hollywood clasico
El esplendor y el ímpetu

Natalie Wood fue una de las primeras actrices que se hizo famosa por encarnar a la típica chica estadounidense en la pantalla grande. Sin embargo, sus orígenes estaban muy lejos de aquel país del norte: sus padres habían abandonado su Rusia natal para buscar una vida mejor para ellos y la familia que tenían en mente construir.
Ya desde antes de nacer, la vida de Natalia Nikolaevna Zajárenko -ese era su verdadero nombre- estuvo signada por el misterio, por los caprichos y las inseguridades de su entorno. Cuando María, su madre, estaba embarazada, se hizo leer las manos por una gitana. Las palabas de aquella mujer calarían tan hondo en su mente, que terminarían obsesionándola y marcando el destino de la pequeña por nacer. «Su hija será una gran estrella, pero deberá tener mucho cuidado con las aguas oscuras», cuenta la leyenda que profetizó aquella adivina a cambio de unas monedas.
Empujada por la obsesión y la ambición de María, Natasha comenzó a trabajar en el mundo del espectáculo a los 9 años. Sus expresivos ojos oscuros, su belleza y su desenfado la convirtieron rápidamente en una estella que lejos de perder su brillo, resplandeció con más fuerza durante su adolescencia.
A esa primera película, Milagro en la Calle 34, protagonizada por Maureen O’Hara y John Payne en 1947, le seguirían otras en las que su nombre estaría a la altura de las grandes estrellas del momento: Rebelde sin causa (1955), junto a James Dean, Centauros en el desierto (1956), junto a John Wayne, y Esplendor en la hierba (1961), junto a Warren Beatty. También compondría a María en el exitoso musical West Side Story, todo un clásico que luego desembarcaría en Broadway.
En los sets encontró no sólo el lugar ideal para desarrollar su carrera sino que conoció, también, el amor. Se casó enamoradísima del Robert Wagner y encontró en ese matrimonio la salida perfecta de la potestad de su despótica madre.
Sin embargo, la relación fue un fracaso. Tras pasar de nuevo por el altar con el productor Richard Gregson reincidió -como lo haría su principal competidora, Elizabeth Taylor con Richard Burton- con el actor. En el medio, muchos aseguran que encontró en amor y la pasión en Warren Beatty, y que esa relación habría durado décadas.
El actor al que no le llegaba la gloria
La carrera de Robert Wagner fue menos espectacular. Fue descubierto a pricipios de la década del 50 por el cazador de talentos Henry Willson, el mismo que lanzó a la fama a Rock Hudson, entre otros. Al principio, contó con el padrinazgo del actor Clifton Webb, aunque los comentarios maliciosos de la época indicaban que la relación iba más allá de una simple amistad.
Webb le consiguió un papel junto a él en Stars and Stripes Forever (1952), y su desempeño le valió una nominación a los Globos de Oro. Ese mismo año su participación en Con una canción en mi corazón, junto a Susan Hayward, hizo que los críticos y el público pusieran los ojos en él. Luego, Webb logró que participara junto a él de TItanic (1953), pero algo le faltaba a su carrera: un romance digno de las revistas del corazón. Y allí, en 1956, se cruzó en su camino Natalie Wood.
Una historia de idas y venidas que teminó en tragedia
Se casaron un año más tarde, cuando ella tenía apenas 18 y él 26. En 1960 protagonizaron Los jóvenes caníbales. Sus fanáticos estaban felices de verlos juntos dentro y fuera de la pantalla. Y a pesar de que todo indicaba que la relación duraría por siempre, decidieron divorciarse en 1962.
Volverían a pasar por el altar una década después. En el medio, ella estuvo casada con Gregson y tuvo a su primera hija, Natasha. El también volvería a casarse, en su caso con Marion Marshall, con quien, también, tuvo una niña.
Esta «segunda vuelta» junto a Natalie le imprimió a la carrera de Wagner el brillo que le faltaba. Ahora eran más maduros, pero no por eso menos pasionales. Los rumores de infidelidades entre ellos comenzaron a poblar las páginas de las publicaciones especializadas. Sin embargo, ellos seguían apostando a la familia: en 1974 nació la única hija de la pareja, Courtney. Ella, con una sonrisa, definió alguna vez qué fue lo que la llevó a volver a casarse con Robert: «A veces es mejor estar con el diablo que ya conoces que con el que no conoces».
Mientras la carrera de Natalie seguía desarrollándose, Wagner conoció el gran éxito en la televisión, como protagonista de una serie que se convertiría un uno de los programas más recordados de la década del ’70: Ladrón sin destino.
El 29 de noviembre de 1981, la segunda parte del enigmático designio de aquella gitana se volvió realidad. A la una y media de la madrugada, los guardacostas reciben un llamado del yate Splendour, propiedad de la pareja: Natalie había desaparecido.
La tragedia
La pareja había invitado a navegar a su amigo, el actor Christopher Walken, quien acababa de rodar junto a la actriz Brainstorming. Habían partido de Los Ángeles dos días antes y juntos habían recorrido distintos puntos de la Isla Catalina, en la costa oeste estadounidense.
Junto a ellos se encontraba el capitán Dennis Davern. Esa noche, cenaron en un restaurante y, según los testigos, bebieron varias botellas de vino y de champán. Tres horas después de haber vuelto a la embarcación, Davern y Wagner llamaron a la guardia costera para denunciar la desaparición de Natalie. Qué fue lo que ocurrió durante esas tres horas es el secreto mejor guardado de Hollywood. Y, a la vez, las tres horas más comentadas por la prensa y que más especulaciones despertaron.
Primero apareció el bote inflable, que también había desaparecido. Luego, cuando el sol ya se encontraba a medio camino de alcanzar la cima del cielo, fue divisado el cuerpo de Natalie, flotando junto a un grupo de rocas.
La primera autopsia reveló que la actriz de 43 años había muerto ahogada. Sin embargo, sus brazos, sus piernas y su mejilla izquierda presentaban golpes que abonaban en familiares de la víctima y en el público en general la idea de que algo extraño había pasado antes de que la actriz cayese al agua.
