humor negro
Morir es un gran invento

La muerte, como destino inevitable de cualquier ser humano, ha sido desde siempre uno de los ejes fundamentales del arte. El psicoanálisis vinculaba a Eros y Tánatos, la pulsión sexual unida a la mortal. Pero mientras lo más habitual ha sido relacionarla con la tragedia, la pérdida o la destrucción, la irreverencia ha encontrado todo un filón en el humor negro, en incorrección política y, en definitiva, en carcajadas irreprimibles pese a la gravedad real del asunto.
Cary Grant, hombre elegante que basó su gran vis cómica en no perder nunca la compostura incluso en las situaciones más surrealistas, casi la perdía en «Arsenic and Old Lace» (Arsénico por compasión). En ella, el siempre bienintencionado Frank Capra, adalid del optimismo en la democracia, estandarte de los mejores valores del sistema estadounidense, se convertía en uno de los primeros en convertir en éxito algo tan espinoso como inyectar una buena carcajada al asesinato.
La idea de dos entrañables abuelas que invitaban a los seres solitarios para darles una dulce muerte por envenenamiento es uno de los arranques más brillantes de la comedia clásica americana y, siguiendo la línea de calidad, el bueno de Cary Grant intentaba poner algo de cordura ante esa «bondad eutanásica». El resultado fue un título antológico de la comedia de situación y uno de los más atípicos, pero aún así más recordados, de su director.
Billy Wilder, por su parte, era un experto en la mala uva, de tal manera que convirtió la célebre matanza del Día de San Valentín en el detonante de la delirante fuga de Jack Lemmon y Tony Curtis travestidos en «Some Like it Hot» (Con Faldas y a lo Loco), uno de sus mejores títulos. En ella, un funeral servía de tapadera para el despiporre durante la Ley Seca y los ataúdes transportaban la mercancía codiciada: el whisky.
Con brocha más gorda pero también con éxito, son clásicos de un domingo de sobremesa «Weekend at Bernie’s» (Este muerto está muy vivo), de Ted Kotcheff, o, sobre todo, «Death Becomes Her» (la muerte os sienta tan bien), de Robert Zemeckis, que hurgaba en el mito de la eterna juventud a través de un duelo de divas formado por Meryl Streep y Goldie Hawn, luchando contra la muerte y por el amor de un irreconocible Bruce Willis.
La flema británica, a priori, parecía más adecuada para abordar con humor exquisito la negrura del fin de la vida. Y vaya que si fue así. Algunas de las comedias más célebres de la ya de por sí célebre época dorada del humor británico salidas de los estudios Ealing encontraron en la negrura su mejor aliado.

Además de «The Ladykillers» (El quinteto de la muerte) o «The Lavender Hill Mob» (Oro en barras), la más fúnebre de todas ellas fue «Kind Hearts and Coronets» (Ocho sentencias de muerte), de Robert Hamer, o cómo un joven intenta eliminar a ocho de sus familiares (todos ellos encarnados por un soberbio Alec Guinness) para convertirse en el Duque de la familia. Guinness, ya en Estados Unidos y apoyado en dos grandes «british», Maggie Smith y David Niven, siguió por esa línea con un título de por sí explícito: «Murder by Death» (Un cadáver a los postres).
Alfred Hitchcock, conocido mago del suspense, sabía que su género favorito tenía como afluentes el amor y el humor. A pesar de que obras maestras como «Shadow of a Doubt» (La sombra de una duda) o «North by Northwest» (Con la muerte en los talones) estaban muy empapadas por lo cómico, fue uno de sus títulos a reivindicar, «The Trouble With Harry?» (Pero… ¿Quién mató a Harry), el que se convirtió en una suerte de autoparodia de las claves del maestro. Primer filme de Shirley McLaine, esta pequeña joya enterraba al Harry del título una y otra vez intentando descubrir quién era el muerto y quién lo había matado realmente, exhumando así unos diálogos ingeniosos y situaciones rocambolescas.
Y finalmente, la película que inició una «sangría» de comedias británicas cada vez más edulcoradas fue la más que incisiva «Four Weddings and a Funeral» (Cuatro bodas y un funeral) que, protagonizada por Andie McDowell y Hugh Grant, mezclaba coquetería con rito mortuorio sin despeinarse.
Latinos funestos
En buena parte de Latinoamérica los rituales fúnebres siempre han tenido un carácter más festivo. Quizá por eso, el humor negro haya sido un fértil terreno para el cine. «Guantanamera», de Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea, innovaba con la idea de una «road movie» para trasladar a un muerto, algo que retomaría años más tarde en su parte final la popular «Little Miss Sunshine». En la película cubana, Jorge Perugorría, Carlos Cruz y Mirta Ibarra recorrían los absurdos burocráticos y las caóticas carreteras de su país con tal de enterrar en su tierra original a una mujer llamada Yoyita.
El director español Luis Buñuel, otro experto en combinaciones absurdas, abordó en su etapa mexicana a un serial killer que actuaba desde el subconsciente. Archibaldo de la Cruz es el inolvidable personaje de «Ensayo de un crimen», y su don era algo que sólo el maestro aragonés podía diseñar en su truculenta imaginación: la telequinesia criminal. Todos aquellos a quienes desea la muerte acaban pasando a mejor vida sin él mancharse las manos de sangre.
Desde España, por último, un título imprescindible: «El verdugo», de Luis García Berlanga, que retrataba de manera desternillante el relevo generacional que daba Pepe Isbert a su yerno en la ficción Nino Manfredi en el oficio que daba nombre a la película. Y Fernando Trueba, aunque en Estados Unidos, rodó su «Two Much», la historia de un timador que acude a los funerales para vender cuadros con la excusa de que fueron la última voluntad del fallecido.
Morir de risa
Pero una cosa es reirse de la muerte y otra muy distinta es morirse de risa, una defunción médicamente factible inaugurada históricamente por Calcante en el siglo XII a.C. pero que en cine también ha tenido su antología, especialmente en el cine infantil.

Así moría el dueño del Banco de Inglaterra en el que trabajaba el padre de Jane y Michael Banks, los niños de «Mary Poppins», en una escena antológica, y ese mismo recurso era el único que podía acabar con los habitantes de Dibullywood en «Who Frames Roger Rabbit?» (¿Quién engañó a Roger Rabbit?). También en otro pequeño clásico, «The Princess Bride» (La princesa prometida), perecía por esta causa, aunque bajo los efectos de un veneno desternillante.
Y finalmente, con humor más salvaje y en televisión, los iconoclastas Monty Python protagonizaron un sketch en su serie «Flying Circus» titulado «El chiste más gracioso del mundo» y en el que una buena broma servía como arma de destrucción masiva durante la Segunda Guerra Mundial.