filosofia
Río, luego existo

El ensayista alemán Manfred Geier dedica un estudio, publicado por la editorial Rowohlt, a rastrear 25 siglos de difíciles relaciones entre la risa y la filosofía, desde los tiempos en que Platón intentó desterrar el humor de los dominios del pensamiento.
El libro de Geier, titulado «De qué se ríe la gente inteligente», tiene dos vertientes. De un lado, se ocupa de rastrear los filósofos que a la largo de los siglos, en contra de Platón, han dado una valoración positiva de la risa. La otra vertiente revisa los análisis del fenómeno de lo cómico y busca respuestas a la pregunta sobre los motivos de las risa.
Platón, a quien Geier dedica un capítulo titulado «El intento por desterrar la risa de la filosofía», veía el hábito de reirse como una manifestación de arrogancia, muchas veces injustificada.
Como contraste con Platón, Geier se ocupa ampliamente de la figura de Demócrito, a quien la leyenda presenta como un sabio que no podía parar de reirse, y de la recepción que ha tenido su figura a lo largo de los años desde la antigüedad latina hasta los tiempos de la Ilustración.
Demócrito, de quien no se conserva ningún texto original, se reía ante todo, según al leyenda, de la estupidez humana y por ello autores romanos, como Horacio, utilizan su figura para criticar a sus contemporáneos y dicen que el filósofo griego se hubiera reído a carcajadas de ello.
Durante la Edad Media, según Geier, la risa fue vista como algo sospechoso, lo que, agregado a otra serie de factores, contribuyó a que la figura de Demócrito cayese en el olvido para resucitar luego con fuerza durante el renacimiento en autores como el francés Francois Rabelais, que veía en la risa lo mejor que tenía el ser humano.
En resumen, la risa de Demócrito tiene, para la mayoría de los autores que se han ocupado de ella, dos aspectos. De un lado expresa una decepción ante la condición humana, y en ese sentido sería una variante del llanto de otro filósofo, Heráclito, de quien la leyenda dice que no paraba de llorar.
Por otra parte, sin embargo, la risa de Demócrito tiene un aspecto afirmativo que muestra que, pese a toda la decepción ante la humanidad, el filósofo griego no estaba dispuesto a renunciar al goce de la vida.
A diferencia de Demócrito, para quien la risa y el humor parecían ser una actitud vital, Diógenes El Cínico, rival acérrimo de Platón, utilizaba esos dos elementos como armas críticas.
Los blancos de Diógenes eran, según Geier, las ciudades griegas y las costumbres de sus habitantes, el poder político y, ante todo, la doctrina platónica, cuya definición del ser humano como bípedo implume caricaturizó en una ocasión al irrumpir en la Academia con un gallo desplumado y con gritos de «aquí tenéis al hombre de Platón».
Muchos siglos después, en la época de la ilustración, el conde de Shaftesbury utilizaría también conscientemente el humor como arma crítica contra los fanatismos de su tiempo, a los sometía a lo que él llamaba «el test de lo ridículo».
Sin embargo, a partir de la ilustración la risa, según Geier, empezó a tener otro sentido y dejó de verse sólo como una expresión de un sentimiento de superioridad hacia los otros.
Immanuel Kant, por ejemplo, que veía en el humor un síntoma de agudeza e inteligencia, concebía la risa como una consecuencia de una tensión que súbitamente se diluye cuando entra en juego algo absurdo e incoherente. Esto causa un placer no sólo intelectual sino también físico, lo que para Kant muestra el vínculo indisoluble entre el cuerpo y el espíritu.
En todo caso, para Kant la risa no se provoca porque consideremos a otro como alguien inferior sino como una reacción a un proceso que se da en nuestro propio entendimiento. Según Kant, no nos reímos tanto de algo o de alguien sino con algo o alguien.
Al lado de la teoría de la risa como expresión de un sentimiento de superioridad y de la de la carcajada como consecuencia de una incoherencia que hace que se diluya una tensión, Geier alude a otra que está centrada en la idea del contraste y que, con distintos matices, representan Arthur Schopenhauer, Soren Kierkegaard y Henri Bergson, entre otros.
Dos capítulos del libro, dedicados a Sigmud Freud y al humorista alemán Karl Valentin, se desvían del terreno estrictamente filosófico pero en el capítulo final Geier vuelve a la filosofía y convierte en protagonistas de un diálogo de sordos a los pensadores Martin Heidegger, Rudolph Carnap y Max Horkheimer.
Antídotos contra la nueva cara del fascismo

El filósofo holandés Rob Riemen, fundador del Nexus Instituut, considera necesario «llamar al fascismo por su nombre» y propone los valores de un «humanismo europeo» como arma para combatirlo, según explica.
Riemen, autor del ensayo, «Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre fascismo y humanismo» (editado en catalán por Arcadia y en castellano por Taurus), considera «ridículo y estúpido» decir que esta ideología «es algo del pasado» o usar palabras alternativas para referirse a ella como «populismo o extrema derecha».
El filósofo subraya, igualmente, que algunos pensadores del siglo XX, como Albert Camus y Thomas Mann, ya advirtieron de la permanencia del fascismo más allá del final de la II Guerra Mundial.
«Puedes compararlo con el cuerpo humano: la sociedad es un cuerpo político y si no lo cuidas puede enfermar», afirma el autor, y añade, evocando a «La peste», de Camus, que se trata de «una especie de virus» que se expande y evoluciona: «el fascismo no volverá con uniformes negros y esvásticas», dice.
Para Riemen, el espíritu de la «democracia real» desborda las instituciones y consiste en «hacer justicia a la dignidad de cada ser humano» y «elevar a los ciudadanos» mediante un gobierno y una sociedad centrados en la educación, las artes y las humanidades.
«Esto viene acompañado de la responsabilidad de usar nuestra propia libertad para vivir una vida mejor nosotros mismos y para cultivar los valores espirituales y morales», explica.
Sin embargo, el filósofo denuncia que en la «democracia de masas actual» predominan los «valores comerciales: eficiencia, productividad y beneficios», y «las personas ya no cultivan sus propias mentes».
