fernanda de utrera
Diego del Gastor, el gurú de flamencos y jipis

El legendario guitarrista Diego Flores Amaya «Diego del Gastor» nació en Arriate (Málaga) en el año 1908, aunque desde muy joven se avecindó junto a su familia en la localidad sevillana de Morón de la Frontera donde pasaría toda su vida y prácticamente desarrollaría su carrera como profesional. Sus falsetas y variaciones se hicieron muy célebres al servir de sintonía al programa de televisión «Rito y Geografía del Flamenco». No obstante, su poder creador, siempre ligado a su personalísima intuición popular era realmente admirable. Sus improvisaciones y sus bellísimas disonancias, poseían una inconfundible personalidad.
Estudiosos, profesionales, aficionados, cuantos se han aproximado a la obra de Diego del Gastor coinciden en señalar que creó una escuela de toque limitada de repertorio, pero profundamente jonda y personal, con un raro encanto en géneros como la bulería, la solea y la seguiriya. Excepcional en el acompañamiento al cante de artistas como Juan Talega, Perrate, Manolito María, Joselero o Fernanda de Utrera, aficionados y estudiosos vienen a coincidir en las geniales facultades que el del Gastor atesoraba para acompañar al cante. Otras facetas que contribuyen a la grandeza del toque de Diego son su exquisito talento para acompañar al cante. Aunque lo más importante de todo no es lo que tocaba, sino cómo lo tocaba. Diego poseía el corazón y el talento de convertir, incluso la falseta más anodina, en una red que va tejiendo, hasta capturar la más pura expresión de un arte, que no es simplemente un aluvión de notas, sino una expresiva combinación de música y alma.
Diego del Gastor murió en Morón de la Frontera en 1973, la misma mañana del día en el que se suele celebrar el tradicional festival del Gazpacho Andaluz que en aquella ocasión fue suspendido debido al fallecimiento de un artista que era el alma del flamenco de Morón.
El estudioso del flamenco Fermín Lobatón se refiere a Diego del Gastor como «tocaor de gran influencia y creador de una escuela y un estilo de toque»- A su juicio, «Diego Amaya Flores, Diego del Gastor reunió en torno a su persona y obra elementos que lo han convertido en guitarrista de culto y figura de tintes legendarios. Sus falsetas, de vigorosa alzapúa, se escuchan vivas de las manos de jóvenes guitarristas e incluso un grupo, Son de la Frontera, nació para reivindicar su herencia». A este fenómeno «ha contribuido, sin duda, su personalísimo toque -‘bordonudo y pastueño, como lo definió J. M. Gamboa-, pero también, y en gran parte, lo peculiar de su vida y su trayectoria profesional.»
Lobatón se refiere a que «la mayor parte de su existencia la pasó en la localidad sevillana de Morón de la Frontera, de donde apenas saldría». Para trabajar lo hizo en muy contadas ocasiones: «sus casi únicas comparecencias artísticas se limitan a los festivales de pueblos del entorno. Nunca pisó un estudio de grabación, pero, a cambió, regaló con generosidad su toque en innumerables fiestas acompañando a figuras legendarias como Manolito de María, Fernanda de Utrera, Juan Talega o Perrate, dejando registradas centenares de horas de toque hoy afortunadamente salvadas y digitalizadas».
Sus primeras falsetas o variaciones se las puso su hermano y él continuó su formación, de manera autodidacta, en reuniones y fiestas de ámbito reducido en un sistema de aprendizaje que influyó a la creación de un estilo personal casi intransferible. «Fue un genial guitarrista solitario y, por supuesto, un acompañante imprescindible para cantaores de influencia cercanos a su zona geográfica: Fernanda y Perrate de Utrera, Juan Talega de Dos Hermanas o su cuñado Joselero de Morón -aunque nacido en La Puebla de Cazalla-, así como todos aquellos que presenciaron los años felices y románticos del Morón de la segunda mitad del siglo pasado».
Otro estudioso del cante y del toque, Juan Diego Martín Cabeza, recuerda aquel cónclave mágico que hibridó la psicodelia y lo jondo. «Allí, en aquel pueblo enclavado entre la campiña y los últimos coletazos de la serranía rondeña, se dieron una serie de circunstancias que enriquecieron a la larga cultura musical de nuestro país. La base americana trajo soldados y aviones y, con ellos, discos de artistas ‘yankis’ cuyo sonido se fue mezclando paulatinamente con la propia música de aquella parte de Andalucía. Se fue generando así un caldo de cultivo de entendimiento y de verdadero diálogo musical».
