martin heidegger
Arendt, la verdad en la neblina

La gran filósofa alemana de origen judío Hanna Arendt, fallecida en 1975 en Estados Unidos, es justamente recordada gracias a una biografía de la escritora francesa Laure Adler. En ‘Hanna Arendt’, que ha editado Destino, Adler, también autora de una conocida biografía de Marguerite Duras y de varios estudios sobre el feminismo, se acerca a esta imponente pensadora, sin duda una de las figuras más fascinantes de todo el siglo XX, con el ánimo de acercarla al gran público.
Hija de padres judíos laicos, Hanna Arendt, cuyo legado va adquiriendo cada vez más peso, fue una intelectual adelantada a su tiempo que supo crear una obra lúcida y brillante que va desde la filosofía a la religión, pasando por la política y la ética.
Nació en Linden (Hanover) y creció en Konigsberg, la ciudad de su admirado Emanuel Kant, y Berlín, estudió Filosofía en Marburgo con Heidegger, con quien mantendría un breve romance a finales de los años 20 y a cuyo favor testificaría dos décadas después, cuando se estudiaba el alcance de su pasada vinculación con el nazismo.
A ella, aquellos años oscuros le supusieron la pérdida del derecho a la enseñanza y la obligaron a escapar, primero a Francia, donde trabajó ayudando a enviar niños judíos en peligro a Palestina, y, finalmente, a Nueva York, donde residiría hasta su muerte y donde obtendría la nacionalidad estadounidense.
Fue, dice Adler en la introducción de su libro, «una intelectual libre, ejemplo de independencia y valentía», que, en nombre de sus propias ideas, sola, sin escuela ni sostén, optó durante 60 años por preguntarse lo que produce el mal y lo que no funciona».
Es, añade su biógrafa, una pensadora «que sabe diagnosticar las causas del mal que gangrena nuestras sociedades» pero también «que cree en la fuerza del bien, en los recursos de nuestra humanidad», una persona en quien se aúnan «la voluntad de creer en una ley moral compartida por todos y la interrogación sobre la fragilidad de los asuntos humanos».
Con su relato, Laure Adler, cuya biografía viene a sumarse a las que antes hicieron Elisabeth Young-Bruehl —recientemente reeditada—, Julia Kristeva o Martine Leibovici, trata de «restituir la fuerza y la valentía de los combates que libró durante toda su existencia» esta mujer tan buena conocedora del sufrimiento y el desgarro como persona luminosa, y de «despertar el deseo de leer, releer y meditar sobre lo que escribió».
Autora de obras como ‘Los orígenes del totalitarismo’, donde reflexiona sobre el totalitarismo tanto de Hitler como de Stalin (1951), ‘La condición humana’ (1958), ‘Eichmann en Jerusalén’, en torno al proceso al nazi Adolf Eichmann y que le acarreó fuertes críticas en Israel, o ‘La vida del espíritu’, Hanna Arendt fue siempre, dice su biógrafa, «una sirviente del espíritu» para quien la verdad fue siempre «el más elevado signo del pensamiento».
La incómoda Arendt
A través de sus abuelos , Hanna Arendt conoció el judaísmo reformista alemán de principios del siglo XX, y si bien no perteneció a ninguna comunidad religiosa, siempre se consideró judía, aunque estudió en profundidad el cristianismo.
En 1924 ingresó a la universidad de Marburgo (Hesse) y durante un año asistió a las clases de Filosofía de Martín Heidegger y de Nicolai Hartmann, y a las de teología protestante de Rudolf Bultmann, además de griego.
Arendt mantuvo un romance con Heidegger, padre de familia de 35 años, que tuvieron que mantener en secreto. A comienzos de 1926, al no soportar más la situación, ella decidió cambiarse de universidad y se trasladó durante un semestre a la universidad Albert Ludwig, en Friburgo, para aprender con Edmund Husserl. A continuación, estudió Filosofía en la universidad de Heidelberg (Baden-Wurtemberg) donde se doctoró en 1928 bajo la tutoría de Karl Jaspers, con la tesis “El concepto del amor en San Agustín”, el primer libro que publicó un año después en Berlín. A su vez estableció una importante relación de amistad con Jaspers, que duraría hasta la muerte de él.