Si «fomentas el odio y el miedo continuamente y juegas a señalar a otros como culpables, sean migrantes o judíos», cuando la sociedad se ve «golpeada por la crisis económica que hace sentir inseguras a las personas», la violencia acaba surgiendo, afirma.
Como solución, Riemen apela a la tradición del «humanismo europeo» y a la teoría política de la socialdemocracia que, por un lado, «acepta que es necesaria una especie de economía capitalista y de intercambio comercial» y, por otro, considera que la «máxima prioridad del gobierno es cuidar a la gente, a los más vulnerables».
Se trata de buscar los «valores universales de justicia, belleza y bondad» que atraviesan fronteras y nacionalidades y pueden encontrarse, bajo distintas formas, «en la cultura japonesa, china o aborigen».
«Nuestra auténtica identidad es lo que tenemos en común y nos hace ciudadanos del mundo: todos podemos crear belleza, todos podemos y debemos hacer justicia» afirma y se desmarca así de cualquier forma de «eurocentrismo».
El filósofo recupera el concepto de «verdad metafísica», que no puede ser definida por la ciencia y la tecnología, y reivindica la importancia de las artes «para expresar nuestro yo interior: nuestros miedos, nuestras frustraciones y esperanzas».
Riemen lamenta la respuesta negativa de las «elites políticas e intelectuales» a su anterior ensayo, «Nobleza de espíritu» (Taurus, 2017), y considera que «forman parte del problema» dado que «no tienen interés por un cambio profundo en nuestra sociedad».
«El fascismo va de abajo hacia arriba, así que la lucha contra él ha de ir en la misma dirección», afirma.
El filósofo, nacido en una familia humilde, reconoce que es difícil convencer a una población empobrecida y con necesidades materiales sobre la importancia de los valores espirituales.
En este sentido, considera que «una sociedad completamente capitalista, sin justicia social, nunca podrá cultivar el espíritu de la democracia».
Arendt, la verdad en la neblina

La gran filósofa alemana de origen judío Hanna Arendt, fallecida en 1975 en Estados Unidos, es justamente recordada gracias a una biografía de la escritora francesa Laure Adler. En ‘Hanna Arendt’, que ha editado Destino, Adler, también autora de una conocida biografía de Marguerite Duras y de varios estudios sobre el feminismo, se acerca a esta imponente pensadora, sin duda una de las figuras más fascinantes de todo el siglo XX, con el ánimo de acercarla al gran público.
Hija de padres judíos laicos, Hanna Arendt, cuyo legado va adquiriendo cada vez más peso, fue una intelectual adelantada a su tiempo que supo crear una obra lúcida y brillante que va desde la filosofía a la religión, pasando por la política y la ética.
Nació en Linden (Hanover) y creció en Konigsberg, la ciudad de su admirado Emanuel Kant, y Berlín, estudió Filosofía en Marburgo con Heidegger, con quien mantendría un breve romance a finales de los años 20 y a cuyo favor testificaría dos décadas después, cuando se estudiaba el alcance de su pasada vinculación con el nazismo.
A ella, aquellos años oscuros le supusieron la pérdida del derecho a la enseñanza y la obligaron a escapar, primero a Francia, donde trabajó ayudando a enviar niños judíos en peligro a Palestina, y, finalmente, a Nueva York, donde residiría hasta su muerte y donde obtendría la nacionalidad estadounidense.
Fue, dice Adler en la introducción de su libro, «una intelectual libre, ejemplo de independencia y valentía», que, en nombre de sus propias ideas, sola, sin escuela ni sostén, optó durante 60 años por preguntarse lo que produce el mal y lo que no funciona».
Es, añade su biógrafa, una pensadora «que sabe diagnosticar las causas del mal que gangrena nuestras sociedades» pero también «que cree en la fuerza del bien, en los recursos de nuestra humanidad», una persona en quien se aúnan «la voluntad de creer en una ley moral compartida por todos y la interrogación sobre la fragilidad de los asuntos humanos».
Con su relato, Laure Adler, cuya biografía viene a sumarse a las que antes hicieron Elisabeth Young-Bruehl —recientemente reeditada—, Julia Kristeva o Martine Leibovici, trata de «restituir la fuerza y la valentía de los combates que libró durante toda su existencia» esta mujer tan buena conocedora del sufrimiento y el desgarro como persona luminosa, y de «despertar el deseo de leer, releer y meditar sobre lo que escribió».
Autora de obras como ‘Los orígenes del totalitarismo’, donde reflexiona sobre el totalitarismo tanto de Hitler como de Stalin (1951), ‘La condición humana’ (1958), ‘Eichmann en Jerusalén’, en torno al proceso al nazi Adolf Eichmann y que le acarreó fuertes críticas en Israel, o ‘La vida del espíritu’, Hanna Arendt fue siempre, dice su biógrafa, «una sirviente del espíritu» para quien la verdad fue siempre «el más elevado signo del pensamiento».
La incómoda Arendt
A través de sus abuelos , Hanna Arendt conoció el judaísmo reformista alemán de principios del siglo XX, y si bien no perteneció a ninguna comunidad religiosa, siempre se consideró judía, aunque estudió en profundidad el cristianismo.
En 1924 ingresó a la universidad de Marburgo (Hesse) y durante un año asistió a las clases de Filosofía de Martín Heidegger y de Nicolai Hartmann, y a las de teología protestante de Rudolf Bultmann, además de griego.
Arendt mantuvo un romance con Heidegger, padre de familia de 35 años, que tuvieron que mantener en secreto. A comienzos de 1926, al no soportar más la situación, ella decidió cambiarse de universidad y se trasladó durante un semestre a la universidad Albert Ludwig, en Friburgo, para aprender con Edmund Husserl. A continuación, estudió Filosofía en la universidad de Heidelberg (Baden-Wurtemberg) donde se doctoró en 1928 bajo la tutoría de Karl Jaspers, con la tesis “El concepto del amor en San Agustín”, el primer libro que publicó un año después en Berlín. A su vez estableció una importante relación de amistad con Jaspers, que duraría hasta la muerte de él.