La versión oficial asegura que Natalie habría intentado subir al bote inflable, pero la previa ingesta de alcohol la había hecho perder el control de su cuerpo y habría caído al agua. Aún aquellos que creyeron esa versión coincidieron en que había un dato que merecía una explicación: ¿por qué Natalie quiso huir del yate a mitad de la noche? La presencia de Walken aquella noche no pasó desapercibida para los tabloides, que comenzaron a especular con que la pareja y el actor formaban parte de un triángulo maldito.
Algunos aseguran que Natalie y Walken mantenían un romance y fueron descubiertos; Wagner habría estallado de celos y su mujer, desesperada, habría querido escapar. Otros creen que fue ella quien encontró a su marido y a su amigo en una situación que logró espantarla tanto que intentó huir del lugar. En sus primeras declaraciones, Wagner expresó que aquella noche no había existido ninguna pelea entre él y su mujer, aunque terminó revelando que los tres habían mantenido una discusión «sobre el desarrollo de sus carreras».
En 2012 el caso volvió a abrirse. Nuevas autopsias aseguraron esta vez que Natalie había sufrido varios golpes antes de caer al agua y morir ahogada. Sin embargo, otra vez, nadie fue declarado culpable.
Luego de enviudar, Wagner volvió a casarse con su amiga, la actriz Jill St.John. Los familiares de Wood, en tanto, lo siguen señalando como el responsable de los hechos que terminaron empujando a la hermosa actriz a cumplir con un oscuro designio.
Los turbios asuntos del séptimo arte

En el principio, la mafia enseñó a Hollywood sus métodos de trabajo y las películas dieron a los hampones una pincelada de romanticismo y normalidad. De ahí nacieron conceptos tan incrustados en la cultura popular contemporánea como el del Padrino de Francis Ford Coppola, que la mafia nunca había utilizado.
Fueron los años de oro de la Cosa Nostra y el cine, una relación en decadencia, pero que sigue dando extraordinarios éxitos de crítica y público, como la serie Los Soprano.
Éstas serían las líneas maestras del libro Hollywood y la mafia (Ediciones Robbinbok), donde el escritor y periodista británico Tim Adler desentraña las conexiones entre dos mundos que estuvieron conectados desde que Al Capone visitó Hollywood en 1927.
Según Llewella Humprheys, que se cree que era la hija ilegítima de Al Capone, la idea de extorsionar a Hollywood vino de su madre, una fan del cine. «Así que le dijo a mi padre, ¿por qué no nos metemos en este negocio y así yo podré conocer a todo el mundo?»
Una vez que Capone fue detenido por evasión de impuestos, como se relata en la cinta The Untouchables (1987), de Brian de Palma), fue su familia quien se hizo cargo de los negocios en Hollywood, «obteniendo por la fuerza 1.5 millones de dólares al año (equivalentes a 20 millones de ahora). Su intención a la larga era tomar todo el control de Hollywood», explica Adler, editor de la revista Screen Finance.
Tampoco los grandes estudios eran ajenos a prácticas que el autor llama «criminales», como el prostíbulo que tenía montado la Metro Goldwyn Mayer (MGM) para atender a mánagers y visitas del extranjero, y en el que trabajaban dobles de estrellas del cine, como se relata en la cinta L.A. Confidential (1997).
Pero al margen de las extorsiones a las figuras (Lucky Luciano suministraba drogas a las estrellas) o a los grandes estudios (controlando los sindicatos de técnicos, que podían paralizar un rodaje), la mafia vio en las películas un medio perfecto para blanquear dinero.
«La producción cinematográfica requiere grandes cantidades de dinero rápidamente», explica Tim Adler. «Hoy en día, producir y promocionar una película de Hollywood cuesta de promedio unos 96 millones de dólares. La mayoría de los ingresos llegan a los dos años del estreno de la película, una vez ha estado en los cines y en vídeo».
Por su parte, Hollywood aprendió los métodos de la mafia para intimidar a los actores y quedarse con el dinero de los accionistas.
Por ejemplo, «hasta la Segunda Guerra Mundial, tanto los jefes de la MGM como de la 20th Century Fox estuvieron robando millones de dólares provenientes de la recaudación de taquilla de manera muy parecida a cómo la mafia birlaba dinero de los casinos de Las Vegas en la década de 1960. Nadie puede birlar tanto dinero tan bien como en Las Vegas, porque ellos la inventaron», dijo el director Richard Brooks, pero Hollywood está en segundo lugar.
Además, en la década de los setenta se sabía que los estudios debían a los actores cientos de miles de dólares y que les pagaban la mitad de lo debido. Luego les decían que les demandaran por el resto, lo cual nunca hacían porque se arriesgaban a no trabajar nunca más.
En ocasiones, las cuestiones que se ventilaban eran estrictamente personales: En 1958, Harry Cohn, de la Columbia, que compró el estudio con el dinero de la mafia, amenazó a Sammy Davis Jr. con dejarle ciego y partirle las piernas si no dejaba de verse con Kim Novak, de quien estaba encaprichado. El resultado es que Davis, aterrado, se casó rápidamente con una corista negra.
De Sammy Davis Jr. a su famoso amigo, Frank Sinatra, que no podía faltar en una historia de Hollywood y la mafia. El genial ‘crooner’ es para el autor un personaje desconcertante:.
«Es difícil entender cómo alguien con el talento de Sinatra, y con su maravillosa voz, estuviese tan encaprichado con la mafia. Una vez dijo que prefería ser un don de la mafia que el Presidente de EE.UU. Sinatra veneraba a mafiosos como Bugsy Siegel, imitaba su llamativa forma de vestir y repartía regalos tan extravagantes como vulgares. Sin embargo, según Jerry Lewis, su admiración no se reducía a la simple imitación, sino que también transportaba para la mafia dinero por todo el país».
Según Adler, aunque el cine estaba controlado por judíos y los mafiosos eran de ascendencia italiana, tenían un punto en común: «Todos son emigrantes en EE.UU., desde Louis B. Mayer y Meyer Lansky, de origen ruso; el cómico Danny Kaye y el gángster Bugsy Siegel, creador de Las Vegas, que habían crecido en la misma calle; o los abuelos de Frank Sinatra, que vivían en la misma calle que Lucky Luciano, todos de origen siciliano».
