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Russell, erotismo ‘anti-Garbo’

La culpa de que Jane Russell fuera conocida años antes de que su primera película se estrenara la tuvo el Código Hays, que fue abolido en 1968. La censura se ensañó con «El forajido» (1943), producida y dirigida por el excéntrico multimillonario Howard Hughes, que fue quien descubrió a la actriz y le firmó un contrato en exclusiva por siete años, durante los cuales no pudo interpretar ninguna otra película. Basada en la famosa historia de Pat Garret y Billy el Niño, fue filmada en 1941, pero no se estrenó hasta dos años después, en 1943, y de forma bastante limitada.
La Liga para la Decencia Americana tuvo dos buena razones para prohibirla y retrasar su estreno durante seis años: los pechos de Jane Russell. Unos senos tan enormes y apetecibles para los muchachos que combatían en Europa contra Hitler que su publicidad corría de mano en mano en las revistas sensacionalistas.
La anti-Garbo
Pechos como nunca antes se habían visto en el «star-system» de Hollywood, poblado por estrellas exóticas y con un aura perversa como Garbo y Marlene, pero carentes del erotismo salvaje que poseía Jane Russell. Aún faltaban unos años para que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, las «maggioratas» italianas impusieran en el cine los senos grandiosos y las nalgas ingrávidas que se movían como pocillos de gelatina de fresa, y Jane Mansfield parodiara su exuberancia y también la de Marilyn Monroe, en «The Girl Can’t Help it» (1956).
Silvana Mangano en «Arroz amargo» y «Ana», con la famosa escena del bailón, y Sofía Loren en las comedias neorrealistas, copiaron su lujuriosa provocación, incluso el mohín despectivo que tenía su boca.
El tipo de nueva estrella que Jane Russell representaba a comienzos de los años 40 era mucho más próxima y disponible que los grandes mitos del viejo Hollywood. La carnalidad de la actriz resultaba tan sumamente evidente que todo hacía pensar que su presencia sensual y sus ademanes provocadores incitaban a los hombres a disponer de ella. Un modelo de bomba sexual que, sin su estruendosa aparición en el cine, seguirían también la mayoría de las estrellas y pin-ups norteamericanas de los años cincuenta, como Marilyn Monroe, Ava Gardner, Lana Turner y Rita Hayworth.
Howard Hughes, que además de consumado aviador fue un ingeniero aeronáutico excepcional, vivía tan obsesionado por los pechos de las mujeres que diseñó un sostén especial, que estaba basado en la aerodinámica ascensional que poseían los paracaídas, para que los de su nueva estrella resaltaran exultantes y turgentes en la famosa escena del granero, donde Jane Russell aparece tumbada sobre el heno con una pose tan provocativa que hasta ese momento se desconocía en el cine, mordisqueando indolente una paja. La escena la catapultó al estrellato y la película cosechó un éxito impensable tras años de prohibiciones. En España no se estrenó hasta 1976.
Como buen obsesivo, Hughes había basado la película y su promoción en la idea de resaltar los pechos de su estrella. En realidad, la cinta está centrada en Pat Garret y Billy el Niño, y la presencia de Russell estaba destinada a potenciar el alto voltaje que llevaba aparejada la escena del pajar. En 1946 se inició la campaña publicitaria con un aeroplano que describía en el inmenso cielo de San Francisco dos grandes círculos con un punto en el centro. No había necesidad de adivinar a qué hacía referencia el reclamo.
Jane Russell volvió al cine diez años después con la comedia «Los caballeros las prefieren rubias», de Howard Hawks, amigo de Hughes, y de quien se dice que dirigió múltiples secuencias de «El forajido». El tándem con Marilyn Monroe no podía resultar ante las cámaras más explosivo para interpretar a las dos pueblerinas de Little Rock que tratan de engatusar a un millonario y casarse con él. Una historia basada en el libro de Anita Loos, famoso por sus réplicas mordaces y el aura sofisticada del viejo Hollywood.
Nunca Jane Russell lució tan hermosa y divertida como en esta comedia musical. La escena que se desarrolla en la piscina, en la que baila con un grupo de culturistas es el epítome del erotismo sin tapujos ni oropeles. En el fondo, destilaba en las comedias un aire de candidez y distanciamiento bastante alejado de la imagen de bomba sexual en la que fue encasillada.
Su carrera decayó en los años 60 y durante los 70 se convirtió en la imagen de los sujetadores de la marca Playtex, para la que protagonizó la campaña El cruzado mágico. Publicidad que le reportó mucha popularidad y que realizó a lo largo de toda su vida. No obstante, aunque a partir de esa época hizo muy pocas películas, en 1989 recibió el premio Women’s International Center Living Legacy Award, dedicado a mujeres que hicieron grandes contribuciones a la Humanidad. En su caso, por su actividad en favor de la infancia y las adopciones (sufrió un aborto, no podía tener hijos y adoptó a tres huérfanos).
Jane Russell se casó tres veces y ahogó sus penas en el alcohol. A pesar de todo, ‘»la morena más famosa» no perdió la fe ni su carácter bravo hasta el final. «Moriré en mi silla de montar. No me convertiré en una anciana sentada en casa», aseguró la actriz. Sus vaticinios no se cumplieron. La diva más polémica del Hollywood dorado se fue en silencio, a los 89 años
Malas calles teñidas de tizón

Raymond Chandler fue un autor legendario de la novela negra estadounidense, cuya influencia se extendió al campo cinematográfico gracias al detective privado Philip Marlowe, interpretado, entre otros, por Humphrey Bogart o Robert Mitchum.
Si la literatura ha dado inolvidables personajes de ese estilo, Philip Marlowe se encuentra en el olimpo de los más recordados, junto al Sam Spade de Dashiell Hammett, el Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan-Doyle y el Hércules Poirot de Agatha Christie.
