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Del diablo y los estados mentales postparto

La historia del cine tiene en sus anales una larga lista de películas sobre Satán, pero fue «La semilla del diablo» la que puso de moda esta temática con un brillante film de Roman Polanski, capaz de crear un cuento de terror que podría pasarle a cualquiera.
La película se estrenó en España cuando los «spoilers» aún se llamaban «destripes» y parece que nadie vio un problema en que desde el título en español, «La semilla del diablo», el espectador pudiera sospechar de qué iba todo aquello.
Fielmente basada en un libro de Ira Levin, «La semilla del diablo» se estrenó el 12 de junio de 1968 y fue la primera película totalmente estadounidense del polaco Roman Polanski, que dio una lección de cómo partir de lo cotidiano para crear un opresivo clima de miedo e inseguridad.
Nada tan cotidiano como una joven pareja que se muda a un apartamento en Nueva York y decide tener un hijo, como unos atípicos vecinos ancianos demasiado solícitos o un marido capaz de todo por triunfar como actor.
Pero todo se enrarece cuando Rosemary (primer papel protagonista de Mia Farrow), tras una satánica pesadilla nocturna, se queda embarazada y empieza a sospechar que una terrible amenaza se cierne sobre ella y el bebé que espera.
Polanski maneja con maestría en este film la carta de la ambigüedad. «No quiero que el espectador piense ‘esto’ o ‘aquello’, quiero simplemente que no esté seguro de nada. Esto es lo más interesante: la incertidumbre».
Y es que la imaginación es la mejor máquina de crear terror si los indicios son lo suficientemente sugerentes y en este caso lo son, envueltos en un halo de normalidad y con una obsesión por el detalle con la firma de Polanski.
«No hay nada de sobrenatural salvo la pesadilla. La idea del diablo podría considerarse como una paranoia de Rosemary durante su embarazo o por una depresión postparto», dijo Polanski al canal de Youtube Conversations Inside The Criterion Collection.
Sin embargo, el espectador empatiza inmediatamente con la frágil y angelical Rosemary, que se hunde cada vez más en un ambiente en el que su marido, su médico y los entrometidos vecinos le arrebatan el control de sí misma como persona y como mujer.
Una fragilidad y desesperación que borda una principiante y católica Mia Farrow, quien se enroló en el film a pesar de la oposición de su marido Frank Sinatra –le envió los papeles del divorcio al rodaje– o que fue capaz de comer hígado crudo siendo vegetariana.
«Para ser sincero –reconoció Polanski–, no estaba entusiasmado con ella hasta que empezamos a trabajar. Entonces descubrí, para mi sorpresa, que es una actriz brillante. Este es uno de los papeles de mujer más difíciles que puedo imaginar».
Sin embargo, el Óscar fue para Ruth Gordon, que construye con maestría el papel de la peculiar vecina Minnie Castevet, y Polanski no logró hacerse con la estatuilla al mejor guion adaptado.
La relación del director no fue sin embargo tan idílica con John Cassavetes, que interpreta al marido de Rosemary, un actor con métodos muy alejados de la obsesión de Polanski por la planificación y la infinita repetición de las tomas.
Como otras películas satánicas, «La semilla del diablo» no se libró de la leyenda negra, empezando por el lugar donde se rodaron los exteriores, el edificio Dakota, a cuya puerta sería asesinado John Lennon y donde a comienzos del siglo XX vivió el mago Aleister Crowley, de quien se dice que practicó allí sus rituales.
En una época en que la sectas ocultistas proliferaban en Estados Unidos, miembros de algunas de ellas se concentraron a las puertas del Dakota al saber de la temática del filme y amenazaron a Polanski para que no siguiera con el rodaje. Hubo incluso quien quiso ver un vínculo con la muerte, un año después, de la esposa de Polanski, Sharon Tate, embarazada de ocho meses, a manos de la secta «La familia», de Charles Manson.
En todo caso «La semilla del diablo» no ha perdido ninguna de sus virtudes y ha dejado en los ojos de muchos cinéfilos el rostro espantado de Rosemary cuando contempla por primera vez a su hijo. Una imagen que se niega al espectador porque como defiende Polanski: «mostrar al niño habría sido un gran error».
Tiránicos falos y escopofilia

En los años 70, fue la primera teórica del cine que introdujo la perspectiva feminista en sus análisis. Laura Mulvey (Oxford, 1941) cree que se está fraguando «una nueva conciencia sobre la necesidad del feminismo».
Esa nueva conciencia actual tiene que ver, a su juicio, con el auge de las redes sociales. «Las mujeres siempre han estado sometidas a presiones por su apariencia, pero esa presión ha crecido con Facebook o Instagram; una presión por tener que encajar con un patrón físico determinado», cuenta.
Esto, unido a la presencia constante del teléfono móvil, hace que la intensidad de esa percepción de la propia imagen sea mayor, especialmente en las mujeres jóvenes, que promueven esta especie de tiranía y al mismo tiempo la padecen, puntualiza.
Mulvey publicó su ensayo «Placer Visual y Cine Narrativo» en 1975, en pleno auge de la segunda ola feminista. El libro, considerado un hito, puso en evidencia la imposición de la mirada masculina en la mayoría de las películas del Hollywood clásico, mientras que la mujer era reducida a la categoría de objeto.
En «Placer visual y cine narrativo», a través de la teoría del psicoanálisis de Freud, Mulvey relaciona la imagen de la mujer en Hollywood como objeto sexual con el falocentrismo de la industria del cine. «Pretendemos ocuparnos aquí de cómo ese placer erótico se intercala en el cine, de su sentido y, en particular, del lugar central que ocupa la imagen de la mujer. Suele decirse que al analizar el placer o la belleza se los destruye. Esa es la intención de este ensayo», escribió la directora en plena Segunda Ola Feminista.
Mulvey basó todo en la escopofilia, la búsqueda desesperada del placer sexual a través de la mirada, y en la figura del personaje femenino como materia prima. O, dicho de otra forma, en su representación como un un trozo de carne con ojos. «Las mujeres son mostradas para producir un impacto visual y erótico tan fuerte, que puede decirse de ellas que connotan mirabilidad», explica a través de los casos de Marilyn Monroe en Río sin retorno y Lauren Bacall en «Tener o no tener».
La autora fue más allá y junto a Peter Wollen desbarató en la práctica las convenciones de la narración fílmica que, a su juicio, sustentaban esa mirada masculina y violenta, en la película «Riddles of the Sphinx», una de las cuatro que ha escrito o dirigido.