En Berlín se relacionó con el filósofo Günther Stern (que se llamaría más tarde Günther Anders), con quien se casó poco después. También comenzó a escribir notas periodísticas sobre su especialidad, la filosofía, mientras participaba de seminarios dictados por Paul Tillich y Karl Mannheim y se interesaba cada vez más por cuestiones políticas.
Analizó la exclusión social de los judíos, a pesar de la asimilación, en base al concepto de «paria», empleado por primera vez por Max Weber. A este término opuso “parvenu” (advenedizo), inspirada por los escritos de Bernard Lazare. En 1932 publicó en la revista Geschichte der Juden in Deutschland (Historia de los judíos en Alemania) el artículo «Aufklärung und Judenfrage» (La Ilustración y la cuestión judía), en el que desarrolla sus ideas sobre la independencia del judaísmo, enfrentándolas a las de los ilustrados Gotthold Ephraim Lessing y Moses Mendelssohn y el precursor del Romanticismo Johann Gottfried Herder.
Con el acceso al poder de Alemania del nazismo, el 30 de enero de 1933, su esposo se trasladó a París, mientras que ella permaneció en Berlín y comenzó su actividad política, estudiando la persecución de los judíos, que estaba en sus comienzos. Su casa sirvió de estación de tránsito para refugiados y en julio de 1933 fue detenida durante ocho días por la Gestapo. Al ser liberada se trasladó a París, pasando por Checoslovaquia e Italia.
En Francia ayudó a jóvenes judíos a trasladarse a Eretz Israel y a denunciar la persecución que sufrían los judíos alemanes, por lo que se le retiró la ciudadanía alemana en 1937, convirtiéndola en apátrida. Ese año se separó de su marido y tres años más tarde se casó con Heinrich Blücher.

Al rendirse Francia a Alemania en 1940, ella fue internada con otros emigrados, pero consiguió huir y logró que se le permitiera ingresar en Estados Unidos, junto a su esposo y su madre. Allí colaboró en numerosas revistas y, tras haber sido invitada sucesivamente por las universidades, enseñó teoría política en la School for Social Research de Nueva York.
En 1951 se nacionalizó estadounidense y trascendió el ámbito universitario con su trabajo titulado “Los orígenes del totalitarismo”, en el que, mediante el análisis del imperialismo del siglo XIX y de los regímenes totalitarios del XX, intentaba reconstruir las vicisitudes histórico-políticas que desembocaron en el antisemitismo.
Durante la década del ’50 del siglo pasado Hannah Arendt también modificó su apreciación sobre el sionismo, que había apoyado en los años ’30 y ’40 y también asumió una postura crítica sobre el Estado de Israel.
A partir de la publicación de sus crónicas en el New Yorker fue sumamente criticada por dos motivos: primero, su opinión sobre Eichmann, a quien consideraba un hombre banal que estaba convencido de que su deber era cumplir estrictamente las órdenes recibidas, enviar la mayor cantidad de judíos a los campos de exterminio ubicados en el territorio polaco sin tener conciencia del mal que estaba llevando a cabo; y segundo, debido a la acusación a los “dirigentes judíos” en los ghettos por no haber actuado correctamente al aceptar elaborar las listas para las deportaciones que le solicitaban los nazis.
A principios de la década del ‘60 todavía era común escuchar que los judíos, en su gran mayoría, “fueron como corderos al matadero”. Además, fue justamente el juicio a Eichmann el que inició el cambio de actitud hacia los sobrevivientes y las víctimas de la Shoá, que se acentuó a partir de los testimonios de aquellos que padecieron en carne propia el horror.
Estos hechos que Arendt no tomó en cuenta generaron que muchos de quienes habían sido sus amigos por años decidieran dejar de serlo, pues consideraron inaceptable en una intelectual de su categoría los ignorara. También fue criticada por su relación con de Martin Heidegger, no por la mantenida en su juventud, sino por haberla renovado en 1950, cuando visitó Alemania.
De este modo, Hannah Arendt es el único escritor político apreciado, a la vez, por doctrinarios de la izquierda más radical –aun tratándose de una autora obviamente antimarxista—, por politólogos liberales –aun cuando convirtió el liberalismo en su blanco—, así como por comunitaristas y autores archiconservadores
La revolución del pensamiento

El poder de nuestros pensamientos y pequeñas acciones acabará por afectar a la evolución de la Humanidad y, en situación de emergencia, el periodista Enric Tintoré ha escrito «Pensemos un mundo mejor» donde propone un experimento: indagar cada día en si uno contribuyó al bienestar propio y social.
«El resultado de este pequeño autoanálisis nos dirá si hemos generado energía mental positiva o negativa para el planeta», señala este experto en Economía, apasionado por el saber milenario del Yoga, que apela en este libro, de Ediciones Plataforma, a superar -cuenta- «el flujo de negativismo en que ha caído el mundo».
El pensamiento, según Tintoré, es una poderosa energía con capacidad de transformar la realidad, según señalan los últimos descubrimientos de la física cuántica y de la biología celular y hasta de la psicología, lo que coincide con el saber milenario del yoga. Por ello, en su libro, hace un llamamiento a mejorar el pensamiento para contribuir a mejorar la propia realidad y la del mundo en general.
El autor practica las enseñanzas de Paramahansa Yogananda, el Maestro que ha explicado mejor en Occidente -a su juicio-, esta ciencia milenaria.
Tintoré recomienda «cuidar la dieta del pensamiento, como cuidamos la dieta del alimento» y acabar con «un automatismo intelectual que nos arrastra a una espiral progresiva de pesimismo», dice. «Los medios no dejan de transmitir catástrofes y horrores, sin que seamos conscientes de cómo nos influye».
Tras una larga trayectoria profesional como director de las secciones de Economía de los principales diarios de Barcelona, su ciudad natal, Tintoré coincide con el intelectual y economista E.F.Schumacher (1911-1977), autor de «Lo pequeño es hermoso», en que la Humanidad necesita «cambiar de mapa» y abrirse a «la dimensión espiritual», para afrontar sus retos.
«No se trata de pedir grandes sacrificios, ni de entregar la vida a una causa», explica, sino de apostar por «una pequeña revolución personal» que parta de experimentar el silencio interior y que cada cual pueda mirar hacia dentro y preguntarse quién es y qué está haciendo.