Marlowe, uno de los primeros grandes antihéroes de EEUU, resulta irónico, cínico y bruto a la par que encantador, todo un arquetipo de la masculinidad.
«Hizo que la corrupción y el vicio fueran extremadamente atractivos», sostiene el periódico Los Angeles Times.
Chandler tenía 51 años cuando publicó su primera novela, «El sueño eterno» (The Big Sleep, en 1939). Después llegarían «Adiós, muñeca» (Farewell, My Lovely, 1940), «La ventana alta» (The High Window, 1942), «La dama del lago» (The Lady in the Lake, 1943), «La hermana pequeña», (The Little Sister, 1949), «El largo adiós» (The Long Goodbye, 1954), «Playback» (1958) y la inconclusa «Poodle Springs» (1959), que fue rematada por su admirador Robert B. Parker.
Todas ellas con Marlowe como protagonista y como extensión sobre el papel de su propio autor.
La primera adaptación al cine de «El sueño eterno» fue el clásico del cine negro dirigido por Howard Hawks en 1946, con Bogart en la piel del detective y Lauren Bacall como la perfecta femme fatale.
Años después, en 1978, fue Robert Mitchum quien tomó el relevo de Bogart en una nueva versión realizada por Michael Winner. El actor estadounidense repetía por entonces ese personaje, ya que en 1975 protagonizó «Adiós muñeca», de Dick Richards.
A Marlowe también lo encarnaron otros actores como Dick Powell, George Montgomery, Robert Montgomery, James Garner, Elliot Gould y James Caan, el más reciente (Poodle Springs, 1998), quienes insuflaron al papel las necesarias dosis de humanidad y hasta cierta ternura.
Además Chandler redactó más de veinte relatos cortos detectivescos -los primeros fueron publicados en las revistas «pulp» Black Mask y Dime Detective– así como un par de ensayos de relumbrón, sobre todo The Simple Art of Murder, donde nació la expresión «mean streets» («malas calles»), usada por Martin Scorsese en una de sus primeras películas.
El cine, no obstante, fue siempre objeto de deseo para Chandler, quien colaboró en los guiones de «Perdición» (Double Indemnity, 1944) de Billy Wilder, y «Extraños en un tren» (Strangers on a Train, 1951), de Alfred Hitchcock, basada en la novela de Patricia Highsmith.
El único libreto que redactó por sí mismo fue el de la cinta «La dalia azul» (The Blue Dahlia, 1946), con Alan Ladd y Veronica Lake, por la que fue candidato al óscar.
Chandler, nacido en Chicago (Illinois) en 1888, se casó en 1924 con Cissy Hurlbut, una mujer 18 años mayor que él con la que había comenzado una relación cinco años antes, cuando ésta estaba casada, y con la que nunca tuvo hijos.
Tras la muerte de Cissy en 1954, el novelista emprendió un descenso a los infiernos ahogado en alcohol, que le llevó a varios intentos de suicidio.
Cuando murió en San Diego (California) el 26 de marzo de 1959, a los 70 años, dejó todo su patrimonio -60.000 dólares y los futuros ingresos por derechos de autor- a su amiga y agente literaria, Helga Greene.
En las novelas de Chandler, además de sus personajes, el contexto cobra una gran importancia. Sus personajes se desenvuelven en un hábitat que el escritor conocía muy bien: Los ángeles, una ciudad tan brillante en su exterior como vacía en su interior, según la novelista Judith Freeman, autora de The Long Embrace: Raymond Chandler and the Woman He Loved.
En ese libro Freeman sostiene que Chandler describió a la perfección «la soledad estadounidense», retratada en esa ciudad californiana por «gente abandonada en el paraíso, entre la abundancia y la riqueza extrema», como policías al margen de la ley, médicos drogadictos, matones ingenuos y millonarias con la intención de engrosar, de cualquier forma, su patrimonio.
Dos lobas en su crepúsculo

Protagonizaron el mayor duelo de divas de la historia del cine en «¿Qué fue de Baby Jane?», pero la rivalidad entre Bette Davies y Joan Crawford venía de lejos, alimentada por la ambición y los celos de ambas y también por un Hollywood machista que utilizaba y desechaba a las actrices a partir de cierta edad.
A la revisión de esta relación que propuso Ryan Murphy en la serie de HBO «Feud» se une un libro, «Bette&Joan. Ambición ciega», de Guillermo Balmori, experto en cine, escritor y coeditor e Notorius Ediciones, que ahonda en sus causas y circunstancias.
Procedían de clases sociales distintas. Davies, de familia acomodada y educada, aunque le encantaba blasfemar, mientras que Crawford sólo conoció la miseria en su infancia y adolescencia, y por el contrario era «un dechado de gazmoñería y refinamiento».
Según el autor, la que fue estrella de la Metro, Crawford, siempre admiró a Davies, pero no al revés. «Davies fue la gran sádica de Hollywood y Crawford la gran masoquista», señala en las páginas del libro, dando por buena una sentencia de un crítico de la época.
Muchas de las cosas que se han escrito sobre la mala relación entre ambas, desde su enfrentamiento por un hombre, el actor Franchot Tone, hasta los entresijos del rodaje de su única película juntas, «¿Qué fue de Baby Jane?», deben tomarse con cierta reserva.
Y es que no solo los reporteros y columnistas de la época se encargaron de sacar toda la punta posible a una historia ideal para un público morboso, sino que la jefa de prensa de la película y hasta las propias actrices se encargaron de alimentar el circo.
Quizá uno de los chascarrillos más famosos del rodaje del filme dirigido por Robert Aldrich fue la patada que Davies le propinó en la cabeza a su compañera en una escena en la que supuestamente debía fingir los golpes y que aderezó convenientemente la célebre columnista Hedda Hopper.
