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Cassavetes, independencia sin remilgos

Rodada bajo las leyes de la improvisación de la música jazz, sin argumento ni protagonistas claros y con un mínimo presupuesto, «Shadows», la primera película de John Cassavetes es la piedra fundacional del cine independiente estadounidense.
En 1959 no existían ni el festival de Sundance ni los Independent Spirit Awards. En Francia emergía con fuerza la «nouvelle vague» como revolución del lenguaje cinematográfico, pero en Estados Unidos el actor y director John Cassavetes inauguraba, con más modestia pero con igual poder rompedor, el cine del que beberían autores como Jim Jarmusch o Alexander Payne.
«Cuando empecé a hacer películas, quería hacer cine como Frank Capra. Pero nunca he sido capaz de hacer otra cosa que no fueran estas obras locas y arduas. Al final, uno es lo que es», reconocería irónico. Él, efectivamente, no tenía manifiesto ideológico, ni publicaciones que lo sustentaran, ni pretensiones de crear escuela. Era él mismo: un actor y cineasta que compondría en solitario un «corpus» creativo insólito en la historia del cine con títulos como «A Woman Under the Influence» o «Gloria».
«Cassavetes ha edificado contra viento y marea una obra ferozmente personal y totalmente distinta de lo que se hacía -y se hace- en el cine norteamericano e incluso en el cine mundial», resumían Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon en «50 años de cine norteamericano».
«Shadows» era su debut: rodado cámara en mano en 16 milímetros, en un Nueva York nocturno y con 40.000 dólares de presupuesto, fundía el cine con una «jam session», creando un conjunto fresco y vibrante que fue premiado en el Festival de Venecia con el premio de la crítica.
Una primera versión de la película, formalmente todavía más arriesgada, fue sustituida por otra que se acercase más a la ficción y se distanciase del documental. Ese pieza original sería estrenada, como una pieza de museo, en el Festival de Rotterdam de 2004. «Uno de los rasgos originales y muy personales de ‘Shadows’ es su obstinada negativa a enunciar la temática. Nunca se podrá decir sobre qué es una película de Cassavetes, sólo que es sobre personajes. De ahí que veamos relaciones entre blancos y negros, pero nunca se enuncia el problema racial», insistían Tarvernier y Coursodon.
Teniendo en cuenta que en Hollywood ese año ganaría «Ben Hur» once Oscar, «Shadows» fue toda una osadía. «Como artista, trato de buscar cosas diferentes. Pero sobre todo, los artistas tenemos que atrevernos a fracasar», era su consigna laboral. Ni siquiera él, después de su ópera prima, volvería a dejar nada en manos de la improvisación. A partir de entonces confeccionó con mano maestra la realidad en películas como «Faces», su segundo film y primero con su esposa, Gena Rowlands.
«Quiere superar el simple efecto de realidad para alcanzar, por así decirlo, la realidad misma. Y justamente porque se aproximó de forma absolutamente convincente a esta ambición a la vez simple y grandiosa, es a menudo considerado, todavía hoy, un improvisador», reflexionan los cineastas franceses. Es por eso por lo que «el diálogo en ‘Shadows’ es tan ‘cassavetiano’ y muestra un incongruente sentido del humor tan semejante al que aparece en todas sus demás películas», según Tavernier y Courduson.
Después de «Shadows», el cine independiente americano vive una crisis de identidad. En los setenta y ochenta, cuando Cassavetes todavía ofrecía obras como «Love Steams», Terrence Malick, el Paul Newman director, John Waters y Jarmusch parecían tomar el testigo a su manera. Pero en los noventa, con el auge del Festival de Sundance, los «indies» se hicieron legión, llegaron a los Oscar y se convirtieron en negocio para los grandes estudios, que abrieron sus filiales para el público minoritario.
Los hermanos Coen, Todd Solondz, Gus Van Sant o Tom DiCillo lustraron esa generación que fue incorporándose a la industria o reincidiendo en mensajes ya no tan rompedores. Y así, el lema de «No risk, no award (Sin riesgo no hay premio)» de los Independent Spirit Awards va quedando caduco y surgen productos independientes con vocación comercial como «Juno». Por eso «Shadows» vuelve a impresionar hoy por su independencia.
Silueta terroríficamente sensual

Belleza morena y enigmática, actriz de títulos significativos del nuevo cine estadounidense de los setenta como «Five Easy Pieces», de Bob Rafelson, o «Nashville», de Robert Altman, y última actriz fetiche de Hitchcock en «La trama», Karen Black fue la musa de la contracultura de los 60, la heroína del cine comercial de los 70 y el ídolo kitsch del cine de terror de los últimos años, cantante de country candidata a un Grammy cuando Robert Altman se lo pidió para Nashville o el nombre de esa banda de glam punk que decidió llamarse The Voluptuous Horror of Karen Black en su honor.
Actriz cultivada en el Actor’s Studio de Lee Strasberg o por siempre recordada como la azafata que salva el día en Aeropuerto 1975. Black hizo de todo y todo lo hizo bien, incluso cuando los papeles eran malos.
