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Las dos caras del otro ángel caído

Como en otras ocasiones sucede, es triste saber de la existencia de algo cuando se encuentra en práctico proceso de desaparición. Eso ocurre con los yazidíes, esa minoría religiosa de la que poco o nada se sabe, situada en el norte de Siria y de Irak, que muy a pesar suyo saltó a la actualidad por las atrocidades cometidas contra ellos.
Desde que a mediados del siglo XVIII comenzaran a ser acusados de “adoradores del diablo” por los turcos, no es la primera vez que los yazidíes son brutalmente atacados. A pesar de un decreto del Imperio Otomano de 1849 que reconoce la existencia de esta religión, han sido intensamente perseguidos, y queda constancia de ello en multitud de razzias hasta el fin del imperio, que en 1918 mandó una expedición punitiva al Yebel Sinyár, aunque por fortuna fallaron en su objetivo. Para protegerse de las incursiones de los poderes de la zona, los yazidíes siempre han habitado en las montañas y lugares poco accesibles desde las rutas principales, a lo que se suma su intenso espíritu animista, pues creen en numerosos espíritus moradores de los valles, y de las grutas.
Uno de los pilares del credo de los yazidíes es Malek Taus, el equivalente al Lucifer creador, al Demiurgo. Él es el gran arcángel de este mosaico de viejas religiones de Oriente Próximo, que se pierden en la noche del tiempo, como son el Zoroastrismo y el Mitraísmo. Los conceptos de Bien y Mal, así como el de la Transformación, están pues en juego. Él es quien gobierna el universo con otros seis ángeles, aun cuando todos ellos estén sometidos a un Dios único, creador inicial del cosmos como espíritu, pero sin interés ni influencia en el mundo de la materia. Con iconografía de pavo real, Malek Taus (ángel-pavo real) constituye tal vez el signo distintivo más particular de esta religión, la originaria de los kurdos, antes de que abrazaran el Islam, y mucho más minoritariamente el Cristianismo.
La religión de los yazidíes (del avéstico Yazáta, “deidad”, Yazdán “Dios” en el persa medio) parece proceder de los antiguos medos, que con el correr del tiempo fue incorporando diversos cultos y personajes sagrados de otras creencias, como los bíblicos Adán y Abraham. Según la tradición yazidí, tras una Creación de siete días, bella y resplandeciente, apareció Malek Taus, para sentenciar: “No hay día sin noche, ni luz sin sombras” ¡Introdujo así el contrapunto al bien en el mundo! Es uno de los motivos por los que ese credo, apenas conocido en Occidente e incluso en su zona de origen, ha sido tildado por los pueblos cercanos como “adoradores del diablo”; pero no de Satán, que representa el mal absoluto, el rey del infierno, sino más próximo a Lucifer, el bello ángel caído de la tradición cristiana.
En esta religión, sin embargo, en absoluto tiene esa figura una naturaleza negativa, sino radiante y poderosa, de ahí la riqueza de los colores que despliegan las plumas de la emblemática ave, símbolo en Oriente de la belleza y la inteligencia supremas. Nada tiene que ver el culto que se le rinde con el “príncipe de las tinieblas” de la demonología occidental, ni siquiera con la primitiva mesopotámica, cargada de espíritus demoniacos a quienes debían ofrecerse cruentos sacrificios.
Malek Taus es pues un equilibrador de los dos principios: del bien y del mal. De él se dice que es como el fuego, que da luz e ilumina, pero que también quema y mata. Malek Taus toma cuerpo en un objeto ritual consistente en una palmatoria (sanyák), por lo común de cobre, en cuyo extremo se encuentra la figura del pavo real. De una altura media no superior al metro, esta se halla en Lalish (norte del Kurdistán iraquí) y es llevada a diversos lugares donde se practica el yazidismo, para así santificarlos, aunque no permanece en ellos, sino que vuelve al santuario primigenio. Este, centro mundial de la espiritualidad yazidí, lo es por estar allí enterrado el jeque Adi (shayj Adi bin Mustafer), apóstol de esta religión sincrética, al tiempo que parte integrante de su particular “Trinidad”, junto a Dios (Azda, Yazdán o Ezid) y Malek Taus.
El shayj Adi, cuya lengua materna era el árabe, nació en la localidad de Beyt Nar (en el actual Líbano, junto a Baalbek) a finales del siglo XI de la era cristiana, y disfrutó a lo largo de su vida de una fama de persona santa, cercana a la mística musulmana. Fue al parecer a una edad ya avanzada, cuando extendió la fe yazidí, de ahí que esta religión se haya confundido a menudo con el sufismo, cuando sólo tiene alguna lejana similitud, como la música ritual y algunas concepciones cósmicas. Este reformador es considerado por la mayoría de los practicantes como la manifestación terrestre de Malek Taus, y se le otorgan poderes divinos, razón por la que uno de los ritos reservados a los iniciados es el giro en torno a su tumba, en una sala del complejo de Lalish, santa santorum del mismo y de visita muy restringida.