Y la revancha que Crawford se tomó cuando, en otra escena en la que Davies debía llevarla a rastras, se ocultó en el talle un cinturón de levantador de pesas con refuerzos de plomo.
Para entonces, ambas habían pasado por altibajos en su trayectoria. Las dos habían ganado al menos un Oscar: Crawford por «Alma en suplicio» (1945) y Davies por «Peligrosa» (1935) y «Jezabel» (1938), pero también sabían lo que era recibir la etiqueta de «veneno para la taquilla».
Se dio la circunstancia de que el Oscar de Crawford fue por un papel que Davies había rechazado. Después de eso, su carrera languideció, mientras que Crawford se erigía como nueva reina del melodrama en Warner.
Pese a todas las diferencias, tenían una herida en común, el abandono paterno. El director Vincent Sherman señalaba así esta similitud: «Pese a que se aborrecían entre ellas, debajo de la piel eran hermanas. Ambas habían sido abandonadas por su padre, lo que les dejó como secuela una eterna desconfianza hacia los hombres».
El otro aspecto en común es que eran dos actrices de carácter en una industria dominada por hombres. Tenían que pelear para que los estudios les ofrecieran papeles interesantes y esto alimentó su rivalidad. Bette Davies llegó a plantarle cara al mismísimo Jack Warner en los tribunales.
En el juicio se habló de «esclavitud laboral» y salieron a la luz cláusulas por las que un actor se veía obligado a hacer todo lo que el estudio le ordenaba. Pese a ello, el juez le dio la razón a Warner, aunque al menos Davies logró mejorar su contrato con el estudio.
Fuller, el indómito polivalente

Soldado, reportero, trashumante, fumador de puros, Samuel Fuller dio su pleno significado al término «auténtico» aplicado al cine y luego se marchó de Hollywood y se convirtió en un polémico héroe en Francia, donde residió muchos años. Autor de filmes como «Uno Rojo, división de choque» o «La casa de bambú», hizo su última aparición en la pantalla como actor en el filme de Wim Wenders «El fin de la violencia».
«El perro blanco» fue la última película que rodó en EE.UU, y por ella le acusaron de racista ya que trataba de un perro entrenado para atacar a negros. una muesca más en el subrayado a la aparentemente irreversible tendencia del cine americano a polarizarse en extremos: la superproducción o el cine de ínfimo presupuesto, dejando vacío el terreno del cine intermedio, de carácter, a veces identificado con el llamado cine de serie B. En ese terreno fue donde Sam Fuller desarrolló su filmografía, antes de verse obligado a escapar de EE UU y refugiarse en Europa. El crítico de cine Leonard Maltin le define como el pionero de los independientes: «Escribía, producía y dirigía sus películas, es decir, era una triple amenaza».
Fuller nació en Worcester (Massachussets) en 1911, entró a trabajar en el ya desaparecido periódico The New York Journal cuando tenía 12 años y a los 17 estaba cubriendo sucesos para el rotativo californiano The San Diego Sun. Posteriormente, mientras John Steinbeck narraba las durezas de la vida rural en plena depresión económica, Sam. Fuller se dedicaba a recorrer el país a bordo de trenes de mercancías.
En los años treinta escribió varias novelas pulp como «Burn Baby Burn» y empezó a trabajar como guionista. Después de la guerra (sirvió meritoriamente en el norte de África y Europa) regresó a Hollywood y dirigió su primera película, «I shot Jesse James» («Yo maté a Jesse James»).
El estilo de Fuller era dinámico, vigoroso, arrogante a veces, pero también moralmente confuso y sucio, ambiguo y reticente a dar respuestas claras. Con ese enfoque tan móvil como su cámara hablaba de racismo, violencia y política. Sus filmes bélicos de los años cincuenta incluyen «The Steel Helmet» y «Fixed Bayonets», y en 1979, dentro de ese género, la que algunos consideran su obra maestra: «The Big Red One», un relato autobiográfico de la Segunda Guerra Mundial protagonizado por Lee Marvin y Mark Hamill.
Fuller también había demostrado saber moverse dentro del sistema de los grandes estudios, como demostró en los cincuenta con títulos memorables como «Pickup on south street», con Richard Widinark y Thelma Ritter, pero al final de esa década decidió establecer su propia productora.
La actitud siempre radical e individualista de Fuller le valió no pocas críticas y dificultades con la industria de Hollywood, que terminó por cerrarle puertas. «Cuando se estrenó Casco de acero, en 1950, me acusaron de comunista, pero en la película siguiente me convirtieron en reaccionario recalcitrante», explicó en una de sus visitas a España. «En Atlanta rompieron la pantalla y derribaron la taquilla hiriendo a la taquillera. Con La casa de bambú también hubo tumultos, butacas reventadas y peleas entre espectadores. Les parecía escandaloso que una mujer, cuando ha de elegir entre dos hombres, prefiera a un japonés a un americano. Los de Columbia intentaron censurar el filme, imponerme que el americano fuera un malvado, de manera que la elección de ella quedara justificada. Me negué. Yo nunca he hecho política. La única causa por la que lucho es la de la erradicación del racismo».
Autoexilio
Autoexiliado en Francia debido al desproporcionado escándalo de «El perro blanco» en 1982 -otro desgarrado alegato contra el racismo-, Fuller se dedicó a colaborar como actor en los proyectos europeos que le apetecía, mientras que en EE UU directores como Martin Scorsese y posteriomente Quentin Tarantino, reclamaban su lugar en la historia del cine americano. En 1997, Fuller apareció en la película «El fin de la violencia», de Wim Wenders, a cuyas órdenes ya se había puesto en Hammett en 1983 y en 1977 haciendo de gángster en «El amigo americano». En 1996, Fuller fue objeto de un documental biográfico hecho en Gran Bretaña, cuyo título, «La máquina de escribir, el rifle y la cámara de cine», responde a las tres grandes etapas y las tres grandes pasiones de su vida.