Nacida el 1 de julio de 1939 en Park Ridge (Illinois, Estados Unidos) y formada en la legendaria escuela de interpretación de Lee Strasberg, Karen Blanche Ziegler, su verdadero nombre, había enfocado su formación a los teatros de Broadway, donde debutó en 1966 con «The Playroom», pero pronto fue descubierta por los estudios de Hollywood.
La actriz hizo su primera aparición en un título tan clave como «Easy Rider», de Dennis Hopper, y allí conoció a Jack Nicholson, que se convirtió en su compañero en la cinta de su consagración. «Five Easy Pieces», de Bob Rafelson, le reportó su única nominación al Óscar en la categoría de mejor actriz secundaria y por la que ganó un Globo de Oro.
Con sangre checa y noruega, especializada en mujeres de vida disipada o trasfondo conflictivo y de una sensualidad felina pero frágil, Black tuvo en los setenta los mejores años de su carrera, pues participó en «The Great Gatsby» (1974) y sedujo al ya casi octogenario Alfred Hitchcock para el canto de cisne del maestro del suspense: «Family Plot» («La trama») (1976).
Pese a su cabello moreno, Hitch no pudo evitar adjudicarle en algunas secuencias, fiel a sus obsesiones, una peluca rubia en su papel de ladrona de diamantes.
Después de una filmografía poco destacable durante los ochenta y los noventa -con honrosas excepciones como «Come Back to the Five and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean», de Robert Altman (con quien ya había trabajado en «Nasville»)-, Karen Black cayó en el olvido del gran público aunque nunca dejó de trabajar.
Además de talento, Black siempre tuvo ese aspecto diferente a las demás. Una sonrisa amplia de labios carnosos (antes incluso de que estuvieran de moda) y unos ojos demasiado juntos y profundamente oscuros mucho antes de que Amy Winehouse hubiera nacido. Como añadió Fonda, la actriz tenía “una monstruosa belleza”. Fonda, al igual que Dennis Hopper y Jack Nicholson fueron cruciales en la carrera de Black, quien saltó a la fama como reina de la contracultura gracias a ese viaje de LSD que protagonizó en Easy Rider. Más tarde volvería a repetir con Nicholson en el papel que la acercaría al Oscar, cuando consiguió una candidatura como mejor actriz secundaria por su papel en Mi vida es mi vida. En ella interpretó a esa camarera de pocas luces pero perdidamente enamorada de Nicholson. Un trabajo para el que Bob Rafelson no quería contratarla por considerarla demasiado lista para el papel. Alfred Hitchcock también admiró su talento cuando trabajó con ella en el que sería el último filme del maestro del suspense, La trama. De hecho los juegos de palabras que se trajeron actriz y director llevaron a la primera a regalarle un diccionario a Hitchcock, un volumen que tituló “DictionHarry”.
En la pantalla Black fue camarera, puta, asesina, ladrona, transexual o lo que le pidiera el papel siempre con la misma convicción. Así dio tantos bandazos como el cine de su época, ese que se movió entre el cine contracultural o las grandes películas de masas tipo Aeropuerto 1975. La actriz nacida en Park Ridge (Illinois, EEUU) y que adoptó como nombre artístico el apellido de casada de su primer matrimonio también interpretó a Myrtle Wilson en la versión de El Gran Gatsby de 1974, junto a Robert Redford y Mia Farrow, y fue la joven buscando fama en Como plaga de langosta.
Musa del terror
También musa del terror gracias a la serie de televisión «Trilogy of Terror» -llegó a dar nombre a la banda de glam-punk The Voluptuous Horror of Karen Black-, una de sus últimas apariciones notables en el cine fue, precisamente, en este género, con «House of 1.000 Corpses», de Rob Zombie, en la que asumía un rol digno del «grand guignol» y la serie B.
Black se casó en cuatro ocasiones (con Charles Black, del que tomó el apellido; con el actor Robert Burton, el guionista L.M.Kit Carson y su viudo, Stephen Eckelberry) y tuvo un hijo biológico, Hunter, y una hija adoptada, Céline.
Las triquiñuelas del lado oscuro

Por muy mal que se comportara, Tony Soprano siempre será el mafioso más atractivo para millones de espectadores. Desde la pantalla y las páginas de una novela, personajes a los que juzgaríamos inmorales en la vida real nos causan simpatía. Mª José Alcaraz, de la Universidad de Murcia, estudia cómo las cualidades estéticas de una obra artística influyen en la reacción emocional y moral del espectador.
En ocasiones una situación planteada en la literatura o el cine provoca una respuesta emocional contraria a la que se esperaría en la vida real. O, dicho de otra manera, si nos topáramos con Tony Soprano, el gánster interpretado por el hoy fallecido James Gandolfini, no nos haría tanta gracia como en la pantalla.
