literatura francesa

Marguerite Duras en el silencio del quejido

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La escritura depurada, lírica, muy sintética y llena de música es un sello de Marguerite Duras
La escritura depurada, lírica, muy sintética y llena de música es un sello de Marguerite Duras

Ha pasado más de un siglo después del nacimiento de Marguerite Duras, para quien escribir era «aullar sin ruido» y confesar, «borrar huellas». A eso se dedicó con vehemencia toda su vida la escritora francesa, que en la actualidad, tras mucho dolor y sinceridad, es un clásico de la literatura universal.

Marguerite Duras, aunque su apellido real era Donnadieu, nació el 4 de abril de 1914 en Gia Dinh (Saigón), antigua Indochina, hoy Vietnam. Su padre, profesor de matemáticas y colono, murió cuando ella tenía cuatro años. Su madre, maestra, que tuvo otros dos hijos después, se dedicó a cuidar las tierras en una precaria situación económica, y aceptó que, al menos por una vez, su jovencísima hija Marguerite se prostituyera. Una experiencia que dejó una marca imborrable en Marguerite Duras, que alimentó su escritura y empezó a esculpir como en el barro las arrugas de su vida, que luego plasmaría en El amante, la novela con la que ganó el premio Goncourt en 1984, que fue todo un éxito, traducido a 40 idiomas.

«Fue esa tarde cuando Léo me besó en la boca. Lo hizo por sorpresa. Experimenté una repulsión verdaderamente indescriptible…». Así escribe Marguerite Duras su encuentro con el que sería el protagonista de El amante. «A los 18 años envejecí» Y también, «A los 18 años envejecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo…ese envejecimiento fue brutal», decía Duras, dando prueba de que la autora francesa no escribió una sola línea que no hubiese vivido. Convirtió su vida en su propio material literario.

El amante deslumbró por la sinceridad que derramó Duras al relatar su intimidad y sexualidad, en la compleja relación que mantuvo con Léo, el comerciante chino al que conoció en un transbordador que cruzaba el río Mekong, cuando ella tenía quince años y él veintiséis.

El éxito de El amante le llegó cuando ella tenía 70 años, pero en su vida no hizo otra cosa que escribir, escribir novelas, cine o teatro, para chillar en silencio contra el olvido. Cuando murió, Marguerite Duras dejó tras ella 19 películas y más de 50 textos entre novelas, relatos, obras de teatro y guiones de cine, sin contar con los numerosos artículos escritos en prensa. Una vida que estuvo marcada por una dura infancia y adolescencia pero también por su juventud en un contexto político explosivo.

A los 18 años Duras se trasladó a París a estudiar Derecho, Matemáticas, Ciencias Políticas y Económicas. Duras se casó en 1939 con el escritor Robert Antelme, autor de La especie humana, quien fue delatado y arrestado por la Gestapo en 1942 y llevado a Buchenwald. Ella se enroló también en las filas de la Resistencia y allí conoció a François Mitterrand y a Dyonis Mascolo, con quien tuvo un hijo, Jean Mascolo.

Militante del Partido Comunista Francés, que abandonó pronto, Marguerite Duras también fue deportada a Alemania. Pero una vez terminada la guerra se diluyó en la escritura y el alcohol.

Sus primeros relatos aparecieron en la revista Les temps modernes, fueron considerados de tono existencialista pero luego, ya en los años 50, se la calificó como la figura del Nouveau roman.

En 1943 publicó su primera novela, Los impúdicos, a la que siguieron La vida tranquila y su dedicación también al cine como guionista y más tarde como realizadora. Fue guionista de Hiroshima, mon amour, el gran éxito de Alain Resnais, y dirigió India Song y Noche negra en Calcuta.

Toda su obra lleva su carne como nutriente y todo su universo sensitivo, por eso terminó exhausta y con varios comas etílicos. Su escritura depurada hasta el máximo, lírica, muy sintética y llena de música es un sello inconfundible de la autora de El amante de la China del Norte, El amor, Escribir, Los ojos azules pelo negro, El arrebato de Lol V.Stein o Emily L, entre otros títulos. Libros que están todos ellos en la editorial Tusquets, que reedita su obra.

Marguerite Duras pasó los últimos años de su vida, hasta su muerte en 1996, con Yann Andrea, su último amante, compañero, cocinero y chófer, 40 años menor que ella y homosexual. «Todos los hombres son homosexuales en potencia, solo les falta saberlo», escribió Duras.