De hecho, Hollywood dio una pátina de lo que hoy sería el ‘glamour’ a esos hombres rudos, incultos e incluso analfabetos que hacían dinero sucio en Hollywood; ahí están películas como El Padrino, que reflejaba a los mafiosos como protectores de las mujeres y los niños, no se metían en asuntos de drogas y no se traicionaban unos a otros. «Nada más lejos de la realidad», dice el autor británico. «Este submundo se basaba en el tráfico de drogas y en la traición».
La mafia está también presente en una de las teorías más extendidas sobre la muerte de Marilyn Monroe, según la cual Sam Giancana, el líder de la mafia de Chicago, ordenó matar a la actriz porque había amenazado con hablar sobre el dinero de la mafia que el presidente Kennedy había utilizado para las elecciones primarias de 1960. Esto lo contó el hijo del propio Giancana.
«Lo cierto es que Monroe», explica Tim Adler, «había tenido mucho contacto con la mafia, especialmente con el peso pesado Johny Rosselli, y había sido vigilada por las autoridades por ese motivo. Sinatra hizo un triángulo entre Hollywood, la mafia y la política. De hecho, fue él quien presentó a John F. Kennedy y Giancana y ambos tuvieron una aventura con Monroe».
Para Adler, la película que mejor reflejó la mafia histórica es Scarface (1932), de Howard Hawks, que se inspiró en el hecho de que Capone acabase con una gánsteres rivales golpeándolos con un bate de beisbol. Pero es que Hawks contó asesores de la mafia en el propio plató de rodaje.
Lo mismo podría pasar con la serie Los Soprano, que muestra detalles de trabajo de las mafias que sólo se pueden saber de primera mano, según el FBI, y que además muestra la actual decadencia de la Cosa Nostra: «Lejos de aquella mafia de los años veinte que quería controlar Hollywood, nos encontramos frente a pequeños ladronzuelos, mafiosos de clase media, cuyos hijos son contables, banqueros o abogados».
Su relevo puede estar en las mafias rusas: «El crimen organizado, como la esencia del ser, aborrece el vacío. Ahora otros grupos de emigrantes más necesitados, como los rusos, ocupan este vacío. La policía dice que la mafia italiana es suave comparándola con la rusa. Hasta ahora las incursiones de la mafia en Hollywood se han limitado a raptos y exigencias mediante a amenazas, pero no es difícil imaginar el dinero ruso comprando la MGM, de la misma manera que han comprado clubes de futbol».
Hollywood ha retratado de forma magistral a las figuras de la mafia, porque en realidad la tenía muy cerca: desde los primeros tiempos de la industria cinematográfica, la Cosa Nostra hizo negocios y manejó a productores y actores de la Meca del Cine. James Cagney, Marilyn Monroe, Marlon Brando, Francis Fod Coppola y, por supuesto.no.
Adolescencia color de oro

La actriz estadounidense Sandra Dee fue una belleza rubia que atrajo a gran cantidad de adolescentes en los años 50 y 60. Entre sus películas más populares, están ‘Gidget’ y ‘Cuando llegue septiembre’.
Su romance y su matrimonio con el actor y cantante Bobby Darin en 1960 consolidaron su popularidad hasta que su divorcio, en 1965, dañó tanto su imagen que la productora Universal no amplió el contrato de la actriz.
De nombre auténtico Alexandra Zuck, nació en 1942 en Bayonne, Nueva Jersey, y trabajó como modelo infantil e intervino en numerosos anuncios televisivos antes de debutar en el cine en el año 1957, en un filme bélico titulado Mujeres culpables, que dirigió un Robert Wise aún no consagrado, junto a actores de la talla de Joan Fontaine, Paul Newman y Jean Simmons.
Aunque sólo un año después se puso a las órdenes del gran Vincente Minnelli en la comedia romántica Mamá nos complica la vida, Sandra Dee deja tras de sí una irregular carrera que nunca terminaría de despegar.
Participó en un total de 28 películas, pero siempre será recordada por su limpia y muy norteamericana imagen teen, que la hizo reconocible para el gran público en 1959, con sólo 17 años, al protagonizar la película Gidget, dirigida por Paul Wenkos, en la que su imagen ingenua y virginal se movía entre maravillosas playas, grandes olas y chicos bronceadísimos.
Obtuvo un Globo de Oro junto a Diane Varsi y Carolyn Jones en 1958 y en 1960, año de su matrimonio con Bobby Darin, estrenó «Retrato en negro».
El nombre de Sandra Dee se encuentra unido de manera ineludible al del cantante y actor Boby Darin, con quien contrajo matrimonio en 1960. El ídolo de la música popular, que precedió a Elvis Presley, y la que era por entonces la actriz favorita de qualquier adolescente que se preciase de serlo, formaron la pareja de moda perfecta.
Sin embargo, se divorciaron en 1966, aunque la actriz siempre continuó refiriéndose al cantante como el único amor de su vida. Juntos compartieron pantalla en tres ocasiones: Cuando llegue septiembre, de Robert Mulligan, en 1961; Una esposa para dos, de Henry Levin, en 1962, y Trampa para un soltero, de Richard Thorpe, en 1965.
Tras su ruptura con Darin su carrera sufrió un serio retroceso. A la frustración sentimental le acompañó el abandono de su aspecto adolescente. Dee ya no era una jovencita y no supo encauzarse hacia personajes de mayor envergadura.
Como ha sucedido de manera habitual con muchas otras estrellas en declive, encontró refugio en producciones televisivas, donde su presencia fue casi habitual; la gran pantalla sólo la volvería a acoger en contadas ocasiones, y siempre en películas menores y de bajo presupuesto, indignas de su antiguo estatus de estrella popular, como El horror de Dunwich, de David Haller (1970). Su último filme fue el olvidable drama Lost, dirigido por Al Adamson en 1983.