El yazidismo es una religión pacífica, y al contrario que el Islam militante, tiene una actitud respetuosa hacia todos los demás credos, pues como ella misma refleja en su carácter sincrético, “todas tienen algo de verdad”. La parte escrita reviste poca importancia entre sus practicantes. No existe un corpus como tal, sino una serie de tabúes concernientes a la pureza, así como creencias transmitidas oralmente y un profundo sentido del misterio ante la creación, que despierta la devoción del creyente.
Para el yazidí, el alma nunca muere sino que de forma cercana a la transmigración oriental de las almas, sufre un proceso de perfección a lo largo de sucesivas existencias hasta unirse finalmente a Dios. Este carácter permisivo del yazidismo tiene seguramente relación con el que nunca se haya impuesto por la fuerza ni reinado, como otras religiones mayoritarias, aunque tal retraimiento y falta de relación con el poder político, como medio para su propia supervivencia, le ha hecho ser en extremo hermética, aún más que la religión de los drusos, también antiproselitista, mistérica, y creyente en la reencarnación del alma.
La dudosa agenda de la confrontación de civilizaciones

El historiador británico Richard Bonney denuncia a los «falsos profetas» del «choque de civilizaciones» que tanta influencia tuvieron en el lanzamiento por Estados Unidos de la guerra antiterrorista tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
La tesis la había expuesto el experto estadounidense Bernard Lewis en un artículo publicado en 1993 bajo el título de «Las Raíces de la Rabia Musulmana», pero la recogió y popularizó en todo el mundo Samuel Huntington en su famoso libro de 1996.
Según Huntington, tras el derrumbamiento del comunismo y el fin de la guerra fría, el conflicto global no sería ideológico sino cultural y religioso. El choque de civilizaciones iba a dominar «la política global» y «las líneas de falla entre las civilizaciones» serían «los futuros frentes de batalla».
Para Bonney, autor de «False Prophets: The Clash of Civilizations and the Global War on Terror» (editorial Peter Lang), pese a la mayor popularidad del libro de Huntington, las tesis de Bernard Lewis o las del analista neoconservador estadounidense Daniel Pipes son «mucho más peligrosas».
«Ambos son ideólogos con una agenda anti-islámica muy clara», afirma Bonney.
«Para ellos, Israel tiene siempre razón porque está en juego su destrucción como Estado», explica el experto británico, que une su condición de sacerdote anglicano a la de ex profesor de Historia Moderna de la Universidad de Leicester (Inglaterra).
«Lewis es un historiador del Islam, especializado en Turquía, señala Bonney, quien agrega que Huntington (ya fallecido) no fue un experto en el Islam, sólo un científico social y analista político, que se limitó a plantear en términos un tanto simplistas que un nuevo conflicto global reemplazaría a la Guerra Fría».
«Pese haber escrito en 1996 sobre las «fronteras de sangre» del Islam, Huntington no suscribió posteriormente las tesis de Pipes o de Lewis. Es un demócrata que no apoyó al presidente George W. Bush», afirma Bonney, que cita con todo detalle en su libro los argumentos de los intelectuales y «think tanks» neoconservadores y del llamado lobby judío en Estados Unidos.
«Lewis y Pipes vieron, sin embargo, algo que no había visto Huntington: a saber, que muchos Estados islámicos están fracturados interiormente, lo que presentaba, según ellos, a Israel una oportunidad de oro para afianzar su presencia hegemónica en la región», afirma el autor.
Bonney denuncia en su libro la tentación de los neocons de redibujar el mapa de Oriente Medio y recuerda que Lewis presentó ya en 1979 al llamado grupo de Bildeerbert (por el hotel holandés donde se reúne) un plan para retrazar las fronteras actuales.
Aquel plan proponía, entre otras cosas, la fragmentación y balcanización de Irán de acuerdo con líneas regionales, étnicas y lingüísticas, algo que en opinión de Bonney constituye un peligro enorme pues los movimientos separatistas de grupos pashtunes, kurdos, azeríes, árabes y otros supondrían amenazas directas a Turquía, Irak, Pakistán y otros vecinos.
Para Bonney, cualquier intento en ese sentido equivale a «jugar con fuego», y, pese a que las fronteras trazadas por los Estados europeos durante la época colonial son arbitrarias o injustas, «es lo que hay y no conviene tocarlas».