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La indiferencia que sostuvo al fascismo español

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Franco y Hitler en Hendaya
Franco y Hitler en Hendaya

El historiador Carlos Collado Seidel desentraña en su libro «El telegrama que salvó a Franco» las intrigas y conspiraciones que propiciaron la supervivencia del régimen de Franco después del desembarco aliado en el norte de África a finales de 1942.

Carlos Collado Seidel, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad alemana de Marburgo, explica que en la historiografía sobre el período «faltaba una visión de conjunto y sobre todo el planteamiento de las razones que explican la asombrosa supervivencia de un régimen que era considerado como fascista y hechura de Hitler y Mussolini».

La documentación inédita consultada por Collado constata que Churchill fue el principal culpable de que la República no recibiera la ayuda de las democracias occidentales y que su «opción preferida era la restauración de la monarquía en la persona de don Juan».

Sin embargo, a los monárquicos españoles se les veía igual de fragmentados que a los republicanos e «incapaces de llegar a una postura unánime para reemplazar a Franco».

Ante esta situación, continúa el autor, el ejecutivo londinense, contrariamente a las maquinaciones del embajador británico en Madrid, Samuel Hoare, «tampoco se planteó la opción de tomar partido de manera abierta por la causa monárquica».

El profundo conservadurismo y anticomunismo de Churchill no explican, a su juicio, por sí solos que apostará por mantener a Franco, pues aquel «se movía por los intereses del Imperio británico, y el paso por el estrecho de Gibraltar seguía teniendo una relevancia vital para su abastecimiento y sus comunicaciones marítimas».

Piensa Collado que «Churchill seguía actuando según los parámetros de la diplomacia británica decimonónica, y su ministro de Exteriores, Anthony Eden, discrepaba de este planteamiento, pues estaba convencido de que los factores ideológicos serían relevantes en la posguerra, y la pervivencia del régimen de Franco sí afectaría a los intereses británicos».

En sus consultas a archivos públicos y privados, el historiador español ha descubierto «aquel borrador de telegrama que hubiera dado un giro fundamental a la política hacia España».

Así, destaca el «informe del jefe del servicio de inteligencia estadounidense (OSS), William Donovan, que urgía que se emprendiera una operación encubierta para desbancar a Franco y establecer un gobierno bajo el liderazgo del dirigente nacionalista vasco, José Antonio Aguirre».

Desde su llegada a EE.UU., Aguirre mantuvo estrechos contactos con las autoridades estadounidenses y sobre todo con Donovan, a quien puso a su disposición su red de agentes, y además «Aguirre había logrado un grado importante de aceptación por parte los diversos grupos de oposición que se encontraban en el exilio americano».

Donovan partía del convencimiento de que los intereses nacionales estadounidenses se verían «seriamente perjudicados ante la pervivencia de un régimen considerado netamente como fascista». Si la propuesta también contó con apoyos en el Departamento de Estado, finalmente no prosperó por las dudas de que un nacionalista vasco fuera capaz de liderar un movimiento a nivel nacional, agrega.

En el período comprendido desde la defenestración de Mussolini en el verano de 1943 y del desembarco de Normandía un año más tarde, fueron determinantes las diferencias diplomáticas aliadas.

«Mientras Washington apostaba por una política dura de exigencias planteadas sin paliativos, en Londres se mantuvo el convencimiento de lo acertado de una política de presión mesurada, que debía desembocar en una restauración pacífica de la monarquía», señala Collado.

Recuerda que ese desentendimiento sobre el método para destituir a Franco «culminó, en abril de 1944, en un durísimo enfrentamiento personal entre Roosevelt y Churchill».

El borrador de telegrama que Churchill escribió para enviar a Roosevelt aceptando las condiciones norteamericanas se escribió en el momento culminante de ese enfrentamiento, relata Collado.

«La presión estadounidense resultó ser tan grande que el gobierno británico finalmente estuvo dispuesto a plegarse y a pasar el bastón de mando a los estadounidenses, pero finalmente no fue necesario enviar dicho cable, pues llegó otro desde ultramar que anunciaba que Washington desistía de su pretensión maximalista; ante la tenacidad mostrada por Churchill y por su embajador en Madrid».

Aquel 25 de abril de 1944 -asegura Collado- se jugó el destino del régimen y a su juicio, «se trató de una cuestión de horas».

