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Nick Drake, el misterioso rey del otoño

Aunque hay varias biografías de Nick Drake, «las preguntas siguen siendo las mismas: ¿Su muerte fue un suicidio o un accidente? ¿A qué respondían sus fobias antisociales? ¿Quién fue Nick Drake? ‘Far Leys’ intenta darle respuesta a estas preguntas, narrando al mismo tiempo la gran influencia del músico sobre los protagonistas de la novela», explica Miguel Ángel Oeste.
Sobre si Drake es «literario», Oeste cuenta que el músico «llevó una vida muy porosa, llena de lagunas, en eso coincide con el misterio de sus canciones».
La historia de este músico está repleta de contradicciones, y eso es bueno para la ficción; por ejemplo, Nick fue un tipo solitario que vivió la mayor parte de su vida en Far Leys, un artista íntegro que a pesar de todo necesitaba y quería ser famoso, pero sin embargo se negaba a tocar en vivo y a hacer una vida pública», concede.
Oeste añade sobre Drake que «a pesar de todas esas contradicciones la transcendencia, aunque sólo sea por su influencia en otros músicos, la tiene; y el ‘éxito’ le llegó tras su muerte».
«Y no hay nada más triste que el éxito póstumo de un fracasado o los deseos que se cumplen fuera del tiempo; en vida sus discos no se vendían, ni lo escuchaba nadie, y hoy es idolatrado si no por las grandes masas, si por una minoría muy importante».
Para definir a Drake, Oeste recurre a palabras del escritor argentino Juan Forn, quien lo consideró «el rey indiscutible del otoño», y añade que fue «un músico inglés extraordinario con una personalidad resbaladiza, un enigma, alguien que lo tenía todo para triunfar pero que no lo hizo».
No obstante, lo que más le ha interesado a Oeste ha sido «el influjo que tuvo en la gente que lo conoció en vida y luego después de su muerte; hay una frase de ‘Suave es la noche’, de Scott Fitzgerald, que se ajusta a Nick o a la representación que hago de él en la novela: ‘Nunca sabes exactamente cuánto espacio has ocupado en las vidas de las personas'».
«Nick es un personaje muy atractivo por la incuestionable calidad de sus canciones, y posee también un gran atractivo físico como reflejan las pocas imágenes que han quedado de él; sólo quedan unas docenas de fotos, ninguna imagen en movimiento -salvo una película casera de cuando era niño-, y sus canciones; todo lo demás son elucubraciones, y con ese material base es fácil dejarse llevar por la imaginación», ha añadido el autor.
Al mismo tiempo que esta novela se publicó un libro de relatos de Eduardo Jordá titulado «Yo vi a Nick Drake», ante lo cual Oeste señala: «Con motivo de cada aniversario de la muerte de Drake, no se generará un reconocimiento masivo, más que del personaje de su música, que desde luego lo merece; aunque recuperación no puede haberla porque nunca tuvo en vida ese reconocimiento que mereció por la calidad de sus composiciones».
De la música de Drake destaca «la atemporalidad y, por encima de todo, la belleza; sus canciones rezuman belleza, y si a eso se le añade el componente misterioso de sus letras, que no hacen más que reflejar lo misterioso del autor, la riqueza de matices de sus arreglos, su voz tan personal, no es extraño que se convirtiera en un autor de culto entre los propios músicos».
En la novela, la figura de Drake y su biografía están contadas a través de las voces de los personajes de ficción, Janet, la íntima amiga autoexcluida durante treinta años, y Richard, un actor que inicia una investigación sobre el músico para filmar una película y que termina bajo los influjos de sus poderosas canciones.
Seres fantásticos entre balas y dolor

En 1920 una noticia sorprendió al mundo. Dos niñas británicas dijeron haber conseguido fotografiar hadas. Arthur Conan Doyle, el escritor británico que creo al detective Sherlock Holmes, dio su aval a la historia, diciendo que las fotos probaban que las hadas de hecho existían.
Las responsables de las fotos, Elsie Wright, de 16 años, y Frances Griffiths, de 9, dijeron haber fotografiado a las hadas en el jardín de la casa en la que vivían, en el norte de Inglaterra. Con el respaldo del famoso autor, la historia de las niñas se extendió por el mundo y se mantuvo hasta 1983, cuando Wright finalmente admitió que las hadas eran falsas.
¿Pero cómo fue posible que dos niñas engañaran al mundo de esa manera? Hazel Gaynor, la autora The Cottingley Secret, una novela basada en el caso, intenta arrojar luz en este asunto.
Jardín encantado
La historia comenzó en el jardín de una casa en la aldea de Cottingley, cerca de la ciudad inglesa de Leeds. Elsie Wright y su prima Frances Griffiths pasaban aquel verano de 1917 jugando en el jardín, junto a un arroyo, según ellas, con hadas.
Griffiths «estaba encantada con el lugar y la naturaleza. Hasta el día en que murió, siguió contando la historia de que ella y su prima habían visto hadas allí», dice Gaynor.