Talento y genio hasta la hora final

La gran pantalla no ha vuelto a ver pies como los de Fred Astaire. Actor, cantante, coreógrafo y bailarín, este norteamericano de origen austríaco cautivó al mundo entero con un estilo de baile mágico que pervive en la memoria de varias generaciones. Para muchos, su figura estará siempre vinculada a la de Ginger Rogers, su partenaire más duradera, con quien protagonizó duetos que forman parte de la historia del cine, como el famoso «Cheek to cheek» (de la película «Top Hat»), y que han sido emulados en multitud de ocasiones.
Al igual que muchas otras estrellas de cine, Astaire comenzó a estudiar baile de pequeño y participó en concursos para jóvenes talentos junto a su hermana Adele, su primera pareja artística, con la que, posteriormente, ganaría cierta fama en la década de los veinte en la escena musical de Broadway y Londres.
Cuando Adele se retiró para contraer matrimonio con un noble inglés, Fred decidió probar suerte en Hollywood, y el intento no le salió nada mal. Aunque su físico no se amoldaba a los cánones de galán del ‘starsystem hollywoodiense’ y no destacaba por su dotes interpretativas, los directivos de la RKO Pictures tuvieron ojo para ficharle y explotar sus pies de ángel.
Su primer papel relevante fue en «Flying down to Rio» (Volando hacia Río) junto a Ginger Rogers, un primer trabajo que les catapultó a la fama como pareja artística, aunque su intervención en la trama era como pareja secundaria frente a la todopoderosa Dolores del Río, que encabezaba el reparto junto a Raul Roulien.
Aquella coreografía acumuló un gran número de críticas favorables, por lo que la productora les dio a ambos la oportunidad de protagonizar su siguiente éxito, «The Gay Divorcee» (La alegre divorciada), con la que obtuvieron fama y reconocimiento de público y crítica a partes iguales.
Probablemente, Ginger Rogers no fue la mejor de las parejas de Fred Astaire en lo que a técnica respecta, pero nadie puede negar que la combinación de ambos hacía saltar chispas en la gran pantalla y enamoró a públicos de todas las edades.
En total, protagonizaron una decena de largometrajes, entre los que destacan «Top Hat» (Sombrero de copa – 1935), «Swing time» (En alas a la danza – 1936), «Shall we dance» (Ritmo loco – 1936) o «The Story of Vermon and Irene Castle» (La historia de Irene Castle – 1939).
A principios de los cuarenta, Astaire decidió separarse de Rogers y probar suerte con otras compañeras de reparto. Aunque muchos críticos consideran que ninguna bailarina alcanzó con él la complicidad del tándem Astaire-Rogers, el bailarín no quería asociarse en exclusiva a una partenaire y por eso decidió continuar su trayectoria en solitario.
Eleanor Powell (Broadway Melody of 1940), Joan Leslie (The Sky’s the Limit. 1943), Rita Hayworth (You’ll never get rich. 1941) o Lucille Bremer (Yolanda and the Thief. 1945), fueron algunas de sus partenaires.
Astaire se valía por si solo. La explosiva combinación de excelente técnica coreográfica unida al profundo sentimiento interpretativo fue la base de su éxito y la fórmula que le valió su pase a la posteridad.
Astaire fue un revolucionario del género musical: introdujo nuevos ritmos, se empeñó en que las escenas musicales se integraran en la trama fílmica de la película y consiguió que el movimiento de la cámara siguiera la coreografía de los bailarines y no se rodaran en plano fijo, tal y como se realizaba hasta entonces.
Bailarines de la talla de Rudolf Nureyev o Mihail Baryshnikov le han considerado una de sus principales inspiraciones, y es que Astaire es la personificación del genio artista. Combinó creatividad y sentimiento en cada uno de sus pasos de baile, consiguiendo que la danza pareciera tan fácil y despreocupada como el jugar de un niño.
La hora final
El actor deslizó sus virtuosos pies por una treintena de largometrajes hasta la década de los cincuenta, cuando anunció su retirada final para centrarse en su carrera dramática, con la que también obtuvo muy buenas críticas en obras como «On the beach» (La hora final – 1959).
Dirigida además por Stanley Kramer, otro peso pesado de Hollywood, el filme adapta una novela homónima de Nevil Shute publicada solo un par de años antes, en 1957.
La trama es la siguiente: después de haya estallado la III Guerra Mundial, enfrentando a los bloques comunista y capitalista, el uso de armas nucleares ha terminado con prácticamente toda la población del Hemisferio Norte. Lo que queda de la Humanidad sobrevive únicamente en Australia, donde la civilización permanece intacta aunque se enfrenta a la escasez de suministros tales como el petróleo (en la novela original, en otras zonas australes del planeta hay también grandes grupos de supervivientes). No obstante, está previsto que en pocos meses la radioactividad resultante llegue también allí, arrastrada por las corrientes atmosféricas y acabando al fin con los últimos restos de la raza humana.
Jardiel Poncela, el guionista

Consagrado como novelista y dramaturgo en España, Enrique Jardiel Poncela recaló en 1933 en Hollywood, donde fue contratado por la productora Fox para que escribiera los guiones de las versiones en español de sus películas, y en esta faceta llegó a crear un nuevo género conocido como «celuloides rancios».
«Pertenecía a una generación muy interesada por el cine, lo que se llamó la otra Generación del 27 para contraponerla al grupo de poetas, y el cine estaba muy en boga en aquellos años 20 y 30», explica el escritor e investigador Enrique Gallud Jardiel, autor del libro «El cine de Jardiel Poncela» y nieto del escritor.
Todavía en España, había escrito la adaptación cinematográfica de la obra de Arniches «Es mi hombre», y en 1933 fue invitado a Hollywood por la Fox, recomendado por su amigo José López Rubio.
«Escribió los diálogos y los guiones para el departamento de películas en español, en unos momentos en los que no existía el doblaje, sino que de día se rodaba en inglés y de noche entraban en los mismos decorados los actores hispanohablantes y se repetía en español», señala Enrique Gallud.