Este documento era accesible al público desde hacía mucho tiempo, junto con copiosa documentación al respecto que se conserva en los National Archives londinenses, pero «al tratarse de un borrador ha pasado desapercibido en medio de la gran cantidad de material de archivo».

Las chicas son guerreras y surcan los cielos

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Estas avispadas y hábiles mujeres no tenían nada de sobrenatural.  Pero sí una gran habilidad y una gran valentía. Sus nombres eran Polina Osipenko, Valentina Grizodúbovatres y Marina Raskova. Las aviadoras militares del 588º Regimiento de Bombardeo Nocturno de la Unión Soviética, a quienes los alemanes tenían auténtico pánico. Tanto, que se ganaron a pulso el sobrenombre de “Las brujas de la noche”
Estas avispadas y hábiles mujeres no tenían nada de sobrenatural. Pero sí una gran habilidad y una gran valentía. Sus nombres eran Polina Osipenko, Valentina Grizodúbovatres y Marina Raskova. Las aviadoras militares del 588º Regimiento de Bombardeo Nocturno de la Unión Soviética, a quienes los alemanes tenían auténtico pánico. Tanto, que se ganaron a pulso el sobrenombre de “Las brujas de la noche”

No eran escobas en lo que volaban, pero casi. No había otra cosa para hacerlo, así que estas «brujas» soviéticas no tenían más opción que la de usar un avión de instrucción para ir a la batalla. De contrachapado y tela. Un modelo biplaza que en su versión individual era utilizado para fumigar los campos, para que se vayan haciendo una idea del panorama. Con él debían ir, dejar la carga y, con un poco de suerte, volver. Y lo hicieron. Una y otra vez. Tantas, que a día de hoy sus hazañas todavía son recordadas. Era su sueño. Querían ir al frente. Ahora, son leyenda. Lera Jomiakova, Tamara Kazarinova, Lilia Litviak, Katia Budanova, Masaha Kuznetsova, Masha Dolina… «Las brujas de la noche». Como ya hiciera Svetlana Alexievich, en «La guerra no tiene rostro de mujer», narrando la historia de Aleksandra Popova, Lyuba Vinogradova ha querido recoger las vidas de un puñado de las pilotos rusas que combatieron en la Segunda Guerra Mundial.

Los hombres caían como chinches en combate y el Ejército Rojo las necesitaba –la autora hace referencia a unas estadísticas que leyó «hace un tiempo» en las que de, los nacidos en el año 23, sólo el 3% sobrevivió–. Hasta un millón de mujeres –más enfermeras– llegaron a desfilar por las tropas soviéticas. Pero aquí se recogen unas muy concretas, aquellas que lo hicieron a los mandos de un avión. «En proporción eran una minoría comparadas con sus compañeras, pero sí que inspiraban a las demás», comenta la Vinogradova –colaboradora habitual de Antony Beevor y Max Hasting–. Buena culpa de ello la tuvo Marina Raskova. Había forjado su nombre pilotando durante los años 30 y su popularidad fue tal que las adolescentes querían ser como ella. «Sin su figura, hubiera sido imposible hacer un regimiento exclusivo de mujeres. Hubieran llamado a alguna para un escuadrón masculino, pero ya», comenta. La propaganda, siempre atenta a cualquier oportunidad, también ayudó: «¡Muchachas, a pilotar!», rezaba. Después se utilizaron sus hazañas para dar visibilidad a un país abierto y plural. Siendo la realidad que las mujeres estaban ahí.

Así, centenares de muchachas, cuyas edades difícilmente pasaba la veintena, se enamoraron de la idea de realizarse en el cielo. «Todavía les brillaban los ojos cuando recordaban esa época durante las entrevistas que hice a las supervivientes», recuerda la investigadora. Algunos nazis les llamaban «bisexuales» pues creían que eran mitad hombres por la valentía que emanaban.

Tres fueron los regimientos exclusivos para ellas: «586», de caza; «587», de bombardero pesado; y «588», el nocturno de las «Brujas de la noche». Un mote que Vinogradova no ha logrado desmenuzar en su totalidad, pero que sí cree que fueron ellas mismas las que se lo pusieron. Nada de los nazis. A donde sí ha llegado es a cómo «fardaban –explica– de que los alemanas les tuvieran miedo». Casi tanto como el que tenían los comandantes soviéticos: «No querían enviarlas al frente porque no se podían permitir que al verlas, tras un derribo, pensaran/descubrieran que se habían quedado sin hombres». Muestra del machismo que todas ellas sufrieron. «Por supuesto que lo vivieron. A día de hoy Rusia sigue siendo uno de los países que más discrimina a la mujer en este sentido. Y entonces los soldados y pilotos se tomaban como una ofensa personal a su hombría que una mujer estuviera a su nivel, o por encima».

