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Mayo del 68, la revolución de la testosterona

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La historiadora y feminista Malka Markovich, nacida en 1959 opina que “mayo del 68 desembocó en un movimiento feminista esencial para la evolución social de Francia, (…) pero también ha tenido daños colaterales”. Por ejemplo:[el movimiento, que ella considera violento] “llevará al capitalismo pornográfico, el desarrollo de la industria del sexo completamente desenfrenado que cosifica al ser humano en lugar de darle cierta dignidad
La historiadora y feminista Malka Markovich opina que “mayo del 68 desembocó en un movimiento feminista esencial para la evolución social de Francia, (…) pero también ha tenido daños colaterales”. Por ejemplo:[el movimiento, que ella considera violento] “llevará al capitalismo pornográfico, el desarrollo de la industria del sexo completamente desenfrenado que cosifica al ser humano en lugar de darle cierta dignidad

El movimiento francés de Mayo del 68 puso el embrión para el combate feminista, pero también tuvo sus daños colaterales: la mujer vista como un objeto y el sexo considerado una «mera mercancía».

Libros como «L’autre héritage de 68» («La otra herencia del 68»), de Malka Markovich, o «Filles du 68» («Hijas del 68»), de Michelle Perrot, han hecho balance del impacto en la lucha feminista medio siglo más tarde de la revolución cultural y social que paralizó Francia e influyó en los países occidentales.

Mientras los hombres copaban los puestos de liderazgo -con Daniel Cohn-Bendit y Alain Geismar a la cabeza-, las mujeres se organizaron alrededor del Movimiento de Liberación de las Mujeres (MLF) para, entre otras reivindicaciones, pedir el derecho a la píldora anticonceptiva y al aborto, dos conquistas que se conseguirían en años posteriores al 68.

«Ellas tenían una creatividad fantástica, pero su voz caía en el desierto, un desierto formado por una marabunta de hombres que no querían cuestionarse las antiguas relaciones entre hombres y mujeres», denuncia la historiadora Markovich, nacida en 1959.

«Mayo del 68 desembocó en un movimiento feminista esencial para la evolución social de Francia, (…) pero también ha tenido daños colaterales», agrega.

Daños que se plasman en convertir a las «mujeres en meros objetos sexuales» en el que se mezcló de forma caprichosa «libertad, libertinaje y, en algunos casos, pedofilia», a su juicio.

Eslóganes como «disfrutar sin límites», «mi cuerpo me pertenece» y «prohibido prohibir» se volvieron contra las propias mujeres en el momento que se asumió que cuerpo y mente de las féminas podían ir por separado.

«Este hecho banalizó los comportamientos más ancestrales y arcaicos y permitió la eclosión de una industria sexual capitalista», lamenta.

Del rol femenino en el 68 hay muchos documentos gráficos -uno de ellos, el de una joven enarbolando la bandera de Vietnam en la plaza parisina de Edmond-Rostand, se convirtió en icono de la revolución-, pero ni casi rastro de su participación en los primeros rangos del movimiento.

«Había mucha virilidad en el movimiento (…) con pocas mujeres en las delegaciones estudiantiles», señala Perrot (París, 1928) en el prefacio de su obra, que recoge los testimonios de mujeres que tenían entre 15 y 54 años en el periodo del movimiento.

El libro de la historiadora recoge emocionantes testimonios de jóvenes madres para las que Mayo del 68 supuso la luz al final del túnel y de otras que, en la cincuentena, vivieron el movimiento también a través del implicación de sus hijos.

Para Perrot, el legado más importante para las mujeres fue el de «liberación» de la palabra en público.

«Hubo un antes y un después: antes el silencio reinaba y las preguntas se las hacía una misma. Después, se liberó la palabra y fue entonces cuando comenzaron a aparecer soluciones», sostiene.

Cincuenta años más tarde del 68, estereotipos franceses como el de la galantearía masculina siguen enraizados, a pesar de que se han puesto en tela de juicio a partir del movimiento de denuncia de acoso y agresión sexual «#MeToo».

«Detesto la idea de la galantearía. Significa una relación jerárquica, una visión desfasada de las mujeres», apunta Markovich.

Para Perrot, la galantearía «transforma las relaciones entre los sexos en una especie de comercio del espíritu del que el corazón y los sentidos no forman parte».

«Se trata de un juego mental. Es lo contrario a la pasión», resume la autora.

El padre de la contracultura estandarizada

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El espíritu del tiempo, según su propia definición, incluye la crítica a la tecnocracia, al cientificismo, a los esquemas de relación familiar y sexual tradicionales, así como la afirmación de que hay más formas de conciencia que la del hombre adocenado. No hay, sostiene, por qué excluir radicalmente el uso de elementos psicotrópicos, pero tampoco convertir a estos en la panacea. "La contracultura", decía el propio Roszak, "es una exploración del comportamiento concreto de la conciencia" y "la experiencia psicodélica se nos muestra como uno entre otros métodos posibles de explorar esa exploración". Y a la misma altura colocaba el teatro o la poesía
El espíritu del tiempo, según Roszak, incluye la crítica a la tecnocracia, al cientificismo, a los esquemas de relación familiar y sexual tradicionales, así como la afirmación de que hay más formas de conciencia que la del hombre adocenado. No hay, sostiene, por qué excluir radicalmente el uso de elementos psicotrópicos, pero tampoco convertir a estos en la panacea. «La contracultura», decía el propio Roszak, «es una exploración del comportamiento concreto de la conciencia» y «la experiencia psicodélica se nos muestra como uno entre otros métodos posibles de explorar esa exploración». Y a la misma altura colocaba el teatro o la poesía

El historiador, crítico social y novelista Theodore Roszak vio las rebeliones juveniles de fines de los años sesenta como un movimiento que merecía un análisis propio y un nombre: la contracultura.

Roszak, escritor y profesor de la Universidad Cal State East Bay, escribió un libro que definiría esa época: ‘El nacimiento de una contra cultura’ [The Making of a Counter Culture] (1969), un libro documental que fue éxito de ventas y popularizó la palabra ‘contracultura’.

Basándose en la influyente obra de pensadores como Herbert Marcuse, Paul Goodman y Alan Watts, el libro examina el entramado intelectual del movimiento social que empezó a mediados de los años sesenta y se extendió hasta entrados los setenta: las protestas en las ciudades universitarias, los love-ins, el rock y los festivales con drogas psicodélicas que contagiaron masivamente a los jóvenes y desconcertaron a sus mayores. Los jóvenes construyeron “una cultura tan radicalmente apartada de los presupuestos tradicionales de nuestra sociedad”, escribió Roszak, “que para muchos apenas es cultura, sino que adopta la alarmante apariencia de una intrusión bárbara.”

Pero donde unos veían caos en las protestas de los estudiantes universitarios, en las comunas hippies, en los deadheads [seguidores de la banda The Grateful Dead, pero también usuarios de drogas psicodélicas] y en los camellos, Roszak vio un movimiento serio posiblemente de valor compensatorio, una oposición juvenil a la “tecnocracia” que decía estaba en el origen de problemas como la guerra, la pobreza, la desarmonía social y el deterioro ecológico.

“Fue una época en la que ocurrió un inmenso trastorno cultural en el país. ¿Pero en qué consistía? ¿Era solamente un montón de conductas anómalas? ¿Era… una de las consecuencias no previstas de la Guerra de Vietnam? No había herramientas conceptuales para entenderlo”, cuenta en una entrevista Todd Gitlin, profesor en la Universidad de Columbia que escribió una popular historia de los años sesenta. “La gente estaba tratando de entender qué estaba pasando. Él le dio nombre. Es por eso que el libro fue un éxito.”