La cinta, de carácter experimental, narraba las dificultades de una madre joven para cuidar a su hija en una sociedad patriarcal y utilizaba movimientos de cámara de 360 grados ajenos a la acción.
Más de cuatro décadas después, la autora opina que la batalla por la igualdad en el cine no ha hecho más que empezar.
«Siempre he pensado que la situación del cine no cambiaría hasta que no hubiese más mujeres haciendo películas», asegura. «Si me hubieras preguntado entonces qué proporción de mujeres estarían haciendo películas en el cambio de siglo te habría dicho que 50 %, con mucha seguridad», señala.
«Obviamente no es el caso, pero en los últimos años se están alzando voces en los mayores escaparates y altavoces del cine, como Cannes o los Oscar; creo que hay un cierto sentimiento de vergüenza por la escasa presencia de mujeres en la dirección y guion», subraya.
Y aunque sí hay cada vez más mujeres detrás de las cámaras, los obstáculos persisten especialmente en la distribución.
«Hay una discriminación constante, la industria no confía en las mujeres y, además, y hay investigaciones sobre esto, a los hombres se les permite fallar, mientras que una mujer tiene una presión enorme para hacer algo mejor».
Preguntada por el supuesto feminismo de «Wonder Woman», la primera superheroína de Hollywood con película propia y dirigida por una mujer, Mulvey asegura que la clave, en su opinión, está en cómo aborda la violencia.
La colmena de la abeja reina Frank

El escritor Michael Frank construye un retrato del Hollywood dorado a través de dos de sus guionistas más destacados, sus tíos Hankie e Irving, en el ensayo «Los fabulosos Frank», una autobiografía que el propio autor confiesa que ha sido «catártica».
Hankie e Irving firmaron los guiones de películas como «De repente el último verano», «Cartas a Iris» o «Norma Rae», que «influyó en filmes posteriores como ‘Silkwood’ o ‘Erin Brockovich’, todas con mujeres fuertes que pasan a la acción en circunstancias muy difíciles».
Frank señala que era consciente de «haber nacido dentro de una historia, desde muy joven» y fue así como nació «Los fabulosos Frank» (AdN), un retrato de sus tíos, Hankie (Harriet Frank Jr), hermana del padre de Michael, e Irving Ravetch, el hermano de su madre.
Describe Michael Frank a sus tíos como «dominantes» en su familia, como «magníficos escritores, que escribían guiones de cine fabulosos, pero que, en realidad escribían todo el día, por que su vida era como un guión».
El autor recuerda que esta singular pareja, que no tenía hijos, «me tomaron a mí en préstamo como el hijo que no nunca tuvieron»; y para acabar de redondear esta «locura», sus abuelas vivieron juntas durante doce años «muy infelices».
Comenzó a escribir esta historia como si fuera una pura ficción, pero los que leían el manuscrito decían que el personaje de la tía no era creíble. «Me decían que gente así no existe en la vida real, y eso me dejó en silencio durante muchos años».
Finalmente, el libro fluyó cuando decidió escribirlo como un «texto verdadero» y curiosamente los lectores le repiten que «gente así existe en la vida real», aunque, reconoce, «hay elementos de esa tía Hankie que están exagerados en el caso de mi familia».
Con «Los fabulosos Frank», Michael Clark juega con los géneros, entre las memorias autobiográficas y las técnicas novelísticas para contar la historia, que hacen uso del diálogo y las escenas, por lo que se podría considerar «una recreación de una experiencia vivida».
Más allá de la admiración que pueda crear en el lector, ese Hollywood dorado que aparece retratado «forma parte del negocio familiar» y por esa razón el autor lo ve «menos mágico».
Harriet, que llegó a Hollywood aupada por su madre, quien también escribió guiones para el poderoso Louis B. Mayer, vivía en una casa estilo regencia, atiborrada de antigüedades bajo el lema de «más es más», y apabullaba de cariño a su sobrino, al que iba a recoger en Buick y le decía cosas de este estilo: «No quieres ser normal, ¿verdad cariño? Encajar es como la muerte en vida». «El libro -explica el autor- sigue mi mirada. De cómo ella empezó como un personaje mágico, atractivo y poderoso y al final de su vida fue oscureciéndose. No es que pasara de blanco a negro, hay muchos más matices por en medio».
Hank y su marido vivían como si estuvieran en el interior de una película. «Hablaban como se hablan en la ficciones, sin defectos ni fisuras. Creaban su propia realidad y decoraban su casa como un plató de cine; incluso cuando ponían la mesa, era una puesta en escena, una ficción». Fallecido su marido, la vida de Hank acabó pareciendo una versión puesta al día de ‘El crepúsculo de los dioses’, donde ficción y realidad se dan la mano en un entorno de lujosa decadencia y un cierto desequilibrio psicológico, un diagnóstico en el que Frank no quiere entrar. Prefiere quedarse con el reflejo de la fuerte personalidad de su tía en algunas de las películas que escribió. «Transformó el papel del ama de llaves de ‘Hud’ para convertirla en una mujer dura y sexi con el aspecto de Patricia Neal. Ahí se pueden detectar algunas ideas que tenía sobre sí misma. Aunque tanto ella como mi tío era guionistas comerciales, nada introspectivos».
Si algo despierta admiración en Clark es «esa frontera que hay entre una obra imaginada, es decir, escribir un guión, e imaginarte la vida, es decir, hacer escenas, dramas, erupciones emocionales, también actos maravillosos, de bondad, de experiencia compartida, viajes, comidas, visitas a museos, presentaciones, la música, todo esto tenía algo de cinematográfico».
La relación familiar con el cine comenzó con su abuela, que trabajó como escritora de guiones entre 1939 y mediados de los 50 para la Metro Goldwyn Mayer, y sus tíos se unieron posteriormente para colaborar en un par de docenas de películas, muchas de las cuales son consideradas todavía entre las más destacadas de la cinematografía norteamericana.
El libro es «catártico», en el sentido de que Clark se siente «liberado, tanto como ser humano que como escritor», pues ahora no sólo puede «respirar mejor», sino que puede «escribir más libremente» sobre temas no relacionados con su propia experiencia.
A pesar de la férrea educación que su tía Hankie indujo en el joven Michael, el autor quiere ver algo positivo en esa formación: «Entrenó mi vista, me enseñó a leer y escoger los libros, a ver el arte, cómo escuchar música, qué películas ver», pero inevitablemente hay una parte negativa, «no dejó espacio para mi propio gusto».