La niña había llegado de Sudáfrica con su madre, para vivir con su tía, su tío y su prima Elsie en el condado de Yorkshire, en Inglaterra, mientras su padre peleaba en la Primera Guerra Mundial.
«Iba a jugar al jardín todo el tiempo y volvía con la ropa, los zapatos y las medias sucias. Su madre le pedía que ya no fuera a jugar allí. Un día, para justificarse, Frances dijo que quería jugar en el jardín porque jugaba con hadas», cuenta la escritora.
Fue esa declaración, hecha de forma espontánea, la que motivó a las niñas a buscar una forma de probar a la madre de Griffiths que ésta estaba diciendo la verdad.
Así que tomaron prestada la cámara del padre de Wright y decidieron «fotografiar las hadas».
«Tal vez la foto más famosa sea la de Frances. Posa en la orilla (del río), con una cascada al fondo. Está inclinada hacia adelante, mirando a cinco hadas que bailan animadamente», describe Gaynor.
«La segunda foto es de Elsie, la mayor. Está junto a lo que, en la época, pareció ser un gnomo caminando hacia ella», explica la autora.
Medio siglo más tarde, Wright describió lo que había visto el día que se tomó esa imagen, en 1917. «Este es el lugar donde vi el gnomo. Yo estaba aquí y Frances estaba allí, con la cámara. El gnomo venía de atrás de un árbol y caminó hasta donde yo estaba. Me pareció que me iba a tocar y extendí el brazo, pero desapareció. Ellos eran así, se acercaban y después desaparecían», contó.
Las fotos son de gran calidad, si consideramos el período y el hecho de que fueron tomadas por niñas. Y las hadas no tienen apariencia etérea. Por el contrario, son bastante sólidas. Sin embargo, a los ojos de hoy, las figuras de las hadas son claramente bidimensionales y las fotos, en general, excesivamente posadas.
Mundo espiritual
La familia guardó las fotos durante años, a modo de broma. Sin embargo, tres años después del fin de la Primera Guerra Mundial, la madre de Wright-como muchos británicos en aquel período- empezó a interesarse por la teosofía.
«Era un movimiento que estudiaba el mundo espiritual, que buscaba dimensiones alternativas donde pudiera existir vida. Si se lleva esa idea más lejos, se puede llegar a considerar la posibilidad de que las hadas y otros seres místicos realmente existen entre nosotros», comenta Gaynor.
«La gente estaba desesperada e intentaban agarrarse a cualquier cosa que pudiera traer respuestas a la pregunta de por qué el Dios cristiano había permitido los horrores de las trincheras», recuerda.
En Reino Unido, al final de la Primera Guerra Mundial, millones de personas habían perdido a sus seres queridos. Abundaban los cuestionamientos sobre la sociedad, la religión y la vida después de la muerte.
En ese contexto, las madres de las niñas decidieron ir a una reunión de la sociedad de teosofía de la región para participar en una discusión sobre la vida de las hadas. Ellas llevaron consigo las fotos de sus hijas y las imágenes despertaron gran interés.
Ilustre respaldo
Poco después, las fotos fueron a parar a manos de un importante miembro de la sociedad, el escritor Arthur Conan Doyle.
«Para cuando tuvo conocimiento de las fotos, ya le habían comisionado un artículo para la revista Strand Magazine sobre el mundo de las hadas. Inmediatamente solicitó a especialistas en fotografía que analizaran las imágenes para establecer si eran genuinas. Y fueron declaradas auténticas», explica Gaynor.
«Según los especialistas, no había evidencias de falsificación. Así que, cuando Conan Doyle escribió su artículo, utilizó las fotos para sustentar sus afirmaciones de que el mundo de las hadas era real. Y que si alguien lo dudaba, ahí estaba la evidencia fotográfica», continúa.
Lo que no le creyeron al autor de Sherlock Holmes
La fiebre de las hadas cautivó la nación y las fotografías fueron llevadas de gira por Reino Unido y Estados Unidos.
Medio siglo después, Wright continuaba defendiendo la veracidad de su historia.
«Lo que la gente no consigue entender es que las fotos fueron tomadas en días nublados pero las hadas estaban iluminadas. Ellas parecían emitir luz y parecían moverse».
La historia siguió circulando como veraz hasta 1983, cuando Wright finalmente confesó que ella misma había diseñado y recortado las figuras en papel de cartulina. Y para que aparentaran estar suspendidas en el aire, pegó las figuras a unas varitas y fijó al suelo.
Pero ¿por qué decidió admitir la verdad tantos años después? «Tengo tres nietas y no quiero que esa historia perdure para siempre. Me parece mejor aclarar esto de una vez por todas», respondió ella misma.
Consecuencia de la posguerra
Pero ¿cómo fue posible que la fantasía de dos niñas pudiera convencer a tantas personas importantes como Arthur Conan Doyle?

«El tenía un señor que ilustraba libros de cuentos de hadas y el padre de Conan Doyle también se interesaba en las historias de hadas», relata Gayle.
Pero había otra conexión con la familia de las niñas. Al igual que el padre de Griffiths, el hijo de Conan Doyle había servido en la guerra. Y muerto.