Las manifestaciones artísticas pueden poner en funcionamiento las creencias o dinamizar la respuesta moral que tenemos ante situaciones complejas. Interesada en la respuesta emocional ante la obra narrativa, Mª José Alcaraz, profesora del departamento de Filosofía de la Universidad de Murcia, se pregunta en sus trabajos por la relación entre la apreciación de las obras de arte y el desarrollo moral.
“Ante una obra de arte ejercitamos habilidades morales constantemente, más incluso que en la vida real”, afirma Alcaraz. “Aparte de apreciar la belleza de la obra, emitimos juicios sobre los personajes: si son egoístas o generosos, si merecen o no nuestra simpatía, si son justos o no, etc.”. Eso es parte de la apreciación de las obras narrativas, señala. “Cualquier lector se ve emocionalmente agitado si está entendiendo la obra”, subraya la investigadora.
En su opinión, lo curioso es que, en ocasiones, el arte provoca respuestas emocionales y morales contrarias a las que tendríamos en la vida real ante los mismos hechos. Aunque normalmente un personaje que sería despreciable en la vida real suele parecerlo también en la ficción, en ocasiones, su comportamiento nos parece atractivo o simpático. Y aquí surge el problema de las emociones contrarias o discontinuas.
‘Lolita’ de V. Nabokov
Un ejemplo es Lolita, la obra de Vladimir Nabokov, llevada al cine por Stanley Kubrick. El protagonista, Humbert Humbert, consigue que el rechazo moral que conlleva el abuso sexual a Lolita, una niña de doce años, quede en un segundo plano.
Sin embargo, durante toda la historia el lector tiene dificultades para posicionarse en contra del pederasta, que despierta más simpatía que desprecio. «Asombra la capacidad de esta novela para transmitir qué le pasa al protagonista, qué sufre o le tortura, cuáles son sus deseos y qué le obsesiona; aun sabiendo que en la realidad nunca mostraríamos emociones tan cercanas hacia una persona así”, destaca Alcaraz.
La hipótesis de la autora para justificar las emociones discontinuas es que las reacciones ante una obra de arte no solo están causadas por el contenido que representa, sino por los aspectos formales. Un ritmo narrativo, el uso de un plano corto o una música pueden causar emociones relacionadas con el contenido que percibe el espectador. Cuando los rasgos formales de la obra están íntimamente ligados al contenido, de manera que permiten revelar aspectos interesantes de dicho contenido, juegan un papel justificativo y no meramente causal.
Para ella, el hecho de que podamos sentirnos cerca de Humbert Humbert «no es algo descabellado a no ser que se tenga una visión fuertemente posicionada sobre el asunto, en cuyo caso nuestras creencias morales no nos permitirían entrar en el mundo que se nos está planteando «.
Un ritmo narrativo, el uso de un plano corto o una música pueden causar emociones relacionadas con el contenido que percibe el espectador
Lolita, a pesar de ser una obra escrita en inglés, sufrió un rechazo generalizado por los editores estadounidenses, quienes solo tres años después de que se publicara en Francia la editaron por primera vez. «Las dificultades para encontrar editor muestran hasta qué punto el tipo de respuesta reclamada por la obra resultaba problemática”, destaca.
‘El Talento’ de Mr. Ripley
Esta contradicción se plasma también en la novela de P. Highsmith El Talento de Mr. Ripley, donde, como explica Alcaraz, “el protagonista es un asesino con el que en cierto sentido simpatizas y deseas que las cosas le salgan bien a pesar de cometer actos despreciables».
Otro ejemplo es la película Hable con ella. “Almodóvar emplea a menudo un estilo pop y desenfadado para hacer que se tengan actitudes relajadas hacia situaciones moralmente problemáticas”, explica. En este film se percibe al personaje central, Benigno, como un “hombre bueno, sensible, capaz de atender a las necesidades de las mujeres, etc.”, aun habiendo violado a una chica, Alicia, que está en coma.
Entonces, ¿se puede confiar en las obras de arte para educar las emociones? «Si con frecuencia estas provocan emociones en el espectador contrarias a las que consideramos apropiadas en circunstancias reales, no parecen recursos fiables para desarrollar nuestras emociones morales», dice.
Supuestamente, la obra provocaría reacciones peligrosas en el lector. Pero Alcaraz argumenta a favor del valor cognitivo de esas experiencias pese a su carácter contrario y opina que la literatura puede ser interesante como herramienta de formación emocional. Si una obra produce una emoción contraria pero justificada, entonces, según la investigadora, hay razones para dotar de validez a la respuesta y considerarla al mismo nivel que a las respuestas emocionales reales.
La primavera de las divas desaparecidas

Muchas son las coincidencias entre Marlene Dietrich, Joan Crawford y Rita Hayworth, tres grandes estrellas del celuloide, una terna de divas que se apagó hace años y cuyo recuerdo permanece intacto en metrajes memorables.