La Fox, apunta, no quería «una mera traducción» y esperaba que estas versiones tuvieran «su propia personalidad, por lo que se cambiaban personajes y situaciones y hacía falta un guionista que lo reescribiera y fuera coherente».
También llevó al cine su comedia «Angelina o el honor de un brigadier» y, pese a las reticencias de los productores de la Fox, la rodó en verso y fue «un éxito».
Gallud Jardiel subraya que por encargo de la misma productora, creó un nuevo género, los llamados «celuloides rancios», que consistían en «insertar comentarios humorísticos sobre películas mudas, preferiblemente muy dramáticas, parodiando lo que decían las imágenes».
«Rentabilizó películas malas, dramáticas, mudas y que ya estaban en el olvido, por lo que la Fox ya no podía rentabilizarlas, y después fue muy imitado», asegura el autor del libro, publicado por Ediciones Azimut.
En su etapa americana mantuvo amistad con Charles Chaplin, con quien cenaba habitualmente, y que mostró interés por ver «Angelina o el honor de un brigadier», que alabó «por tener una manera distinta de humor a la que los estadounidenses estaban acostumbrados».
Su faceta cinematográfica permite descubrir a un Jardiel Poncela «adaptable», que tiene, según Enrique Gallud, «una visión clara» de que teatro y cine tienen «distintas formas literarias», por lo que reescribe partes de «Angelina» en su adaptación, ya que «el ritmo cinematográfico impide por ejemplo filmar largos parlamentos».
Pese a que en Hollywood «lo pasó muy bien en fiestas, mujeres y placeres», la experiencia personal que sacó finalmente de esta etapa Jardiel Poncela fue, señala, «bastante negativa».
«Obtuvo -añade- una visión negativa, no del glamour de las estrellas, sino de corrupción, de la relación de los estudios con la mafia, cómo los estudios podían cortar de raíz la carrera de un buen actor contratándole y no dejándole trabajar o cómo manipulaban los contenidos, y a los estadounidenses los veía como un pueblo inculto, gregario y muy primitivo, en el sentido de infantil y poco maduro».
Las dos caras del drama, sin fraudes ni fisuras

Director de películas que pertenecen por derecho propio a la historia del cine, como La pantera rosa, Desayuno con diamantes o El guateque, Blake Edwards recibió sin embargo sólo una nominación a los Oscar y se conformó con uno honorífico en 1994.
Un reconocimiento que recibió con humildad y con realismo. «Nunca pensé que llegaría a recibir un Oscar, así que esto es como empezar a comerme el pastel», dijo en aquel momento el realizador, que había conseguido su única candidatura una década antes, por Víctor o Victoria. Escasas recompensas para un hombre que amaba el cine por encima de todo pero que había llegado al séptimo arte como forma de dedicarse a la escritura, que fue su primera vocación.
Nacido el 26 de julio de 1922 en Tulsa (Estados Unidos), William Blake Crump empezó a estudiar Literatura en la Universidad de Los Ángeles, pero pronto dedicó más tiempo a escribir guiones de radio y series de televisión. Comenzó con apenas 20 años como actor en Diez héroes de West Point, de Henry Hathaway. Fue el comienzo de una larga carrera que se cerró hoy tras 46 películas como director, 29 como actor y 62 títulos en los que participó como guionista.
Deliciosa alianza con Audrey Hepburn
Sus primeros pasos tras la cámara los dio en la década de los cincuenta junto a Richard Quine. Firmaron siete guiones, de los que cinco fueron dirigidos por Quine y dos por Edwards -el primero Venga tu sonrisa. Pero fue en 1961 cuando Edwards se hizo, de golpe y de forma inmediata, con un hueco en el mundo de Hollywood. La adaptación de la novela corta de Truman Capote Desayuno con diamantes fue un éxito inmediato de crítica y público, que además catapultó a Audrey Hepburn -pese a no ganar el Oscar para que el que estuvo nominada- al Olimpo de las estrellas. La delicadeza de la adaptación, la sofisticación de Hepburn y la maravillosa partitura que creó Henry Mancini -que sí se llevó el Oscar- hicieron de esta película un clásico desde su primera exhibición y continúa siéndolo a pocos meses de que se cumplan 50 años de su estreno.
Edwards pasó a ser el máximo representante de la alta comedia, un título del que nunca se desprendería pese a que algunos de sus trabajos posteriores más destacados son dramas como Días de vino y rosas, que llegó en 1962 y que le hizo ganar otro Oscar a Mancini y sendas nominaciones a Jack Lemon y Lee Remick. A lo largo de su vida, Edwards contó en muchas ocasiones que su mayor honor había sido el comentario que le hizo Jack Lemmon para que fuera el director de ese filme. «Me dijo que la película era tan dura que buscaba a alguien que tuviera un buen sentido del humor, porque la vida está llena de humor y eso hace el drama mucho más duro», afirmó el director.
Peter Sellers, su actor fetiche
Un humor que buscó y encontró en La pantera rosa (1963), El nuevo caso del inspector Clouseau (1964), La carrera del siglo (1965) o, principalmente, esa joya del cine llamada El guateque (1968). Filmes que mostraron la genialidad histriónica de Peter Sellers, sobre todo con el personaje de Hrundi V. Bakshi que Edwards escribió para contar una historia que se ha convertido en un ejemplo citado una y mil veces en las escuelas de cine como exponente de lo que debe ser una comedia. Sellers fue uno de sus más fieles colaboradores y el protagonista de cinco de los títulos de la saga de la pantera rosa. Sólo el último, que además cerró la carrera de Edwards, tuvo otra protagonista, el italiano Roberto Benigni, un sustituto imposible -como cualquier otro que se hubiera elegido- para Sellers.
Y en el lado femenino, Edwards tuvo otra colaboración importante en su carrera, la de su segunda esposa, Julie Andrews. Edwards logró acabar con su imagen mojigata -forjada en películas como Sonrisas y lágrimas– en filmes como 10, la mujer perfecta, Sois honrados bandidos (1981) o Víctor o Victoria, el último gran éxito del realizador.