La rigidez de la tía Hankie, evoca el autor, le llevaba a decir: «Existía Proust pero no Zola; Brahms era bueno y Jonny Mitchell jamás; la arquitectura neoclásica del XVIII era buena, y la norteamericana o Mies van der Rohe eran nefastos».
Aunque hoy puede sonar gracioso, para el joven Michael no fue fácil y «su jerarquía de valores se aplicaba también a las personas: si satisfacía sus expectativas -y sólo dos lo hacían, su madre y su marido, todo iba bien, pero si no, eras expulsado de su jardín del edén y eso le ocurrió a muchas personas».
Michael Clark se ha preguntado una y otra vez cómo es que tanta gente acudía a ese jardín del edén, y después de tanto tiempo su respuesta es sencilla: «era un castillo encantado».
En la actualidad, el autor está planeando la secuela de este libro, poder explicar «tanto la historia del final, como la previa, la de mi abuela, que nació en 1898, fue a la universidad, algo inhabitual, tuvo un matrimonio infeliz, tuvo amantes, luchó durante los años de la Depresión y se autorreinventó cuando se trasladó a Los Ángeles. Las historias de autorreinvención son muy atractivas».
Terrorífica satisfacción garantizada

Su verdadero nombre era William Schloss, y nació en Nueva York, en el seno de una familia de origen judío. «Schloss» significa «castillo» en alemán, por lo que Castle probablemente tradujo su apellido al inglés para evitar la discriminación que a veces soportaban los artistas judíos de la época.
William Castle es tal vez el único director que se hizo más famoso por lo que hizo fuera de la pantalla, que por lo que hizo dentro de ella, detrás de la cámara. Por un lado, fue productor de películas tan importantes como «La Dama de Shanghai» (The Lady from Shanghai) de Orson Welles y «La semilla del diablo» (Rosemary´s Baby) de Roman Polanski. Pero, sin lugar a dudas, lo que introdujo a Castle en la historia del cine fueron los trucos publicitarios o gimmicks con los que promocionaba sus películas.
Todo comenzó cuando producía una obra teatral protagonizada por una actriz alemana – Ellen Schwanneke – quien recibió una carta de Joseph Goebbels, ministro de propaganda del nazismo, invitándola a trabajar en Alemania. Castle la ayudó a escribir una enérgica respuesta – dirigida a Adolf Hitler -, y se encargó de que una copia llegara a los principales diarios. Algunos sostienen que hasta llegó a simular un atentado en el teatro en el que se representaba la obra, donde se rompieron algunos vidrios y se pintaron svásticas en las paredes.
Castle entró al mundo del cine realizando diversas tareas para Columbia Pictures, hasta que en el año 1943 tuvo la posibilidad de dirigir su primer film. Su carrera oscilaba entre la realización de westerns y policiales, siempre en producciones de bajo costos. Cuando vio «Las Diabólicas» (1955) de Henri Clouzot, junto a Robb White (escritor de cine y TV), decidió volcarse a la realización de films de terror.
El primer film en esta nueva dirección fue «Macabro» (Macabre, 1958) basado en la novela The Marble Orchard, película que marcó también el debut de los gimmicks que volverían a sus films tan populares. Para «Macabro», Castle aseguró en mil dólares a los espectadores para el caso de que alguno muriera de miedo durante la función. El Banco Lloyd´s de Londres era el encargado de cubrir esta suma.
Para su siguiente film, «La Mansión Embrujada» (House on Haunted Hill, 1959) protagonizada por Vincent Price, Castle ideó la aparición de un esqueleto volando por encima de la cabeza de los espectadores en uno de los momentos de mayor tensión del film. Otra vez, los trucos ideados por Castle, lograron que La Mansión Embrujada sea un éxito en la taquilla.
La repercusión alcanzada por sus films, llevó a Columbia Pictures a contratar al realizador y a su colaborador y guionista Robb White. También en 1959, presentó «El Aguijón de la Muerte» (The Tingler), con el genial Vincent Price otra vez en el rol protagónico, interpretando a un científico que descubre que cuando una persona siente miedo, se forma un extraño monstruo dentro de su cuerpo que puede ser liberado solamente gritando desaforadamente. Para “complementar” este delirio lisérgico (el científico experimentaba con LSD), Castle ideó Percepto, un sistema que se colocaba en algunas butacas de la sala, y que generaba una pequeña descarga eléctrica que sorprendía a los desprevenidos espectadores. «El Aguijón de la Muerte» se transformó en una de las películas más taquilleras del realizador, además de ser la más extraña e interesante.
En «Trece Fantasmas» (13 Ghosts, 1960) y mientras el cine en tres dimensiones estaba viviendo un corto período de esplendor, Castle presentó el Illusion-O, mediante el cual el espectador elegía si quería ver los fantasmas del título utilizando unos anteojos – el “ghost viewer” – que le eran entregados a la entrada.
Al año siguiente, para «Homicida» (Homicidal, 1961), película que toma la idea del asesino con personalidad dividida de Psicosis estrenada un año antes – por algo a Castle lo llamaban “el hermano pobre de Hitchcock” – el realizador inventó el Fright Break (la pausa del miedo). En dicho “intervalo” los espectadores que estuvieran muy asustados podían salir de la sala y pedir el dinero de la entrada. A cambio, tenían que esperar hasta el final del film en el Coward´s Corner (el rincón de los cobardes). En un principio, los exhibidores se opusieron a la idea, pero Castle terminó demostrando que su idea funcionaba, transformando una vez más a sus películas en un éxito de público (luego de prohibir las funciones continuadas).
El «Barón Sardonicus» (Mr. Sardonicus, 1961), permitía a los espectadores decidir el destino final del barón del título, utilizando unas tarjetas fosforescentes con un dedo pulgar hacia arriba y otra con un dedo pulgar hacia abajo. Antes del final del film, el propio Castle aparecía en la pantalla y preguntaba a la audiencia que suerte merecía el barón. Como la audiencia siempre lo condenaba, algunos sostenían que Castle no había grabado el final por el cual el barón era salvado.
Sus siguientes films, no contaron con esta clase de gimmicks, pero Castle siguió creando originales ideas comerciales. Para «La Espía de Mis Sueños» (13 Frightened Girls, 1963), organizó un concurso por el cual eligió a las trece chicas del título original, filmando trece versiones distintas de la primera escena para que cada país creyera que su compatriota era la protagonista de la película.
«Camisa de Fuerza» (Strait-Jacket, 1964) contaba la historia de una mujer que salía de un manicomio luego de estar varios años, por haber asesinado a su marido y a su amante con un hacha. Para la ocasión, Castle repartió hachas ensangrentadas de cartón entre los espectadores.