No es necesario creer en Dios -aclara-, aunque admite que esa opción «ayuda mucho» y reclama la oración como «un acto serio, profundo y científico», dirigido al poder supremo «del Amor infinito que está en nosotros siempre que creamos que lo está».
«Mi llamada es un gesto humilde de un ciudadano que se dirige a otro ciudadano, porque cuantos más seamos, mejor irá todo», asegura e invita a que seamos «responsables de lo que pensamos, de lo que queremos pensar o elegimos libremente como condiciones de nuestra vida».
Y es que «nuestro pensamiento, órgano capaz de procesar ideas, conceptos o valores, está capacitado para cambiar la realidad que percibimos y que comunicamos», añade.
Tintoré considera «la oración científica» como el mejor instrumento, porque «une el poder absoluto o divino (el amor) con la voluntad humana» y recuerda que Yogananda creó el Círculo Mundial de Oraciones, plenamente activo, con gentes de todas las religiones y creencias.
Si pensamos que el universo se sostiene en el Amor «océano de vida y de poder que penetra la creación entera», como ha expresado su maestro yogui, se trataría de «poder sintonizarnos conscientemente con ese poder infinito para curar el cuerpo, la mente y el alma», deduce.
La física cuántica muestra que nuestros cuerpos físicos y el mundo material en que vivimos son «condensaciones de estructuras invisibles de energía», y dicha energía es, a su vez, «una expresión de estructuras más sutiles de pensamiento (la vibración más sutil de la creación), la cual gobierna todas las manifestaciones de la energía y de la materia», añade.
Y recuerda que los grandes yoguis de la India lo descubrieron hace 3.000 años. Ellos dicen que lo que pensamos, una vez creado, flota en el éter, vive ahí, se une, se acumula y forma grandes nubes de pensamientos afines que influyen en la realidad.
«Nuestro reto urgente es cambiar el actual flujo de pesimismo -sostiene- y generar una vibración de pensamiento positivo». El libro incluye algunas técnicas para aprender a meditar, primer paso en su experimento hacia el logro de esa vibración.
Letras y números, el debate irreconciliable

El 7 de mayo de 1959 se pronunció una controvertida conferencia por el novelista y científico británico C. P. Snow en la Senate House de Cambridge. Esta disertación recibió el nombre de Las dos culturas, ya que alertaba de una división en el mundo occidental entre una “cultura literaria” y una “cultura científica”.
Snow describió el estado de ambas culturas como «separadas por un grueso muro de ignorancia y prejuicios recíprocos». Según Snow, además de haber derivado en dos tipos distintos de saber, ambas culturas, también habrían generado psicologías y sensibilidades diferentes.
Según el novelista y científico inglés, esta situación había llevado a una falta de comunicación entre las ciencias y las humanidades, y señaló la falta de interdisciplinariedad como una de las principales trabas para la resolución de los problemas actuales.
Para él la “cultura científica” era sinónimo de modernidad y futuro, en cambio la “cultura literaria” representaba la cultura tradicional que trataba de ignorar y minimizar la importancia de los cambios introducidos por la ciencia y la tecnología. Durante esta conferencia reprochó a los humanistas su empeño de considerar como cultura únicamente la parte literaria.
Pero el contenido de esta conferencia, que después fue publicada en forma de libro no estuvo exenta de críticas. El primero en responder fue Frank R. Leavis, un crítico literario británico muy influyente en el momento, ya que sintió que Snow atacaba todo lo que él representaba. Después le siguió el crítico literario estadounidense Lionel Trilling con su texto Más allá de la cultura y la escritora norteamericana Susan Sontag con su ensayo Contra la interpretación.
Snow recibió apoyos y críticas por su visión. En 1995 John Brockman, agente literario y escritor, publicó un libro The Third Culture, en el que participaron numerosos científicos de áreas diversas. El concepto hace referencia a la necesidad de una tercera cultura que aunara, superándolas, a las dos culturas. Su idea era que los científicos relevantes escribieran sobre sus hallazgos y sus significados para nuestras vidas (qué somos) y no dejar el tema sólo para los intelectuales tradicionales. Brockman creó Edge Foundation, Inc con ese propósito.
La voz de alarma disparó un debate que aún continúa sobre la exactitud de la visión de Snow, que probablemente pretendía más generar un debate que pusiera en acción las ideas que dar una visión acabada y dogmática. Y su triunfo se hace evidente en la perdurabilidad de su conferencia.
La mayoría de los escritores siguieron adelante creando novelas donde los avances científicos y tecnológicos se hacían presentes mucho más tarde que en el mundo real, generalmente mediante caricaturas imprecisas que popularizaron y eternizaron figuras como el ‘científico loco’, el ‘sabio distraído’ y el ‘arrogante científico que se cree dios’. Como ejemplo, el primer ordenador interesante de la literatura de ‘corriente principal’ fue Abulafia, propiedad del protagonista de la novela ‘El péndulo de Foucault’, de Umberto Eco.
En ámbitos académicos, los que toman las decisiones son aquellos que han estudiado carreras humanísticas o de letras, como políticas, dirección y administración, historia, etc. Pues estos tienen la información necesaria para visualizar el problema con perspectiva y en su conjunto, y así identificar problemas y necesidades.
Ahora bien, aquellos que hayan estudiado carreras científicas acabarán teniendo las herramientas para crear las soluciones y desarrollar los avances necesarios. Este es un esquema muy general de cómo interaccionan estas dos esferas laborales y no es difícil de aceptar.
Pero qué estos dos grupos puedan comunicarse correctamente es vital para que unos entiendan lo que les están pidiendo y otros sepan cómo pedirlo o que se puede pedir. Actualmente las dos esferas ni siquiera hablan el mismo idioma. El lenguaje científico está lleno de formas y estructuras que son difíciles de seguir, mientras que el lenguaje administrativo (pongamos por ejemplo el jurídico) es completamente impermeable para aquellos que no estén familiarizados con él.