Posteriormente llegarían películas menores como Micki y Maude (1984), Así es la vida (1986), El gran enredo (1986), Asesinato en Beberly Hills (1988) o Una cana al aire (1989), con algún pequeño éxito como Cita a ciegas (1987), el salto a la gran pantalla de Bruce Willis.
A partir de ahí, alguna colaboración televisiva y poco más para un enfermo diagnosticado con el síndrome de fatiga crónica y con depresiones que incluso le llevaron a pensar en el suicidio en 2001. Su última aparición pública, junto a su esposa, fue en un homenaje de la Academia del Cine de Hollywood.
Risas alojadas en el estoicismo

Dos hombres juegan fútbol americano. El que sostiene el balón ve que cuatro gigantes del otro equipo corren en su dirección para quitarle el ovoide. Si llegan a tocarlo, lo despedazan. El tiempo se acaba. Usted, ¿qué haría? Fácil. Buster Keaton le entrega el balón a su amigo y los colosos se lanzan sobre él. El actor se aleja caminando, impoluto.
El 1 de febrero de 1966 fallecía este guionista, intérprete y director, pionero de la comedia física y las bromas corporales.
Su cine, anterior al de Adam Sandler, Jackie Chan o Mr. Bean, dejó películas inolvidables como “La ley de la hospitalidad”, “El maquinista de la General”, “El navegante”, “El moderno Sherlock Holmes”, “El héroe del rio”, “Tres edades”, “El rey de los cowboys” o “El Cameraman”.
Genio inolvidable, fue conocido como “Cara de piedra” por su rostro inexpresivo y también como “Pamplinas” por uno de sus primeros largometrajes, “Pasión y boda de Pamplinas”.
Nacido en el pueblo de Picway, en el estado de Kansas, Estados Unidos, el 4 de octubre de 1895, con el nombre de Joseph Francis Keaton, murió el 1 de febrero de 1966 debido a un cáncer de pulmón en Hollywood, una fecha de la que se cumple medio siglo y que recupera a una de las grandes figuras del cine mudo.
De Buster Keaton se ha dicho que el secreto de su éxito como actor se debió a que no rió jamás en sus películas, de ahí sus apodos de “Cara de piedra” o “Cara de palo”.
Criado en una familia de comediantes, desde los tres años formó parte de una pequeña compañía que crearon sus padres, conocida como “Los tres Keaton”.
Desde pequeño sufrió una inusual serie de accidentes, como sofocarse al quedar encerrado en un baúl de disfraces, perder parte de un dedo por quedarse atrapado en una máquina o ser golpeado en la cabeza por un ladrillo durante un tornado. Pero eso, más que desalentarlo a él, y sus padres, lo llevó a convertirse, desde sus primeros años de vida, en una estrella del Vodevil, un tipo de show de variedades muy popular en Estados Unidos hasta la década del 30’, que incluía todo tipo de entretenciones como magia, animales, teatro, comedia, danza, acrobacias, etc.
Por ello se introduce en el circo, un mundo muy ligado al cine de entonces, por el que consigue un cierto éxito que le permite firmar, con veinte años, un contrato con la productora cinematográfica Keystone, por cuarenta dólares a la semana.
Así empieza a encadenar pequeños trabajos en películas, aunque el estallido de la Primera Guerra Mundial le obliga a pasar una temporada en el frente francés.
De vuelta a Estados Unidos, retoma su tarea cinematográfica y muy pronto comienzan sus éxitos, ya en los años veinte, una época en la que tiene que convivir con dos grandes genios del cine mudo como Charles Chaplin y Harold Lloyd.
“Buster Keaton Comedies”, fue mejor época del cómico, ya que tenía total libertad creativa y pudo desarrollar toda su genialidad, además de comenzar a dar forma a su personaje tragicómico que le valió el apodo de “Cara de Palo”.
En la mayoría de sus películas, interpreta él mismo las escenas de riesgo, comprometiendo su vida en varias ocasiones. No estuvo exento de lesiones, una de las más importantes fue una fractura de cuello que sólo se notó años después. Pero esta parte de su interpretación, contrastada con su constante e impertérrita expresión, fueron las que generaron la irrefutable hilaridad del espectador. A diferencia de su antiguo compañero de labores Roscoe “Fatty” Arbuckle, quien se reía con el espectador de las situaciones que vivía, Buster prefería que se rieran de
En estos años veinte, Keaton actúa, dirige y produce, en muchas de ellas, sus mejores trabajos como los mencionados títulos de “El navegante” o “El maquinista de la General” (1927), películas en las que se le exigía no sonreír, por una cláusula en su contrato.
Sonreír no era lo suyo
La llegada del cine sonoro no fue una gran aportación en la carrera de Keaton, sus películas de entonces no funcionaron y el actor y director cayó en una gran depresión y en el alcoholismo.
Una huida a Europa, donde rueda “El rey de los Campos Eliseos”, en 1935, le obliga a reír por contrato.
No era lo suyo. En su vuelta a Hollywood, tiene que conformarse con apariciones en filmes de segunda categoría. “El moderno Barba Azul”, rodada en México en 1948 y un corto papel en “Candilejas”, película para la que le llama Charles Chaplin, en 1952.
Ocho años después, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood le concede un Óscar honorífico.
Buster Keaton falleció el 1 de febrero de 1966, en Hollywood, a los 70 años. Vivía entonces junto a su tercera esposa, Eleanor Norris. Ésta, durante un homenaje al actor y director en la Berlinale de 1995, reconoció entonces “no creo que actualmente exista ningún cómico que alcance su nivel”.
La viuda de Keaton señaló en la aquella ocasión, que su marido tuvo siempre una excelente relación con Charlie Chaplin, al que conoció ya antes de hacer ambos cine, aunque no puede decirse lo mismo de sus contactos con Harold Lloyd, “un hombre de negocios al que sólo le interesaba el éxito de sus películas”.
Ébano de pura raza en el celuloide

El legado de las «race films», las primeras películas hechas por y para la comunidad negra, es una ventana a la diversidad plenamente vigente, en tiempos en los que el verdadero riesgo parece estar anestesiado por el miedo al fracaso.
Las películas raciales tuvieron su apogeo en los años 40, época que se considera «la era de oro» de este tipo de cine.