«Había perdido a su hijo en la guerra y sentía un gran remordimiento por ello, ya que lo había animado a irse al frente. Además, estuvo involucrado en la propaganda bélica para incrementar el número de reclutas, por lo que se sintió responsable y culpable».
Ese es casi el final de la historia. Existe una quinta foto, en la que sólo aparecen las hadas emanando luz y aparentando surgir del césped.
Griffiths insistió hasta el final que esa foto era absolutamente verídica.
«Cuanto más investigo, más me intereso en la vida de Frances. Una niña que se mudó de su país y su padre se fue a pelear en la guerra… Tal vez se dieron las condiciones perfectas para que ella entrara en contacto con otra esfera. Pienso que es mucho más encantador creer que hay un elemento de verdad en esa historia».
Instrucciones para la liberación a dos ruedas

Las damas inglesas de la época victoriana (siglo XIX) vestían pesados trajes y molestos corsés que, sin embargo, no constituían sus mayores opresiones. La clasista sociedad en la que vivían no les concedía ningún derecho, aunque un artefacto favoreció su emancipación y su libertad de movimiento: la bicicleta.
En este contexto, una ciclista llamada F.J. Erskine escribió un manual de buenas prácticas, publicado en 1897, para damas amantes de las bicicletas que no supieran cómo comportarse al volante, cómo vestirse para realizar deporte o cómo reponerse de un largo pedaleo.
La guía de consejos, recuperada por la National Library británica, cuenta con edición en castellano como “Damas en bicicleta” (Impedimenta) y supone una radiografía certera de una época en la que cualquier avance tecnológico se observaba con suspicacia y constituía una amenaza contra las estrictas convenciones sociales, que limitaban la función de la mujer al ámbito doméstico.
“Damas en bicicleta”, un libro sobre la máquina de la libertad
La bicicleta, asegura Enrique Redel, editor de Impedimenta, fue llamada “la máquina de la libertad”, porque permitió más movilidad a las mujeres y, con ella, podían visitar otros barrios “y abrir algo más su acotado horizonte”, explica.
F.J. Erskine retrata de soslayo el clima de opinión que primaba en la encorsetada sociedad inglesa de finales del XIX sobre el uso de este tipo de vehículos, que eran adquiridos, sobre todo, por mujeres avanzadas a su época, “auténticas vanguardistas” pertenecientes a una clase media incipiente que comenzaban a hacer su incursión en el mundo laboral.
Entonces, no existía un protocolo sobre cómo montar en bicicleta sin dejar de ser una dama, y ahí es donde reside la utilidad de este manual, que trata sobre la idoneidad de que las mujeres vistieran más ligeras al volante y de otras cuestiones relacionadas con la mecánica o con las normas de comportamiento frente a eventualidades tales como “las molestias ocasionadas por los vagabundos”.
Aunque este medio de transporte forma parte de la cotidianidad moderna, en aquellos años supuso para las inglesas una “revolución” que ayudó incluso al replanteamiento de cuestiones que negaban la posibilidad de que la mujer fuera capaz de hacer ejercicio físico.
“Las ciclistas de la época demostraron que no eran, ni mucho menos, el sexo débil”, explica Redel, quien ha recurrido junto a su equipo a grabados de la época para documentar cómo vestían las mujeres en bicicleta, aunque la autora original ya constata en el libro la tendencia general a sobrecargarse de ropa y complementos.
Y, frente a esto, F.J. Erskine deja claro cuál es el “dress code” (código de vestimenta) más idóneo para pedalear: “¡Lana! Lana arriba y lana abajo, lana por todas partes, tal es el consenso deportivo al que han llegado tirios y troyanos en lo que a normas de higiene ciclista se refiere”, escribe esta desconocida ciclista inglesa de la que no existen referencias biográficas (ni siquiera en Google).
Otra recomendación sobre indumentaria que hace la autora original de “Damas en bicicleta” es sustituir los vestidos y las faldas por pantalones bombachos. El corsé, muy necesario también para hacer deporte, “aunque sin apretarse mucho los cordones“; las medias, de lana ligera; los zapatos, mejor a medida; los pañuelos y corbatas, a gusto de la consumidora, y las blusas “con cuellos de quita y pon”.
Este vehículo de dos ruedas tuvo “mucho que ver” en la adopción del pantalón como prenda femenina, comenta Redel. Se produjo, en definitiva, “un cambio en el concepto de feminidad”, que aceptó a una mujer más libre y desenvuelta en su propio cuerpo, añade.
Las recomendaciones de la autora, vistas con un prisma moderno, pueden resultar cómicas, aunque describen ciertos conflictos que sin duda han perdurado. La difícil convivencia entre conductores, a los que la autora tacha de “bastante irritables en general”, y ciclistas o la temeridad con la que algunos circulan son algunos de los temas vigentes.
En concreto, la autora critica a las “principiantes enloquecidas” que juegan al “tonta la última” con sus bicis. “¡Tales locuras no pueden conducir más que al desastre!”, escribe en su guía, la cual también incluye recomendaciones para organizar estilosas y divertidas “gymkhanas” ciclistas en el jardín o en el mercado.