Roszak escribió o publicó más de diecisiete libros, incluyendo ‘La voz de la tierra’ [The Voice of the Earth: An Exploration of Ecopsychology] (1992), un revolucionario trabajo sobre la relación entre la salud planetaria y la personal.

Incursionó también en la industria cinematográfica, el fundamentalismo y el lado oscuro de la tecnología en varias novelas, incluyendo ‘Plaga’ [Bugs] (1981), ‘Parpadeo’ [Flicker] (1991) y ‘El diablo y Daniel Silverman’ [The Devil and Daniel Silverman] (2003). ‘Memorias de Elizabeth Frankenstein’ [The Memoirs of Elizabeth Frankenstein] (1995) inspiraron la poco convencional vida de Mary Shelley, que escribió la historia original de Frankenstein; también ganó el Premio James Tiptree Jr. por su exploración de temas de género.

“Siempre estaba tratando de mirar debajo de las cosas, qué significa todo eso”, recuerda Ernest Callenbach, colega escritor de Berkeley cuya novela ‘Ecotopía’ [Ecotopia], de 1975, fue también un hito histórico de la contracultura.

Hijo de un carpintero, Roszak nació en Chicago el 15 de noviembre de 1933. Más tarde su familia se mudó a Los Angeles, donde estudió en la Escuela Secundaria Dorsey antes de licenciarse en historia en la Universidad de California en Los Angeles en 1955. Se doctoró en historia en la Universidad de Princeton en 1958 y en 1959 se incorporó como docente a la Universidad de Stanford.

En 1963 se incorporó al departamento de historia de la Cal State Hayward (en 2005 se convirtió en la Cal State East Bay). Más tarde tomó un permiso de un año para publicar un pequeño diario pacifista en Londres. Estaba allí cuando en 1964 estalló en la Universidad de California en Berkeley el movimiento por la libertad de expresión.

En el verano de 1967, Roszak estaba trabajando en una serie de artículos para el diario The Nation sobre las protestas universitarias que se extendían por todo el país. Estaba todavía en Londres cuando empezó a oír sobre raros acontecimientos en el distrito Haight-Ashbury en San Francisco, epicentro del movimiento hippie durante el llamado Verano del Amor.

Mientras que la mayoría de los informes de prensa se concentraron en los aspectos más extravagantes del acontecimiento cultural espontáneo que atrajo a miles de jóvenes hacia el Área de la Bahía, “para entonces yo estaba convencido de que se trataba de algo más que de sexo, drogas y rock ‘n’ roll”, dijo Roszak en una entrevista con la Chronicle of Higher Education en 2007. “No que el sexo, las drogas o el rock ‘n roll no tuvieran relevancia… ¿Pero se puede dar a esa declaración una traducción filosófica más accesible? Esa fue la tarea que me impuse” en lo que llegaría a ser ‘El nacimiento de una contra cultura.’

El crítico Robert Kirsch escribió en Los Angeles que el análisis de Roszak de las ideas que daban forma a la mentalidad de la contracultura era “críticamente sólido, reflexivo y difícil.” En el New York Times, Robert Paul Wolff concedió que Roszak “puede tener razón de que nuestros jóvenes están huyendo del ideal de la razón”, pero concluyó que el autor “culpaba demasiado rápidamente a la cosmovisión científica de todos los males de la sociedad.”

Cuando se publicó ‘El nacimiento de una contra cultura’, Roszak era, según las normas de la contracultura, demasiado viejo para ser fiable: tenía 35 años. Simpatizaba con los objetivos del movimiento, pero criticaba algunos de sus medios, particularmente la popularidad de las drogas alucinógenas. “Tenía los pies en la tierra”, dijo su esposa.

Se retiró de la docencia en 1998, pero siguió estudiando a los chicos de los años sesenta, ahora todos en la tercera edad. Concentrándose en lo que llamó la revolución de la longevidad, produjo, cuarenta años más tarde, una especie de secuela a su libro de 1969. La tituló ‘The Making of an Elder Culture.’

El rock como modelo predecible de consumo

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Dylan y Ginsberg durante la visita a la tumba de Jack Kerouac en 1975
Dylan y Ginsberg durante la visita a la tumba de Jack Kerouac en 1975

La música rock fue desde sus inicios objeto de numerosas críticas, y no únicamente de furibundos padres alarmados ante el inaceptable movimiento de caderas de Elvis Presley, o los aullidos desaforadamente sexuales de Little Richard. Había algo en la música rock que la hacía “menor” en comparación con la sacrosanta música clásica o incluso con un jazz ya aceptado y asentado como la música de una selecta minoría, más o menos intelectual. Incluso el folk estaba sancionado por ser una música de raíces.

Ese algo era, precisamente, que el rock era “mayor”. Se vendía mucho más que otros estilos musicales. No estamos hablando únicamente de elitismo. El público del rock lo constituía una numerosísima caterva de histéricos adolescentes, nacidos del optimismo ante el fin de la Segunda Guerra Mundial, acríticos para con cada nuevo producto que se les vendía. Si éstos eran los aficionados, ¿qué podía esperarse de la chillona música que escuchaban?

Esto, por supuesto, es una visión sesgada. Claro que hubo discusión acerca de qué artista era mejor que otro, o qué canción valía la pena y cuál era una auténtica gozada, pero sus principales valedores, incluso en el caso de los artistas más populares, eran jóvenes. A veces, también eran negros, lo cual no hacía mucho por mejorar el aspecto callejero o inferior del asunto a los ojos del respetable hombre blanco que debía decidir la asignación económica que su hijo o hija adolescente iba a poder dedicar a comprar música.

Sea como fuere, el rock se consolidó como un negocio cada vez más rentable, por cuanto sus fans (y entre ellos los futuros músicos) iban creciendo y entrando en un mercado laboral en expansión, debido justamente a la previsión de la enorme demanda que estos jóvenes harían de productos de todo tipo (incluidos reproductores de música, singles y discos de larga duración —cada vez más solicitados por músicos y, sobre todo, emisoras de radio necesitadas de cubrir holgadamente su programación—, y entradas de conciertos) cuando gastasen su recién adquirido primer sueldo. A este respecto resulta altamente revelador un texto de Tony Judt, contenido en su obra Postguerra: “Hasta aquel momento (finales de la década de 1950), la gente joven no había siquiera constituido una entidad diferenciada de consumidores”

Todo este marcado carácter de fenómeno sociológico y económico de masas no hacía sino poner de manifiesto la inferioridad del rock. Simon Frith lo explica muy bien: “El acierto con el que logramos explicar la consolidación del rock ‘n’ roll o la aparición de la música disco se toman como prueba de su falta de interés estético”. Fue entonces perfectamente normal que en algún momento no muy posterior algunos músicos de rock empezasen a desarrollar ciertas inquietudes artísticas.

Jeff Nuttall habla, en su libro Las culturas de posguerra (1968), de cómo un suceso de la magnitud de un hongo atómico fue por sí solo el detonante de toda una corriente de críticas contra el mundo que los jóvenes habían heredado, y de la elección de las artes (entre ellas, la música rock) como forma idónea (quizá la única) de expresar el malestar y desasosiego continuos propios de la sociedad de la Guerra Fría.