Concepción Arenal, el pensamiento que arrima el hombro

Ecologista, pacifista, defensora de los derechos humanos y protofeminista, Concepción Arenal fue todo eso en el siglo XIX, aunque de ella solo se recuerdan «unas cuantas frases», dice Anna Caballé, que ha rescatado en una biografía a esta pensadora que «intuía» el futuro.
«Odia el delito y compadece al delincuente» es quizá la frase más conocida de Concepción Arenal (Ferrol, 1820 – Vigo, 1893), una mujer con un «pensamiento impresionante» que ha quedado «oscurecida por la indiferencia general» y reducida a un puñado de consignas, a pesar de haber sido pionera del posterior movimiento feminista en España y de la Filosofía del derecho.
«Yo creo que estamos en deuda con ella. Esta mujer merece que la sociedad española reconozca lo que hizo y el valor que tuvo», comenta Anna Cabellé (Hospitalet de Llobregat, Barcelona, 1954), escritora y crítica literaria que ha recorrido multitud de archivos y conocido a los descendientes de Arenal para juntar las escurridizas piezas del puzle de la trayectoria de la pensadora.
El resultado de esta investigación es «Concepción Arenal. La caminante y su sombra», una biografía editada por Taurus dentro de la colección «Españoles eminentes», en la que por primera vez se reúne la vida de una mujer, la de una eminencia intelectual profundamente desconocida.
Arenal dedicó su vida a la defensa de la mujer y los más desfavorecidos, a la reforma penal y la causa obrera, pero en vida le pesó un «prejuicio de genio» que con el tiempo ha hecho que su figura se perdiera en el olvido.
Ni siquiera las Administraciones han mantenido en pie las casas por las que fue pasando, en Madrid, en su refugio en Potes (Cantabria) o en el solariego Pazo de los Núñez, donde fallecería el 4 de febrero de 1893 sin que apenas nadie se interesase por esta mujer a la que veneraban en Europa.
«Se produce la contradicción de que todas las ciudades españolas tienen calles, hospitales, escuelas que se llaman Concepción Arenal, pero vas por la calle y le preguntas a alguien, o a un profesor universitario, y nadie la ha leído», se lamenta Caballé, profesora titular de Literatura Española y responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona.
Esa paradoja es fruto, explica la escritora, de una «falta de respeto por nuestro pasado y nuestra memoria», aunque en los últimos años la «presión del feminismo hace que la sociedad tenga que evolucionar rápidamente» y se reescriba la historia de las mujeres.
«He querido demostrar que es una mujer con un pensamiento impresionante», añade Caballé sobre Arenal, una pensadora que quiso combatir la sociedad de su tiempo «desde el punto de vista moral» a través de una reforma de las costumbres y a la que le movía una gran vocación intelectual y compasiva, pero con el hándicap de ser mujer.
Por ello y por sus vestimentas, marcadas casi siempre por el uso de pantalones, algo insólito en el siglo XIX, a Arenal se le trataba como una «anomalía», porque «su inteligencia era la de un varón pero en un cuerpo femenino».
«Vive en un estado de tensión permanente entre unos sentimientos íntimos poderosos muy intensos y la necesidad de plegarse a una sociedad que la encuentra demasiado fuerte como mujer», comenta Caballé sobre esta eminencia marcada por la prematura muerte de su padre y la de su esposo.
Su biografía se podría dividir en dos épocas muy marcadas: una juventud nerviosa, sensible y arrogante, con dificultades para encontrar el equilibro entre la razón y el temperamento, y una madurez donde la escritora, pensadora y activista se atrevería a grandes cosas.
«Lo que más me ha llamado la atención ha sido la profundidad de su pensamiento, porque no me lo esperaba. Me ha seducido mucho. Y la modernidad de sus pensamientos. Es una mujer que intuye el futuro, comprende por dónde irán las cosas. Tiene todos los ítems que hoy admiramos en una persona», apostilla Caballé.
«Defiende -continúa la escritora- el ecologismo, el pacifismo, va contra los toros, cree que la sociedad no puede fomentar la industria de una forma indiscriminada, y es una protofeminista que defenderá los derechos humanos de los presos, de los niños. En lo único que no era adelantada a su tiempo era su visión de la sexualidad».
Reconoce que le costó «hincar el diente» a una mujer apasionante pero «escurridiza». «Se llama Concha, y con el tiempo genera una concha, un caparazón, para protegerse», concluye Caballé sobre la pensadora gallega.
Una idea, una historia

No deja de ser un dato interesante que Isaiah Berlin, para muchos el pensador liberal más importante del siglo veinte, fuera, como tantas otras figuras intelectuales destacadas de su tiempo, un exiliado. Nacido en la capital letona de Riga –a la sazón, una ciudad rusa– en 1909, llegó a Inglaterra en 1921 huyendo de San Petersburgo con su familia tras la Revolución bolchevique de 1917.
No obstante, al final de su vida y antes de morir en 1997, Berlin llegó a convertirse, a pesar de su procedencia extranjera, en un miembro indiscutible del «establishment» intelectual británico.
Sin embargo, aunque adquirirá renombre intelectual como defensor del liberalismo, será la publicación en 1939 de su primer libro sobre Karl Marx la que va a señalar un cambio de dirección hacia el campo en el que iba a recibir gran parte de su prestigio académico: la historia de las ideas.
¿Dónde radica el interés de la obra de Berlin? En un lugar común se ha convertido, sin duda, la célebre afirmación de Joseph de Maistre de que a lo largo de su existencia había visto franceses, italianos, rusos o que incluso, gracias a Montesquieu, sabía de la existencia de persas, pero que, en cuanto al hombre, nunca había en su vida encontrado ninguno. Hoy, desde luego, tras las catástrofes totalitarias del siglo pasado, sabemos también que no sólo se puede ser trágicamente hombre «a secas», sin determinaciones o anclajes sustantivos, como es el caso de los inmigrantes «sin papeles» que, como fantasmas, desbordan nuestras fronteras del bienestar, sino también que existe una ceguera típicamente nacionalista: la de únicamente ver sólo vascos, españoles, irlandeses o ingleses, que reduce la complejidad del «hombre» a mero miembro de una gloriosa o colonizada entidad nacional y territorial.