En Berlín se relacionó con el filósofo Günther Stern (que se llamaría más tarde Günther Anders), con quien se casó poco después. También comenzó a escribir notas periodísticas sobre su especialidad, la filosofía, mientras participaba de seminarios dictados por Paul Tillich y Karl Mannheim y se interesaba cada vez más por cuestiones políticas.
Analizó la exclusión social de los judíos, a pesar de la asimilación, en base al concepto de «paria», empleado por primera vez por Max Weber. A este término opuso “parvenu” (advenedizo), inspirada por los escritos de Bernard Lazare. En 1932 publicó en la revista Geschichte der Juden in Deutschland (Historia de los judíos en Alemania) el artículo «Aufklärung und Judenfrage» (La Ilustración y la cuestión judía), en el que desarrolla sus ideas sobre la independencia del judaísmo, enfrentándolas a las de los ilustrados Gotthold Ephraim Lessing y Moses Mendelssohn y el precursor del Romanticismo Johann Gottfried Herder.
Con el acceso al poder de Alemania del nazismo, el 30 de enero de 1933, su esposo se trasladó a París, mientras que ella permaneció en Berlín y comenzó su actividad política, estudiando la persecución de los judíos, que estaba en sus comienzos. Su casa sirvió de estación de tránsito para refugiados y en julio de 1933 fue detenida durante ocho días por la Gestapo. Al ser liberada se trasladó a París, pasando por Checoslovaquia e Italia.
En Francia ayudó a jóvenes judíos a trasladarse a Eretz Israel y a denunciar la persecución que sufrían los judíos alemanes, por lo que se le retiró la ciudadanía alemana en 1937, convirtiéndola en apátrida. Ese año se separó de su marido y tres años más tarde se casó con Heinrich Blücher.

Al rendirse Francia a Alemania en 1940, ella fue internada con otros emigrados, pero consiguió huir y logró que se le permitiera ingresar en Estados Unidos, junto a su esposo y su madre. Allí colaboró en numerosas revistas y, tras haber sido invitada sucesivamente por las universidades, enseñó teoría política en la School for Social Research de Nueva York.
En 1951 se nacionalizó estadounidense y trascendió el ámbito universitario con su trabajo titulado “Los orígenes del totalitarismo”, en el que, mediante el análisis del imperialismo del siglo XIX y de los regímenes totalitarios del XX, intentaba reconstruir las vicisitudes histórico-políticas que desembocaron en el antisemitismo.
Durante la década del ’50 del siglo pasado Hannah Arendt también modificó su apreciación sobre el sionismo, que había apoyado en los años ’30 y ’40 y también asumió una postura crítica sobre el Estado de Israel.
A partir de la publicación de sus crónicas en el New Yorker fue sumamente criticada por dos motivos: primero, su opinión sobre Eichmann, a quien consideraba un hombre banal que estaba convencido de que su deber era cumplir estrictamente las órdenes recibidas, enviar la mayor cantidad de judíos a los campos de exterminio ubicados en el territorio polaco sin tener conciencia del mal que estaba llevando a cabo; y segundo, debido a la acusación a los “dirigentes judíos” en los ghettos por no haber actuado correctamente al aceptar elaborar las listas para las deportaciones que le solicitaban los nazis.
A principios de la década del ‘60 todavía era común escuchar que los judíos, en su gran mayoría, “fueron como corderos al matadero”. Además, fue justamente el juicio a Eichmann el que inició el cambio de actitud hacia los sobrevivientes y las víctimas de la Shoá, que se acentuó a partir de los testimonios de aquellos que padecieron en carne propia el horror.
Estos hechos que Arendt no tomó en cuenta generaron que muchos de quienes habían sido sus amigos por años decidieran dejar de serlo, pues consideraron inaceptable en una intelectual de su categoría los ignorara. También fue criticada por su relación con de Martin Heidegger, no por la mantenida en su juventud, sino por haberla renovado en 1950, cuando visitó Alemania.
De este modo, Hannah Arendt es el único escritor político apreciado, a la vez, por doctrinarios de la izquierda más radical –aun tratándose de una autora obviamente antimarxista—, por politólogos liberales –aun cuando convirtió el liberalismo en su blanco—, así como por comunitaristas y autores archiconservadores
Filósofos en el epílogo del pensamiento

El ensayista alemán Manfred Geier firma un ensayo en el que traza un paralelo entre la vida y la obra de dos de los filósofos más importantes del siglo XX, Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger, y, además, procura tender puentes para una especie de diálogo póstumo entre los dos pensadores.