Defendieron a los suyos pese a que estos no confiaban en ellas. Terminaron siendo admiradas por sus compatriotas, y siendo un ejemplo para las jóvenes de la URSS. Años después, son leyenda. No sólo combatieron a los nazis en la oscuridad de la noche a bordo de rudimentarios aviones, sino que se enfrentaron a los convencionalismos hasta salir victoriosas.

Metanfetaminas en el Tercer Reich

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Hitler recibía inyecciones con drogas casi a diario de su médico personal, Theodor Morell (en la foto), quien le administraba atropina, enzimas, anfetaminas, metanfetaminas, testosterona, proteínas animales… Y también es conocida la adicción del mariscal del Reich Hermann Goering, sin duda responsable en gran parte del colapso de la Luftwaffe después de la Batalla de Inglaterra. Y en los años anteriores, en el Berlín de la República de Weimar, el consumo de drogas (morfina, cocaína…) era habitual

El periodista y escritor alemán Norman Ohler indaga en la importancia que tuvieron las drogas en el III Reich en el ensayo ‘El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich’ (Crítica-Grupo Planeta). De hecho, según afirma, tal era el papel de los estupefacientes en la sociedad, ejército y élite política del país en la era del nazismo que «en los 50 todo el mundo en Alemania era drogadicto» y el «milagro económico» de los años de la posguerra se produjo gracias a la Pervitina.

«Todos sabemos que los nazis hacían todo hasta el extremo, pero también llevaron el abuso de las drogas hasta el extremo», explica Ohler. Así, según continúa el autor de este libro, resultado de cinco años de investigación en archivos alemanes y estadounidenses, «las drogas estaban en todas partes del sistema», pues su consumo estaba extendido en todos los ámbitos: población civil, ejército, campos de concentración y élite política. Hasta el Ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels o el comandante Hermann Göring tomaban drogas de manera habitual.

Incluso Hitler era un drogadicto, según ha confirmado el autor del libro, pues «era el Führer también cuando se trataba de las drogas, era el líder de las drogas». Tal y como expone en su libro, Hitler, que padecía de dolores de estómago, tenía un médico personal llamado Theodor Morell que le recetaba hasta 74 estimulantes distintos, entre ellos Eukodal (un «opiáceo muy fuerte») o cocaína, sustancia que sólo tomó durante unos pocos meses. «Lo que hizo su médico fue mantenerle en su camino hasta el final, porque vemos que el uso bestia de las drogas sucede más tarde, en la guerra, cuando las utiliza para estabilizarse», señala.

Con respecto a cómo llega la población civil a consumir drogas durante estos años en Alemania, Ohler explica que su origen se encuentra en la comercialización de la Pervitina, una droga que estaba compuesta de metanfetamina, y que era legal cuando salió al mercado, pues se comercializó como «algo que era bueno contra todo, para combatir la depresión o el aburrimiento».

Pese a las advertencias del secretario de Sanidad nazi Leonardo Conti, que decía que el consumo de drogas iba «en contra» de la ideología nazi, «todos la seguían utilizando [la Pervitina] y al ejército no le importaba» lo que se decía de la droga. En este sentido, Ohler recalca la importancia que tuvieron los efectos de la metanfetamina en los soldados nazis. «En la guerra contra los franceses distribuyeron 35 millones de pastillas, así que las drogas sí jugaron un papel muy importante para el ejército», justifica el ensayista.

Sin embargo, el consumo de sustancias en el ejército alemán no supone una excepción con respecto a la época. Según indica Ohler, los franceses, por ejemplo, también tenían su propio «suministro de drogas», sólo que «su droga era el vino tinto». «Cuando llegaba la noche estaban agotados, así que, comparando el vino tinto con la metanfetamina, está bastante claro quién va a ganar», apunta.