«En los años sesenta empezaron a llegar jóvenes americanos que huían de los reclutamientos para luchar en Vietnam o que simplemente buscaban nuevas experiencias, nuevos paisajes y nuevas músicas. Diego del Gastor se convirtió en un gurú para aquellos jóvenes que comprendieron que estaban ante un músico excepcional que, sin embargo, manifestaba su arte en ámbitos muy reducidos por convicción personal. El flamenco que surgía de las cuerdas de la guitarra de Diego era tan íntimo, que no se parecía a nada de lo que se había hecho hasta entonces», rememora Martín Cabeza..
Estas grabaciones caseras, un hito tecnológico para aquellos años, se explican por la presencia de una colonia de aficionados norteamericanos -muchos de ellos discípulos suyos- que, durante los años sesenta y setenta del pasado siglo, paraban en Morón reunidos en torno al flamencólogo Don Pohren y su cortijo Espartero. Estos mismos visitantes le proporcionaron una curiosa fama en Norteamérica que sorprendió, en su primera gira por esas tierras, a un joven Paco de Lucía, quien, por cierto, nunca se ha confesado admirador del tocaor de Morón.
La estudiosa Marina Muñoz da datos muy interesantes acerca del curioso mimetismo entre los yankis y los flamencos. «Desde 1953, la base aérea de Morón de la Frontera es base militar compartida por el Ejército del Aire de España y por la Fuerza Aérea de Estados Unidos. La gran proximidad entre la población y el recinto militar, bien adobada con la natural simpatía y hospitalidad de ser andaluz, propició que muchos estadounidenses se establecieran y habitaran en el pueblo sevillano».
«Uno de ellos, Don E. Pohren, que trabajaba como administrativo en la base, sintió arder en sus adentros la llama del flamenco la primera vez que tuvo la oportunidad de escuchar una copla, y, sin saber cómo, se dejó arrastrar pletórico de entusiasmo hacia ese mundo. Llevado por una avidez extrema de conocer y palpar la esencia misma del flamenco, leyó todo cuanto caía en sus manos, asistía a todas reuniones flamencas que pudo e incluso se inició en el arte, aprendiendo a tocar, y bien, la guitarra», concede Muñoz.
En 1961, tiene lugar un hecho decisivo: el encuentro entre Diego y Pohren, un encuentro que marcaría la vida del guitarrista andaluz y que sería la causa inmediata de que fuese conocido universalmente. El evento es explicado sin fisuras por Muñoz: «Pohren, atraído por la magia del flamenco, acudió a la celebración del «V Potaje de Utrera». Allí, Diego acompañaba en el toque los cantes de Fernanda y Bernarda de Utrera. La soleá de Fernanda, acompañada por los acordes de Diego, en esa simbiosis que los convertían en un solo ser, impresionó tanto al norteamericano que, dos días después, fue a buscarlo a Morón».
«La afición de Pohren por el flamenco era singular, tanto que, en 1964, le había llevado a fundar en Madrid el ‘Club de Estudios Flamencos’, que funcionaba en los bajos de ‘Los Gabrieles’», prosigue Marina Muñoz. «Y, en 1965, contando con el aplauso amistoso de Diego y otros artistas, decide abrir, a las afueras de Morón, una pensión a la que puso el típico nombre de ‘Finca El Espartero’, donde, además de hospedaje, se daban clases de guitarra y, de camino, se abría el paso a continuas fiestas flamencas para amigos, compañeros y paisanos suyos. Muchos fueron los jóvenes americanos que se dejaron ver por aquella pensión, atraídos por el tipismo andaluz que allí se respiraba. De la organización de estas ‘reuniones’ se encargó, en muchas ocasiones, Diego, con ayuda de sus sobrinos Juan y Paco».
«Es en esas fiestas de amigos en las que se hicieron las grabaciones privadas de las que antes hemos hablado. Desde luego, mucho contribuyó a ello Pohren, quien, eclipsado por Diego y el flamenco, escribe dos libros sobre el tema; el primero, The Art of Flamenco, no solo tuvo un gran éxito en Estados Unidos, sino también en Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Japón, Inglaterra y Francia; y el segundo, Lives and Legends of Flamenco, tuvo aún más repercusión.», asevera.
Tal fue el fervor que se suscitó por lo flamenco que, a finales de los 60, venían a Morón guitarristas de todas partes para aprender la magia de la guitarra de Diego. Sus grabaciones eran comercializadas a precio de coleccionista. Con este reconocimiento universal, el toque de Diego empieza a influir en el mundo de la música, no solo en el flamenco, sino que músicos especialistas en otras modalidades musicales beberán del arte de Diego; sobre todo, de su capacidad de improvisación.