Más cerca en el tiempo, y con menor carga lisérgica, José Manuel Azcona menciona a Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg como referentes indispensables para entender el maridaje entre la música para adolescentes de Elvis, The Beatles o The Rolling Stones, carente en principio de componente intelectual alguno, con las ideas contraculturales del Movimiento Hippie, heredero natural del inconformismo propio de la Beat Generation.

Es en este contexto donde aparece la figura de Bob Dylan, quien, con su formación folk y sus letras hondas y comprometidas hasta un extremo impensable para los adolescentes fans de los Everly Brothers o The Beach Boys, era un improbable o vago modelo pop. Cuando dio el salto al rock electrificado, abandonando el sonido acústico de sus inicios (y siendo duramente criticado por ello desde instancias folk), trajo consigo la reputación ganada, transformando el escenario y abriendo un nuevo abanico de posibilidades líricas en el rock. De repente, el rock tuvo una vertiente elevada en lo intelectual (que con los años se vería sancionada incluso con la concesión de galardones que, como el Premio Príncipe de Asturias en 2007, habían estado tradicionalmente destinados a literatos). Mark Polizzotti escribe:

Se ha escrito tanto sobre Dylan y sobre Highway 61, que cualquier comentario añadido parece redundante. Al ser la estrella de rock oficial de la gente pensante, Dylan ha sido carnaza intelectual para generaciones de comentaristas. Otros artistas han vendido más discos, desde los Beatles hasta Michael Jackson o Mariah Carey, pero ninguno de ellos ha inspirado el mismo nivel de reverencia o de referencia.

La revigorizada vertiente lírica que Dylan introdujo fue importante para todo el rock posterior. Para el rock progresivo es quizá el primer peldaño, no el más importante, en su ascensión hacia unas más elevadas cotas de creación artística. Algo que formaba parte de sus ambiciones, tanto o más que la venta de discos.

Esta fase de la contracultura juvenil tuvo muy probablemente en el festival de Woodstock su punto álgido, al menos en cuanto a notoriedad mediática. El evento, organizado por cuatro veinteañeros y celebrado durante tres días de agosto de 1969 en una granja a las afueras de un pueblo del estado de Nueva York, suscitó todo tipo de comentarios, algunos no muy positivos. Uwe Schmitt, con motivo de unos programas de radio con el hilo conductor de la fiesta en la historia, nos lo cuenta así:

En Europa el debate sobre el fenómeno de masas que había sido Woodstock se inició en el otoño de 1970, cuando el documental de tres horas de Michael Wadleigh permitió al menos una visión parcial. La película dividió a la crítica cultural en dos campos hostiles que no tenían nada que envidiarse en cuanto a animosidad. Mientras unos no se cansaban de ensalzar beatíficamente el mito de una fiesta gigante de la paz que mostraba definitivamente el camino hacia una nueva sociedad libre a los hijos de Marx y de la Coca-Cola y al establishment, tan odiado por ellos, los otros condenaban la visión de Woodstock como peligrosa o demasiado cándida. Se produjo una curiosa coalición de rechazo entre los escritores ultrarreaccionarios y los representantes de la intelectualidad de izquierda, que tildaron por su parte a Woodstock de ejemplo frankfurtiano de manual en el que se mostraba un movimiento de masas desviado hacia el servilismo del explotador capitalista. Merece la pena retomar el hilo de estas agrias polémicas, que nos vuelve a llevar directamente a una época de esperanzadas rebeliones de la que el símbolo de Woodstock fue a menudo aislado y, por así decirlo, expulsado de manera fatal.

«La Dialéctica de la Ilustración» de Horkheimer y Adorno, con su concepto de la industria cultural, así como la obra de Enzensberger «Industria de la conciencia» ocuparon un lugar destacado entre los recursos argumentativos de los detractores de Woodstock. Estos escritos, utilizables por igual como meras proclamas o en exposiciones serias, se vieron apoyados a gusto del consumidor por declaraciones menos difundidas de testigos contemporáneos. Por ejemplo, por la crítica de Jürgen Habermas al “comportamiento moderno del ocio” que “no sería voluntario sino que dependería del ámbito de la producción en forma de “ofertas para el tiempo libre”. Una frase tomada de “Integración y desintegración”, artículo de Adorno y Benjamin publicado en 1942, presenta una línea de ataque similar: “La idea de que en una sociedad sin clases se prescindirá en gran medida del cine y la radio, que probablemente ya ahora mismo no sirven a nadie, no es en modo alguno absurda”. ¿La sociedad sin clases?

Nadie vacilaba entonces en aplicar burlonamente estos imponentes conceptos a la nación sin clases de aquel fin de semana en Woodstock. Y sólo unos pocos objetaron a esta elevada crítica no haber entendido precisamente lo esencial de la revuelta juvenil. .

Así que no era suficiente con las letras de protesta. Nada de lo que se dijera en una canción podría conmover o hacer cambiar de opinión a quien pensaba que cualquier cosa salida de un amplificador con guitarras eléctricas era inválida por cuanto estaba socialmente condicionada o políticamente predeterminada; incluso si el mensaje se lanzaba precisamente contra la opresiva élite responsable de la Guerra de Vietnam, por poner un ejemplo típico, usado precisamente en el festival de Woodstock.

Los sueños de pelo largo

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Los estadounidenses y sus experiencias en tierras lejanas y exóticas se encontraban entre los sujetos favoritos de Michener. Escribió sobre ellos en "Caravanas", una novela de 1963 basada en un viaje a Afganistán varios años antes; "The Drifters", una novela de 1971 sobre las andanzas y los estilos de vida de seis jóvenes alienados, tres de ellos de Estados Unidos; y "Iberia: Viajes y reflexiones en español", un libro de 1968 basado en las muchas visitas de Michener a España desde su época de estudiante de los años treinta
Los estadounidenses y sus experiencias en tierras lejanas y exóticas se encontraban entre los sujetos favoritos de Michener. Escribió sobre ellos en «Caravanas», una novela de 1963 basada en un viaje a Afganistán varios años antes; «The Drifters», una novela de 1971 sobre las andanzas y los estilos de vida de seis jóvenes alienados, tres de ellos de Estados Unidos; y «Iberia: Viajes y reflexiones en español», un libro de 1968 basado en las muchas visitas de Michener a España desde su época de estudiante de los años treinta

En el idílico Torremolinos, pueblo de pescadores en la costa mediterránea española, jóvenes de todo el mundo se reúnen para llevar una vida libre y sin preocupaciones, que no está restringida por los conceptos morales burgueses. Seis amigos, Joe, Britta, Mónica, Cato, Jigal y Gretchen, hacen realidad su sueño, descubrir el mundo juntos y disfrutar de la libertad a través de todas las fronteras. En busca del nuevo paraíso, viajan a través del Algarve portugués hasta Mozambique y finalmente a Marrakech. Peligros inesperados se interponen en su camino. Son ‘The Drifters’, los vagabundos de James A. Michener. «Hijos de Torremolinos», como fueron conocidos en España a través de todo tipo de ediciones de una novela de pelo largo, que con el paso de los años se ha convertido en reflejo de las ansias de libertad en tiempos convulsos.

Se presentan al lector seis personas completamente diferentes y recién crecidas en orden. Son muy diferentes, desde el punto de vista sociocultural y étnico, y viven en un momento marcado por la guerra de Vietnam y el poder de las flores.