Retazos de carne y alma

Los detractores que tachan a Frankenstein de parábola anticientífica sostienen que su efecto más notorio ha sido el de nutrir los recelos del vulgo hacia los avances de una ciencia que le asusta y no comprende. Desde luego, ciertas versiones y secuelas contienen elementos que abonan esa lectura. ¿Y en los demás? ¿Y en el original aparecido hace dos siglos en Londres con el título de Frankenstein o el moderno Prometeo? ¿Era Mary Shelley una escritora tecnófoba?
Refresquemos el argumento de la novela de la que Ariel ha publicado una excelente versión revisada y corregida: Víctor Frankenstein, sabio ginebrino, aspira a descubrir el secreto de la vida y obsequiar a la humanidad con el don de la inmortalidad. Con trozos de cadáveres y de animales confecciona un ser animado. Horrorizado por su grotesca fealdad, lo rechaza y se niega a brindarle una compañera. La Criatura, viéndose expulsada de la fraternidad humana, mata a su novia y a otros de sus seres queridos. Víctor se lanza en su persecución y ambos mueren en el Ártico.
Al comparar a Víctor con Prometeo, el héroe mitológico que trajo el fuego a los mortales y por ello fue castigado por los dioses, la novela sugiere una interpretación trágica. Pero aquí no hay intervención divina ni agentes sobrenaturales; la desgracia sobreviene por causa de un experimento chapucero. Y aunque Víctor mezcla la alquimia con la electricidad y las matemáticas, no se maneja como un alquimista o un mago sino como el precursor de una biología en pañales.
Shelley estaba al corriente de la ciencia de su época, así como de la política radical preconizada por sus padres, el anarquista William Godwin y la feminista Mary Wollstonecraft, y su marido, el poeta Percy Shelley. Darko Suvin, estudioso de la ciencia ficción, la percibe desencantada con el utopismo de ilustrados y románticos y sus promesas de progreso social. No es casual que bosquejase su obra poco después de Waterloo, la batalla que cerró el ciclo abierto con la Revolución Francesa e inauguró un período reaccionario, para consternación de la intelectualidad progresista.
Su texto, conviene subrayar, ostenta el sello del romanticismo, al cual la autora pertenecía de cuerpo y alma. Contra la opinión extendida, dicho movimiento profesó enorme devoción por la investigación. A contrapelo del ilimitado optimismo de una ciencia entendida como dominio humano sobre la naturaleza, defendía su desarrollo en armonía con el entorno y oponía un enfoque holístico al mecanicismo de la Ilustración.
Fiel a ese espíritu, Mary Shelley atiza un correctivo a la búsqueda de conocimiento a cualquier precio; y de pasada ajusta cuentas con la soberbia romántica a través de la crítica a la conducta de Víctor, el héroe byroniano cuya ansia egocéntrica de gloria arrastra a los demás.
De la novela gótica a la ciencia ficción
Frankenstein, sostiene Suvin, echa los cimientos de la ciencia ficción, un género de la sociedad industrial señalado por su ambivalencia frente al avance científico-técnico. Y lo hace distanciándose del horror gótico, cuyos muertos al acecho de los vivos personifican el peso fatídico del pasado sobre el presente. La diferencia es visible en la criatura: en vez de presentarla a la manera gótica como la encarnación del Mal sacrílego, su soliloquio mete al lector en el pellejo de una creación científica capaz de aprender a hablar por su cuenta y educarse en soledad leyendo a Plutarco, Milton y Goethe.
La impronta gótica se circunscribe al atrezzo: las inmensidades aisladas por las que deambulan los personajes, los ambientes tenebrosos, las noches tormentosas y los cadáveres que suministran la materia prima de la Criatura. Su nudo dramático, en contraste, se ciñe a un experimento y sus derivaciones. No hay maldición ni predestinación. El pasado no controla la situación; la acción discurre en el presente y se abre al futuro.
Sin embargo, su mensaje fue abusivamente simplificado. La retórica conservadora se sirvió de la tragedia de Víctor para plasmar el miedo al cambio impulsado por individuos bien intencionados: si alguien proponía liberar a los esclavos de las colonias o conceder el derecho al sufragio a la clase trabajadora, se le acusaba de desencadenar monstruos destructivos. Más tarde, la izquierda repetiría la operación, pintando a Saddam Hussein como un Frankenstein engendrado por Estados Unidos y alzado contra su amo. Unos y otros adulteraron el sentido primigenio de la novela.
El monstruo, estrella del espectáculo
La otra tergiversación la perpetraron las adaptaciones teatrales sucedidas a lo largo del siglo XIX al exagerar el trasfondo gótico de la intriga. Aparte de cambiar escenarios y confundir nombres (el monstruo pasó a ser conocido por el apellido de su inventor), introducen al sirviente jorobado, describen al laboratorio como la cueva de un nigromante y enfatizan la maldad de la Criatura, buscando atraer al gran público, más ávido de estremecimientos fuertes que de angustiosas reflexiones sobre las fronteras del saber y la naturaleza humana.

La empatía con el monstruo desaparece; el ser curioso y sensible se transforma en una Cosa irremediablemente maligna. Estas versiones de probado tirón en la audiencia, consigna William St. Clair, fueron la fuente de inspiración de Hollywood en lugar del texto original. En el año 2007, el historiador del cine Thomas Leitch contabilizó 102 interpretaciones del monstruo en otras tantas adaptaciones fílmicas. Fue el séptimo arte, más que los montajes teatrales de la cartelera anglosajona, el responsable de su estatus mítico. Las primeras películas muestran a un gigante idiota surcado de costuras y con un tornillo en el cuello condenado por el cerebro del criminal ahorcado que le trasplantaron. Víctor, por su parte, es degradado a arquetipo del científico loco y pecador: “Ya sé lo que se siente al ser Dios”, exclama en el filme de James Whale.