En esta tensión trata de habitar la obra de Berlin. Lejos de perseguir un interés erudito, él trató, por un lado, de arrojar luz sobre el papel histórico de las ideas en su presente desde este cuestionamiento de la «armonía racional» apuntado por el tradicionalismo de De Maistre, aunque sin ceder, por otro, a la tentación irracionalista. Básicamente, esta reconstrucción del mapa ideológico del siglo veinte le llevó a distinguir entre la posición «monista» y la «pluralista», una contraposición que, desde un punto de vista histórico, tendrá como contrincantes principales a la Ilustración y la «contrailustración» romántica, pero que recorre el siglo bajo otras etiquetas. No en vano Berlin estudió a autores inclasificables como Vico, Herder, J. G. Hamann, Maquiavelo, Montesquieu o Tolstoi, entre otros, aparte de interesarse por los movimientos intelectuales de los siglos XVIII y XIX.
Sin embargo, la contribución más famosa de Berlin a la filosofía política no es un libro, un artículo o un ensayo, sino la lección inaugural impartida por él en 1958 como profesor de Teoría Política y Social titulada «Dos conceptos de libertad», obra que luego volvería a ser publicada (junto con «Inevitabilidad histórica» y dos contribuciones más) en el ya clásico «Cuatro ensayos sobre la libertad».
En este célebre artículo, Berlin trata de demostrar que, desde el pensamiento moderno en adelante, la filosofía occidental se debate con dos nociones de libertad: la «positiva» y la «negativa». Allí donde la primera incorpora el ideal moral de autonomía al entender la libertad como la facultad de no obedecer ninguna ley externa en cuya elaboración no se haya prestado consentimiento, la segunda tendría como rasgos distintivos la no coacción y la limitación. Esta última consiste en la ausencia de impedimentos externos de las acciones, de modo que cada individuo pueda con sus acciones buscar su felicidad con tal de no impedir la de los demás. Si Rousseau pasa por ser el pensador por excelencia de la libertad positiva, es la tradición liberal, desde Hobbes en adelante, la que habría encarnado el proyecto de la negativa, al defender la prioridad absoluta de la libertad frente a la igualdad.
Hijo de un emigrante ruso comerciante de maderas, judío, que se instala en Inglaterra, Isaiah Berlin consiguió los mayores honores en su país de acogida y, sobre todo, ser considerado uno de los pensadores políticos más influyentes del siglo XX. Entre 1957 y 1967 fue profesor de Teoría Social y Política en la Universidad de Oxford, fundó y presidió el Wolfson College, fue presidente de la Academia Británica entre 1974 y 1978 y recibió, en 1979, el Premio Jerusalén. Entre sus estudios publicados en castellano figuran «El erizo y la zorra: un ensayo sobre el enfoque de la historia de Tolstoi» (1953), «Dos conceptos de libertad» (1958), «Cuatro ensayos sobre la libertad» (1969), «Contra la corriente: ensayo sobre la historia de las ideas» (1979), «Ha nacido Isaías Nitor» (1992) o «El sentido de la realidad» (1996).
La piel del camaleón pensante

El escritor Jordi Gracia equilibra la dimensión humana con la faceta intelectual de José Ortega y Gasset en una exhaustiva biografía que desactiva varias leyendas sobre este gran pensador y ensayista, entre ellas la de su franquismo o su complicidad con los fascismos.
«En la Guerra Civil, Ortega decide que el bando que mejor protege sus intereses es el franquista. No fue tanto una elección como una resignada opción. Pero luego no tiene ninguna simpatía ni por Franco ni por el régimen», afirma.
Publicado por la Fundación Juan March y la editorial Taurus dentro de la prestigiosa colección «Españoles eminentes», el libro rastrea cada año de la vida de Ortega para que se entienda bien cómo se forjó el pensamiento de quien fue «una figura absolutamente capital en la modernización intelectual de España».
Ortega (1883-1955) era un hombre «insultantemente inteligente» y «una máquina de pensar infatigable», entre otras razones porque «el placer inagotable de pensar es parte de su intimidad como sujeto», dice Gracia, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Barcelona y cuyos ensayos han merecido varios premios.
La vía mejor para adentrarse en la figura de Ortega ha sido «una inmersión integral» en sus cartas, que en su mayor parte permanecen inéditas pero están accesibles en la Fundación Ortega y Gasset.
Y ha trabajado, además, con «esa maravilla de 600 páginas» que es «Las cartas de un joven español», un libro que muestra al «muchacho que era Ortega entonces, un joven superdotado, con una capacidad mental para organizar la descripción del mundo que era única», comenta el autor de esta biografía de 700 páginas, fruto de cinco años de trabajo.
Al no escamotear la dimensión humana, Jordi Gracia refleja también las facetas más antipáticas de Ortega, en especial «su complejo de superioridad». «Era muy engreído y muy suspicaz. No encajaba las críticas».
«Y tenía un impulso mesiánico redentor». El horizonte de su ambición intelectual, añade el biógrafo, «era gestar la transformación de España en un país moderno».
Ortega también descubre pronto que «puede llegar a ser el formulador de la nueva filosofía». La teoría de la relatividad de Einstein, «en la medida en que descubre un nuevo tiempo en términos físicos, necesita una nueva filosofía», y esa es la que iba a aportar Ortega, comenta el autor.
En 1914, Ortega ya era «el pensador más moderno, europeo y perdurable del siglo XX en España». Ese año fue clave en su trayectoria porque «lidera la movilización política de los jóvenes antisistema -entonces habría que llamarlo así- contra el Partido Conservador y contra el Partido Liberal».
Y ese año publica «Meditaciones del Quijote», la primera cristalización de su pensamiento. En 1916 «empieza a sentir que tiene ya armada la idea de su razón vital filosófica».
Este «pensador ateo que identifica como enemigo de su proyecto a la iglesia católica» fue «admirado y respetado» por intelectuales como Unamuno, Valle-Inclán, Baroja, Azorín, Machado, Juan Ramón Jiménez, Azaña, Gregorio Marañón o Américo Castro.
