferta en la ciudad para algunas de las huellas de García Lorca. «Cuentan que un día se disfrazó de moro y le dio un gran susto a la vecina», relata Bonilla.
En 1916 la familia se traslada a una vivienda situada en Puerta Real, el centro de la ciudad. Aunque en la actualidad no hay rastro del edificio original, se sabe que las puertas de entrada eran de caoba y tenían dos llamadores con la forma de monos, por lo que para llamar debías pegar en el trasero a los simios.
Una anécdota a la que el autor se refiere en su poema Oda al Rey de Harlem: «Con una cuchara arrancaba los ojos a los cocodrilos y golpeaba el trasero de los monos».
Tertulias y flamenco
A escasos pasos de Puerta Real, en la vecina plaza del Campillo, se encuentra uno de los restaurantes más reconocidos de la ciudad, Chikito, negocio que, entre 1915 y 1929 fue el café Alameda, donde se celebraba la tertulia literaria El Rinconcillo.
Este espacio fue el lugar donde Federico recitó algunos de sus primeros poemas, así como donde fraguó una gran amistad con el compositor Manuel de Falla.
Uno de los camareros de Chikito, aunque con asombro, reconoce que muchos turistas entran a la sala del restaurante preguntando por el lugar de El Rincocillo: «Una vez llegó una irlandesa y, cuando la sentamos en la mesa donde creemos que estaba la tertulia, se puso a llorar».
Muy cerca de esta tertulia, nació su amor por el cante jondo y que le llevó, en junio de 1922, a organizar junto con el compositor Manuel de Falla y Miguel Cerón el Concurso de Cante Jondo de Granada.
Más allá de esta pasión por el flamenco, el amor por la música en Lorca está presente desde pequeño, cuando comienza a aprender a tocar el piano. Un instrumento que, como describe Bonilla mientras enfoca su mirada al número 6 de la calle Varela, fue el motivo por el que Fernando de los Ríos, quien se convirtió en su protector y llegó a ser ministro de Instrucción Pública en la II República Española, conoció a un joven poeta que bien podría haberse dedicado a ofrecer conciertos de piano.
«Aquí estaba el Centro Artístico literario, y Lorca venía a tocar», rememora el guía granadino, mientras aligera el paso hacia la calle Escudo del Carmen, 8, un bloque de viviendas donde recibía clases de piano del profesor Antonio Segura Mesa.
Huellas borradas
Incredulidad. Esto es lo que se puede sentir al ver cómo nadie se ha preocupado en señalar que en esta calle se situaba la Librería Enrique Prieto, ahora una zapatería, donde el poeta compraba sus libros de Víctor Hugo o Paul Verlain.
Que nadie intente buscar una placa o indicación, «porque no existen», expresa con rotundidad el guía lorquiano, que, como frenado por el aire, se detiene frente a la fachada de un edificio estrecho de esta misma calle Mesones.
Aunque en la actualidad sea una tienda de deportes cerrada por la crisis, se trata del lugar donde estaba la imprenta de Paulino Ventura Traveser, el taller de donde salió Impresiones y paisaje, el primer libro del joven Federico en 1918.
Si su vida en la capital comenzó en una casa ahora convertida en hotel, también llega a su fin en otro hotel, el Reina Cristina, en la calle Ángulo, que en 1936 fue la residencia de la familia Rosales.
Preocupado por cómo las detenciones y los fusilamientos a republicanos eran constantes en este año, en el que un poco más tarde estallará la Guerra Civil española, decidió refugiarse en casa de unos amigos, aunque de corte político distinto al suyo.
Pero nadie pudo impedir que el 16 de agosto de 1936 Federico García Lorca fuera detenido por una tropilla. Poco se sabe qué hizo el genio durante el tiempo de su arresto ni dónde fue enterrado, tras su fusilamiento.