Así y todo, con el correr del celuloide se observa cierta tendencia a humanizarlo. Un film de Serie B sorprende con un monstruo adolescente: I Was a Teenage Frankenstein (1957) y otro dirigida al público negro le pinta con piel oscura y peinado afro: The Black Frankenstein (1973). En los años 70, a tono con la liberación de las costumbres, irrumpen el lascivo Andy Warhol’s Frankenstein (1974) y el engendro transexual de The Rocky Horror Show (1975). Por fin, Mary Shelley’s Frankenstein (1994) restituye la inteligencia a la Criatura que Boris Karloff había igualado a un zombi.
Una parábola sobre la responsabilidad
Desde mediados del siglo XX, se ha tendido a leer Frankenstein como una advertencia sobre el impacto nocivo de las nuevas tecnologías. En 1945, el secretario de Guerra de Estados Unidos, Henry Stimson, dijo de la bomba atómica: “Puede ser Frankenstein o un medio para la paz”. Más tarde, los ecologistas acuñaron la etiqueta “Frankenfood” en su lucha contra los transgénicos. En un reciente telefilme británico, el monstruo es alumbrado por un ensayo con células madre. Frankie ha demostrado ser un contenedor multiuso de las ansiedades suscitadas por la técnica de moda.
En un ensayo incluido en la edición de Akal, Josephine Johnston defiende que el meollo de la novela no consiste en un supuesto alegato contra la ciencia; su eje pasa por la cuestión de la responsabilidad. “El error de Víctor radica en no pensar más a fondo en las repercusiones potenciales de su obra”. Para la ensayista, el devastador desenlace no ofrece dudas: “El entusiasmo científico sin control puede provocar un daño imprevisto”.
Del devastador desenlace se desprende el necesario compromiso del científico con su creación: velar por ella y cuidar de que no dañe a los demás. Las palabras de Víctor: “He sido derrotado en estas esperanzas; sin embargo, acaso otro triunfe”, nos indican que Shelley no se abandona a la tecnofobia ni pierde la esperanza en una ciencia con conciencia.

No todo el argumento conserva actualidad. El drama del científico a solas con su conciencia, verosímil en una época de inventores aficionados, ha quedado obsoleto. La investigación depende menos de individuos geniales que de intereses políticos y económicos consagrados a explotar sus frutos sin miramientos por la humanidad o el medio ambiente. Frankenstein no ayuda a captar la complejidad de la actividad científica en tiempos de la tecnociencia.
Si la Criatura que la escritora británica presentó en sociedad era una mezcolanza de restos animales y humanos, el monstruo de la cultura de masas es el producto de un bricolaje con versiones influenciadas por cada contexto. No es casual que hoy retornemos al texto original. La admonición de Mary Shelley sintoniza con nuestra disposición a no extender más cheques en blanco a los laboratorios. Y su mirada compasiva toca una fibra en nuestra sensibilidad posmoderna, capaz de conmoverse por la agonía de un replicante asesino o el flechazo de un solitario con un software.
En el armario y sin ‘Oscar’

«Todo el mundo quiere ser Cary Grant. Incluso yo quiero ser Cary Grant». Así definía el célebre actor su admiración hacia quien aparentaba ser, una fachada tras la que se escondía un hombre atormentado entre la estrella y la persona, y en cuya vida se sumerge el escritor Marc Eliot.
En ‘Cary Grant. La biografía’ (Lumen), Eliot define al actor como un tipo simpático, elegante, obsesionado con su aspecto físico, enamoradizo, fantasioso, tacaño hasta la médula -incluso cobraba 25 centavos por cada autógrafo que firmaba-, de personalidad adictiva con tendencia a la autodestrucción y a veces inestable.
No es difícil imaginar que Grant reunía todos los ingredientes para ser un cebo fácil de la prensa sensacionalista, en donde, sin tapujos, en más de una ocasión se chismorreó sobre su relación, abiertamente homosexual, con el atlético actor de westerns Randolph Scott.
A Grant y Scott les unía, como afirma Eliot, «su gusto por beber, fumar, la ropa cara, el humor socarrón y que ambos, sexualmente, no eran especialmente tórridos, ya que consideraban el sexo como algo accesorio».
Pero si había un rumor que podía dañar la imagen de una estrella era el de ser homosexual, algo a lo que Grant, obsesionado con triunfar, pondría punto y final casándonse con Virginia Cherrill, protagonista del filme de Chaplin ‘Luces de la ciudad’.
Incapaz de olvidar a Scott, éste fue el primero de los cuatro divorcios de Grant. El actor incluso llegó a asegurar que sus fracasos matrimoniales se debían a que sólo se enamoraba de las mujeres que suplían la dolorosa ausencia de su madre, quien, supuestamente, murió cuando Grant tenía 10 años, aunque dos décadas después el actor descubriría una verdad trágica: su madre estaba viva y encerrada en un manicomio.
Incapaz de sentirse feliz, el inseguro Grant, «el hombre más amado de la faz de la tierra que luchó a lo largo de su vida por encontrar el amor», amortiguaba su dolor a base de litros de alcohol. Con los años, llegó a superar su alcoholismo medicándose, durante casi dos décadas, con dosis de LSD en terapias controladas junto a otras celebridades como el escritor Aldous Huxley.
Pero si hubo un drama personal que siempre persiguió a Grant fue la negativa de la Academia de Hollywood a concederle un Oscar, a pesar de sus magistrales interpretaciones en películas como ‘La fiera de mi niña’, ‘Historias de Filadelfia’ o ‘Encadenados’.