Cada uno de estos jóvenes tiene un motivo verdaderamente existencial para buscar. En busca de una nueva sociedad, en busca de una vida sin guerra y matando, en busca del amor, en busca de la libertad de las limitaciones materiales… ¿Vienes de todos los rincones del mundo y solo tienes que viajar, o incluso escapar? Finalmente se encuentran. En un pueblo pesquero de ensueño en la Costa del Sol. Se hacen amigos. De aquí en adelante, permanecen juntos y viajan en busca del camino a sí mismos.

El escritor James A. Michener, ganador de un Premio Pulitzer, escribió en 1968: «Torremolinos es algo que nunca se había visto en el mundo. Te diré lo que es: un refugio en el que se puede huir de la locura del mundo. Aunque resulta que es un refugio totalmente loco».

Esta frase refleja la excentricidad que rezumaba el lugar en los sesenta. En una joyería de la calle San Miguel tenían en el escaparate un gato vivo con un collar de diamantes, y la discoteca Cleopatra, una de las que reinaban en la noche de la época, se publicitaba con un grupo de actores disfrazados de la reina Cleopatra y su séquito, que se paseaban por las playas repartiendo invitaciones.

Michener no fue ni mucho menos el único personaje que sucumbió a los encantos del paraíso loco. Algunos en el lugar recuerdan haber visto a Brigitte Bardot paseándose descalza por la calle San Miguel -entonces principal pasarela del lugar- en su etapa de mayor relumbrón como actriz. También Frank Sinatra anduvo por allí. Se alojó en el Pez Espada, pero su estancia acabó en una pelea a puñetazos con los periodistas.

También pulularon por allí los primeros caricaturistas callejeros, y se adoptaron modas como abarrotar las paredes de los restaurantes con fotografías de los clientes, algo hasta entonces poco usual. A diferencia de otros destinos turísticos, además, Torremolinos tenía la ventaja de ser asequible para casi todos los bolsillos. Cabía todo el mundo. Desde el más rico hasta la incipiente clase media nacional. Se iba de viaje de novios, de viaje de estudios, o a derrochar todo lo posible.

Michener a través del mundo

James Michener fue un autor superventas de calidad que ganó el Premio Pulitzer en 1948 con su debú literario, Cuentos del Pacífico Sur. La novela fue posteriormente adaptada como musical de Broadway, convirtiéndose en un clásico de los escenarios con el nombre de South Pacific, y posteriormente al cine. Michener la había escrito mientras servía al ejército de EE UU en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. «Nunca escribo nada sobre un sitio en el que no he estado», dijo el escritor.

Pese a sus tardíos inicios, Michener aprovechó a fondo sus cincuenta años como escritor. Recorrió todos los rincones del globo, desde Afganistán hasta Alaska, pasando por España y el Caribe. No era, como reconoció, un escritor refinado ni especialmente dotado para el diálogo ni el retrato de personajes. Más bien Michener era un albañil de la narración geográfico-histórica con matices épicos, como se desprende de su libro más conocido, Texas, del que vendió más de un millón de ejemplares. Otras de sus grandes sagas son, además de Centennial, que se llevó a la televisión en 1974, Hawaii e Iberia, sobre España.

«No creo que la forma en que escribo libros sea la mejor o incluso la segunda mejor», dijo Michener una vez. «Los escritores realmente geniales son personas como Emily Bronte, que se sientan en una habitación y escriben sobre su experiencia limitada y su imaginación ilimitada. Pero las personas en mi posición también hacen un muy buen trabajo».

Motín previo al ‘Verano del Amor’

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En 1966, los vecinos y dueños de comercios y negocios del distrito molestos por los ruidos, atascos y congestión del tráfico que generaban las concentraciones de hippies en la zona, habían alentado el establecimiento de leyes contra el vagabundeo e incluso la imposición de un toque de queda a partir de las diez de la noche. Esto fue percibido por los jóvenes, los hippies y  los aficionados a la música rock locales como una violación de sus derechos civiles, y, así, el sábado 12 de noviembre de 1966, se distribuyeron folletos y octavillas a lo largo del lugar invitando a la gente a manifestarse al atardecer
En 1966, los vecinos y dueños de comercios y negocios del distrito molestos por los ruidos, atascos y congestión del tráfico que generaban las concentraciones de hippies en la zona, habían alentado el establecimiento de leyes contra el vagabundeo e incluso la imposición de un toque de queda a partir de las diez de la noche. Esto fue percibido por los jóvenes, los hippies y los aficionados a la música rock locales como una violación de sus derechos civiles, y, así, el sábado 12 de noviembre de 1966, se distribuyeron folletos y octavillas a lo largo del lugar invitando a la gente a manifestarse al atardecer

Los disturbios de Sunset Strip enfrentaron a los jóvenes y las autoridades de la ciudad y dejaron huella en la contracultura californiana. Las protestas desataron una serie de enfrentamientos entre seguidores del Movimiento Hippie y la policía de Los Ángeles. Estos disturbios tuvieron períodos de reincidencia y se prolongaron hasta avanzados los años setenta.

Los altercados simbolizaron el choque generacional entre una juventud abierta a la libertad y experiencias de toda clase, desde el rock a las drogas, frente a unas autoridades que no comprendían los nuevos tiempos.

Si en San Francisco los hippies habían elegido el distrito de Haigh-Ashbury como el lugar preferido para su exaltación de la libertad, en Los Ángeles la zona tomada por los hippies fue Sunset Boulevard, y más específicamente la zona más estrecha de la calle que se denominaba Sunset Strip. Las tiendas se llenaban de objetos y souvenirs variados relacionados con el movimiento hippie, cafés con inquietudes literarias, ropa usada muy florista, “tuneada” y coloreada con una viveza desconocida hasta entonces, todo ello imbuido en un aroma de incienso, bucolismo y LSD.

Los hippies detestaban el convencionalismo americano, su nivel de vida acomodado, sus valores, el surf, los coches y, en especial, cierta música blanca ingenua, ligera y no comprometida.

Sin embargo, el movimiento hippie fue algo prácticamente exclusivo de los blancos, los sujetos de raza negra enseguida se apartaron de él porque creían que finalmente se les relegaría como había sucedido siempre. Pese a ello, la música del movimiento se surtía de fuentes del Soul, el Blues y el Rythm and Blues; prueba de ello son Jefferson Airplane, Big Brother and The Holding Company y Grateful Dead, entre otros.

El serpenteante tramo de Sunset Boulevard conocido como Sunset Strip era el lugar de reunión para los adolescentes a mitad de los años 60 en torno a una palpitante escena musical que mezclaba el folk, la psicodelia y el garage con artistas como Love, The Byrds, The Seeds, Frank Zappa o The Doors.

Los problemas de tráfico y las aglomeraciones de los adolescentes en la zona, donde había clubs como el Whisky a Go Go y se reunían hippies, moteros y rebeldes de todo tipo, llevaron a las fuerzas de seguridad a reforzar su presencia en el lugar como respuesta a las quejas de residentes y propietarios de negocios.

En 1966 se estableció un toque de queda a las 10 de la noche para los menores de 18 años y esta decisión, que consideraban era sólo una muestra más del acoso y la represión contra ellos, provocó que los jóvenes convocaran una protesta el 12 de noviembre en el club Pandora’s Box.

Portando pancartas con lemas como «Apoyad los derechos de los jóvenes» o «Derechos también para la juventud», se manifestaron cientos de personas vinculadas a la contracultura entre los que se encontraba el actor Peter Fonda («Easy Rider», 1969), que fue detenido por la policía y liberado cuando se comprobó que estaba rodando imágenes para un documental.