La última vez que causó conmoción con una de sus ideas, fue con «Broma Macabra» (I Saw What You Did, 1965). Haciendo bromas telefónicas, unas chicas llaman a un hombre que acaba de asesinar a su esposa y le dicen “yo vi lo que hiciste”. Castle publicó en los avisos del film, un número de teléfono donde la gente llamaba y una voz grabada los invitaba a ver el film. La campaña publicitaria generó un aluvión de bromas, por lo que las compañías telefónicas amenazaron al realizador con iniciarle acciones legales. A último momento, Castle cambió por unos cinturones de seguridad en las butacas de los cines para contener a los aterrorizados espectadores.
Su siguiente film no contó con ningún tipo de truco publicitario, motivo por el cual «Amor Entre Sombras» (The Night Walker, 1965), por lo que pasó completamente desapercibido para la audiencia. La última película que dirigió fue «Shanks» con el mimo Marcel Marceau, y su último truco, ya en el rol de productor, lo ideó para «Invasión Infernal» (Bug, 1975) de Jeannot Szwarc, asegurando en un millón de dólares a la cucaracha más importante de la historia del cine (también había pensado colocar unos plumeros debajo de las butacas).
Mientras en la actualidad multitudinarios equipos se dedican a estudiar las estrategias para promocionar sus films, William Castle fue un artesano y creador que no sólo pensaba en las recaudaciones, también consideraba al cine como un espectáculo que excede los límites de la pantalla.
El impertérrito Peck

Hay actores que se mimetizan tanto con sus personajes que acaban por fundirse con su álter ego en la memoria del público. Así le sucedió a Gregory Peck, cuyo rol del abogado Atticus Finch en «Matar a un ruiseñor» le convirtió en un icono del hombre digno y justo.
En una tierra proclive a los escándalos y las polémicas como Hollywood, Peck no sólo brilló como estrella del cine por sus interpretaciones en joyas como «Vacaciones en Roma» (1953) o «Matar a un ruiseñor»(1962), sino que también se erigió en una figura social de referencia, honesta y muy respetada, por su actitud serena y su defensa convencida de muy diversas causas.
Peck nació en La Jolla, una ciudad californiana muy cercana a San Diego, y su infancia quedó marcada por el divorcio de sus padres, lo que provocó que su abuela se encargara de su cuidado.
Tras entrar en contacto con el teatro cuando era un adolescente, Peck cambió de costa y se mudó a Nueva York para subirse a las tablas de Broadway, antes de estrenarse como actor de cine en 1944 gracias a «Días de gloria».
«Las llaves del reino» (1944), «Recuerda» (1945), de Alfred Hitchcock y con Ingrid Bergman, y el mítico wéstern «Duelo al sol» (1946) lanzaron la carrera de Peck, cuya voz grave, elevada estatura, porte templado e indiscutible elegancia causaron sensación en los estudios del Hollywood clásico.
Sólo un vistazo rápido a la lista de directores con los que colaboró a lo largo de su carrera ya impresiona: King Vidor, Alfred Hitchcock, Elia Kazan, Raoul Walsh, William Wyler y John Huston fueron algunos de los cineastas que contaron con Peck.
El actor, además, dio muestras de su versatilidad, ya que era capaz de seducir a una encantadora Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, encarnar al bravo capitán Ahab en «Moby Dick» (1956) o adentrarse en el Salvaje Oeste en «Horizontes de grandeza» (1958).
Pero el papel de su vida, que además le daría el único Óscar de su carrera, le llegó en 1962 con la oportunidad de interpretar a Atticus Finch en «Matar a un ruiseñor», la adaptación fílmica de la emblemática novela de la escritora Harper Lee. El filme dirigido por Robert Mulligan narraba la historia de un pueblo de Alabama en el que un abogado (Peck) tiene que defender a un negro acusado injustamente de haber violado a una mujer.
Tanto el libro como la película, que llegaron con el Movimiento por los Derechos Civiles plenamente vigente en EE UU, sirvieron como espejo de los debates de la sociedad estadounidense acerca del racismo, la tolerancia y la justicia.
El actor siempre dijo que Finch fue su personaje preferido y en el documental A Conversation with Gregory Peck (1999), de Barbara Kopple, aseguró que tuvo un «día de suerte» cuando le llegó el guion y que hacer esa película fue «un regalo» y «una bendición».
Atticus Finch y Gregory Peck se fundieron en uno solo y hasta la escritora Harper Lee aseguró en el funeral del actor -en 2003- que, poniéndose en la piel del abogado, en realidad tuvo la oportunidad de interpretarse a sí mismo.
Lo cierto es que a Peck no le costó mucho entrar en su personaje, ya que él también era conocido por sus ideas liberales y su defensa de diversas campañas progresistas. A lo largo de su vida, mostró su rechazo a la guerra de Vietnam y abogó por el control de las armas de fuego, entre otras causas.
No obstante, Peck discutía que su personalidad fuera como las de sus papeles más admirados, pese a que su imagen sin tacha, de humilde compromiso y generoso ejemplo de los mejores valores le colocaran incluso en las quinielas para ser candidato presidencial demócrata.
«No soy tan seguro de mí mismo como esos personajes de héroes (…). ¿Soy como esos héroes en la vida real? No. A veces he sido valiente y a veces lo he sido menos», aseguró al diario Los Angeles Times en 1994.
Casado en dos ocasiones, Peck admiraba a intérpretes como Laurence Olivier o Greta Garbo, y cultivó una gran amistad con Audrey Hepburn.
Murió en Los Ángeles el 12 de junio de 2003 a los 87 años y sus restos reposan en un mausoleo situado bajo la catedral de la ciudad californiana, el lugar que acogió su multitudinario funeral en el que su compañero en «Matar a un ruiseñor», el actor Brock Peters, resumió el sentir de los asistentes.
«Se trata -dijo Peters- de darle la despedida a una figura que emanaba esa decencia que los actores deben de buscar no sólo en sus filmes, sino también en su vida privada».
Tijeretazo a un amor de largometraje

Cuando Meryl Streep llegó a Nueva York en 1976, tenía sólo 26 años de edad y acababa de recibir su maestría en Bellas Artes. En su infancia, la futura estrella llegó a pensar que era «muy fea para ser actriz». Su opinión cambió cuando en 1969 subió al escenario para una obra universitaria y probó los aplausos del público.
Streep había aplicado para estudiar Derecho en Yale pero durmió de más la mañana de su entrevista y se quedó sin lugar. Así que el destino la encaminó hacia los reflectores y en el primer año que llegó a Nueva York actuó en seis obras, pero con cada caída del telón renacían las inseguridades sobre su futuro.