Y es que, en la época del ‘star system’, que Grant osara trabajar de manera independiente, e incluso impusiera condiciones a las ‘majors’, hizo ganarse la antipatía de los miembros de la Academia, una enemistad que se acentuó después de la guerra. Entonces le acusaron de estar «demasiado a la izquierda» por, entre otras cosas, su defensa de Charles Chaplin o Ingrid Bergman, marginados de Hollywood el primero por antiamericano, inmoral y comunista y la segunda por adúltera.
Finalmente, en 1970, cuando uno de sus sucesores, Gregory Peck, presidía la Academia de Cine y comenzaron a respirarse vientos de cambio, Grant recibió el Oscar honorífico a una carrera «sin precedentes». Dicen que, el día que le comunicaron el premio, Grant rompió llorar.
Los extraños universos de Lynch

Los orígenes de David Lynch, desde su infancia en Montana hasta la producción de su primer largo, «Cabeza borradora», son el núcleo del documental «David Lynch: The Art Life», que descubre cómo se fraguó la peculiar mirada sobre el mundo del autor de «Terciopelo Azul» a través del relato en primera persona.
Lo perturbador siempre estuvo ahí. Desde que siendo niño una mujer desnuda y ensangrentada irrumpió en su vecindario, como venida del más allá, y acabó con su inocencia. En aquella época todo el mundo de Lynch (Montana, EEUU, 1946) cabía en dos manzanas. «Puedes vivir en un sitio pequeño y tenerlo todo», asegura en el documental,.
Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm le han filmado al a lo largo de tres años en su estudio de Los Ángeles, donde pinta, esculpe, moldea. Es el Lynch artista plástico, que precede al cineasta. Él mismo se explica, recuerda y habla mientras fuma un cigarro tras otro.
El falso monólogo se combina con vídeos caseros, fotografías familiares, detalles de su obra pictórica y escultórica, en un montaje que, con ayuda de la música, adquiere una cadencia hipnótica en consonancia con el estilo del cineasta.
La prehistoria de David Lynch podría resumirse en tres momentos clave. El primero, cuando conoció al pintor Bushnell Keeler, padre de un amigo, y de inmediato supo a qué quería dedicarse.
Keeler fue una especie de mentor: le invitó a su estudio, le regaló el libro «El espíritu del arte» de Robert Henri e intercedió ante su padre, científico de profesión, para hacerle entender que su hijo tenía talento y que iba en serio.
Al finalizar la secundaria Lynch se matriculó en la Escuela de Bellas Artes de Boston, pero solo aguantó un año antes de decidir viajar a Europa con un amigo a estudiar con Kokoschka. Aunque iban para tres años, volvieron a los 15 días.
A su regreso, Lynch se instaló en una desangelada Filadelfia y fue en esa época cuando llegó la segunda revelación: la idea de pintura en movimiento. Cuenta que casi al mismo tiempo visitó por primera vez una morgue y que al ver tantos cadáveres juntos empezó a imaginar las historias que habría detrás.
Todo eso se tradujo en sus primeros cortos: «Six Men Getting Sick» (1966) y «The Alphabet» (1968).
El tercer momento decisivo en la vida de Lynch fue una inesperada llamada telefónica del American Film Institute (AFI) en la que le comunicaban la concesión de una beca para estudiar en su sede de Los Ángeles.
Instalado en los establos de una gran mansión de Beverly Hills, Lynch se dedicó a preparar y rodar su primer largometraje, la inclasificable «Cabeza voladora», un trabajo que le absorbió durante cinco años, en el que invirtió toda su beca y más, y que acabó por costarle el divorcio de su primera esposa.
«Fue una de mis más felices experiencias cinematográficas», asegura en el documental.
Lynch confesó que fue su suegra quien le empujó a rodar «The Elephant Man» (El hombre elefante, 1980). Acababa de estrenar «Eraserhead» (Cabeza borradora, 1977) y de intentar, sin éxito, que alguien se interesara en su segundo guión, «Ronnie Rocket», que nunca llegó a encontrar financiación.
«Estaba recién casado, y mi suegra presionaba a mi mujer para que a su vez me presionara para hacer dinero», cuenta. «Le pregunté a Stuart Cornfeld (productor) qué guiones podía haber por allí para que yo dirigiera. El primero que me mencionó fue el de ‘The Elephant Man’ (El hombre elefante), y yo dije, ‘ese es'».
«David Lynch: The Art Life» nace de más de 20 conversaciones que sus autores mantuvieron con el cineasta a lo largo de tres años.
Nguyen ya había producido otro documental, «Lynch» (2007), que recogió el proceso creativo de la película «Inland Empire», y cuenta que él entonces era reacio a conceder entrevistas.
Sin embargo, el nacimiento de su hija menor en 2012 fue un punto de inflexión que ayudó a que Lynch accediera a reflexionar sobre su trayectoria, de manera que la película constituye una especie de legado íntimo de padre a hija a través de sus recuerdos, sus miedos, sus ilusiones y su lucha.
Calder al rescate

Pese a la dedicación y los medios que el productor Sam Spiegel puso al servicio de la película, lo cierto es que «La jauría humana», el desolador retrato de la violencia y la hipocresía social que Arthur Penn rodó en 1966, fue todo un fracaso de crítica y público cuando se estrenó en Estados Unidos.
El exigente e intervencionista Spiegel, que dirigía el proyecto al estilo de los viejos jefes de estudio de Hollywood, contaba con todos los ingredientes para que el film fuera un bombazo (un reparto de campanillas, una reputada guionista como Lillian Hellman, un director prometedor)… Sin embargo la mezcla no funcionó, y lo que iba para blockbuster se convirtió en un proyecto casi maldito al que probablemente lastraron, como sostiene Jeff Stafford, “los egos, las distintas visiones artísticas y las luchas de poder internas”.