Preguntado sobre si el curso de la historia hubiese sido distinto de no ser por el abuso de este tipo de droga en el ejército alemán, el autor es escéptico. «Desde luego que hubiese cambiado, pero no sabemos cómo, a lo mejor seguiría habiendo un gobierno nazi en Alemania, pero eso es una grandísima especulación», comenta.

En este sentido, considera que, por un lado, la metanfetamina fue un factor importante para ganar en las llamadas ‘guerras relámpago’, pero también reconoce que los alemanes siempre tenían un «sistema perfecto» a la hora de abordar las batallas. «Todo era una especie de maquinaria perfecta y las drogas eran parte de esta maquinaria –narra–. Si sacas las drogas de la ecuación, es posible que esa máquina hubiese sido más lenta».

Según Ohler, hay estudios que afirman que el consumo de Pervitina reducía el miedo. Para entender cómo influía esto en los soldados, el autor ha hecho referencia a un hecho que aconteció en la primera batalla de la campaña, cuando los alemanes entraron en Bélgica en mayo de 1940. Así, comenta que, en una de estas batallas, los alemanes «entraron arramblando con todo y sin ningún tipo de miedo, y los belgas estaban tan sorprendidos con esto que huyeron, porque pensaban que estos soldados alemanes estaban locos».

«A veces las batallas se deciden por algo psicológico, si estas luchando contra alguien que ves que está fuera de control y no tiene ningún tipo de miedo, esto se convierte en un enemigo muy peligroso», justifica el autor, que opina que también pudo haber sido determinante en la derrota nazi. «Perdieron por diferentes motivos, hay informes que decían que había tropas de soldados que estaban deprimidos porque no tenían Pervitina, pero no se puede decir que perdieran por eso, pero sí decir que dejó de ayudar», argumenta el escritor, que piensa que la droga fue «muy útil en la ‘guerra relámpago’, pero no en la guerra de desgaste».

Asimismo, el abuso de drogas estaba implantado en los campos de concentración. «En Auschwitz, las SS tenían problemas a la hora de interrogar a los luchadores de resistencia polacos, no hablaban, así que les empezaron a dar mezcalina sin decírselo, café con mezcalina, un alucinógeno, que es una planta mexicana», manifiesta el alemán.

De hecho, según continúa, estos experimentos llevados a cabo con los reclusos en los campos eran de interés para los norteamericanos. «Cuando liberaron los campos de concentración, tomaron todas esas notas y las utilizaron para sus propios programas de lavado de cerebro, como el MK Ultra», destaca.

Por otro lado, el escritor ha hablado sobre el uso y abuso de drogas en los ejércitos actuales. Ohler afirma rotundamente que sabe que este sistema está implantado hoy en día, tanto en el ejército alemán de ahora, que toma Modafinil, «la droga con la que la mayoría de los ejércitos está experimentando ahora mismo», o en los pilotos de drones, que consumen la ‘go pill’.

Igualmente, le parece «interesante» que este método también se haya extendido hasta el Estado Islámico, donde consumen Captagon, también compuesto por metanfetamina, cuya producción se trasladó a Túnez cuando Bulgaria y Rumanía –países donde se empezó a producir– se unieron a la UE. «La meta también te quita el hambre, así que es una droga perfecta para luchadores árabes o terroristas», indica el autor, que cree que en ambos casos, este tipo de sustancias «les hace ser unos luchadores más eficaces».

Psicoanálisis contra fascismo

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Jung proporcionó a los norteamericanos importantes informaciones sobre el estado de salud del Führer, hizo una valoración de la propaganda aliada sobre la moral de los alemanes y análisis proféticos basados en la psicología de los líderes fascistas
Las acusaciones sobre el nazismo en Jung comenzaron ya antes de la Segunda Guerra Mundial y continuaron hasta el fin de su vida, afectando siempre de algún modo no sólo la vida y obra del sabio suizo sino por añadidura la de algunos de sus familiares e, inclusive, la de quienes optaron por practicar su escuela psicológica hoy reconocida como Psicología Junguiana. Las aclaraciones hechas por Jung durante décadas así como las vertidas por sus más cercanos discípulos, algunos de ellos judíos, como es el caso de Aniela Jaffe, nunca resultaron suficientes como para borrar y disolver de manera definitiva el baldón de que Jung hubiera sido nazi

El célebre psicoanalista suizo Carl Gustav Jung colaboró con los servicios secretos norteamericanos entre 1942 y 1945, a los que anunció que el dictador Adolf Hitler podría llegar al suicidio en un caso extremo.