La Dietrich murió el 6 de mayo de 1992; la Crawford el 10 del mismo mes de 1977, mientas que Rita, la inolvidable Gilda, desapareció el 14 de mayo de 1987. Por ello, el mundo del cine agradece su legado, sus grandes interpretaciones y sus magníficas películas, especialmente cuando la primavera agoniza.
Magdalena Von Losch (Marlene Dietrich) nació en Schonenberg, Berlín, Alemania, 1901 y falleció a los 91 años en París. Para el gran público fue Marlene Dietrich.
De Marlene destacan su interpretación en Der blaue Engel (The Blue Angel) (1930), la cinta que catapultó su carrera y a la que se sumaron otros grandes trabajos como Morocco (nominada al Óscar en 1931); Dishonored; Shanghai Express; Blonde Venus; The Devil is a Woman; Witness for the Prosecution (bajo la dirección de Billy Wilder); o Touch of Evil (a las órdenes de Orson Welles).
Sobre ellas se ha enfatizado sus bellezas, deseo de muchos hombres, entre ellos el veterano Kirk Douglas, que en un libro de memorias publicado en los años ochenta confesaba que había mantenido relaciones amorosas con numerosas actrices, entre las que nombraba a estas tres divas.
A pesar de sus brillantes carreras, sólo Joan Crawford alcanzaría el éxito del Óscar. Fue en 1945, por su interpretación en Mildred Pierce. Marlene Dietrich y Rita Hayworth engrosan la lista de las grandes olvidadas de la afamada estatuilla de Hollywood, junto a otras estrellas del celuloide, como Greta Garbo o Marilyn Monroe.
Crawford, Lucille Fay LeSueur, vino al mundo en San Antonio, Texas el 23 de marzo de 1904 y falleció en Nueva York 10 de mayo de 1977. La carrera de Joan Crawford fue más o menos paralela a la Dietrich. Cuando la actriz alemana triunfaba con El Ángel Azul, la texana ya era conocida por su gran interpretación de Diana Medford en Our Dancing Daughters (1928). Más tarde siguió destacando con Pretty Ladies; Old Clothes, Paris, Road to Singapore, Our Dancing Daughters, Mildred Pierce (Óscar a la mejor actriz, en 1945) o Possessed (nominada al Óscar en 1947).

El estrellato de Rita Hayworth llegó cuando Marlene Dietrich y Joan Crawford ya eran celebridades en Hollywood. Su carrera está marcada por su papel en Gilda (1946), donde se forjó su leyenda a base de sensualidad y número musicales que le valieron el apelativo de la diosa del amor. Antes ya era reconocida por su trabajo en You’ll Never Get Rich (1941), junto a Fred Astaire. Otros títulos brillantes fueron My Gal Sal (1942), Tales of Manhattan (1942), Cover Girl (1944),
Las tres divas también coincidieron en una vida privada de muchos vaivenes. Marlene Dietrich se casó con el productor Rudolf Sieber (1924), con el que tuvo una hija, María y, aunque nunca se divorció, sí se le conocieron romances con Maurice Chevalier, James Stewart, John Wayne, Yul Brynner o Kirk Douglas.
Joan Crawford se casó cuatro veces: con Douglas Fairbanks, Franchot Tone, Phillip Terry y Alfred Steele, los tres primeros actores y el último presidente de la compañía PepsiCo. Su deseo de ser madre lo vio cumplido al adoptar a cuatro niños: Christine, Christopher, Cindy y Cathy, éstos últimos mellizos.
Rita Hayworth se casó cinco veces: con el productor Edward Judson; con el cineasta Orson Welles; con el príncipe Alí Khan; con el cantante Dick Haymes y con el director James Hill. Ningún matrimonio le duraría más de cinco años, principalmente por la infidelidad de sus parejas. Fruto de estas relaciones fueron sus dos hijas: Rebeca Welles y Yasmin Aga Khan.
Códigos de homosexualidad en la meca del cine

En la ebullición del cine, con capital babilónica en Hollywood, era de esperar que si los grandes estudios ocultaban la conducta homosexual de sus estrellas, también lo harían con respecto a los argumentos fílmicos. Aún así, y pese a estas circunstancias, los homosexuales no desaparecieron nunca de la gran pantalla; únicamente había que saber reconocerles.
Los enunciados homosexuales tenían que ser lo suficientemente cuidados para no hacer sospechar a los censores durante la época del Código Hay (1934-1967), el cual se encargaba de otorgar la licencia de explotación de las películas.
Las representaciones, por medio de objetos, así como el empleo de una determinada fotografía y planos, la música, el vestuario y la comunicación no verbal, resultan fundamentales a la hora de descifrarles.
Uno de los elementos clave en el discurso homosexual son los estereotipos de género, construidos basándose fundamentalmente en prejuicios. En las primeras películas de la década de los diez y los veinte, es común el personaje gay conocido como “sissy” o mariquita. Éste era motivo de burla en el cine mudo y adornaba las comedias americanas de los años cincuenta.