El siempre difícil Marlon Brando, por supuesto, estaba en el centro de algunas de estas disputas. Originalmente su papel era el de Jake Rogers, el joven hijo del magnate local. Sin embargo, debido a su edad, su rol fue adjudicado finalmente a James Fox. Brando pasó a encarnar al sheriff Calder y a partir de ahí su interés por la película decayó notablemente.
Para entretenerse, Brando empezó a gastar bromas a Sam Spiegel, que estaba muy orgulloso de su actor principal pero tenía un gran miedo: la afición de la estrella por las motocicletas (sólo unos días antes del rodaje acababa de sufrir un accidente). Obsesionado con que pudiera pasarle algo similar a lo que le ocurrió a James Dean, el productor no dejaba de preguntarle a Penn si el actor había traído su moto. Brando no lo había hecho, pero en cuanto se enteró de la preocupación de Spiegel, no dudó en pedir que se la hicieran llegar y en aparcarla en medio del set.
El otro problema que el equipo tuvo con Brando estaba relacionado con su voz. El actor había decidido atribuir al sureño sheriff Calder un tono de voz tan suave que sus diálogos resultaban prácticamente inaudibles. Cuando el departamento de sonido le pidió que hablara más alto, él montó en cólera. “¡No puedo sacrificar el tono de una escena por culpa del sonido!”, replicó Brando, que para desesperación de Spiegel también se negaba a posar para las fotografías promocionales que tenía establecidas por contrato.
Brando acabaría redimiéndose de todos los problemas causados al ayudar a crear la escena más memorable del film, aquella en la que tres hombres le propinan una brutal paliza en su despacho. “Eso fue idea de Marlon”, recuerda Arthur Penn, a quien Brando le propuso lo siguiente: “Creo que la paliza debería ser realmente salvaje. ¿Qué te parece si nos pegamos de verdad pero lo rodamos a 20 fotogramas por segundo en lugar de a 24?”. Penn le hizo caso y rodó la escena de aquella manera. “Funcionó como un sueño -celebraría más adelante Penn-. Puedes ver como aterrizan los puños, como deforman la carne… Igual que en las peleas reales”.
En este sentido la película opera un retrato de la degeneración moral de la sociedad, pero además tiene la genial habilidad de ofrecernos pinceladas y detalles impagables que dibujan también lo que estaba pasando en el Estados Unidos de mediados de los sesenta. Tal es así que en la película hay retratos clasistas, testimonios del racismo imperante e irresuelto, reprimidos -o no tanto- deseos de liberación sexual, etc. Todo un conglomerado de cosas que marcaron los años siguientes y que están presentes como ejemplo del conflicto social de un tiempo, apareciendo de soslayo, en segundo plano, como telón de fondo a la historia principal, pero que como medio ambiente vital de los personajes juegan un papel crucial en la definición de los mismos.
«La jauría humana» es un clásico ineludible y con mayúsculas, un ejercicio deprimente y desesperado de sociología en la pantalla. Pesimista y en el fondo con su atisbo de luz, para ello queda Calder, el sheriff, un enorme Marlon Brando que abandona la mugre social que deja tras de sí derrotado, físicamente apaleado, asqueado, pero con la cabeza alta y rostro firme por haber cumplido hasta el final con sus principios, un epílogo que parece decirnos que siempre quedará alguien incorruptible, por muy mal que estén las cosas.
El umbral de «Psicosis»

El cineasta suizo formado en la Universidad de Nueva York Alexandre O. Philippe ha dedicado un largometraje documental de hora y media a diseccionar una única escena de una película: el mítico apuñalamiento en la ducha de «Psicosis» (1960), una de las obras maestras de Alfred Hitchcock.
El motivo: está convencido de que esos dos minutos de cine cambiaron por completo la forma de hacer cine, y su modo de probarlo ha sido analizar fotograma a fotograma encuadres, iluminación, sonido, guion, interpretación y hasta los engaños ópticos de los que se valió el maestro británico del suspense.
Titulada «78/52. La escena que cambió el cine», no solo analiza pormenorizadamente cada fotograma, sino que contextualiza el momento en el que Hitchcock la rodó, incluso con explicaciones del propio realizador, así como la forma en que esos 78 planos y 52 cortes marcaron la historia del cine.
Se trata de una mirada sin precedentes, donde muchos de los testimonios, actuales y de entonces, de cineastas, directores, actores, productores, maquilladores, montadores, dobles, sonidistas y el mismísimo autor de la no menos mítica música que subraya el apuñalamiento, Bernard Herrmann, comienzan con un «era la primera vez que….».
La primera vez que una diva como Janet Leight aparecía desnuda (aunque el cuerpo que se ve no es el suyo, sino el de Marli Renfro una «conejito de Playboy» que también habla, a sus ochenta años, de la increíble experiencia); la primera vez que se veía un inodoro o un ombligo en el cine o la primera vez que se deja en un montaje un fotograma desenfocado.
Pero sobre todo, era la primera vez que un director mataba a la protagonista a los 40 minutos de empezar la película.
Estrenada el 8 de septiembre de 1960, fue una revolución. Hitchcock, que acababa de promocionar «Con la muerte en los talones», cuenta en el documental que «Psicosis» fue una broma con la que quería hacer reír a los amantes del género; sus exégetas pronto desmontan la teoría.
Allí, en esos dos minutos, encuentran increíbles giros de cámara, insólitos para la época, un montaje desconcertante con saltos que abarcan los 360 grados y los encuadres justos (ni un centímetro más de lo que la censura permitía enseñar), como revela Walter Murch, montador de cintas míticas como «Apocalypse Now».