En la actualidad, la obra completa de esta escritora forma parte del catálogo de la prestigiosa colección de La Pléiade, de Gallimard, donde están los clásicos.

La conexión malagueña de Cocteau

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Jean Cocteau y Jean Marais
Jean Cocteau y Jean Marais

Los diarios y cuadernos de reflexiones que Jean Cocteau llevó en sus estancias en la Costa del Sol, entre Marbella y Málaga, traducidos al español con el título de El cordón umbilical, son un reflejo de su madurez creativa y de su inagotable actividad literaria.

Poco antes de su muerte, aquejado por la enfermedad, Jean Cocteau (1889-1963) estuvo en Málaga y en Marbella en abril y mayo de 1960 y desde principios de agosto a principios de octubre de 1961.

En aquellos viajes a España ‘la Costa del Sol es su único objetivo’, como advierte en el prólogo a esta edición en español el escritor Alfredo Taján.

Entre uno y otro periplo en el paraíso malagueño, a Cocteau se le prohibió el acceso a territorio español y fue obligado en julio de 1961 a volver a Francia. Así se lo transmitió él a sus amigos Carleton y Ana de Pombo: «La denuncia contra mí venía de Marbella (Asuntos Exteriores me informa). Haced una investigación prudente. Yo supongo que ‘Valencia’ y cierta mantilla blanca no son ajenos a esta medida increíble. Le había dicho a Francine (Weisweller) que tuviera cuidado de no tirar tan alto. Nuestro flamenquito en la Casa Ana ha devenido en terribles orgías, y es posible imaginar que íbamos a estar entonces en las pipetas de personas o de un don nadie que insiste en vengarse. Destruye esta carta y lloremos a un mundo donde sobran los chismes y denuncias, aunque uno lleve una existencia monacal…».

Cocteau dedicó aquellos días a hacer cerámicas, a pintar unos paneles para decorar la tienda marbellí de su amiga Ana de Pombo, gran animadora de la Costa del Sol en los primos sesenta, y en escribir estas páginas que fueron publicadas por primera vez en 1962 por las ediciones francesas Plon, dentro de la colección Yo y mis personajes. ‘El trabajo fue su opio y su secreto artístico’, dice Taján sobre la actividad que Cocteau desató en su refugio postrero de Marbella, en el que además de pintar los paneles de dos metros de alto por cuatro cuarenta de ancho, escribió estos cuadernos llenos de alusiones a grandes amigos como Picasso, Chaplin, Chanel, Diaghilev, Marais, Genet, Edith Piaf y Panamá Al Brown.

El mismo Cocteau lo descubre en estas páginas: ‘No tengo inconveniente en confiarles mi secreto: soy un obrero, un artesano que, lo confieso, se consagra intensamente y no se contenta con poca cosa’.

Aficionado a los toros, al boxeo y al flamenco, la visión que Cocteau tuvo de España, país que comenzó a visitar en 1953, se resume en una frase de El cordón umbilical: ‘En España lo excepcional es algo común’.

El príncipe galo de los poetas llegó a referirse a todo lo que descubrió en Marbella como el «paraíso terrenal» en una carta remitida en abril de 1961 a su inseparable Jean Marais, quien supo estar con él hasta el final de sus días: «Por fin hemos descubierto una especie de Paraíso Terrenal rodeado de olivos, higueras y flores, entre la montaña y el mar en el que me baño», apuntó Cocteau en su misiva.

El cordón umbilical al que se refiere el título es el que, según Cocteau, une al autor con sus personajes, con sus criaturas, una idea que en estos diarios ilustra con la inteligencia de su amigo Charles Chaplin: ‘En Japón, una noche, me preocupó ver a Charles Chaplin muy cansado. Le pregunté por la causa y me respondió: Piense en el número de salas en las que actúo esta noche’.

Como personaje de carne y hueso considera Cocteau a su gran amigo el boxeador Panamá Al Brown, de quien cuenta cómo le apartó de sus malas costumbres y le sugestionaba para salir al ring con ‘triquiñuelas infantiles’, de modo que antes del combate le hacía ‘beber agua con gas en una botella de champán’.

Y cómo Al Brown, a mitad de la pelea, continúa Cocteau, ‘se frotaba el mentón un segundo antes de noquear a su adversario, comunicándome así que podía apostar a los periodistas’. A propósito de su amigo el boxeador, que fue campeón mundial de los ligeros, señala Cocteau: ‘Las malas costumbres son una de las cosas que, sin reflexionar, la gente atribuye a los demás’.