Del mismo modo, empezaron a surgir las lesbianas en el cine en blanco y negro con lo que se conoce como “hosenrollen” o “mujeres en pantalones”, en las que éstas, vestidas de hombre, enamoraban a otras féminas que las confundían con galanes del sexo opuesto.
En “Marocco” (1930), Marlene Dietrich, vestida de frac, regala miradas sugestivas y provocadoras, y algún que otro beso a otras féminas. En “Queen Christina” (1933), Greta Garbo interpreta magistralmente a la protagonista cuya comentada homosexualidad fue uno de los aspectos de la leyenda. Se viste de hombre, coquetea con su doncella y asegura sentirse un solterón.
Algunas películas se atrevían a abordar el tema lésbico con mayor o menor ambigüedad, pero la palabra “lesbiana” jamás se pronunciaba. También el género de terror ofrecía lugar para éstas.
La marginalidad vampírica era perfectamente trasladable a la de las lesbianas. Será en 1936 cuando Hollywood produzca “Dracula’s daughter” (1936), con Gloria Holden en el papel de vampiresa con especial fijación en las mujeres.
En “La Residencia”, Narciso Ibañez Serrador, no habla de vampiros pero presenta a la severa directora del centro, Madame Fourneau (Lilli Palmer), la cual parece disfrutar sexualmente fustigando a las alumnas y observándolas durante la ducha.
Frente a tanta moralidad norteamericana, el público europeo de los años veinte parecía no escandalizarse de la misma manera. Ciudades como París o Berlín, demostraban una cierta aceptación de la diversidad sexual, en diferentes campos artísticos.
A finales de siglo XIX, Alemania podía presumir de contar con importantes movimientos homosexuales, pero con la llegada del nazismo y la Segunda Guerra Mundial desaparecieron. Los homosexuales se encontraban entre los grupos que fueron exterminados en el holocausto nazi. Éstos debían llevar en sus ropas un triángulo rosa invertido, que posteriormente se ha convertido en un símbolo de orgullo y de identidad gay.
Los malos de la película
El género del cine negro es un ejemplo de personajes villanos cuya condición es claramente homosexual. La muerte de los mismos en el relato fílmico es además un hecho habitual. Así pues, en “The maltese falcon” (1941), el personaje de Mr. Cairo (Peter Lorre) se identifica claramente como homosexual mediante tics de conducta, el manejo amanerado de la voz, el vestuario elegante o la manera de jugar con el bastón que resulta toda una incitación sexual.

Otros homosexuales perversos se aprecian en “Rebecca” (1940), donde la señora Danvers (Judith Anderson), ama de llaves de la mansión, representa un amor enfermizo y lésbico. Obsesionada con su anterior ama es un ejemplo representativo de la homosexualidad de la época.
“Rope” (1948) es una de los filmes que más estudios ofrece con respecto a este tema. En ella Hitchcock crea a dos amantes gais asesinos, una relación sugerida en la película y explícita en la obra teatral de Patrick Hamilton, de la que es adaptación.
El documental “The Celluloid Closet” (1995) de Robert Epstein y Jerry Friedman, basado en el libro “The Celluloid Closet Homosexuality in the movies”, de Vito Russo, en 1987, trata de la importancia del cine con respecto a lo que la sociedad opina del colectivo LGBTI (Lesbianas, Gays, Bisexuales y personas transexuales) y es que las representaciones negativas eran un reflejo de la opinión pública.
Filmes como “Ben-Hur” (1959) narran la historia de los que fueron amantes y luego enemigos. Gore Vidal habla en dicho documental de la relación entre Messala y Ben-Hur asegurando que eran expertos en sugerir sin decir una palabra, y que Charlton Heston fue el único a quien no se le comentó porque sabían que se negaría.
También en “Red river” (1948), Montgomery Clift y John Ireland mantienen un ambiguo diálogo en el que hablan de sus pistolas mediante insinuadas connotaciones sexuales.
El melodrama implica secretos y ese es el principal argumento de “Cat on a hot tin roof” (1958). La censura alteró el sentido de este filme eliminando referencias importantes a la homosexualidad de Brick (Paul Newman), tan explícita en la obra de Tennessee Williams; aún así, Maggie (Elizabeth Taylor) se desvive por atraer a su marido y semejante belleza ignorada completamente, únicamente puede significar una cosa.
Pero uno de los mejores ejemplos de latencia homosexual sucede en “Spartacus” (1960) en la que Toni Curtis y Lawrence Olivier, juntos en una bañera, conversan sobre el gusto por las ostras o los caracoles. La lectura gay está más que servida.
La década de los sesenta permite ciertas insinuaciones transformándoles en asesinos o carceleras que seguirán pagando su condición sexual. Así, hasta llegar a la completa visibilidad en décadas posteriores; pero aún hoy en día, los estudios cinematográficos borran con frecuencia cualquier indicio de homosexualidad, incluso cuando los personajes se inspiran en homosexuales reales o en novelas cuyo argumento principal es dicha sexualidad.