«Iba bajando por Laurel Canyon Boulevard y fui recibido por los disturbios», recuerda en el libro «Riot On Sunset Strip» el guitarrista Stephen Stills, por aquel entonces en el grupo Buffalo Springfield junto a Neil Young y que se sirvió de lo sucedido para componer la inolvidable canción «For What It’s Worth».

«Me senté y escribí la canción en quince minutos (…). Los disturbios de Sunset Strip fueron sólo un funeral por un bar (el Pandora’s Box). Pero entonces llegó el genio inmortal de los idiotas que dirigían la Policía de Los Ángeles, que puso ahí a todos esos oficiales en formación de batalla, como si fueran el ejército macedonio, contra un grupo de chavales», añade.

Las protestas continuaron durante semanas y, además del tema «For What It’s Worth», inspiraron las canciones «Plastic People» de Frank Zappa y «Safe In My Garden» de The Mamas and the Papas. La canción de The Standells “Riot On Sunset Strip” se inspiró en estas protestas y se hizo una película al año siguiente (1967) sobre estos sucesos en la cual esta pieza era la central de la banda sonora del film.

Hay que reseñar que unos grandes y poderosos aliados de los hippies fueron sorprendentemente Los Ángeles del Infierno, que aunque no tenían una ideología de izquierdas, ante la lucha y oposición al poder establecido, se ponían de lado de los hippies y los apoyaban en sus altercados..

Los disturbios fueron un punto destacado en el declive de Sunset Strip, según el periodista Dominic Priore, que sostiene que durante dos años ése fue el foco central de la contracultura californiana antes de que la juventud mirara y se desplazara al norte del estado.

«En 1967 la antorcha revolucionaria pasó de los habitantes de la escena del rock de Sunset Strip a San Francisco a través de la organización del festival de Monterrey», escribe Priore al referirse a la génesis de lo que posteriormente se conocería como «El Verano del Amor» de San Francisco.

La inoculación del ‘jipismo’ en la piel de toro

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Durante la segunda mitad de los años 60, se produjouna enorme diferencia entre el modo de vida y la música norteamericanas y españolas. Mientras ellos mitificaban la atracción sexual, los bikinis, los coches deportivos y la libertad de vivir, en España se mantuvo una enorme represión sexual y política
Durante la segunda mitad de los años 60, se produjo una enorme diferencia entre el modo de vida y la música norteamericanas y españolas. Mientras ellos mitificaban la atracción sexual, los bikinis, los coches deportivos y la libertad de vivir, en España se mantuvo una enorme represión sexual y política

En la segunda mitad de la década de los sesenta podemos comprobar cómo la escena de la música pop-rock se afianzará en nuestro país y podremos ver cómo los nuevos estilos musicales se desarrollan en España casi con total sincronía con el resto de Europa. En relación a esto, es importante señalar la temprana aparición del movimiento hippie en España en el año 1967, que hace presencia de un modo tímido y “sui generis” dadas la especial situación sociopolítica española.

El desarrollo del movimiento hippie tendrá su reflejo en la producción musical de aquellos años. En la Península apareció un pop-rock que estilísticamente se ha etiquetado con el nombre de rock psicodélico. Rock psicodélico, música psicodélica o acid-rock serán términos que definen un subgénero de la música que nace en torno al año 1965 y se desarrolla durante la segunda mitad de la década de los sesenta.

Como algunas de sus características estilísticas principales Craig Morrison cita las siguientes: influencia de la música jazz e india en los solos instrumentales, introducción de instrumentos indios como el sitar o la tabla, empleo de la armonía modal, influencias de la música académica y, sobre todo, letras relacionadas con drogas como el LSD o temática contracultural. Estas características no resultan siempre satisfactorias, pero nos servirán para incluir en ella a grupos como The Byrds, Count Five, Jefferson Airplane, The Electric Prunes, Traffic, The Animals, The Small Faces, Nirvana, The Crazy World of Arthur Brown o Iron Butterfly. La inexactitud en la definición se ve en este caso aumentada porque, como explica Craig Morrison, es uno de los pocos subgéneros musicales cuyo nombre deriva de una sensación tan amplia y subjetiva como la causada por el consumo del LSD.

En el caso español nos vuelve a extrañar que la producción musical de la segunda mitad de la década de los sesenta haya sido en gran medida silenciada e ignorada. Redescubriendo la escena musical de estos años nos tenemos que hacer la misma pregunta que se plantea Pepe García Lloret en su libro Psicodelia, hippies y underground en España (1965-1980): ¿Pero es que en España también hubo psicodelia?. Al revisar esta producción musical vemos que, pese a la complicada situación sociopolítica, la escena musical se podía equiparar a la de la mayoría de países del resto de Europa.

La llegada de la psicodelia a España

García Lloret señala diferentes cauces por los que esta “moda psicodélica” pudo entrar en nuestras fronteras. En primer lugar, grupos de pop-rock extranjeros se afincan en España para desarrollar sus carreras; llegan los primeros hippies a las Islas Baleares; se produce la grabación de versiones de éxitos anglosajones en España y, posteriormente surgen una literatura y una prensa musical que empiezan a introducir la psicodelia y la ideología underground.

En cuanto a las bandas de pop-rock extranjeras que se afincan en nuestro país, García Lloret señala que en el año 1965 un grupo inglés como The Tomcats probó suerte dentro de nuestras fronteras; en la segunda mitad de esa década serán numerosas las formaciones que vendrán a España a desarrollar una carrera musical: grupos y artistas como Tony Ronald, Top-Show, Gly Johns, Darwin Teoría, Jackie Leven, Paul King, Kerouacs, Jess & James, The Spectrum, Judy Stephen, The Vampires, Evolution, Los Impala, Dave da Costa, The Mode o The Pipe por citar algunos, intentaron desarrollar una carrera artística en España, con mayor o menor acierto, sobre todo en Madrid, Cataluña, Andalucía y Mallorca. La mayoría venían de Inglaterra, Alemania, Holanda o de países latinoamericanos.

También es interesante señalar que, aunque España no tuvo festivales internacionales, ni un circuito de conciertos como en Gran Bretaña o EEUU, muchos de los artistas más importantes de pop-rock del momento visitaron nuestro país: The Beatles, The Shadows, The Kinks, The Animals o Jimi Hendrix vinieron a España a tocar en la década de los sesenta. Los músicos y el público españoles tuvieron la posibilidad de nutrirse de lo que pasaba en el resto del mundo, además de por los discos y la radio, por la relación directa con los músicos foráneos. Por otro lado, el hecho de que muchos grupos extranjeros intentaran desarrollar sus carreras en España es indicativo de que era factible prosperar haciendo pop-rock, puesto que existía un público y una escena musical interesada en consumir esta música.

Los turistas y, entre ellos, muchos hippies empiezan a descubrir un país que todavía no ha sido explotado por el turismo masivo e incorporan nuevas modas y gustos musicales. Como comenta Carmona Pascual el triángulo formado por las ciudades de Sevilla, Morón de la Frontera y Rota conformaron el primer caldo de cultivo del movimiento hippie español. Allí se encontró la contracultura americana (importada por militares de las bases andaluzas de EEUU, muchos de ellos con ideología hippie que acabaron desertando) con la subcultura flamenca.