«Wittgenstein y Heidegger. Los últimos filósofos», es el título del libro de Geier, publicado por la editorial Rowohlt.
El libro va desde la juventud de los protagonistas -la de Wittgenstein como heredero de familia rica y la de Heidegger como joven de escasos recursos protegido por la iglesia católica- hasta el final de sus vidas, sin dejar de lado la complicidad del segundo con el régimen nazi.
Calificar a los dos pensadores como los «últimos filósofos» puede causar cierta irritación, si se tiene en cuenta que Heidegger murió en 1976 y Wittgenstein en 1951 y desde entonces las facultades de filosofía en todo el mundo han seguido funcionando y se ha seguido escribiendo y publicando libros sobre la materia.
Sin embargo, el calificativo tiene sentido en la medida en que es difícil, después de ellos, encontrar una obra filosófica que, como lo pretendía Wittgentein en el «Tractatus», dejará resueltos «todos los problemas».
En todo caso, es posible decir que Wittgenstein, con el «Tractatus», terminado en 1918 y publicado en 1922, y Heidegger, con «Ser y tiempo», publicado en 1927, son autores de los dos libros más influyentes y más emblemáticos de la filosofía del siglo XX.
Esos dos libros se convirtieron, hacia el final de los años 20, en el centro de una controversia, que en cierta manera continúa, y sus dos autores fueron una especie de corifeos de los dos bandos.
Wittgenstein, tras publicar el «Tractatus» y retirarse temporalmente de toda actividad filosófica en busca de la «vida virtuosa» – regaló su herencia a sus hermanos y trabajó como maestro rural- fue asumido como modelo por el llamado «Círculo de Viena», que combatía la metafísica y la ideología desde la defensa del pensamiento científico.
La idea de que todo lo que puede decirse se puede decir con claridad y la afirmación, que aparece al final del «Tractatus», según la cual sobre aquello de lo que no se puede hablar hay que callarse, eran parte clave del arsenal del grupo contra las nebulosas de la metafísica.
Uno de los miembros del «Círculo de Viena», Rudolf Carnap, escogió justamente a Heidegger como uno de sus blancos de ataque a la metafísica en su trabajos «Superación de la metafísica a través del análisis lógico del lenguaje», escrito en 1930 y publicado en 1931.
La idea era denunciar como nebulosas sin sentido todo aquello que no fuera verificable o falsificable. Tal era el caso, según Carnap, expresiones como «el ser» o «la nada», alrededor de las cuáles gira el pensamiento de Heidegger.
Geier en su libro señala que la lectura que hacía el «Círculo de Viena» del «Tractatus» era sesgada. Wittgenstein no negaba que existiera aquello de lo que no se podía hablar sino que, por el contrario, reconocía expresamente su existencia.
En conversaciones posteriores con miembros del círculo, de las que hay testimonios escritos, Wittgenstein, hablando de Heidegger, había expresado su comprensión por el deseo de tratar de superar las fronteras del lenguaje
Uno de los campos donde, para Wittgenstein, ese deseo se convertía en una necesidad era el campo de la ética. Definir lo bueno era, para Wittgenstein, una tentativa imposible. Pero apunta a algo.
Mientras que Wittgenstein trataba de encontrar la respuesta a su inquietud ética en la vida virtuosa -que sólo se podía vivir y no se podía describir- Heidegger declaraba la pregunta por el comportamiento ético como algo sin interés filosófico.
Geier conjetura que ese desinterés por la ética concreta llevó a que Heidegger nunca comprendiera los reproches que se le hicieron por su compromiso con el régimen nazi.
Para respaldar esa hipótesis cita una frase de la «Carta sobre el humanismo» en la que sostiene que no le interesaba el tema del mal y del bien, en sentido habitual, ni asuntos de consciencia moral sino «el significado fundamental de la palabra ethos».
Con ello, el compromiso ético concreto, al que Heidegger se había negado, terminaba perdiéndose otra vez en las nebulosas de la metafísica como poniéndose a tiro para otro ataque de los discípulos de Wittgenstein.