Jung, explorador del inconsciente colectivo, trabajó con el espía norteamericano Allen Dulles, que se interesó por sus análisis de la reacción de los dirigentes nazis alemanes y transmitió los datos a la Oficina de Servicios Estratégicos de los Estados Unidos, antecesora de la CIA.

Una serie de documentos norteamericanos desclasificados últimamente y material suizo revelado en su último número por la revista L´Hebdo indican la colaboración entre el psicoanalista y Dulles, que llegaría en la posguerra a la cabeza de la CIA.

Según el semanario, Jung proporcionó a los norteamericanos importantes informaciones sobre el estado de salud del Führer, hizo una valoración de la propaganda aliada sobre la moral de los alemanes y análisis proféticos basados en la psicología de los líderes fascistas.

Una misión especial

Dulles llegó a Berna a fines de 1942, unas horas antes del cierre completo de las fronteras de este país neutral, con la misión de elaborar un informe sobre el movimiento secreto antinazi en Alemania, y entró en contacto con Jung, gran conocedor del alma germánica.

El espía estadounidense no se contentó con ver a Jung para recoger informaciones útiles sino que reclutó y se convirtió en amante de una de sus pacientes, una periodista norteamericana de 38 años llamada Mary Bancroft, que estaba casada con un ciudadano helvético.

Jung pudo a su vez aprovecharse de las confidencias de Bancroft y de las visitas de Dulles y observar el funcionamiento del maestro de espías y su aprendiz, que no era precisamente muy discreta, como reconoce ella misma en su «Autobiografía de una espía», libro publicado en Nueva York en 1983.

El psicoanalista se enteró, por ejemplo, de que Allen Dulles pidió a su amante escribir un libro sobre el fracasado complot contra Hitler, utilizando informaciones de uno de los conjurados que logró sobrevivir: Hans Bernd Gisevius, espía alemán con base en Suiza.

Informado de los vínculos entre Dulles, Mary Bancroft y Jung, Gisevius quiso entrevistarse también con el psicoanalista, que lo había impresionado con un artículo de 1936 consagrado a Wotan, el dios alemán de la guerra, del que aquél anunció un despertar devastador.

En uno de los telegramas secretos enviados por Allen Dulles a la central de espionaje, el agente cuenta que, según ha podido saber Jung, «Hitler se ha ocultado en el sótano de su cuartel general al este de Prusia» y explica que los jerarcas que pretenden entrevistarse con él «son despojados de sus armas y han de pasar por un detector de rayos X».

El psicoanalista dijo a Dulles que «cuando su personal se sienta a comer con él, Hitler monologa mientras que a sus oficiales se les prohíbe decir una palabra. El stress resultante de esa asociación ha hundido a varios oficiales, según Jung, que opina que los mandos del ejército están demasiado desorganizados y debilitados como para actuar contra el Führer».

Leyenda

No ha podido establecerse ahora de dónde obtenía Jung esas informaciones, y la revista suiza se pregunta si se trataba de colegas que daban clase en la Politécnica en Zurich y mantenían contactos con investigadores alemanes, o tal vez de fuentes médicas.

En su libro autobiográfico, Mary Bancroft relata que cuando le preguntó a Jung por los rumores que corrían, según los cuales él iba regularmente a Berlín para analizar a Hitler, el psicoanalista dijo que se trataba de una leyenda surgida de sus numerosas discusiones con el cirujano alemán Ferdinand Sauerbruch, que se hacía pasar por el médico de Hitler.

Pero Jung ofrecía también informaciones sobre la influencia de la propaganda aliada sobre los alemanes: un despacho dictado por Allen Dulles desde Berna y registrado por la policía suiza señalaba que «los panfletos que tienen más éxito (entre el ciudadano medio alemán) son los estrictamente militares que aseguran que los aliados entran como un torneo en la fortaleza europea».

«Apelar a la fuerza moral del enemigo -y no a su debilidad- es la mejor propaganda (…) Los llamamientos del general (Dwight) Eisenhower al pueblo alemán son los más eficaces. Formulados en un lenguaje simple, humano, comprensible para todos, dan a los alemanes algo a lo que agarrarse», escribe Jung en una carta a Dulles fechada en febrero de 1945.

Comentarios que debieron de halagar al general y comandante supremo aliado.