Hasta el márketing previo -no se permitía entrar con la película empezada y el propio director pedía a los espectadores que no desvelaran el final- fue pionero.
Una semana entera de las cuatro programadas para grabar toda la película se dedicó solo a rodar esa escena.
En «78/52» colaboran un puñado de académicos e historiadores del cine, así como destacados cineastas, de Peter Bogdanovich a Guillermo Del Toro, así como la hija de Janet Leigh, Jamie Lee Curtis.
Todos coinciden en que si uno quiere entender cómo era Estados Unidos respecto al sexo, las madres y la política a principios de la década de 1960, la escena de «Psicosis» es el punto de partida.
Esta escena sigue aún hoy inspirando a algunos de los mejores cineastas de nuestro tiempo, como se puede ver en la conversación de sofá que mantienen Elijah Wood, Daniel Noah y Josh Waller, creadores de la productora de cine de terror SpectreVision, que prácticamente se saben la cinta de memoria.
La película es también un modo de explicar a los espectadores de hoy qué sintieron los afortunados que asistieron al estreno de aquella insólita película.
Antes de «Psicosis», el horror era algo tangible (un monstruo, una casa embrujada, una fuerza de otro mundo); después el monstruo era «nosotros», la muerte podría llegar a cualquier parte, hasta a tu baño, con la sangre derramándose en el agua y desapareciendo por el desagüe.
Por eso, explica Hitchcock, la hizo en blanco y negro.
Hoy, todo el mundo bromea acompañando el gesto de apuñalar a alguien con aquellas tres notas agudas creadas por Bernard Herrmann, que, hasta sin oirlas, resuenan en los oídos de cualquiera. Es el mito de «Psicosis».
Fotogramas y estrógenos

Las actrices que han protagonizado filmes con títulos femeninos como Elizabeth Taylor, la primera intérprete que cobró un millón de dólares por una película, o Jessica Lange, «que fue masacrada por Hollywood», son retratadas en el libro del escritor y periodista Eduardo Moyano, «Con nombre de mujer».
Editado por Arkadin Ediciones, el libro presenta semblanzas, curiosidades y opiniones de catorce actrices del pasado y el presente que han interpretado a mujeres históricas, princesas, malvadas, fatales, rebeldes, prostitutas y eróticas.
«Lo más importante de este libro es esa relación entre la actrices, esa curiosidad de que todas las películas tienen nombre de mujer. Es una manera de conocerlas más de cerca, más amena, y que las nuevas generaciones vean ese tipo de cine», dice Eduardo Moyano.
Greta Garbo en ‘La reina Cristina de Suecia’, Bette Davis en ‘Jezabel’, Joan Fontaine en ‘Rebeca’, Rita Hayworth en ‘Gilda’, Catherine Deneuve en ‘Belle de jour’ o Gene Tierney en ‘Laura’ son algunas de las artistas que forman parte de esta recopilación.
«No es un libro de mitómanos porque hay películas menores como ‘Emmanuelle’ o ‘Barbarella’ que son películas que tuvieron una gran repercusión, o como ‘Frances’ que tuvo a una de las actrices que fue masacrada por Hollywood», detalla el autor sobre su libro.
Estas estrellas, explica, fueron un fenómeno mediático en torno a la moda, como Audrey Hepburn en «Sabrina», Diane Keaton en ‘Annie Hall’ o Elizabeth Taylor en ‘Cleopatra’, que con sus túnicas, el color de sus ojos y sus labios creó un estilo que se propagó por todas partes.
El libro, dividido en siete capítulos con ilustraciones y fotografías, es un trabajo que Moyano empezó a hacer cuando trabajaba como periodista en Radio Nacional de España, donde estuvo 35 años y hacía semblanzas de actrices para un programa de cine.
La selección, asegura, fue difícil porque «hay un centenar de películas que han tenido nombre de mujer», como ‘Anastasia’, ‘Juana de Arco’ o la española ‘Julieta’, «con una excelente interpretación de Emma Suárez».
‘Belle de jour’ de Luis Buñuel es la única estampa española en este volumen, «un clásico que Martin Scorsese consideraba como una de las mejores películas de la historia del cine y que hizo que se rehabilitara 20 años después y se pudiese ver en cines de Estados Unidos», precisa el autor.
Moyano describe datos biográficos y coincidencias como las de Romy Schneider y Diane Keaton, cuyas carreras estuvieron influenciadas por sus madres, o Elizabeth Taylor, Bette Davis y Joan Fontaine, que se casaron más de tres veces.
«Elizabeth Taylor decía que ella se casó ocho veces y que muy pocas mujeres podían decir que solamente se habían acostado con los hombres con los que se había casado», cuenta.
Recuerda también escándalos como el que protagonizó ‘Gilda’ en «la España del nacionalcatolicismo».
«Fue solemnemente desaconsejada desde púlpitos, confesionarios y publicaciones. Incluso un sacerdote, el padre Morales organizó con grupos de jóvenes incursiones por la Gran Vía madrileña para destrozar los carteles anunciadores de la película», relata en el texto.
«Con nombre de mujer» concluye con un epílogo dedicado a Marilyn Monroe, que, aunque no participó en ninguna película con título femenino, fue «una de las grandes referencias cinematográficas».
«Escogí ‘Mi semana con Marilyn’, una película bastante notable que cuenta el rodaje de ‘El príncipe y la corista’, cuando tuvo un asistente que la acompañó durante una semana en Inglaterra. Fue esa semana la que muchísimas personas hubiésemos deseado tener, haber conocido a Marilyn», afirma.
El periodista es autor de «Concierto de una vida» (Planeta), una biografía del compositor Joaquín Rodrigo, y «La memoria escondida» (Tabla Rasa) y «La piel quemada» (Ediciones de la Torre), dos trabajos sobre el fenómeno migratorio en el cine.
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