Películas como “A beautiful mind” (2001) indignaron a la comunidad LGBTI al obviarse el tema de la homosexualidad de su protagonista. Asimismo, el romance lésbico entre Idgie y Ruth de “Fried green tomatoes” (1991), evidente en la novela de Fannie Flag, se tiñe de amistad en la versión cinematográfica, aunque entre líneas puede leerse mucho más.
La masculina Idgie enamora a Ruth y juntas vivirán y cuidarán del hijo de la segunda. Desde entonces, cada vez es más habitual apreciar cierta variedad en el cine comercial de Occidente, como “Brokeback mountain” (2005) o “Transamerica” (2005), interpretada magistralmente por las oscarizada Felicity Huffman.
La despenalización de los actos homosexuales está cada vez más lograda, dependiendo de cada país, hecho que se proyecta también en el cine; pero aún queda mucha labor social para que el séptimo arte sea el reflejo de una verdadera aceptación.
Cuando el traje de baile es el agua

Esther Williams fue el rostro del cine con coreografías acuáticas que inició la Metro Goldwyn Meyer.
Nacida en Los Ángeles el 8 de agosto de 1923, fue una nadadora de éxito durante su adolescencia. Williams fue seleccionada a los 16 años para competir en los Juegos Olímpicos de 1940, aunque finalmente éstos fueron cancelados debido al comienzo de la II Guerra Mundial. Para entonces ya había batido varios récords nacionales y regionales de natación como parte del Los Angeles Athletic Club.
En 1940 debutó como actriz en una coreografía acuática, “Billy Rose Aquacade”, dirigida por el también nadador Johnny Weismuller.
Su desparpajo llamó la atención de los grandes ejecutivos de Hollywood y en especial del estudio Metro-Goldwin-Mayer, quien comenzó a tentar a Williams con la posibilidad de adaptar ese «show» a la gran pantalla.
En una época en la que Gene Kelly bailaba y Judy Garland cantaba, Hollywood buscaba una nueva estrella capaz de conjugar esas cualidades desde una óptica diferente.
Williams finalmente aceptó y con ella, su sonrisa, sus movimientos y su atractivo, llegó el llamado ballet acuático cinematográfico, donde se mezclaban las actuaciones con coreografías de natación sincronizada.
Con la compañía alcanzó la consagración profesional en su película más famosa, “Escuela de sirenas”(1944).
El formato obtuvo éxito y Williams se convirtió en la nadadora más famosa de Hollywood.
De su época de actriz acuática destacan títulos como “Juego de pasiones”(1943), “Ziegfel Follies”(1945), “Take Me Out to the Ball Game” (1949) o “La hija de Neptuno”(1949).
Tras su retirada, en 1962, se dedicó a proyectos empresariales como una industria de construcción y diseño de piscinas o una línea de bañadores para mujeres, de estilo retro, fundada en 1988.
Alejada de los escenarios, en 1984 fue comentarista de las pruebas de natación para la cadena norteamericana de televisión ABC y ha escrito varios libros sobre este deporte, además de editar su autobiografía, “The Million Dollar Mermaid”.
También participó en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984) como comentarista.
De hecho, Williams fue uno de los principales valedores para conseguir que la natación sincronizada fuese incluida oficialmente como deporte olímpico ese año.
«Nadar es el único deporte que puedes practicar desde tu primer baño hasta el último. Y sin lesiones», afirmaba la mítica actriz poco antes de su muerte.
«Me marché con la cabeza alta», dijo Williams en 1989, quien explicó que su renuncia tuvo que ver con el cierre de los grandes estudios, momento en el que la producción cinematográfica pasó a manos de inversores de Nueva York. Con ellos, adujo, la creatividad cedió paso a la rentabilidad.
«Hollywood me trató muy bien. Era una niña mimada, pero la fórmula de mi éxito era el agua y no podía ser otra, de manera que nunca llegué a interpretar un papel dramático con éxito», reconoció.
Con Edward Bell contrajo matrimonio en 1994. Anteriormente estuvo casada con Leonard Kovner, el cantante y actor Ben Gage, y el actor y director argentino Fernando Lamas. Williams es la madrastra de Lorenzo Lamas.
Williams, que residía en California, murió el 6 de junio de 2013.
Henry Mancini y sus elegantes destellos

La Pantera Rosa le debe mucho a Henry Mancini y Mancini a la Pantera Rosa, por lo menos en los gloriosos tiempos en que el felino no hablaba y solo se escuchaba el popular tema que compuso el músico norteamericano para identificar la serie de cine y televisión.
Henry Mancini fue seleccionado en 18 ocasiones por la Academia y ganó un total de cuatro estatuillas doradas por las canciones Moon River (1962) y Días de vino y rosas (1963), y por los temas musicales de las películas Breakfast at Tiffany s (Desayuno con diamantes), 1962) y Víctor-Victoria (1982).
Por otra parte, ganó un total de 20 premios Grammy, los más prestigiosos premios musicales en Estados Unidos, y consiguió seis álbumes de oro.