Se trata de películas con un reparto de actores negros hechas para el público negro, una manera de hacer cine que rompió con los convencionalismos y representaciones mayoritarias.
Contaron sus propias historias desde su propio punto de vista, dado que la comunidad negra no tenía acceso al sistema de estudios de Hollywood.
Los comienzos del cine no fueron un modelo de inclusión y diversidad. A películas abiertamente racistas como «Birth of a Nation» de D.W. Grifith (1915) se le unían la caracterización maniquea y repleta de estereotipos de la comunidad negra, que además veía con frecuencia que eran actores blancos los que maquillados representaban sus papeles.
Se suele considerar a la cinta «The Homesteader» (1919), dirigida por el pionero Oscar Micheaux, como la primera película del cine afroamericano, aunque las «race films» comenzarían a tener peso en la década de los años 30 y se consolidarían en las décadas posteriores.
En las películas de los grandes estudios era posible ver ver uno o dos actores negros, pero nunca un reparto completamente negro. La originalidad de estas películas residía también en el contenido y la representación fílmica durante unos años 40 marcados todavía por los efectos de la Gran Depresión y la discriminación contra los negros.
De hecho, el primer Óscar para un intérprete afroamericano lo ganó Hattie McDaniel en 1940, por «Gone With the Wind», un galardón que la actriz recibió en una ceremonia celebrada en un hotel con reglas discriminatorias y segregacionistas contra los negros.
Frente a los estereotipos que habitualmente encarnaban los actores negros como criados o ladrones, las «race films» abrieron el abanico de temáticas y de personajes para los intérpretes afroamericanos: roles protagonistas, villanos, abogados, doctores, estrellas de la música o galanes de película.
Filmes como «Caldonia», «Reet, Petite and Gone», «The Betrayal», «Look Out, Sister» o «Ebony Parade» son muestra de esta raza de ébano llevada al celuloide.
Predominaban en las «race films» las comedias musicales, que combinaban gags con canciones y bailes de swing, blues o ragtime, aunque también se adentraron en géneros como el drama, el cine «noir» o incluso el western.
El éxito de estas películas entre la comunidad negra (algunas incluso fueron exportadas a países europeos como Bélgica) favoreció también el surgimiento de estrellas del cine afroamericano como los actores Louis Jordan o Mantan Moreland.
Aunque el reparto y gran parte del equipo técnico y de producción estaba compuesto por personal negro, los grandes estudios y también empresarios blancos comenzaron a ver que las «race films» eran un buen negocio y también invirtieron en ellas.
No obstante, la segregación llegaba hasta la exhibición y este tipo de películas estaba destinado a su estreno en cines en los que podía entrar la comunidad negra, pues la discriminación hacía que ciertos cines solo permitieran el acceso a espectadores blancos.
Las «race films» continuaron con su desarrollo durante los años 50 aunque el término cayó en desuso en los años 60 con el ocaso del sistema de grandes estudios de Hollywood y el movimiento por los derechos civiles, que permitió «algo más de inclusión» en el cine, explicó la comisaria Bowers.
La polémica sobre la ausencia de actores negros en las últimas nominaciones a los Óscar, que motivó el boicot de algunos intérpretes a la gala y el anuncio de la Academia de medidas para aumentar la diversidad, es el último capítulo de la batalla de la comunidad negra por aumentar su visibilidad y reconocimiento en Hollywood.
Ojos de pequinés y garras de pantera

La actriz Simone Simon, el rostro felino del cine francés, saltó a la fama gracias a su personaje en «La bête humaine» (1938) y al papel de mujer-pantera en «Cat People» (1942).
Nacida el 23 de abril de 1911 en Bethune, en el norte de Francia, Simone Simon creció en Marsella y llegó a París en 1930, donde trabajó como modelo y diseñadora de moda antes de lanzarse al cine, en 1931. «Veinte años, sin nariz o muy pequeña, un brío extraordinario en el movimiento, un vocecita exacta, los ojos muy separados, como un pequinés de pura raza…». Así describía la escritora Colette a la casi debutante Simone cuando la descubrió en el teatro, en un espectáculo de opereta.
En 1931 Simone rodó cinco cintas: ‘La chocolaterita’ y ‘Mam’zelle Nitouche’, de Marc Allégret; ‘El cantor desconocido’, de Victor Tourjansky; ‘Durand contre Durand’, de Léo Joannon; y ‘Pour vivre heureux’, de Claudio de La Torre.
Las dos primeras películas supusieron también el debut en el cine de Allégret, el mismo que descubriría años después a la actriz Brigitte Bardot, uno de los grandes símbolos eróticos del siglo XX.
Precisamente, Simone Simon anticipó ese ideal de mujer inocente y fuertemente sensual que décadas más tarde explotaría Bardot.
Su frescura, su sonrisa y mirada felina y su pequeña talla, en la que destacaba un curioso rostro triangular y una pizpireta nariz, fueron reveladas también en ‘El lago de las damas’ (1934) y ‘Días de sol’ (1935), que rodó de nuevo de la mano de Allégret.
Además de esas cintas, Simon actuó en otras siete películas antes de que en 1935 la industria cinematográfica estadounidense la tentase con un contrato, que firmó con los estudios Fox, lo que la propulsó como una de las primeras actrices francesas en Hollywood.
Su primer trabajo en Estados Unidos fue ‘Aula de señoritas’ (1936), de Irving Cummings, al que siguieron cuatro filmes más durante ese año y el siguiente, pero sin mucho relumbre, salvo ‘El séptimo cielo’ (1937), de Henry King.
Fue Jean Renoir quien salvó su carrera al ofrecerle en 1938 un papel en ‘La bete humaine’, en el que dio la réplica a Jean Gabin y que le supuso la invitación del director y productor William Dieterle para interpretar a la heroína de ‘El hombre que vendió su alma’ (1941).