Una década antes, un joven de nombre John Cazale también había llegado a Nueva York buscando el estrellato y terminó trabajando como fotógrafo de medio tiempo mientras actuaba. Luego de recorrer el país como parte del elenco de la obra «The sign in Sidney Brusein’s window», Cazale trabajó como mensajero y conoció a Al Pacino en 1965.
Cazale tuvo su primera oportunidad de éxito de la mano de Al Pacino al interpretar a Fredo en «The Godfather» (El Padrino) en 1972. La actuación de Cazale es inolvidable y su talento natural maravilló a sus colegas. También con Al Pacino, John volvió a brillar en 1975 en «Dog Day Afternoon» (Tarde de perros).
Entonces los caminos de Streep y Cazale se cruzaron gracias a Shakespeare. Como parte del festival en honor a este dramaturgo, los actores fueron escogidos para interpretar a Isabella y Angelo en la representación de «Measure for Measure» (Medida por medida).
Los amigos de Cazale dicen que después de esa obra, John sólo hablaba de Meryl. La actriz quedó igualmente hipnotizada con el talento y carisma de su co-protagonista y ambos comenzaron una apasionada relación. Inmediatamente Streep se mudó con Cazale, a pesar de la diferencia de edad de 14 años entre ellos.
Ambos actores hicieron la promesa de casarse en cuento obtuvieran su próximo gran papel. Mientras tanto pasaban los días cenando en románticos restaurantes italianos. No lo sabían, pero en el cuerpo de Cazale comenzaba a extenderse una sombra que acabaría con el amor.
En 1977, tras sentirse demasiado enfermo para subirse al escenario en Broadway durante varias noches, Cazale finalmente visitó al doctor. El diagnóstico le cayó como un vaso de agua fría: tenía cáncer de pulmón y este se había extendido a los huesos.
Cuando Meryl recibió la noticia se quedó callada un momento y después le preguntó a John casualmente: «Bueno, ¿a dónde vamos a ir a cenar?».
En 1978, Cazale recibió la invitación para actuar en «The deer hunter» (El Cazador) junto a Robert De Niro. Era una gran oportunidad para su carrera, pero con el tiempo contado, la pareja no quería desperdiciar ni un minuto que pudieran pasar juntos. Por ello Meryl aceptó integrarse al elenco de la cinta, a pesar de que detestó el papel que debió interpretar.
Al Pacino se mantuvo en todo momento cerca de Cazale y lo llevaba a sus tratamientos de radiación. Los productores de la cinta se dieron cuenta del estado de salud del actor y se negaron a asegurarlo. Streep tuvo que amenazar con renunciar para que su novio pudiera seguir en el elenco.
En Hollywood se rumora que el mismo Robert De Niro pagó de su bolsillo el seguro médico de Cazale.
Streep le dijo a los productores que filmaran las escenas de John primero, pues sabía que el talentoso actor no viviría para ver la cinta terminada.
Para 1977, la pareja se recluyó en su apartamento y se dedicaron a despedirse el uno del otro, sólo saliendo para las citas médicas de Cazale. Para inicios de 1978, John estaba tan deteriorado que tuvo que ingresar al hospital.
En los momentos agonizantes de Cazale, este perdió la conciencia y Meryl, desesperada, golpeó su pecho llorando. John abrió los ojos una última vez y le dijo «Esta bien, Meryl. Está todo bien». Segundos después, falleció.
Meryl, de nuevo, estaba sola en una ciudad gigantesca que le recordaba los momentos felices vividos con Cazale en cada esquina. Perdida en el dolor, se refugió en el apartamento que había compartido con John.
Un amigo del hermano de la actriz, Don Gummer, iba a salir de viaje y le ofreció a la actriz quedarse en su casa para no tener que lidiar con los recuerdos escondidos en el apartamento de John. Aunque Meryl estaba aún de luto, Don no pudo evitar enamorarse de ella.
Don también tiene un espíritu artístico y estudió en varias universidades antes de dedicarse a la escultura. Ya se había casado una vez, pero la relación fracasó. Meryl le devolvió la fe en el amor y poco a poco, la actriz comenzó a sanar sus heridas.
Vida perfecta, dolor sin tregua

Un beso cambió su vida. Fue la afortunada más desafortunada del mundo, porque el diablo cuando está desocupado mata moscas con el rabo.
Ella era joven, con una prometedora carrera cinematográfica y un marido de buen ver. Pero los dioses se ríen de los sueños de los mortales.
Corría 1943. Una noche Gene Tierney acudió a La Cantina –sitio de reunión de las estrellas de Hollywood– a colaborar en la recolección de fondos para la guerra contra los nazis.
En la entrada del bar la abrazó una fanática de sus películas y le estampó un beso en cada mejilla. Gene estaba embarazada y regresó a Kansas, a la base militar donde estaba acantonado su esposo, el joven cazafortunas y futuro modisto Oleg Cassini.
La actriz pasó varios meses buscando un nombre adecuado para su bebé; si era hombre lo llamaría Toni. Como fue mujer la llamó Daria, igual que la bisabuela del marido y en honor a Darius I El Grande, rey de Persia en el siglo V a.C.
Daria nació prematuramente el 15 de octubre de 1943; era muy bella, tenía la piel tan suave y rosada como un melocotón; pero estaba ciega, sorda y con un severo retraso mental que la llevó a pasar gran parte de su vida en un sanatorio, donde murió a los 67 años.
Aquella noche en La Cantina, la admiradora que besó a Gene estaba infectada de rubéola y se había escapado de la cuarentena para atisbar a la estrella; así la contagió y la enfermedad se cebó en el feto.
Y como el mal de uno es el bien de otro, la triste historia de Gene sirvió de inspiración para la novela «Espejo roto», de Agatha Christie, que años más tarde Hollywood llevaría a las marquesinas con Angela Lansbury en el rol de Miss Marple.
Tierney nunca volvió a ser la misma actriz; impotente ante el destino, de nada valieron sus gritos y cayó en una depresión que hoy en día se conoce como trastorno bipolar. Todos los gastos médicos de Daria fueron pagados por el excéntrico millonario Howard Hughes.
Los últimos años de su vida, Tierney los dedicó a recaudar fondos y a divulgar la dura existencia de niños como Daria, para aliviar la situación de esas familias y ayudarlos a llevar una vida digna.