Esa admiración no evitó que algunos «detectaran pronto la soberbia» de Ortega. Fue Pérez de Ayala el que le dijo «en una carta feroz: ‘usted no acepta las críticas de nadie. Usted cree que es la verdad'», recuerda Gracia.
Entre «las leyendas» que esta excelente biografía intenta desactivar está la de «la marginalidad política» de Ortega.
Su participación en política «fue muy activa», asegura el biógrafo. Decidió liderar «la necesidad de ir a una II República» y de luchar contra la dictadura de Primo de Rivera y la monarquía.
«En su fantasía más secreta estuvo incluso la posibilidad de presidir la República, pero de inmediato se dio cuenta de que era inviable», señala el autor.
En la Guerra Civil, Ortega consideró «un mal menor» el bando franquista, pero no lo hizo público «salvo en unas pocas líneas en 1938. Por fin sí acepta colaborar con el servicio de propaganda franquista, y lo hace a través de un artículo larguísimo que le sirve para garantizar que él estaba en el lado franquista», añade el autor.
Le echaron en cara su silencio durante la Guerra Civil, una actitud que «ya había predicado» en 1914. Las guerras, pensaba Ortega, «neutralizan la posibilidad de decir la verdad» y el único modo de estar a la altura era el silencio.
En su correspondencia consta que se suma al bando franquista, pero «eso no significa que de Ortega salga un franquista. No tiene ninguna simpatía ni por Franco ni por el régimen», subraya Gracia.
En la primera posguerra intentará regresar a España y «tanteará hasta dónde es verdad que él puede servir para reformar en sentido liberal al régimen».
«El escarmiento es inmediato. Y se da cuenta de que utilizan como herramienta de legitimación del régimen su presencia en España, y sobre todo la conferencia que pronunció en el Ateneo de Madrid en 1946, que causó consternación entre los intelectuales del exilio.
Jordi Gracia tiene muy claro que a Ortega no se le puede asociar con el fascismo. «Ninguno de los dos totalitarismos del siglo XX era solución de nada, decía una y otra vez», concluye.
Fervor carnal entre palabras

Nacida en San Petersburgo, Lou Andreas Salomé (1861-1937) fue una escritora, pensadora y psicoanalista que figuró en los círculos intelectuales más notables de la Europa de finales del siglo XIX. A pesar de convivir con las mentes más privilegiadas de su época, ella es hoy virtualmente desconocida, un hecho que nos obliga a cuestionarnos la validez de la fama.
Hija de un general ruso que trabajaba al servicio de la familia Romanov, a los 17 años conoció a su primer mentor, Henrik Gillot, maestro de los hijos del zar que la iniciaría en teología y en literatura francesa y alemana. Gillot, casado y con hijos, se enamoró rápidamente de Lou y pidió su mano, ella lo rechazó.
En 1880, Lou viajó a Zúrich con su madre donde cursó estudios de dogmática e historia de la religión en la Universidad de Zúrich. Dos años después se trasladó a Roma donde conoció a Paul Rée (quien sería su amante durante un tiempo) y a Friedrich Nietzsche, con quienes establecería un trío intelectual apabullante. Sus viajes y estudios continuaron, hasta que en 1887 conocería al hombre con quien se casaría, Carl Friedrich Andreas. El matrimonio con Andreas, que duró hasta la muerte de él en 1930, nunca fue consumado, pues se dice que él la chantajeó con suicidarse si no aceptaba casarse con él y que siempre vivieron en casas separadas, además de que Lou mantuvo relaciones con otros hombres durante el resto de su vida
Salomé mantendría una independencia económica de su marido escribiendo artículos y libros. Fue la primera en publicar estudios sobre la obra de Nietzsche, seis años antes la muerte del filósofo, quien en algún punto se enamoró de ella y le pidió matrimonio, propuesta que ella, una vez más, rechazaría. Algunos estudiosos creen que fue en esta etapa y bajo la influencia del desencanto que Nietzsche escribiría Así habló Zaratustra.
En 1897, ya casada con Andreas, Lou conoció al escritor Rainer Maria Rilke, con quien mantendría una relación amorosa durante muchísimos años. El joven poeta, quince años menor que ella, se enamoró instantáneamente de Lou, que al principio lo rechazó. Después de tiempo y tras la insistencia de Rilke, ella accedió a tener una relación con él, que siempre osciló entre el amor, la amistad, la admiración, el amor platónico y una relación creativa muy profunda. Prueba de su prolongada e intensa relación son las cartas de amor que se escribieron y que aún se conservan. Entre otras muchas cosas, ella le enseñó ruso a Rilke, para que éste pudiera leer a Tolstói y a Pushkin.
En 1902, tras el suicidio de Paul Rée, Salomé entró en una profunda crisis de la que saldría con la ayuda del doctor vienés Friedrich Pineles. Ella mantendría una relación amorosa con él que resultaría en un aborto voluntario por parte de Lou.

En 1911, ella conoció a Sigmund Freud e inmediatamente se enganchó con el psicoanálisis, siendo la única mujer aceptada en el Círculo Psicoanalítico de Viena. Ambos mantendrían una relación amistosa de profundo respeto y cariño durante el resto de sus vidas. A partir de 1915, ella comenzó a dar consulta psicoanalítica en la ciudad alemana de Gotinga.
Lou se familiarizó rápidamente con los pensamientos fundamentales de Freud y le solicitó poder trabajar bajo su dirección, a lo que él accedió gustoso. En el plano personal, Freud llegó a decir de Lou que se había acostumbrado tanto a su presencia que se sentía molesto cuando su silla estaba vacía, además admiraba de Lou que supiese reírse de sí misma, que no fuera rencorosa y que no se jactara de sus hazañas ni celebrara sus amistades. La amistad entre ambos duró un cuarto de siglo, hasta la muerte de Freud. En el plano profesional, tras elegir la profesión de psiquiatra, se entrega a ésta en cuerpo y alma, a pesar de que Freud le advierte de los peligros de dedicar más de 10 horas diarias al psicoanálisis, ya que ella trabajaba incansablemente.