La poética de El cordón umbilical, como la del resto de su obra, está marcada por el convencimiento de que ‘una obra recién escrita ya es póstuma’ y por una búsqueda de la originalidad:

‘No creo que progresemos copiando, y pienso que si golpeamos sobre el mismo clavo acabaremos por aplastarlo’, por lo que afirma que la repetición del mismo estilo no es fidelidad a sí mismo, sino pereza.

‘La poesía -incluso para quienes la consideran un lujo inútil y asocial- representa una forma de privilegio, por lo tanto de injusticia, que en secreto envidian quienes la condenan’, señala Cocteau en estas páginas, en las que incluyó media docena de sonetos y de las que podrían extraerse aforismos brillantes: ‘El arte es una de las formas más trágicas de la sociedad’.

Misticismo en la selva

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Recorte del cuadro "Coin de table", obra de Henri Fantin-Latour en 1872, y en el que se ve a Rimbaud (derecha) y Verlaine (izquierda)
Recorte del cuadro «Coin de table», obra de Henri Fantin-Latour en 1872, y en el que se ve a Rimbaud (derecha) y Verlaine (izquierda)

Mito, leyenda, genio, símbolo del exceso y la irreverencia, que con tan solo 19 años pasó por toda la historia de la poesía. Así se puede intentar definir a Arthur Rimbaud, cuya obra completa, en edición bilingüe, es pergeñada por Atalanta en un bello volumen.

Con una cuidada edición a cargo de Mauro Armiño, el libro reúne desde sus primeros poemas escolares en latín hasta sus poemarios finales, «Una temporada en el infierno» e «Iluminaciones», pasando por los textos en prosa que incluye «Un corazón bajo una sotana» y su total correspondencia en la que se revela su estancia en África, y su apasionada relación con Verlaine, de amor, dependencia y odio, y la que mantuvo con su familia.

El volumen también incluye una biografía ilustrada, una cronología, un diccionario de personajes, la bibliografía más reciente y, en el prólogo, una semblanza de la figura de Rimbaud y un análisis de su poesía y de la influencia que ejerció sobre la visión poética del siglo XX.

Arthur Rimbaud (Charleville, 1854-Marsella, 1891), considerado por Paul Claudel un «místico en estado salvaje», fue amante de Verlaine, con quien mantuvo una relación tortuosa; precoz, contradictorio y partidario del socialismo utópico de la Comuna de París y maduro traficante de esclavos en Etiopía, murió a los 37 años de un cáncer de huesos y con una pierna amputada, tras 63 días en el hospital, cerca de su madre y su hermana, y muy lejos de su lado salvaje.

La obra completa de Arthur Rimbaud se había publicado en España de forma poco cuidadosa; por ejemplo, su correspondencia sólo estaba disponible en breves antologías temáticas.

«Su poesía ha merecido más atención, pero aunque en la portada de alguna de las ediciones figure el título de ‘Obra poética completa’, las mejores versiones, a cargo de excelentes poetas, dejan de lado los veintidós poemas que conforman el llamado ‘Album zutique’, cuyo contenido escatológico o las dificultades que plantea su complejo argot parecen haber inducido a los traductores a descartarlos», dice este volumen en su contraportada.

La obra de Rimbaud es inseparable de su propia vida. Poeta a los 14 años, sorprende ya a sus profesores por la perfección con la que compone sus versos, y a los 19 años prácticamente tiene concluida su obra poética.

En el prólogo del libro, Mauro Armiño, Premio Nacional de Traducción y especialista en la literatura francesa, de la que ha traducido a Proust, Molière, Camus, Rouusseau o Voltaire, recuerda que «el paso fugaz de Arthur Rimbaud por la poesía francesa, «que fue calificado en vida como de ‘meteoro'», es uno de los tópicos más vivos y certeros.

El poeta llegó a París en septiembre de 1871 «y, en año y medio, hasta mayo de 1873, reduce a cenizas la poesía parnesiana- escribe Armiño-, para luego, tras el episodio de Bruselas y la entrega del manuscrito de su único libro publicado, ‘Una temporada en el infierno'(septiembre de 1873), hundirse en un silencio inexplicable e inexplicado.

Tuvo una adolescencia difícil, hijo de una familia desestructurada con un padre capitán del ejército que solo pasaba por casa cuando se lo permitía su destino, como recuerda Armiño.