Los padres de Gene, Howard Sherwood y Belle Lavina Taylor, se habían opuesto al matrimonio con Cassini pero ella metió cabeza. El pretendiente afirmó que deseaba poseer a Gene “porque era una obra maestra”.
Howard montó un tinglado para evitar la boda; los estudios cinematográficos le buscaron novios; incluso la Paramount despidió al enamorado, pero todo se derrumbó cuando Tierney descubrió que su padre tenía una amante; volvió a los brazos del seductor y nunca más le volvió a hablar a su progenitor, que había derrochado los ahorros de la actriz en tratar de reflotar su oficina de seguros, contó la chismosa de Louella Parsons.
La relación con Oleg comenzó a desmoronarse, no tanto por lo de Daria, sino porque este era un díscolo. Aunque la pareja tuvo otra hija, Cristina, las continuas infidelidades de Cassini ocasionaron el divorcio en 1952; esto afectó a Gene que comenzó a oscilar entre la euforia y la ansiedad.
Tierney naufragó en una serie de aventuras amorosas; una de ellas con John F. Kennedy, quien la dejó en la cuneta porque afectaba su carrera política. Otro romance que le endosaron a Gene fue con Spencer Tracy, durante la filmación de La nave del destino ; después de esa cinta rodó dos más y se marchó a Europa, donde conoció al playboy y príncipe indo-italiano Alí Khan. Esta vez fue el padre del aristócrata quien abortó la eventual boda.
La más bella
Su rostro dulce y perfecto parecía esculpido por el cincel de Praxíteles; el productor Daniel F. Zanuck la llamó “la mujer más bonita de toda la historia del cine” y colmó las carteleras de los años 40 y 50 del siglo XX.
Los padres de Gene Eliza Tierney, venida al planeta Tierra el 19 de noviembre de 1920, eran gente acaudalada. Howard fungía como agente de seguros y Belle, daba clases de gimnasia en Nueva York. La familia la completaban “Butch” Jr y Pat Tierney.
Gene recibió una educación esmerada en Suiza y terminó los estudios en un instituto americano; le dio por escribir poemas, aprendió francés y la picó el mosquito del teatro. En esto la apoyó Howard, ilusionado con que Tierney triunfara en Broadway.
Recién llegada al terruño y con apenas 18 años visitó la Warner Bros. y en una fiesta conoció al cineasta Anatole Litvak, que cayó rendido ante su garbo y savoir faire .
Desistió del cine porque le ofrecieron una paga misérrima y mejor recibió lecciones de actuación en Greenwich Village Acting Studio, de donde salió para interpretar –en What a Life – a una criada con un balde de agua, que no dice ni pío pero eso impactó a los críticos. ¡Cosas de la vida!
Hizo otros dos papeles menores y al fin firmó un contrato con Columbia Pictures; ahí conoció a Howard Hughes quien quiso seducirla pero Gene tenía dinero, talento y buenas conexiones, por eso cimentaron una amistad para toda la vida.
De naturaleza golosa decidió someterse a una severa dieta adelgazante, convencida de que las flacas se veían mejor en la pantalla. También empezó a fumar con el propósito de tener una voz más grave; este vicio le ocasionó el enfisema pulmonar que la llevó a la tumba, el 6 de noviembre de 1991.
Así como el hado se interpuso en su maternidad, también la impulsó al celuloide. En 1940 actuó en The Male Animal como Patricia Stanley; entre el público estaba Darryl F. Zanuck quien pidió a su asistente que localizara a la protagonista para contratarla. A la salida del teatro, el cineasta se fue al Stork Club a tomarse un trago y vio a una joven bailarina en la pista; le atrajo tanto que se olvidó de la anterior diva teatral y le propuso a la jovencita firmar con la 20th Century Fox. Así fue como Gene Tierney entró de lleno al cine y grabó –entre 1940 y 1941– La Venganza de Frank James , El Renegado , La ruta del tabac o y El embrujo de Shanghai .
El público la adoraba más allá de su capacidad escénica. Con Otto Preminger filmaría la emblemática Laura , un drama de misterio que ella empapó de dulzura y amor.
Gene encarnó, en 1945, a Ellen Berent; una mujer posesiva, celosa y despiadada que le hacía la vida de cuadritos a quienes la rodeaban. Perdió el Óscar ante Joan Crawford, pero fue la película más taquillera de la década.
Suplicio mental
La enfermedad de Daria, el divorcio de Cassini y la ruptura con Alí Khan estrujaron la mente de Gene, que no soportó la presión y dejó tirado el set de Mogambo a favor de Grace Kelly.
Los desvaríos de Gene fueron más intensos en 1955 y Humphrey Bogart le aconsejó visitar al psiquiatra. Ella atendió a “Boggie” y se internó en el Pabellón Harkness, en Nueva York, y de allí la trasladaron a The Institute of Livin, en Connecticut.
Ahí le aplicaron 27 sesiones de electrochoques que le destruyeron gran parte de su memoria; trató de huir pero la policía la capturó y la regresó al asilo. En 1955 fue liberada y quedó bajo la custodia de su madre.

En sus memorias, Autorretrato de 1979 , la actriz escribió: “mientras esté personificando a alguien más, todo está bien; pero cuando tengo que ser yo misma es cuando los problemas comienzan”. Tierney era incapaz de tomar una decisión, lloraba a mares, olvidaba el nombre de sus viejos amigos y era incapaz de seguir el hilo de una conversación.
El desequilibrio mental llegó a tal extremo que en 1957 intentó matarse. Un vecino la sorprendió caminando en el filo de una cornisa, llamó a los gendarmes y de inmediato la encerraron en la Clínica Menninger, en Kansas. “Estaba limpiando las ventanas” aseguró a los médicos.
Para terminar la rehabilitación trabajó como dependienta en un almacén por $40 semanales; varios clientes la reconocieron y publicaron su foto en los periódicos sensacionalistas.
Intentó regresar a los escenarios con Holiday for lovers , pero recayó y abandonó la filmación para regresar a la Clínica Menninger.
El amor le llegó otra vez con el magnate petrolero Howard Lee, exmarido de Hedy Lamarr. A los dos meses de noviazgo retornó al hospital y pese al complejo estado emocional de la estrella, Howard se casó con ella en 1960. El era 30 años mayor, pero la trató con mucho afecto y comprensión.
Aquejada por sus males se retiró del cine en 1964, después de filmar En busca del placer, de Jean Negulesco. Hizo varias apariciones en televisión, pero dedicó sus últimos días a la defensa de los niños con enfermedades mentales.