El movimiento hippie se va introduciendo en nuestro país causando interés, admiración y curiosidad en algunos sectores de la sociedad, pero también incomprensión y rechazo en otros. Un ejemplo paradigmático de cómo a finales de los sesenta la imagen del hippie ya ha penetrado en el imaginario colectivo español, aunque con connotaciones negativas, es la producción de una película tan bizarra como «Una vez al año ser hippy no hace daño» (1969). Se trata de una película satírica, dirigida por Javier Aguirre y protagonizada por tres de los actores españoles más populares del momento: Tony Leblanc, Concha Velasco y Alfredo Landa. Aunque en la película se ridiculiza el nuevo movimiento contracultural a través de una estética un tanto kitsch, es indicativa de la relevancia social que había adquirido ese movimiento en España.

Otro cauce importante por el que la música pop-rock se daba a conocer en España fueron las versiones de canciones de grupos extranjeros llevadas a cabo por grupos nacionales. Las canciones de The Animals, The Rolling Stones, The Mama’s and the Papa’s, Procol Harum o Cream se difundían doblemente pues, al mismo tiempo que se realizaban las versiones, se editaban las canciones originales en discos de 45 rpm (singles y EPs).

La prensa musical, que se había desarrollado de un modo importante en la primera mitad de esta década, jugó un papel esencial en la difusión de este tipo de música. Las revistas Fonorama (hasta el año 1968) y Discóbolo (hasta 1971) seguían en activo; a ellas hay que sumar la aparición de Fans en 1965 y Disco Express, cuyo primer número se edita en octubre de 1968. Esta revista dedicó en 1969 una sección a la música “underground”. Otras revista que podemos citar son: Tele-Guía que, si bien originalmente fue pensada como una guía televisiva, al poco tiempo se centró en la música juvenil; y Disco Show, que funcionó como plataforma publicitaria para la industria discográfica.

Fotograma de "Ser hippy una vez al año no hace daño"
Fotograma de «Una vez al año ser hippy no hace daño»

Además de la prensa musical hay que destacar la aparición de una literatura relacionada con el movimiento contracultural. Por un lado encontramos que hay una temprana difusión de la obra de Theodore Roszak y Jerry Hopkins y por otro lado hay que tener en cuenta que el debate sobre el LSD es actual en España prácticamente desde su descubrimiento en la década de los cuarenta. Juan Carlos Usó explica como la Casa Sandoz comercializa a partir de 1947 como fármaco el LSD 25 con el nombre de Delysid. Ya en estos años existe un debate en España en torno a esta sustancia: en 1947 Álvaro Zugaga publica en la revista Farmacognosia un artículo sobre los métodos de valoración de los alcoloídes del cornezuelo de centeno, y el mismo Albert Hoffman ––que sintetizó el ácido lisérgico por primera vez en 1938 y descubrió sus efectos en 1943–– dio una conferencia en el CSIC en 1952.

Durante estos años el LSD era considerado un fármaco, pero a mediados de los sesenta cambia la percepción sobre esta sustancia y en 1966 el profesor Juan José López Ibor declaraba en una entrevista para Televisión Española, en torno al IV Congreso Mundial de Psiquiatría, la aparición de una nueva “toxicomanía ye-ye” que era gravemente peligrosa para los países occidentales. Aunque no todo fueron críticas negativas y existió diversidad de opiniones entre los científicos españoles. En 1967 Antonio Escohotado publica un artículo en torno al LSD en la Revista de occidente, donde se explican los posibles usos místicos del alucinógeno:

Para el que experimenta con alucinógenos, como para el místico o el esquizofrénico, la palabra solo “cubre” con una pobre etiqueta semántica una multiplicidad de ignorados sentidos. Bajo los efectos de la mescalina o el LSD, las cosas dejan de ser tales cosas en el modo de “instrumentos” o “útiles”, se resisten a toda conceptualización que inhiba su profundo significado inmanente.

Lloret señala que no sólo será importante la recepción de autores extranjeros que estudiaron y divulgaron el movimiento hippie, sino que incluso aparecerán textos escritos en España en torno a esta temática. Entre ellos destaca la obra de Pablo Launtielma La venganza del Eros: hippies y fans, que se publica en 1969 y que será coetánea de la obra de Roszak, los estudios de Carlos Gil Muñoz, Estudio de los hippies a su paso por Formentera, y de Guillermo Díaz Plaja, Los paraísos perdidos, ambos publicados en 1970. También es importante destacar la figura de Luis Racionero que, aunque fue criticado por “snob” por personajes como Pau Malvido, tendrá influencia en la escena española ya que vivió en primera persona el movimiento hippie en California durante los años 1969 y 1970. Luis Racionero publicó una década más tarde un libro de gran difusión en nuestro país en relación a este tema titulado Filosofías del underground. Estos textos confirman la actualidad conque, pese a todo, se trataban estos temas en España.

Del entusiasmo al redil

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La música de Jaume Sisa, entre otros, puso la banda sonora a una generación que quiso cambiar el mundo para, a la postre, ser fagocitada por la máquina de picar carne del 'establishment'
La música de Jaume Sisa, entre otros, puso la banda sonora a una generación que quiso cambiar el mundo para, a la postre, ser fagocitada por la máquina de picar carne del ‘establishment’

Fueron «salvajes», y muchos pagaron por ello, pero también «inocentes», reconoce José Carlos Llop al hablar de los jóvenes que, como él, vivieron al límite los años 70 del siglo pasado, una generación que buscó la felicidad «en la novela de la vida».

Hombres y mujeres que vivieron aquel tiempo de cambio y juventud «en las calles y en los bares», y que como Llop, poeta y escritor, pueden sentirse «herederos de un reino tan glorioso como efímero».

José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956) viaja en el tiempo a aquellos años en su nueva novela, «Reyes de Alejandría» (Alfaguara), que no es, ni mucho menos, un viaje nostálgico; «en ningún caso», quiere dejar bien claro.

«Nos movíamos entre el entusiasmo y las emociones, entre el entusiasmo y la melancolía, pero no en la nostalgia», que «nunca», insiste, «es creativa».

Tampoco, continúa, es un viaje terapéutico. «Memorialista, sí. Con voluntad de dejar razón de lo que fue aquello, también. Porque los 70 -destaca- se desvanecieron muy rápidamente en las modas y el frenesí de los 80-90».

Llop habla de «Reyes de Alejandría» como de un «fragmento de vida que se ampara bajo la máscara de una novela», a caballo entre la realidad y la ficción, desde el convencimiento de que la literatura «siempre tiene rasgos autobiográficos».

En ese momento cita al politólogo e historiador de las ideas Isaiah Berlin, que distinguía entre escritores zorro y escritores erizo. «Los primeros serían aquellos que van de caza a distintos parajes y paisajes buscando cosas nuevas, siempre. Los segundos se moverían alrededor de su madriguera, y con los materiales que guardan en ella o encuentran en un radio de acción no excesivamente grande, construyen un mundo propio».

«Yo pertenezco más a la raza de los erizos», reconoce Llop, que «nunca» ha entendido la poesía como algo alejado de su propia vida. Algo parecido le ocurre también cuando escribe novelas. «Sigo intentando vivir lo importante de mi vida como si fuera un poema. Y sigo viendo la vida como un vasto ciclo de novelas», dice.

Para Llop, escribir este libro cuando está a punto de entrar en una nueva década vital, la de los 60, «a las puertas, en la antesala final» de la existencia, ha sido «muy emocionante». «Esencialmente -insiste- fue un viaje muy emocionante, doloroso en algún momento» y, desde luego, «cargado de música».