Rimbaud se escapaba frecuentemente a París y fue allí donde conoció a Paul Verlaine. Su relación terminaría en un enfrentamiento violento. Verlaine le disparó y fue condenado a prisión, denunciado por él.

Después escribiría «Una estación en el infierno» y se trasladaría a África, para vivir del comercio de armas e incluso de esclavos.

La sombra de Bartleby en la prisión familiar

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La única esperanza en este mundo actual, concluye la escritora francesa, es la "desnatalidad" y la última libertad "se encuentra en el hecho de decir: preferiría no hacerlo", igual que Bartleby, el héroe subversivo de Herman Melville
La única esperanza en este mundo actual, concluye la escritora francesa, es la «desnatalidad» y la última libertad «se encuentra en el hecho de decir: preferiría no hacerlo», igual que Bartleby, el héroe subversivo de Herman Melville

La ensayista francesa Corinne Maier, mundialmente conocida por su obra «Buenos días, pereza», en la que apostaba por el «escaqueo» laboral, inisite en el nihilismo sin tapujos con «No Kid. 40 buenas razones para no tener hijos», donde asegura, entre otras lindezas, que «criar un hijo es la guerra».

Publicado en castellano por Península y en catalán por Edicions 62, en este ensayo con aires de panfleto Maier ataca uno de los tabúes más intocables de la sociedad actual: los niños, y no calla nada de lo que piensa sobre su crianza o sobre lo que suponen económicamente los pequeños para las familias.

La también psicoanalista explica que está convencida de que «criar un niño es la guerra» porque, por propia experiencia, ya que es madre de dos hijos, «sé que cada día -dice- es una lucha y a mi no me gusta nada dar órdenes, pero con los niños estás obligado, es espantoso».

Precisamente, cuando se descubre que Maier escribe este libro siendo madre, lo que podría suponer una contradicción, la autora gala se defiende y sostiene que «está muy bien poder hablar a partir de experiencias personales, ya que las frustraciones nos permiten tener un discurso más rico».

Además, agrega, si su ensayo cae en manos de otros padres y madres «éstos se sentirán mucho más identificados con todo lo que describo, porque yo también estoy pasando por esta experiencia».

Nacida en 1963, esta economista que trabaja a tiempo parcial en la compañía eléctrica de Francia EDF y que el The New York Times definió hace unos años como «la heroína de la contracultura», considera que con el embarazo llega «un largo invierno sexual» o que, «mientras haya niños, el mundo absurdo en el que vivimos tendrá futuro».

Asimismo, cree que la profesión de padre «es un vía crucis de múltiples estaciones, con una cumbre de la abominación: La navidad», o que «la familia moderna es una prisión que se repliega en sí misma y que tiene la base en el hijo».

Cuando se le pide que desarrolle más esta última idea, indica Maier que entiende que «cuánto más avanzan las familias, más deben encerrarse sobre sí mismas, especialmente porque apuestan por vivir en sitios que no son los que los vieron nacer, a la búsqueda de una casa más grande, quedando sólo una especie de burbuja, que al final es una prisión».

En otro punto del libro, escribe que la verdadera igualdad entre sexos es una quimera, puesto que las mujeres cuando traspasan la línea de la maternidad «dejan de ser menos fiables para sus empresas, a la vez que, a nivel personal, los hijos son un freno para realizar todo aquello que ellas querrían».

La única esperanza en este mundo actual, concluye la escritora francesa, es la «desnatalidad» y la última libertad «se encuentra en el hecho de decir: preferiría no hacerlo», igual que Bartleby, el héroe subversivo de Herman Melville, que propagaba el desorden en el trabajo mediante la desgana y que, manifiestamente, no tenía hijos.

Ante esta aseveración poco queda por decir, pero la última pregunta que surge de la entrevista es si existe alguna solución en estas sociedades occidentales de las que trata en la mayoría de sus libros.

Maier responde que «encontrar soluciones no es algo que me incumbe. Simplemente, doy un toque de atención a todos aquellos que diciendo que existen soluciones a lo que nos está pasando, lo que hacen, en realidad, es sacar ventajas personales».

La miga de la magdalena

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Marcel Proust es considerado como uno de los más grandes autores del siglo XX y su obra En busca del tiempo perdido, publicada en 7 volúmenes, es clave en la literatura contemporánea
Marcel Proust es considerado como uno de los más grandes autores del siglo XX y su obra En busca del tiempo perdido, publicada en 7 volúmenes, es clave en la literatura contemporánea

Las letras francesas se rinden ante Marcel Proust al recordar la aparición de «Por el camino de Swann», un manuscrito inicialmente rechazado que abre «En busca del tiempo perdido», una obra monumental que se convirtió en uno de los textos literarios más influyentes del siglo XX.