Desde el comienzo de su carrera, en 1952, Henry Mancini compuso las canciones o los temas musicales de más de ochenta películas, y, en algunas ocasiones, sus creaciones fueron más célebres que las propios filmes para los que las compuso.
Enrico Nicola Mancini nació el 16 de abril de 1924 en la ciudad de Cleveland, en Ohio (EEUU), y cursó estudios musicales en escuelas de Pittsburg (Pensilvania) y en la prestigiosa escuela Julliard, de Nueva York.
La Segunda Guerra Mundial interrumpió sus estudios, ya que lo llevó a servir en una unidad de infantería en Europa. Terminada la contienda, consiguió un contrato para trabajar como pianista en la orquesta Glenn Miller-Tex Beneke, y se enamoró de la cantante de la famosa banda, Ginny O Connor, con la que se casó en 1947.
En 1952 trabajó en su primera creación musical para el cine: se trataba de la película Lost in Alaska. Compuso partituras y canciones para numerosas películas, pero serían sus temas para la serie de televisión Peter Gunn (1959) y la partitura para Mr. Lucky (1960) los que asentaron su prestigio en la industria. La banda sonora de Peter Gunn (serie dirigida por Blake Edwards, con quien colaboraría en veintisiete largometrajes) cautivó a la audiencia con su aire jazzístico propio de las grandes orquestas.
Su estilo colorista se integraba muy bien en la acción cinematográfica y encajaba a la perfección en los temas satíricos o de suspense. En filmes como Desayuno con diamantes (1961), la música de Mancini, oscarizada no sólo por el conjunto de la banda sonora, sino también por la celebérrima canción Moon River (con letra de Johnny Mercer), terminó de dar homogeneidad al conjunto del filme, amén de contribuir en no poca medida a su popularidad. Se recuerda también el espléndido tema musical de regusto latino que acompaña el impresionante plano-secuencia con que se abre Sed de mal (1958), de Orson Welles.
La partitura de La pantera rosa (Blake Edwards, 1964) fue sin duda una de las más populares. Mancini ganó de nuevo el Oscar por la canción de Días de vino y rosas (1962) y por la partitura de ¿Víctor o Victoria? (1982). Entre sus restantes bandas sonoras merecen destacarse las de ¡Hatari! 1962), Charada (1963), Dos en la carretera (1967), El guateque (1968), Los indomables (1970), Basil, el ratón superdetective (1986) y El zoo de cristal (1987).
Dos años después, fue seleccionado por primera vez por la Academia de Cine de Hollywood por su trabajo en la película The Glenn Miller Story, para la que adaptó los temas originales del famoso director de orquesta y compuso las canciones.
En 1964, creó el tema musical de la película La pantera rosa, lo que le valió ser una vez más seleccionado, y le convirtió en uno de los más célebres compositores del mundo.
Poco después de que se revelara que tenía cáncer, Henry Mancini afirmó que su mejor remedio contra el mal era el trabajo. Es algo extraño pero, cuando escribo, no pienso en nada más que en lo que estoy haciendo , decía entonces.
El Robin Hood del amor que murió con las botas puestas

«Mi comportamiento en los burdeles ha sido ejemplar: nunca me han expulsado». Esta afirmación podría resumir la volcánica existencia de Errol Flynn, un mito de Hollywood cuya autobiografía, «Aventuras de un vividor» (TB Editores), se publica en España coincidiendo con el centenario de su nacimiento.
Para entonces ya había comenzado el declive, entre vodka y narcóticos, de la fabulosa trayectoria de este «bon vivant» radical, un vitalista extremo que, a pesar de su fama de mujeriego, sólo confesó un verdadero amor: «La atracción del mar, en todas sus formas, es, probablemente, mi pulsión más acuciante».
Nacido en Hobart, municipio de la australiana isla de Tasmania, el 20 de junio de 1909, pocos habrían apostado que aquel rebelde y apuesto joven llegaría a convertirse en una celebridad sexual y artística, merced a una carrera cinematográfica que le consagró como uno de los mejores actores entre las décadas de los treinta y los cuarenta.
El artista mantuvo siempre una relación peculiar con sus padres, él un prestigioso biólogo marino apocado y sumiso, ella un ama de casa severa y estricta con la que Flynn mantuvo una guerra destructiva hasta el día de su muerte: «Siempre me ha considerado un mendrugo (…) y yo siempre la he considerado una pesada».
A los 17 años, Flynn comenzó una peregrinación que le llevó por diversas islas y empleos hasta que, en 1932, el director Joel Swartz le contrató para la película «In the wake of the bounty», el punto de inflexión que marcaría su futuro: «Había encontrado algo que el mundo llamaba arte, y me había afectado profundamente».
De ahí a Hollywood, su contrato con Warner Brothers, sus primeros trabajos -como aquel en que interpretó a un cadáver: «Hay gente que dice que fue mi mejor papel»-, su matrimonio con la afamada actriz Lili Damita y por fin, en 1935, la película que le convirtió «en una estrella de la noche a la mañana», «El capitán Blood».