Y es que la música, la banda sonora de aquellos años, la de él y la de muchos como él, campa a sus anchas en las páginas de esta novela, en cuya portada una fotografía en blanco y negro de un joven Bob Dylan, el de «Blonde on Blonde», es toda una declaración de intenciones.

Junto a Dylan, están Bowie, Lou Reed, los Stones, Neil Young, Leonard Cohen, la Velvet, John Mayal, Johny Cash, James Taylor, Van Morrison, los Creedence Clearwater Revival…., además de Lole y Manuel, Pau Riba o Jaume Sisa, entre los locales. «La música era el compás de los días», escribe Llop.

Música, mucha música, pero también poesía (Ezra Pound, Rilke, Cavafis,…), literatura (Modiano, Borges,…) y marihuana. «Eran un observatorio donde nada más se necesitaba», sostiene Llop, consciente de pertenecer a una generación privilegiada, «por haber vivido un tiempo de cambios como nunca se producirán en este país», España. ¡Qué mayor y mejor cambio que el paso de una dictadura a una democracia!.

Tiempos inciertos pero luminosos vividos primero en su ciudad natal, Palma, y después en una Barcelona mestiza, generosa, esplendorosa y de una efervescencia en todos los sentidos de la vida «que ni siquiera el Madrid de la Movida» tuvo. Dos escenarios, en cualquier caso, no idealizados. Una y otra ciudad desaparecieron, «ya no existen».

Fueron años en los que «todo hervía», en los que Llop y otros muchos jóvenes, vestidos como él con pantalones campana, pelo largo, collares de piedras de Mauritania y pulseras indias, aprendieron que «la risa es lo más subversivo, más que el sexo».

Un tiempo en el que José Carlos Llop aprendió que un poeta es como un piel roja, que se mueve «agachado sobre el suelo, escuchando el latido de la tierra, el latido del mundo».

Pero para quienes conocieron todo, para quienes acamparon «bajo el árbol del bien y del mal», el tiempo caería encima «como un diluvio». Y el desencanto se instaló entre aquellos que hasta entonces se habían sentido tan modernos como raros.

«Todo cambió. De repente -escribe Llop- el dinero fue cool, la medida de todas las cosas… El arte, una prenda de vestir, y las palabras, otra forma de mentira… Se institucionalizó el engaño y quienes hablaban de verdad lo hacían también con engaño… El poder, por pequeño que fuera, se convirtió en un imán. Y el olvido en un ansiolítico. La coherencia en un estorbo, la deslealtad, una costumbre».

Y ello llevó al convencimiento, o a la ilusión, de que «sin pasado se vivía mejor», y a la creencia de que «no había que mirar nunca atrás».

Llop lo hace, volver la cabeza, en «Reyes de Alejandría». «Si tuviera -escribe- que asociar un momento de mi vida a la felicidad, sería a esos días, semanas, meses, cuando todo era posible y nada había empezado ni se había torcido aún».

Píldoras psicodélicas en el verano del amor

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Jefferson Airplane, adalides de la aparente contracultura y adoptada como fenómeno de masas
Jefferson Airplane, adalides de la contracultura adoptada como fenómeno de masas

El verano de 1967 llevó a San Francisco mucho más que sol y días de playa y convirtió a esta ciudad californiana en un lugar para la utopía, los deseos de paz, la liberación sexual, la experimentación con las drogas y la revolución musical surcando las aguas de la psicodelia.

El «Verano del Amor», uno de los grandes hitos del movimiento hippie y la contracultura de los años 60, reunió en el barrio de Haight-Ashbury a unas 100.000 personas que sacudieron las convenciones sociales de Estados Unidos y abrieron una alternativa vital para una juventud que miraba con desconfianza a sus mayores.

San Francisco nunca olvida el «Verano del Amor». «Queríamos un cambio: de la guerra, de las ideas rígidas sobre lo que debería hacer cada sexo, de por qué la gente negra tenía que estar ahí y la blanca aquí. ¡No! ¿Por qué no podemos intentarlo y hacer que funcione?», cuenta Grace Slick, la emblemática cantante de Jefferson Airplane, en el documental «The Sixties», de CNN.

Aunque el movimiento hippie había surgido a mitad de la década, el «Verano del Amor» en San Francisco y el festival de música de Monterrey en junio trasladaron la atención mediática hacia unos jóvenes que criticaban la guerra de Vietnam y se declaraban en rebeldía ante el materialismo, la autoridad o el conformismo.

A cambio, los hippies apostaban por la creatividad y la esperanza en un mundo mejor, defendían la paz y la solidaridad, creían en la liberación del alma y en la espiritualidad y, en general, rechazaban cualquier convención social o camino marcado hacia el clásico «estilo de vida estadounidense».

«¡Nuestras sonrisas son nuestras banderas políticas y nuestra desnudez es nuestra pancarta!», proclamaba el activista Jerry Rubin, tal y como lo recoge el libro «Hippie» (2004), de Barry Miles.

San Francisco ofrecía bastantes alicientes a los artistas, vagabundos, inconformistas, buscavidas y bohemios que acudieron en masa a Haight-Ashbury en 1967 seducidos por las promesas que cantaba Scott McKenzie en «San Francisco (Be Sure to Wear Flowers in Your Hair)».

Se trataba de una ciudad compacta en comparación con la enormidad de Nueva York y Los Ángeles; los alquileres eran baratos y las grandes casas victorianas eran ideales para la vida comunal; y también era conocida por cierta tolerancia racial, por ser el refugio de la generación beat y por el activismo político en torno a la universidad de Berkeley.

Durante ese verano de ilusión, Haight-Ashbury se convirtió en un carnaval multicolor de flores y ropas estrafalarias, de conciertos de rock en la calle, de sesiones de meditación colectiva, de orgías y aventuras sexuales y de experimentación con el LSD en busca de nuevos horizontes místicos.

Pero no todo era idílico y a la represión policial, el aumento de la violencia en las calles y la progresiva entrada de las drogas duras se unió el desconcierto de las autoridades sobre cómo reaccionar ante ese fenómeno bajo el que asomaba la sombra de un conflicto intergeneracional.

«No hay nada inteligente, adulto o sofisticado en colocarse con LSD. Solo se están comportando como completos tontos», señaló en una entrevista televisiva el entonces gobernador de California y futuro presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan.

«Nos gustaría ser capaces de vivir una vida despejada, una vida simple, una buena vida, y pensar en que la raza humana al completo dé un paso o varios pasos hacia adelante», señalaba, por su parte, Jerry García, el líder del grupo Grateful Dead, en el documental «Long Strange Trip» (2017).

Junto a bandas como Jefferson Airplane o Country Joe and The Fish, Grateful Dead dieron forma a una escena musical rompedora y excitante que, bajo el paraguas de la psicodelia, se adentraba en larguísimas «jams» e incursionaba hacia el lado más desconocido del rock.

San Francisco también supo atraer a talento de otros lugares, como la inigualable Janis Joplin, y, aunque la mayoría de artistas de la psicodelia eran blancos, al calor del movimiento hippie también surgieron la estrella negra Sly Stone o el visionario latino Carlos Santana.

Sin embargo, el «Verano del Amor» murió por su fama y terminó por convertirse, con el paso de los meses, en una atracción turística por el exceso de gente que acudía y por la exposición ante los medios.

El 6 de octubre, activistas de Haight-Ashbury oficiaron un funeral simbólico por la muerte del movimiento hippie, que dirigió sus pasos hacia el campo y la vida alejada de la ciudad pero que aún no había dicho, ni mucho menos, su última palabra: el macrofestival de Woodstock en la costa Este sorprendería al mundo en 1969.