En 1918 llegaba a las librerías francesas el primer tomo de esa excelsa y suntuosa obra de siete volúmenes y casi cuatro mil páginas que el propio Proust comparó con la estructura de una catedral gótica.

El literato escribió «Por el camino de Swann» tras la muerte de sus padres, mientras su delicada salud se deterioraba por el asma y la depresión y encerrado en una habitación forrada de corcho en el número 102 del bulevar Haussmann de París, donde permaneció voluntariamente recluido del mundo durante quince años.

El resultado, que le valió el premio Goncourt, fue una novela dividida en tres partes, con una factura innovadora y moderna, regada de interminables descripciones y evocaciones, que rastrea un laberinto de recuerdos desde la «memoria involuntaria», según acuñó el autor.

Proust teje un aplaudido retrato de época desde un escrupuloso análisis de los personajes, como el amor de Swann por Odette de Crécy y el desprecio que las familias de alta cuna sienten por la muchacha, y de escenas cotidianas instaladas en el recuerdo infantil, como los paseos y entretenimientos de la vida social aristocrática.

«Mucho tiempo he estado acostándome temprano», escribe al inicio de su obra maestra Proust, que traza en esa obra el célebre pasaje sobre las magdalenas, que le recuerdan a las que preparaba su tía abuela y, por ende, al mundo en el que vivía entonces.

Al mojar una magdalena en una infusión, el narrador abre la puerta a un universo de reminiscencias involuntarias donde los recuerdos se asoman a partir de los sentidos primarios y trasladan al sujeto a un estadio de satisfacción despojado de la subjetividad de la memoria consciente. Un clásico de la teoría proustiana.

Proust, un escritor valiente que se refugia en un narrador escurridizo, también exploró ampliamente en sus páginas las relaciones entre hombres y mujeres del mismo sexo, gesto poco o nada habitual en las páginas publicadas hasta entonces, pero vivió en secreto su propia homosexualidad.

Sería una de las cosas que le recriminaría siempre André Gide, escritor y amigo de Proust que pudo haber cercenado de raíz su sueño de convertirse en escritor.

Nacido en una familia burguesa en el París de finales del siglo XIX, Proust (1871-1922) tuvo que financiar de su propio bolsillo la edición de su ópera prima, descartado por Gallimard y publicado inicialmente por Grasset.

Gide rechazó la obra tras una primera lectura, error que comprendió rápidamente y del que se disculpó en una carta. «Me confieso ante usted esta mañana, suplicándole que sea conmigo más indulgente de lo que hoy soy yo conmigo mismo», escribía profundamente arrepentido Gide, que en 1947 ganaría el premio Nobel de Literatura.

Ese documento fue el inicio de «En busca del tiempo perdido», una obra circular e innovadora cuyas últimas tres partes («La prisionera», «La desaparición de Albertina» y «El tiempo recobrado») fueron publicadas póstumamente, tras la temprana muerte del autor en 1922 por una bronquitis.

Su deceso, a los 51 años, privó a los lectores de más páginas firmadas por una de las mentes literarias más celebradas de la historia y a Francia, el país con más premios Nobel de Literatura (14), y de un nuevo laureado, cuyos restos yacen ahora en el parisino cementerio de Pére-Lachaise.

Quién no se vea con fuerzas de abordar de golpe con las cerca de 4.000 páginas de impecable literatura de Proust, puede optar por introducirse en su universo con la serie de su obra en cómic editada por Gallimard desde 2011, que comienza con las viñetas en blanco y negro firmadas por Yan Nascimbene y concebidas a partir de Por el camino de Swann.

También es posible acercarse a Proust a través de revisiones de su trabajo, como «Dicctinaire amoureux de Marcel Proust», coescrito por los filósofos Jean-Paul y Raphaël Enthonven; «Proust contre Cocteau», en el que el ensayista Claude Arnaud indaga sobre la relación amistosa y literaria entre ambos escritores; o «Lettres a sa voisine», una recopilación de misivas del literato a su casera.