Su interpretación en este último filme le sirvió, entre otras cosas, para que el productor Val Lewton le ofreciera el papel de su vida, en ‘La mujer pantera’ (1942), de Jacques Tourneur, que la marcó definitivamente a ojos del público estadounidense. Ella nunca admitió que ésa fuese su mejor película porque es una cinta de director y de productor, en la que todo se sugiere a base de sombras, de una fotografía arriesgadísima y de dar a la cámara un protagonismo que no tienen los intérpretes.
Antes de dejar Hollywood, Simone Simon rodó ‘Mademoiselle Fifi’, ‘Johnny Doesn’t Live Here Anymore’ y ‘The Curse of the Cat People’ (1944) y ‘Brumas de tentación’ (1946).
Terminada la II Guerra Mundial, la actriz regresó a Europa, donde aún trabajó en obras de renombre, como ‘Petrus’ (1946), de Allégret; ‘La ronde’ (1950), de Max Ophuls; ‘Olivia’ (1951), de Jacqueline Audry; y ‘Le plaisir’ (1952), de nuevo con Ophuls.
La última aparición en escena de Simone Simon data de 1967, cuando actuó en ‘La courte paille’, de Jean Meyer, en el teatro de la Potiniere, de París.
‘Outsider’, y a mucha honra

Le gustaba llamarse a sí mismo “la puta más vieja del lugar», según recuerda Server en el inicio del recorrido por la biografía de Robert Mitchum, publicada en España por T&B Editores, donde el autor se adentra en la trayectoria de este actor que nunca se creyó a sí mismo, que odiaba el autobombo y que entendía que rodar películas era una alternativa económica de la que no se sentía especialmente orgulloso.
Bautizado por la prensa de su época como «el chico malo de Hollywood», Robert Mitchum encarnó, como nadie, a los tipos de mal vivir del llamado cine negro.
Nacido el 6 de agosto de 1917 en Bridgeport, un pequeño pueblo de Connecticut, Mitchum creció en el seno de una familia «de virtuales gitanos, desarraigada por la falta de recursos», como comenta Server, quien descubre a un chico capaz de sacar las mejores notas en el colegio, al tiempo que protagonizaba las mayores travesuras. A un chico que prefería «aprender a solas, a su aire» leyendo en una biblioteca todo tipo de libros que caían en sus manos.
A los catorce años se fue de su casa y, en los años de la Gran Depresión, eligió recorrer el país haciendo auto-stop y en trenes de mercancías.
«Era un vagabundo, un marginado. Epítetos a los que él se agarró con orgullo», escribe Lee Server, quien recuerda que al Mitchum de sus años de fama y riqueza le gustaba decir que estaba allí sólo «entre dos trenes».
Nace el actor
En los años cuarenta se convirtió en actor de cine, gracias a «un físico corpulento que pegaba con los tipos duros de la calle», dice Server, quien apunta: «Pero su actitud (irónica, ambigua) y su estilo (indolente, de voz suave) carecían de la habitual vitalidad y agresividad de la arquetípica estrella masculina. Y su mirada narcotizante, aparentemente dura, pero de una languidez casi femenina».
Esa «aura de melancólica perplejidad y violencia latente» cuajó, como recuerda Lee Server, con un floreciente tipo de cine, aún sin calificar.
«Un género oscuro, cínico y ambiguo que ahora se conoce como cine negro». Y así Mitchum se convirtió en el «outsider» del cine, en el prototipo del hombre «sin raíces ni ataduras, más allá de los límites de la sociedad, un permanente sospechoso para los defensores de la ley».
Para un actor que se negaba a ver sus películas («no me pagan por verlas», decía) y que desmitificaba la profesión de actor con su ya mítica frase: «No olvides nunca que una de las mayores estrellas del mundo fue Rin Tin Tin y era una perra con cuatro patas», convertirse en la encarnación del tipo de mal vivir sólo suscitó un cínico comentario ante los nervios de una joven actriz que le decía «nunca he hecho una película en la que hubiera armas». «Pues yo -dijo- nunca he hecho ninguna en la que no las hubiera».
Sin escuela ni técnica
Los años cincuenta le trajeron la independencia del ya moribundo sistema de estudios, lo cual le supuso poder escoger sus propias películas e incluso producirlas. Pero la crítica seguía espoleando a este actor intuitivo, cuya técnica no pertenecía a ninguna escuela ni a ninguna tradición.
«Le llamaban sonámbulo, o decían que sólo desfilaba por las películas», recuerda Lee Server quien, a continuación, describe la reacción de un Mitchum que se ponía de parte de los críticos evitando así cualquier tipo de autopromoción.
«Tengo dos formas de actuar: una con caballo y otra sin caballo», decía Mitchum.
Mujeriego, pendenciero, siempre metido en líos, dentro y fuera de la pantalla, la prensa le llamaba «el chico malo de Hollywood» mientras que los titulares sensacionalistas trazaron su peculiar estilo de vida.
Pero esa imagen pública dejaba fuera de foco al Mitchum que se escondía debajo de esas capas superficiales.
«El Mitchum poeta, autodidacta, el filósofo lírico, de ideas izquierdistas, el excéntrico, el individualista deprimido. El hombre de muchas caras», como recuerda Server.
«Mitchum fue estrella de cine durante más de medio siglo, estuvo en activo casi más que cualquier otro. Su carrera tuvo altibajos. Se dio por vencido en más de una ocasión, pero luego regresaba, grande como siempre», apunta Lee Server quien recuerda el final del mito.
Mitchum -que fue un fumador precoz de marihuana y sufrió prisión por ello- declaró que desde muy pronto se declaró partidario de la legalización de la droga: «Es sencillo. Si se legaliza no habrá tráfico». Dijo que entre los directores prefería a Raoul Walsh, William. Wellman y John Huston. En cuanto a sus amigos entre los actores de Hollywood, comentó: «Todos ellos han muerto».
«Al final, cuando los médicos intentaron decirle cómo tenía que vivir su vida si no quería morir, descubrieron que el enfermo no cooperaría: Se había creído su propio mito, como si hubiera sido real».
Mitchum falleció de cáncer de pulmón el 1 de julio de 1997 en Santa Bárbara (California).
- ← Anterior
- 1
- …
- 4
- 5
- 6
- Siguiente →