Luego llegaría su consagración con títulos como «La carga de la brigada ligera», «El príncipe y el mendigo», «Robin de los bosques», «Dodge, ciudad sin ley» o «Camino de Santa Fe», hasta iniciar la lenta decadencia que terminaría con su fallecimiento, en Vancouver -Canadá- el 14 de octubre de 1959, debido a un ataque al corazón.
Entre medias, Flynn se casó dos veces más -Nora Eddington y Patrice Wymore-, tuvo cuatro hijos, rodó otro buen puñado de películas y dejó escritas un sinfín de reflexiones acerca de la vida, el fracaso, el matrimonio, su paso por el mundo del séptimo arte y, por supuesto, las mujeres: «Toda mi vida, las damas me han hecho sufrir».
La curiosidad, el motor de su existencia, llevó a Flynn a recorrer el mundo «en busca de las respuestas de la vida». Ese espíritu inquieto le trajo a España -«el sueño de un lugar roto»- durante la Guerra Civil, en la que simpatizó con el bando republicano: «La división consistía en la revolución de Franco contra el gobierno elegido legalmente».
A medio camino entre despedida y epitafio, en el último capítulo del libro, Flynn confiesa: «Vivir he vivido, muchísimo, como un glotón comiéndose el mundo, y no creo que sea egolatría, sólo un hecho, sugerir que pocos de los que han vivido en este siglo han tragado más mundo que yo».
Billy Wilder: La genialidad de un dios sin crepúsculo

Una veintena de críticos analiza en un libro a Billy Wilder. Con su humor ácido y su enfoque implacable y a la vez tierno hacia las miserias humanas, el genial director despojó definitivamente al cine de su inocencia. En ‘El universo de Billy Wilder’ se diseccionan sus películas y sus obsesiones.
El universo de Billy Wilder es un libro de gran formato, ilustrado con fotografías, que en más de 450 páginas recoge análisis y anécdotas, desde sus comienzos como guionista de la UFA en Berlín en los años 30, al alumbramiento de sus obras maestras, como El apartamento, Perdición o El crepúsculo de los dioses.
José Luis Garci, autor del prólogo, lo considera «uno de los grandes románticos del sigo XX» y creador de algunas de las imágenes más poderosas del cine, a pesar de su estilo funcional, siempre al servicio del guión.
Los afilados diálogos de Wilder y frases contundentes son una de sus señas de identidad, escritos por él o con sus colaboradores, en especial Charles Brackett e I.A.L. Diamond. Cada capítulo del libro va encabezado por un extracto de alguno de esos diálogos.
«Si te enamoras de un casado, no te pongas rímel», dice Fran Kubelik en El apartamento». «Nunca le pida a un gran hombre un pequeño favor», advierte el teniente Schwegler en Cinco tumbas al Cairo; por no hablar de una de los cierres más famosos del cine, ese «Nadie es perfecto» de Osgood Fielding III en Con faldas y a lo loco.
Con su fatalismo cómico, su estilo desinhibido y la permanente guía de su maestro Ernst Lubitsch, Wilder liberó a la comedia de los corsés del pasado, apunta David Felipe Arranz. El experiodista que llegó a Estados Unidos huyendo de la Alemania nazi entendió como nadie eso de que el humor es el dolor dado la vuelta y también que las apariencias engañan.
Pero también dejó grandes dramas, como El crepúsculo de los dioses —el último guión que escribió con Brackett—, Perdición, Testigo de cargo o la terrible Días sin huella, crónica de los estragos del alcohol con la que ganó cuatro Oscar —mejor película, mejor director, mejor guión adaptado y mejor actor, Ray Milland—.
El universo de Billy Wilder dedica páginas y fotogramas a películas menos conocidas y supuestamente menores del autor de origen polaco, como Fedora o Cinco tumbas al Cairo, y a sus trabajos como guionista (Ninotchka, de Lubitsch o Bola de fuego, de Howard Hawks, entre otros).
Incluye también curiosidades, como su mala relación con Humphrey Bogart en Sabrina, o los problemas con Raymond Chandler en la adaptación de Perdición.
Con su espíritu provocador y heterodoxo, no es de extrañar que Wilder tuviese problemas con la censura.
La lista de prohibiciones y recomendaciones del famoso Código Hays, que se aplicó en Hollywood hasta mediados de los 60, coincidían prácticamente con los temas que más interesaban a Wilder: adulterio, prostitución, homosexualidad o crítica al capitalismo.
Así, Perdición se saltaba la obligación de reprobar la conducta criminal, Días sin huella ponía al espectador en la piel de un alcohólico y Berlín Occidente mostraba conductas poco escrupulosas del ejército norteamericano durante la ocupación de Berlín.
Con todo, tal y como apunta Garci, Billy Wilder ha pasado a la historia como uno de los grandes, autor de mayorías que «vapuleó el sueño americano», y lo hizo desde dentro del sistema.