Letras en los jardines de la adicción

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En tratamiento psiquiátrico casi desde la niñez, Artaud fue medicado tempranamente con opio, láudano y otros estupefacientes que lo convirtieron en adicto de por vida
En tratamiento psiquiátrico casi desde la niñez, Artaud fue medicado tempranamente con opio, láudano y otros estupefacientes que lo convirtieron en adicto de por vida

Si los dibujos y cuadernos de Antonin Artaud hablaran desprenderían un aullido de dolor, un lamento de sufrimiento y zozobra que fue lo que condujo la vida de este genio maldito, enfermo y loco.

Poeta, actor, dramaturgo y dibujante, Antonin Artaud (Marsella, 1896-Ivry, 1948) recorrió un periodo del siglo XX convulso y frenético. Con sus primeros poemas sedujo a los surrealistas. liderados por André Breton, pero al poco tiempo los abandonó y comenzó su carrera de actor y, al no tener el reconocimiento deseado, se dedicó a la estudio teórico del teatro.

Considerado por los críticos franceses como el «padre de la nueva escena», en 1938 aparece una recopilación de sus ensayos bajo el título «El teatro y su doble» -obra mítica junto a «Para acabar con el juicio de Dios»-, que incluye el texto «El teatro y la crueldad», donde escribe «En el punto de desgaste a que ha llegado nuestra sensibilidad, lo cierto es que tenemos necesidad ante todo de un teatro que nos despierte: nervios y corazón».

De familia de clase media, enfermo desde niño y tratado por psiquiatras, Artaud siempre fue un rebelde al que sus padres no sabían cómo tratar.

Tras vivir varios meses en México con los indios tarahumanos, experiencia de la que saldría «Los Tarahumaras», permaneció una etapa de diez años en un sanatorio psiquiátrico por sus obsesiones y delirios.

Desde joven los médicos le recomendaron el uso del opio y otras drogas para mitigar su dolor, una adicción que marcaría toda su vida.

Fue un periodo muy duro, en plena ocupación nazi, con un tratamiento arcaico a enfermos en instituciones que apenas habían evolucionado desde la Edad Media.

Pero en 1943, a petición de su familia, el doctor Gaston Ferdière, director del hospital psiquiátrico de Rodez (Averyon), amigo de los surrealistas y un médico culto, pionero en las terapias artísticas, consiguió que le trasladaran a un psiquiátrico de Rodez, en una zona no ocupada.

En esa época los electroshock se mezclaron en la vida de este creador y seductor, de intensos ojos azules, con el dibujo, la pintura, los textos de inspiración mística y su interés por San Juan de la Cruz, la Cábala, Eckhart, la Biblia o Baudelaire.

Estos dibujos, hechos en su mayoría en el psiquiátrico de Rodez, con los papeles que le daba el doctor Ferdière, los hacia de pie, y entre ellos destacan sus propias retratos («hechos sin espejo») con un rostro envejecido, escuálido de mirada perdida y torturada.

«Mis dibujos nos son dibujos sino documentos, hay que mirarlos y comprender lo que hay dentro», escribió.

Abrumado, o infecciosamente lúcido, Antonin Artaud  pasó en los sanatorios una buena parte de su vida. De ellos dijo: «El hospicio de alienados, bajo el amparo de la ciencia y de la justicia, es comparable a los cuarteles, a las cárceles, a los penales». En su Carta a los directores de manicomios, el artista, sometido a terapias electroconvulsivas, sostenía que la concepción de la realidad de aquellos llamados «locos» era tan legítima como la de cualquier otro.

Tanto su reinvención del lenguaje como su crítica a la institución psiquiátrica, que sólo tenía sobre los pacientes «la superioridad que da la fuerza», calaron en los artistas de la posguerra. ¿Qué es en realidad el lenguaje y cómo Artaud trató de trascender sus límites? ¿Acaso no se pueden inventar nuevos códigos que transmitan con la misma efectividad, o incluso más, el contenido de un mensaje?

Artaud fue un pensador radical, vanguardista, que propuso las ideas de lo que llamó el Teatro de la Crueldad, que impactara profundamente en el espectador hasta hacerlo salir de la complaciente pasividad ante el teatro de entretenimiento. Junto a ello ponía como ejemplo el teatro balinés -asistió fascinado a dos representaciones en 1922 y 1931-, basado exclusivamente en la fisicidad y el simbolismo, opuesto a los excesos del diálogo en el teatro burgués occidental. Los textos reunidos en El teatro y su doble (publicado en 1938) siguen siendo una lectura intensa y reveladora, no sólo para los amantes de este género.