Gene Tierney fue una rata de laboratorio en los asilos psiquiátricos; la degradaron y le rebanaron sus recuerdos hasta convertirla en una belleza vacía, lejos del encanto y el magnetismo de sus mejores días, cuando era la Venus de Hollywood.
El vocabulario de las imágenes ausentes

El cine, a veces, no enseña ciertas imágenes y solamente las sugiere a través de fotogramas para dejar al espectador que imagine más allá de lo que ve, que sueñe o que viaje.
Los expertos Javier Ocaña y Carlos Losilla se caracterizan por acercarse a la metáfora que esconde la imagen en movimiento, más allá de la instantánea que se ve.
El periodista Javier Ocaña repasa cómo el cine ha adaptado el mito de la mujer a la ventana a la imagen en movimiento, una de las características más «esenciales» de la gran pantalla.
Este mito parte de pintores como Caspar David Friedrich (1774-1840), un romántico alemán que en 1822 retrató a su esposa de espaldas mirando hacia el exterior en un cuadro titulado «Mujer asomada a la ventana», subraya Ocaña.
Al hablar de este mito, no puede faltar el conocido cuadro de Dalí (1904-1889) «Muchacha en la ventana», un retrato que para Ocaña representa la evolución de los primeros cuadros de Friedrich.
En este breve repaso, Ocaña destaca a Edward Hopper (1882-1967), un estadounidense que ilustró la ventana en muchos de sus cuadros como en «Sol de la mañana», en el que el los rayos de sol iluminan a una mujer a través de la ventana.
El cine se ha encargado de abundar en ese simbolismo y así en «Madame Bovary» (1949), de Vincenti Minelli, las secuencias en las que la ventana está cerrada esconden el sentimiento de prisionera que la protagonista siente en la relación con su marido mientras que la ventana abierta refleja la esperanza para empezar una nueva vida.
En estas imágenes, el espectador no debe fijarse sólo hacia donde mira el personaje, sino también hacia su interior y a la metáfora que acompaña a la ventana, agrega Ocaña.
«La extraña pasajera» (1942), «El mundo de Apu» (1959) o «Las vírgenes suicidas» (1999) son ejemplos de cintas que juegan con este mito.
En España, Benito Zambrano utilizó este recurso en «Solas» (1999), retratando el régimen dictatorial y la sociedad patriarcal, y Manuel Summers hizo lo propio en «La niña de luto», en el que dos jóvenes novios no se pueden casar porque continuamente están de luto en la familia.
Por su parte, el profesor de cine de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona Carlos Losilla se detiene en la imagen ausente en el cine clásico, y apunta que la capacidad de síntesis y narración del cine clásico no la tiene el cine actual.
«Las películas actuales tienden a contarlo todo», mientras que el cine clásico guarda algo más de misterio para dejar «volar la imaginación a través de lo que el espectador ha visto», argumenta.
Losilla se refiere especialmente a películas que invitan a pensar más allá de la imagen; como «Laura» (1944), de Otto Preminger, «Buenos días tristeza» (1958)», del mismo autor; «La mujer del cuadro» (1944), de Fritz Lang, o «Profesor Chiflado» (1963), de Jerry Lewis, todas ellas rodadas entre 1940 y 1970.
En «Laura», hay una secuencia que refleja el significado de imagen ausente en la que la cámara avanza y después retrocede para enfocar el rostro del detective que se ha quedado dormido en la casa donde presuntamente hay una mujer asesinada.
Esa secuencia desvela que el hombre ha dormido durante un periodo de tiempo, pero el espectador no sabe cuánto, y eso es con lo que juega la imagen ausente.
El director que rascaba en las conciencias

Las cintas dirigidas por Sidney Lumet son un pretexto para examinar con lupa a ese hombre corriente, minúsculo, envuelto en asuntos importantes, aunque irrelevantes para el mundo, y que son las coyunturas exactas, las bifurcaciones reales, en las que se desenvuelven siempre los asuntos de honestidad, moral, integridad. Al director le robó su repertorio al héroe y le entregó su cinematografía al norteamericano corriente, al ciudadano común, para los que contrataba, eso sí, a actores con renombre, porque él, sobre todo, fue un director de intérpretes firmes, ya con leyenda hecha.
Debutó con un filme maduro, más propio para un director que se aleja de los horizontes de los estudios, de la ornamentación eléctrica y falsa de los set, que para uno joven que se acercaba por primera vez a esos espacios. «Doce hombres sin piedad» (1957), que se llevó el Oso de Oro de Berlín y una nominación al Oscar, es una reflexión sobre lo que en el fondo es el mundo, una intersección de egoísmos, de personas que van a lo suyo y que apenas les preocupa las consecuencias de sus actos y decisiones: sólo desean regresar a sus rutinas, quitarse de encima el marrón que les ha caído.
Al final de su carrera volvió a las salas judiciales con un título crepuscular, nostálgico, que era «Veredicto final» (1982). Lo protagonizaba Paul Newman, una de esas vocaciones que jamás consideró la vejez una excusa para no hacer un buen trabajo. Las dos cintas reflejan la concepción que el realizador se había hecho de la justicia y lo que la rodea. Ese tema fue uno de los ejes de la carrera, o al menos uno por los que se le recuerda. Lo trató, incluso, desde una adaptación literaria, «Asesinato en el Orient Express» (1972). Una novela de Agatha Christie, en la que el detective, Hércules Poirot (Albert Finney en la pantalla) resuelve el caso, pero deja impune a los asesinos (que son muchos en esta ocasión, uno por puñalada). Un final que la relaciona con las dos cintas anteriores (por esta película, Ingrid Bergman recogió su tercer Oscar).
Junto a ese mundo está el policial, con sus proximidades con la delincuencia, que trató en un filme poderoso, «Serpico» (1974), con un Al Pacino afortunado, en sus mejores momentos. Resultó un «shock» y, además, salió bien en taquilla. En esa estela se sitúa «El príncipe de la ciudad» (1981) y también, en sus inmediaciones, «Tarde de perros» (1975), con un Al Pacino inspirado, cuando todavía no se había acomodado en la fama (en esta misma senda avanza su última producción «Antes de que el diablo sepa que estás muerto», alabada por la crítica). Pero Lumet debió de ser hombre de preocupaciones diferentes, y aunque hubo tropiezos, dejó algunas cintas imprescindibles, de las que tallaron su celebridad, como «Larga jornada hacia la noche» (1962), «El prestamista» (1964) o «Network», donde vaticina el final de una clase de periodismo a través de una dura sátira.
