literatura infantil
De la fábrica de chocolate a la alcoba

Roald Dahl, famoso autor de libros infantiles como ‘Charlie y la fábrica de chocolate’, fue durante la Segunda Guerra Mundial un agente secreto con enorme poder de seducción sobre las ricas estadounidenses.
Dahl, que estaba adscrito a la embajada británica en Washington, tenía una extraordinaria habilidad para las ‘relaciones especiales’ anglo-norteamericanas, un talento que pasaba por la cama, según una nueva biografía del escritor británico de origen noruego, escrita por la periodista estadounidense Jennet Connant.
‘Las mujeres se le rendían’, explica Antoinette Marsh Haskell, hija de un magnate de la prensa e íntimo amigo del escritor, quien agrega: ‘Creo que se acostó con toda mujer de la costa Este u Oeste cuyos ingresos superaran los 50.000 dólares’.
Entre otras, conquistó a Millicent Rogers, heredera de una gran fortuna de Standard Oil, y a Clare Boothe Luce, congresista conservadora y esposa del famoso editor de la revista ‘Time’, Henry Luce.
Esta última, que tenía trece años más que él, era al parecer una auténtica tigresa en la cama hasta el punto de que, según se quejó el propio Dahl, le había dejado totalmente exhausto tras tres noches de amor.
Dahl (1916-1990) incluso solicitó a sus superiores que no le obligasen a seguir con ella, pero éstos le pidieron que hiciera ese sacrificio por patriotismo.
Herido durante su entrenamiento como piloto de la Royal Air Force británica, Dahl combatió en Oriente Medio antes de que le declarasen incapacitado para volar y le enviasen en 1942 a la embajada del Reino Unido en Washington.
Allí trabó amistad con Charles Marsh, magnate de la prensa de origen tejano y admirador del primer ministro británico, Winston Churchill, que apoyaría los esfuerzos británicos por ganar a Estados Unidos a su causa contra la Alemania de Adolf Hitler.
Con ayuda de Marsh, Dahl conoció de cerca a destacados periodistas y altos funcionarios de Estados Unidos, entre ellos al vicepresidente Henry Wallace, conocido por sus posiciones aislacionistas.
Su capacidad de atracción sobre las mujeres llamó pronto la atención de William Stephenson, jefe de espías canadiense encargado de coordinar los esfuerzos clandestinos británicos para conseguir que Estados Unidos se sumase a la guerra contra Hitler.
Entre los agentes que trabajaban para Stephenson y se movían en los círculos de la alta sociedad como pez en el agua había otros escritores como Ian Fleming, el creador de James Bond, o el dramaturgo Noël Coward.
La biógrafa de Dahl se centra en su papel de seductor que consiguió ganarse incluso la simpatía de Eleanor Roosevelt, esposa del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, lo que le permitió convertirse en habitual de la Casa Blanca.
A Dahl, autor de obras como ‘James y el melocotón gigante’ o ‘Las brujas’, le gustaba exhibir a las mujeres a las que había conquistado, según cuenta Antoinette Marsh, hija del magnate de la prensa y amigo del futuro escritor.
En cierta ocasión se presentó en casa de los Marsh con una mujer de la que se decía que era la amante del general Dwight Eisenhower.
Durante su etapa de espía Dahl pasó a sus superiores una serie de secretos y documentos útiles.
El donjuán contrajo matrimonio en 1953 con la actriz Patricia Neal, que acababa de salir de un romance con Gary Cooper y que ganó un Oscar por su papel en Hud junto a Paul Newman. La pareja, que tuvo cinco hijos, sufrió la desgracia del atropello del carro del bebé Theo y, sobre todo, la muerte en 1962 por encefalitis de la pequeña Olivia, de siete años, que cambió el carácter del escritor y supuso una gran ruptura en la familia.
El sabor agridulce de los clásicos de la literatura infantil