El desgarro de la alondra

Fernanda Jiménez Peña, gitana de Utrera y cantaora con letras mayúsculas, era un mito del flamenco desde hacía ya muchos años. Cuando se habla de la soleá hay que referirse, obligatoriamente, a esta mujer irrepetible, porque nadie ha sido capaz de abordar este palo, la columna vertebral del cante, con tanta profundidad y personalidad como ella.
Su voz afillá, desgarrada, pertenecía al pasado, manaba de las fuentes de los sonidos negros y nos acercaba a la prehistoria flamenca.
Toda la carrera artística de Fernanda, fallecida el 24 de agosto a la edad de 83 años, se desarrolló en paralelo con la de su hermana menor, Bernarda, otra cantaora extraordinaria. Las dos han permanecido siempre juntas, casadas con el cante, y hasta ahora no era posible imaginar a una sin la otra. De hecho, una importante avenida de Utrera lleva el nombre de ambas.
Fernanda de Utrera nació en el seno de una familia gitana de rancia tradición flamenca, en el número 20 de la calle Nueva, el 9 de febrero de 1923. Desde niña mamó el arte jondo en su propia casa y, enseguida, su eco fue centro de atención especial de flamencos de todos los lugares. Corrió la voz de que aquella criatura era algo fuera de serie y el hogar paterno se convirtió en un centro de peregrinación por el que pasaron muchas grandes figuras del momento.
El visitante más habitual era nada menos que Antonio Mairena, íntimo amigo de su padre, José Jiménez. Por parte materna, Fernanda pertenecía a una extensa familia que tiene ramificaciones en Utrera y Lebrija, de donde era originario su abuelo Pinini. Entre sus parientes se encuentran los Bacan, El Funi, los Perrate, Lebrijano, Pedro Peña y Dorantes, entre otros muchos artistas flamencos.
«Yo lo único que hago es repetir a mi manera lo que he escuchado en reuniones familiares, porque en esas fiestas es donde he aprendido todo lo que sé», decía Fernanda. «Mi padre no quería que Bernarda y yo fuéramos artistas. Le gustaba que cantásemos en casa, no fuera».
Pero, inevitablemente, la fama de las niñas se iba extendiendo, y cada vez resultaba más difícil rechazar las múltiples ofertas que recibían para dar el salto a la profesionalidad. En 1948 el cine llamó a su puerta y Edgar Neville consiguió que su padre las dejara participar en la película Duende y misterio del flamenco.
En 1957, gracias a los buenos oficios de Antonio Mairena, Fernanda y Bernarda llegaron a Madrid, al legendario tablao Zambra. Más tarde pasarían al Corral de la Morería, convertidas en incontestables figuras. Después vendrían los contratos para trabajar en Torres Bermejas y Las Brujas. Era la edad dorada de los tablaos de la capital. Aquí, las dos hermanas compartieron mil noches de arte con Los Habichuela, Camarón, Paco de Lucía, Rancapino, Bambino y todos los grandes. Cuando Fernanda se templaba para cantar por soléa, se acababa todo.
En 1964, Fernanda y Bernarda actuaron en el Pabellón Español de la Feria Mundial de Nueva York. El padre de las cantaoras ya había fallecido y su madre fue mucho más fácil de convencer. «Ella se enteró de lo de la feria y debió de creer que era como la de Utrera o la de Sevilla», relataba Fernanda. «He pensado que os podéis llevar un poquito de harina para haceros calentitos —churros—, nos dijo, y así estáis distraídas la dos. Como si allí hubiera aceite de oliva».
Fernanda nunca se acostumbró a la vida en la gran ciudad ni al trajín de los viajes. Vivir fuera de su Utrera natal era poco menos que una condena, así que, a principios de los años 70, cuando se produjo la eclosión de los festivales flamencos veraniegos, decidió volverse a su tierra. Durante más de tres décadas, los duendes de su garganta la convirtieron en cabeza de cartel y un reclamo infalible para los aficionados al cante más puro.
Su intervención en ‘Flamenco’, de Carlos Saura, es uno de los momentos más rotundos de la película. Desde hace varios años estaba enferma y retirada de los escenarios. Poco antes, nos había dicho: «Lo mío es el flamenco antiguo, me moriré cantando igual que lo he hecho toda la vida. No critico el cante moderno, pero a mí no me llega».
En marzo de 2003 se le rindió un monumental homenaje en el Auditorio Nacional de Madrid. Y el cantaor José Menese, rendido admirador de Fernanda, inmortalizó por soleá una copla que Francisco Moreno Galván compuso para ella: «Ni la alondra malhería, / que con su canto muriera, / se quejó con más dolor / que Fernanda la de Utrera».