Recordando al director polivalente
Sidney Lumet se atrevió con todo. De la profética «Network» (1976), sobre el mundo de la televisión, a dramas familiares como «Antes que el diablo sepa que has muerto» (2007), pero nunca dejó de indagar en los conflictos morales de la sociedad norteamericana, enfrentando al espectador a su conciencia.
En el documental «By Sidney Lumet», dirigido por Nancy Buirski, el autor de «Dog Day Afternoon» (1975) repasa su trayectoria a través de una entrevista en profundidad entretejida con secuencias de sus películas.
Lumet (Filadelfia, 1924-Nueva York, 2011) se define a sí mismo como «un tipo normal con mucha suerte». Cuenta que el propio Henry Fonda, a quien había dirigido en una serie de televisión, lo eligió para dirigir «12 Angry Men» (1957), su deslumbrante ópera prima, pese a su falta de experiencia previa en el celuloide.
De algún modo, su propio aterrizaje tras la cámara fue fruto del azar. El cineasta, de padre actor y madre bailarina, siguió en un principio los pasos de su progenitor. Debutó con solo cuatro años en el Yiddish Art Theater de Nueva York y en la década de los 30 actuó con asiduidad en Broadway.
Lumet fue miembro fundador del Actor´s Studio de Elia Kazan, pero no duró mucho ahí. «Me echaron por plantear que había otras formas de actuar, no sólo el realista», desvela en el documental. Fue entonces cuando creó su propio taller. Y como no tenían a nadie para dirigir los ensayos, los otros actores le propusieron a él.
«Kazan jugaba con las neurosis de los actores. Yo le vi hacerlo», asegura Lumet, cuyo estilo en la dirección de actores descansa más en la confianza en la técnica del intérprete y en la «empatía», como pudieron comprobar desde Paul Newman a Al Pacino, Philip Seymour Hoffman, Sophia Loren, Katharine Hepburn o Sean Connery.
El cineasta, uno de los que mejor ha inmortalizado la ciudad de Nueva York, junto a Woody Allen, era de los que creían que cada película merecía su propio estilo. Por eso muchos le consideran «el antiautor».
«Hizo más de 44 películas en 50 años, con temas y enfoques muy diversos. Para la gente que piensa en los cineastas como autores, esa diversidad juega en su contra», señala Buirski.
«Pero a él no le importaba como le llamaran, él se sentía afortunado por poder trabajar en lo que amaba», añade la fundadora del Full Frame Documentary Film Festival y ex ditora de fotografía internacional de The New York Times.
Antes y después de la odisea espacial

El cine de ciencia ficción, infravalorado desde sus orígenes, tiene la oportunidad de reclamar su lugar en el cine de calidad, según explica el escritor y periodista Javier Memba en su libro ‘La década de oro de la ciencia-ficción (1950-1960)’.
Editado por T&B Editores, Javier Memba, cinéfilo y aficionado a la ciencia ficción, realiza un exhaustivo repaso a este género, contemplando sus orígenes literarios en novelas como ‘La Odisea’, ‘Los viajes de Gulliver’ o ‘Rebelión en la granja’, para luego incidir en la década gloriosa de este género cinematográfico, de 1950 a 1960.
En una entrevista, el autor sitúa el comienzo de esta década de oro con películas como ‘Cohete K-1’, de Kurt Neumann, y ‘Destino a la luna’, de Irvin Pichel.
Recluido en la serie B, el cine de ciencia ficción nunca se libró de ser el típico «cine para adolescentes» y de baja calidad, ya que incluso en su mejor época «siempre estuvo infravalorado», asegura Javier Memba.
Según el escritor, Kubrick consigue en los 60 con ‘2001: Odisea en el espacio’ que la ciencia ficción alcance su madurez, pero autores como George Lucas y su saga de ‘La guerra de las galaxias’ recurren a «contenidos infantiles» que lo transforma de nuevo en «cine para niños».
Durante su época dorada, el cine de ciencia ficción aprovecha la paranoia colectiva creada por la Guerra Fría y así, la mayoría de los argumentos giran en torno a Marte, la amenaza del Planeta Rojo, como metáfora del miedo al comunismo.
Javier Memba señala que hoy en día el género se ha devaluado, es una ciencia ficción «muy positivista», heredera de Julio Verne, donde impera «el buen rollito», en vez del trasfondo social y político propio de ‘La guerra de los mundos’ o ‘El planeta de los simios’.
Para el escritor, el hecho de que en España no se haya desarrollado el género no ha sido por falta de presupuesto, sino por la presencia de «el Santo Oficio» en la vida española, donde la fantasía era sinónimo de brujería y su práctica «estaba penada con la cárcel».
Memba ha incluido en el libro una selección de 20 películas de la época dorada del género, entre las que siente especial predilección por ‘La mujer y el monstruo’, de Jack Arnold, una versión de ‘La bella y la bestia’ con una «sensualidad inusitada».
Después de 2001
«2001, una odisea del espacio» (Stanley Kubrick, 1968) marcó la cima del cine de ciencia ficción pero ni mucho menos su fin ya que, tras dejar de temer la invasión alienígena, ha viajado por el espacio y la inteligencia artificial, ha atemorizado con catástrofes y emocionado con los superhéroes.
Javier Memba repasa en su libro «La nueva era del cine de ciencia ficción (1971-2011). De la guerra de las galaxias a los superhéroes» la evolución de este género en los últimos 40 años a partir de la película de Kubrick, considerada por el autor como «insuperable» y que marcó un nuevo rumbo.
Tras «La década de oro en la ciencia ficción (1950-1960)», Memba dedica este segundo libro sobre el género, también publicado por TB Editores, a los cambios radicales experimentados desde los años 70 hasta la actualidad, cuando la gran pantalla retomará un camino apuntado con Superman hace más de 30 años. La era posterior a «2001, una odisea del espacio» fue inaugurada, según relata el escritor, por «THX 1138» (1971), el primer largometraje de George Lucas que, seis años después, logró un hito con «La guerra de las galaxias» , de la que Memba destaca su carácter «simplista hasta el infantilismo».
Los años 80 son descritos como los de asentamiento y eclosión de las sagas en la ciencia ficción: «La guerra de las galaxias», «Star Trek» , los viajes en el tiempo de Marty McFly en «Regreso al futuro» , «Terminator», «Superman» o «Robocop» . A principios de esta década, ve la luz una de las más trascendentes no del género sino de toda la historia del cine a juicio del autor, «Blade Runner» , de Ridley Scott, director del que alaba también «Alien, el octavo pasajero» , una «sombría» visión de este cine frente al «buenrollismo» de Lucas y Spielberg.
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