El hermano de Liz y los surferos hippies

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Habitantes de la comuna hippy puesta en marcha por Howard Taylor
Habitantes de la comuna hippy puesta en marcha por Howard Taylor

Howard Taylor, hermano de Liz Taylor, creó una utopía en una playa de su propiedad. En el «Campamento Taylor» llegaron a vivir cien personas, antes de que las drogas termirnaan con el sueño del artista.

Fue una negociación dura. Howard Taylor por un lado, el gobierno de Hawaii por otro. En medio, un grupo de hippies, surferos y veteranos de la Guerra de Vietnam y el sueño de crear una utopía en las playa. Y en 1969, lo consiguieron. Le pusieron como nombre «Campamento Taylor» en honor a Howard. Y en honor a una de las actrices más famosas de la historia y hermana del artífice del refugio: Elizabeth Taylor.

Howard era el mayor, Liz la pequeña. Y mientras ella peleaba con y por Richard Burton, su hermano empezaba su aventura en unos terrenos que ella le regaló en Kaoui. Él era ocenoágrafo y artista, y se empeñó en plantar su sueño en una playa que los políticos hawaianos querían convertir en un Parque Nacional. Los primeros habitantes fueron 13 veganos a los que la policía expulso de Berkeley, en California. «Esta es vuestra tierra», les dijo Howard cuando llegaron a la playa de Ke’e, demostrando que el amor por el drama no era exclusivo de Elizabeth.

Ocho años más tarde, ya eran un centenar las personas que vivían en el Campamento Taylor, levantando sus propias casas en los árboles a base de bambú. No era habitual que Howard visitase el campamento, aunque parece ser que pasó unas Navidades con los hippies y junto a su hermana. La desnudez no era obligatoria, aunque estaba permitida, por lo que tan pronto se veían personas completamente desnudas como otras vestidas con vaqueros y camisetas.

¿Y cómo se sabe todo esto? Gracias al trabajo de John Wehrheim. El fotógrafo nunca vivió en la comuna, pero se convirtió en una visita frecuente. Ahora, ha decidido recoger todas sus fotografías del campamento para publicar un nuevo libro, que asegura es «un experimento que demuestra lo fácil que es vivir sólo con lo que la tierra ofrece».

Howard Taylor, junto a su hermana, Liz
Howard Taylor, junto a su hermana, Liz

Lo cierto es que no parece que los habitantes del campamento necesitasen mucho más para vivir. «Surfeaba y nadaba todos los días. Trabajaba en el huerto comunal y comía lechuga, tomates, coles… Los mangos y las papayas los cogíamos de los árboles y amigos del exterior nos traían pescado fresco y nueces de macadamia. Tocaba la guitarra, fumaba hierba, conocía chicas y… No hace falta contar más» narraba Wythe White, uno de los miembros de la comuna, en el Honolulu Weekly.

Un sueño, una utopía, que se terminó por el uso de drogas duras en los últimos años. La falta de nomas y reglas y los problemas causados por las sutancias estupefacientes llevó a las autoridades a entrar en repetidas ocasiones en el Campamento Taylor, buscando drogas duras. No tardaron en convencer a todos los hippies en que se mudaran a otro sitio y el Gobierno terminó con el sueño de Howard Taylor quemando todas las casas en 1977. Justo cuando el segundo matrimonio de Elizabeth y Richard Burton ardía y se derrumbaba hasta los cimientos.

De la rebelión de Woodstock a la lenta agonía de la contracultura

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El Festival de Woodstock fue la rúbrica a muchos años de rebelión juvenil contenida
El Festival de Woodstock fue la rúbrica a muchos años de rebelión juvenil contenida

El espíritu de amor y paz que engendró hace casi 50 años años el festival de Woodstock se ha perdido como resultado de los avances de la electrónica que han alterado los valores de la juventud actual, según sostienen algunos de los que participaron en ese acontecimiento cultural.

Fueron tres días de sol y lluvia de un fin de semana de agosto de 1969 para millones de jóvenes que se congregaron en Woodstock, cerca de la neoyorquina localidad de Bethel, no sólo para escuchar música sino también para declarar su amor al prójimo, su rechazo a la guerra y su búsqueda de igualdad.

Para Bette Dickerson, socióloga de la Universidad Americana en Washington, ese fue un momento crucial de la historia de país. «Eran los tiempos del movimiento de los derechos civiles, la era de la felicidad, la era del amor libre, de la amistad, de los hippies y también de la guerra de Vietnam», señala.

Pero Dickerson, quien dice haber sido testigo de los acontecimientos de esa época, agrega con nostalgia que ese espíritu ya casi no existe y que la juventud actual parece ser ahora más indiferente. «Los jóvenes han sido arrollados por la tecnología. Antes era mucho más fácil establecer una compenetración humana. Hoy los jóvenes se comunican por internet, porFacebook y hasta se expresan a través de YouTube», señaló. Un punto de inflexiónPara David Bingham, de 62 años, quien estuvo en el festival, Woodstock fue también «un punto de inflexión de la historia de este país» y ahora todo ha cambiado.

«Ya no existe el espíritu de solidaridad que nos animaba, que nos llevaba a protestar contra la guerra, a expresar nuestro amor por el prójimo», manifestó.

Bingham agregó que con ese espíritu Woodstock logró congregar a «millones de personas para escuchar música y hablar de paz y amor». «Hoy eso no podría ocurrir. Hay conciertos de música popular, tal vez con miles de personas, pero nunca volverá a ocurrir un fenómeno similar al de Woodstock que congregó a millones», agrega. «Hoy quizás tengamos más amigos, pero no hay contacto personal, en muchos casos esa amistad se nutre sólo a través de una dirección electrónica», subraya.

Según el Centro Pew de Investigaciones sociológicas, el festival de Woodstock glorificó y exacerbó el cisma generacional de entonces, y hoy persisten las diferencias entre los jóvenes y los adultos sobre los valores, el uso de la tecnología, la ética de trabajo y el respeto y la tolerancia del prójimo.

No obstante, según agrega, esa brecha generacional moderna es mucho más apagada que la del decenio de 1960 porque son pocos los que la consideran como una fuente de conflicto, ya sea en la sociedad o en sus propias familias. En resumidas cuentas, «las generaciones han encontrado la forma de discrepar sin dejar de ser descorteses», según señala.

La popularización del Rock and Roll

Más aún, existe un acuerdo que une a todas las generaciones en torno a un punto cultural de conflicto que planteaba desde comienzos de la década la irrupción sin freno del rock and roll.

En las cuatro décadas transcurridas desde Woodstock ese ritmo, que entonces era lo que muchos llamaban «la contracultura», se ha convertido en la música más popular, tanto para los jóvenes como para los adultos mayores.

Una encuesta realizada en 1966 indicó que el rock and roll era la música menos popular de la época. Casi la mitad de los adultos consultados (44 por ciento) dijo directamente que la odiaba y sólo un 4 por ciento indicó que era de su agrado.

Pero un sondeo telefónico realizada por Pew recientemente confirmó que para más de un tercio de los consultados (el 35 por ciento) el rock and roll es su música preferida.

En esa consulta efectuada a 1.814 personas mayores de 16 años, el segundo lugar (27 por ciento) fue para la música country, seguida por el rhythm and blues (22 por ciento) y el rap (16 por ciento).