Uno de los temas que más interesó a Lou fue el instinto sexual, ya que ella había publicado su libro “El erotismo” un año antes de conocer a Freud, quien confirmó muchos de los hallazgos obtenidos por Lou independientemente de sus propias investigaciones; según Lou, la sexualidad era una necesidad física como el comer, el amor correspondido muere de saciedad y la vida amorosa natural se basa en la infidelidad. Además, para Lou, el amor sexual, la creación artística y el fervor religioso son tres aspectos distintos de la misma fuerza vital; el símbolo de este triple aspecto de la fuerza vital es la triple función de la mujer como amante, madre y virgen.
Lou Andreas Salomé murió en 1937, a los 76 años de edad, a causa de una falla renal. Su pensamiento mezcló el psicoanálisis freudiano con la filosofía de Nietzsche y sus estudios se basaron, principalmente, en el narcisismo y en la sexualidad femenina.
Se trata de una mujer que vivió su vida con una extrema libertad, fuera de lo común para su época; ella fue un ícono de la mujer liberada de principios del siglo XX. Y a pesar de que extrañamente permanecería en la región sombría de la memoria histórica, lo cierto es que algunos de los hombres fundamentales de los últimos cien años suspiraron más de una vez por ella.
Cioran, ese oscuro horizonte

Hijo de un prelado de la Iglesia ortodoxa, E. M. Cioran nació en Rasinari (1911), un pequeño pueblo de Transilvania, donde transcurrió su infancia en contacto con la naturaleza. De la madre parece heredar su inclinación a la melancolía. Por oposición a su padre, a quien, sin embargo, respeta, fue hasta los 17 años un ateo furioso.
Con «De lágrimas y de santos» (1937), cuarto de los cinco libros escritos y publicados en su país, Cioran conjura la gran crisis religiosa de su vida. Reescribe cuatro veces su primer libro en francés, lengua cuyo rigor le resulta «inhumano, infernal»; Gallimard publica inmediatamente ese libro (Breviario de podredumbre, 1949), al que seguirá una obra singular («Silogismos de la amargura»). Vendrán después «La tentación de existir», «El aciago demiurgo», «Del inconveniente de haber nacido» (editado por Taurus), «La caída en el tiempo» (Monteávila) e «Historia y utopía» (Artífice). Hasta llegar a «Desgarradura» (Montesinos, 1983), libro en el que Cioran suscita posiciones extremas, y los extremos comprometen siempre.
Maestro del aforismo, ese «fuego sin llama» que permite aventurarse en la paradoja humana, inclinado a hurgar en las llagas propias, desgarrado entre la maldición de haber nacido y el vicio de vivir, al escritor rumano le queda pequeña la condición de hombre.
En 1996, el filósofo y escritor rumano publica “De La caída en el tiempo”. En el texto, observa que “el encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo deforme, linda con la indecencia”. “Sin duda es deplorable que todavía devoren en ciertas tribus a los ancianos estorbosos; sin embargo, no hay que olvidar que el canibalismo representa, tanto un modelo de economía cerrada, como una costumbre que, algún día, seducirá al atestado planeta. y a pesar de que se persiga sin piedad a los antropófagos, no me conmueve que vivan en el terror y que terminen por desaparecer, minoría ya de por sí, desprovista de confianza en sí misma, incapaz de abogar por su propia causa”, dice.
Apunta además Cioran que distinta, y en extremo distinta subraya, es “la situación de los analfabetos, considerable masa apegada a sus tradiciones y privaciones y a la que se castiga con una injustificable virulencia. Pues, a fin de cuentas, ¿es un mal no saber leer ni escribir? Francamente no lo creo. E incluso pienso que deberemos vestir luto por el hombre cuando desaparezca el último iletrado”.
Así, Ciorán cree que “el interés de los hombres civilizados por los pueblos que se llaman atrasados es muy sospechoso. Incapaz de soportarse más a sí mismo, el hombre civilizado descarga sobre esos pueblos el excedente de males que lo agobian, los incita a compartir sus miserias, los conjura para que afronten un destino que él ya no puede afrontar solo.
A fuerza de considerar la suerte que han tenido de no “evolucionar”, experimenta hacia ellos los resentimientos de un audaz desconcertado y falto de equilibrio. ¿Con qué derecho permanecen aparte, fuera del proceso de degradación al cual él se encuentra sometido desde hace tanto tiempo sin poder liberarse?
La civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que pretende infligir a aquellos que han permanecido fuera de ella. “Vengan a compartir mis calamidades; solidarícense con mi infierno”, es el sentido de su solicitud, es el fondo de su indiscreción y de su celo.
Excedido por sus taras y, más aún, por sus “luces”, sólo descansa cuando logra imponérselas a los que están felizmente exentos. El hombre civilizado ya procedía así incluso en la época en que no era ni tan “ilustrado” ni estaba tan harto, sino entregado a la avaricia y a su sed de aventuras y de infamias. Los españoles, por ejemplo, en la cúspide de su carrera, debieron sentirse tan oprimidos por las exigencias de su fe y los rigores de la Iglesia, que se vengaron de ellos mediante la Conquista”.
“¿Alguien trata de convertir a otro? No será jamás para salvarlo, sino para obligarlo a padecer, para exponerlo a las mismas pruebas por las que atravesó el impaciente convertidor: ¿vigilia, plegaria tormento? Pues que al otro le ocurra lo mismo, que suspire, que aúlle, que se debata en medio de iguales torturas. La intolerancia es propia de espíritus devastados cuya fe se reduce a un suplicio más o menos buscado que desearían ver generalizado, instituido. La felicidad del prójimo no ha sido nunca ni un móvil ni un principio de acción, y sólo se la invoca para alimentar la buena conciencia y cubrirse de nobles pretextos: el impulso que nos guía y que precipita la ejecución de cualquiera de nuestros actos, es casi siempre inconfesable. Nadie salva a nadie; no se salva uno más que a sí mismo, aunque se disfrace con convicciones la desgracia que se quiere otorgar. Por mucho prestigio que tengan las apariencias, el proselitismo deriva de una generosidad dudosa, en sus efectos que una abierta agresividad. Nadie está dispuesto a soportar solo la disciplina que ha asumido ni el yugo que ha aceptado. La venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol. Su aplicación en convertir no es para liberar sino para convertir”
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