La mayoría de cuentos clásicos infantiles tienen, en contra de la creencia popular que los considera los imprescindibles de la literatura de este género por excelencia, una cara oscura, alejada de la ilusión y los finales felices. Nada tienen que ver con las descafeinadas historias que nos contaban para dormir cuando éramos niños. Nacieron en realidad como relatos descarnados, sin un ápice de sensibilidad, nada inocentes y con finales duros, sexo explícito, violencia y sadismo, orientados a ofrecer una lección de vida y reflejar la crueldad de la Edad Media.
Según la escritora Estrella Cardona, «se acusó a Walt Disney hace años, concretamente a él y no a su factoría, de realizar películas de dibujos animados en las que imperaban el sadismo y la violencia, hasta el punto de que el inocente y cascarrabias Pato Donald, fue vetado en Suecia por ser un mal ejemplo para los niños de ese país».
«Resulta chocante tal modo de pensar», prosigue, «cuanto que la literatura infantil clásica se nutre de las más espeluznantes historias que en la infancia nos han estremecido de terror en más de una ocasión, sólo paliado con el obligatorio desenlace feliz que nos hacía respirar de alivio cuando los héroes o heroínas escapaban por fin de sus desventuras».
A juicio de Cardona, es de recibo recordar «algunos ejemplos que parecen constituir el índice de una literatura, en la cual todo resulta de lo menos apropiado para la chiquillería, aunque pueda comunicar la impresión contraria».
«Empezando por Andersen, desempolvemos su patético cuento La pequeña vendedora de cerillas», espeta, «en el cual una pobre huérfana muere bajo la nevada en Nochebuena, mientras intenta calentarse las manos con la llama de las cerillas que no ha vendido».
«Luego está el Patito Feo, La Sirenita y su trágica historia de amor, sufrimiento y muerte, Las zapatillas rojas, en la que el verdugo le tiene que cortar los pies a la heroína para que ésta recobre la paz. El soldadito de plomo con el soldado y su amada bailarina calcinados en la chimenea, y El abeto, que narra la historia de un orgulloso abeto que vive dichoso en el bosque hasta que lo cortan y lo llevan a una casa principal por Navidad, para adornarlo. El abeto cree que le admiran y le quieren porque todos ríen y cantan a su alrededor, pero cuando terminan las fiestas, es arrojado a la leñera donde tendrá el fin que es de suponer».
«Tampoco Oscar Wilde escapó a la tradición escribiendo su Príncipe Feliz, que de feliz no tenía nada por cierto. Ya lo habréis leído imagino. El Príncipe Feliz muere y le erigen una estatua de oro y pedrería, que él, por medio de una bondadosa golondrina, va regalando a pedazos a sus súbditos pobres; al final muere la golondrina y la estatua, desmantelada es arrojada a la basura», suscribe Cardona.
Cardona, incluso echa la vista más atrás en el tiempo: «Remontándonos ahora a cuentos más antiguos, diremos que en Repuncel (también conocido como Rapunzel), la bruja, mediante extorsión y chantaje, compra una niña a sus padres, que posteriormente encierra en una torre sin puerta incomunicándola del mundo, y con la cual mantiene una relación un tanto ambigua hasta la llegada del consabido príncipe, a quien celosa, la bruja, hace caer desde la alta ventana sobre una mata de espinos que le sacan los ojos».
«Piel de Asno, aquí es un rey, que al quedar viudo se enamora de su propia hija adolescente, logrando con su acoso el que ella huya disfrazada con la piel del asno mágico que llenaba cada mañana los establos reales de monedas de oro, ya que el padre, ciego en su incestuosa pasión, le ofrece dicha piel sacrificando al animal, sólo porque su hija se lo pide creyendo que no le concederá ese capricho que equivaldría a renunciar a desposarla. «Sólo me casaré contigo si…».
Acerca de los clásicos, «la archifamosa Cenicienta, cuyo perdido zapatito de cristal enmascara un sutil fetichismo, eso ya por no hablar del maltrato psicológico y físico al que someten madrastra y hermanastras, a la pobre huérfana».
«Barba Azul, precursor de psicópatas y asesinos en serie, con su cámara de los horrores en donde se ocultan los cadáveres de las esposas asesinadas.»

«Caperucita Roja, una historia de seducción que acaba con el desagradable despanzurramiento del Lobo, contado como si se tratase de un juego: «Caperucita, dentro de la barriga del Lobo, se dio cuenta de pronto de que llevaba las tijeritas de costura en el bolsillo del delantal, y cogiéndolas, tris tras, tris tras, empezó a cortarle la tripita al animal hasta hacer un boquete por el que ella y su abuelita pudieron escapar mientras la fiera dormía el sueño pesado de la digestión, luego fueron al río y le llenaron la panza de piedras, cosiendo a continuación la abertura, de modo y manera que cuando el malvado lobo despertó y sediento se llegó al agua a beber, las piedras le pesaron tanto que cayó de cabeza ahogándose en la corriente». En otras ocasiones es el cazador el que interviene, pero el final resulta siempre el mismo», explica.
Cardona relata que «Hansel y Gretel es un cuento en el que el canibalismo es su leit motiv, arrojando la niña buena, Gretel, a la bruja-ogresa al horno en donde se asa viva; justo castigo de sus maldades».
«Esta figura del ogro suele salir en muchos cuentos, como por ejemplo el de Pulgarcito. Cuento que ha llegado hasta nosotros considerablemente mutilado, ya que al final no se acaba escapando, sin más, del ogro que ha encerrado al héroe y a sus hermanos, pues el ogro tiene tantas hijas como los niños a los que ha dado cobijo con la intención de comérselos, y aquella fatídica noche las niñas duermen en una cama y los niños en otra, dentro de la misma habitación, sólo que las niñas llevan una corona de oro en su cabeza y los chicos un gorro de lana. Habiéndose dado cuenta de ello Pulgarcito, muy astuto él, cambia los gorros por las coronas, entonces llega el ogro, se equivoca, y degüella a sus propias hijas mientras Pulgarcito y sus hermanos aprovechan para escapar», continúa.
Por último, Cardona cita «el cuento de la Bella Durmiente, en el que aparte de que la necrofilia se insinúa de manera subliminal, también surge una ogresa, auténtico desenlace del cuento que muchos ignoran».

«El príncipe que despierta a la Bella Durmiente, tiene una madre ogresa, y al casarse con la joven se la lleva a su reino en el que se encuentra con la triste noticia de la muerte de su padre en una cacería. Convertido en rey a su vez, transcurren los años, y un mal día tiene que partir a una guerra dejando en palacio a su esposa y a sus hijos Aurora y Día. Como sea que la guerra se prolongue, la abuela ogresa, decide comerse a sus nietos y a su nuera, (piensa explicarle a su hijo que los tres fallecieron de unas fiebres), contando para ello con la complicidad del cocinero mayor, quien, hombre bueno, engaña a la ogresa haciéndole creer que se come a su nieta, cuando es una gacela la que le sirve, igual sucede con el principito Día, ocupando en esta ocasión su lugar un venado, y el de la Bella Durmiente una cierva. Descubierto el engaño, la vieja ogresa monta en cólera y manda preparar en el patio del castillo un gran caldero en el que pretende cocer vivos a sus nietos, a su nuera y al cocinero, llegando entonces oportunamente el joven rey que impide tal barbaridad, no pudiendo evitar, sin embargo, que sea su madre la que, loca de ira, se arroje ella misma al caldero, pereciendo».