marxismo
El marxismo y los zombis

La sociedad capitalista rezuma monstruos. Pero en su hundimiento no existe una figura más grotesca que el zombi, además del vampiro. De hecho, estas dos criaturas necesitan ser pensadas conjuntamente en momentos interconectados de la monstruosa dialéctica de la modernidad. Como Víctor Frankenstein y su Criatura, el vampiro y el zombi son dobles enlazados entre si como polos magnéticos de una sociedad dividida. Si los vampiros son figuras pavorosas que nos pueden poseer y convertirnos en sus dóciles esclavos, los zombis representan nuestra angustiada imagen, amenazándonos de que quizás ya estemos muertos, convertidos en agentes empobrecidos a causa de poderes alienantes.
El capitalismo es monstruoso y mágico. Su magia consiste en revelar la economía –las oscuras transacciones entre los cuerpos humanos y el capital– que el capitalismo nos esconde. Entrados en este proceso, el sentido común burgués niega vigorosamente que se puedan hallar monstruos entre nosotros, pero como toda negación a nuestras ansiedades, ésta desaparece para convertirse en una represión.
Desprovistos de una realidad palpable, los zombis –a través de la pantalla y de la cultura pulp- representan los substitutos demacrados y corruptos de los monstruos producidos por el capital y el capitalismo que negamos. Sujetos a los códigos rituales de la industria cultural, estas bestias domesticadas surgen del inconsciente colectivo para producir productos de consumo global.
Parte del genuino radicalismo de la crítica teórica de Marx, reside su insistencia en la búsqueda y nombramiento de los monstruos de la modernidad. La única forma de mirar fijamente a los horrores a la cara e insistir en su sistematicidad, es detectar las narrativas y sus monstruosas figuras producidas por el capital.
Marx puede ser entendido como un gran narrador de historias en busca de los poderes con los que curar los sufrimientos y torturas del mundo. La esencia de la monstruosidad del capitalismo es transformar la carne humana y la sangre en materiales sin refinar para las frenéticas máquinas de la acumulación (bienes, materia, objetos de consumo, etc.). Mucho más que meramente metáforas provocativas, los monstruos marxistas son signos del horror, marcadores culturales de los terrores reales de la vida en las sociedades modernas donde. demasiado a menudo, esta dimensión de los pensamientos marxistas ha desaparecido de nuestra vista junto con los monstruos que relata en El Capital.
Parte del problema es que Marx buscó un nuevo lenguaje poético, literario, teórico y radical a través del cual pudiésemos entender el capitalismo. Si el propósito de la producción es crear riqueza con la que satisfacer las necesidades humanas, entonces el significado de la producción –maquinaria, equipo, edificios, materiales- sirve como medio para lograr un fin. Pero, en una sociedad capitalista, ocurre una peculiar inversión de los términos: el medio se convierte en el final. La acumulación de los medios de producción se convierte en el final en el que el “living labour” se encuentra subordinado. El capital acumula bienes no para satisfacer las necesidades sino para acumular aun más. Los zombis, como el “living labour” bajo el prisma del capitalismo, se convierten en “sujetos guiados por una voluntad alienígena y una inteligencia alienígena».
En tándem, la masificación de la maquinaria con las que los trabajadores son subordinados en el proceso de producción, asume la forma de un “monstruo animado”, una monstruosidad provista de alma e inteligencia por ella misma. Las fábricas, las máquinas, las líneas de montaje, la producción computerizada, todos tienen vida por ellos mismos, dirigiendo los movimientos del obrero, controlando a los trabajadores como si fueran meramente partes inorgánicas de un aparato gigante. El capitalismo asume la forma de engendro mecánico.
Trabajar para el capitalismo, protesta Marx, convierte a los obreros en meros apéndices de este monstruo animado, partes desmembradas activadas por el movimiento del cuerpo grotesco del capital.
En esta frase memorable de Marx, “El tiempo lo es todo, el hombre no es nada; es a lo más, un raíl del tiempo”, se muestra que lo que el capitalismo hace a los trabajadores es exactamente lo que los bokors –brujos del vudú- llevan a cabo cuando crean un zombi: reducir a la persona al mero cuerpo para transformar así su comportamiento a las funciones motoras básicas, convirtiéndo así su utilidad social al trabajo más básico.
Las narrativas zombis dramatizan sobre las más fundamentales características del capitalismo moderno: su tendencia a mortificar el trabajo humano para zombificar a los trabajadores y así apropiarse de sus energías en el interés del beneficio, haciéndolos trabajar en los campos de caña de azúcar de las Antillas. Convirtiendo al zombi en el único mito moderno en el que una mente mortificada es óptima para trabajar. El aspecto más potente de esas narrativas zombi es el convertir a las personas en zombis como sinónimo de trabajadores esclavizados impulsados a producir para otros.
Estos trabajadores muertos, máquinas corpóreas carentes de identidad, memoria y consciencia, con sólo su capacidad física para trabajar, son muy diferentes a los zombis antropófagos convertidos en referente de la industria cultural del capitalismo tardío. Los zombis esconden el secreto del capitalismo, su dependencia al cautiverio y la explotación de los trabajadores humanos. Sin embargo, no hay que olvidar que están muertos en vida, y que por lo tanto tienen la capacidad de despertarse, de reclamar su vida en medio de las ruinas mórbidas del capitalismo remiso. Estos monstruos del proletariado son, por definición, monstruos del cuerpo. No sólo su fuerza corporal se convierte en la fuerza vital del capitalismo, su emancipación de las cadenas que los constriñen hace que se rebelen contra los abstractos poderes del capital.
El brazo cinematográfico de Mao

«Para derrotar al enemigo debemos confiar en el ejército armado. Pero eso no es suficiente: también debemos contar con un ejército cultural».
Así Mao Zedong proclamó la sumisión de la cultura a la política en un discurso pronunciado en 1942 en Yan’an (provincia de Shaanxi, centro rural del país), una directriz ideológica que afectó al cine -el arte más importante del siglo XX- y alcanzó su máxima radicalidad en la Revolución Cultural de los años 70, para relajarse -sin nunca morir- hasta la actualidad.
«Durante la Revolución Cultural, la producción de películas se paró completamente al inicio: los cineastas debían ser ‘reformados’ y ‘reeducados’, ya que -al ser una forma de arte occidental asociada a la China prerrevolucionaria- el cine era sospechoso de ser burgués», explica Chris Berry, profesor en King’s College de Londres y especialista en cine chino sobre esa etapa.
Todas las artes -como insistía Mao en su discurso- debían tener como destinatario a los trabajadores y hablar de la «realidad»: el materialismo histórico negaba la existencia de ideas «en abstracto» y una película no podía hablar de «amor universal», ya que no existía amor que trascendiera el «amor de clase».
La manera más eficaz de conocer el «lenguaje de las masas» era vivir como ellas: los cineastas eran enviados a campos de trabajo, aunque la producción de películas no se detuvo por completo, sino que alcanzó la máxima fusión entre arte y política en los llamados «clásicos rojos» del cine chino.
La producción de ballets revolucionarios (Mao decía que no se debía desechar un estilo por antiguo, sino cambiar sus contenidos) e historias épicas sobre grandes héroes (parecido al ‘star system’ de Hollywood) eran los géneros habituales durante la Revolución Cultural, etapa en la que se introdujeron importantes avances técnicos en el proceso cinematográfico.
Aún así, cada rodaje debía ser supervisado por ciudadanos y líderes, lo que ralentizaba el proceso: «Se necesitaba mucho tiempo para rodar una película y se hacían muchas modificaciones. Incluso con eso, después de terminar el rodaje (los cineastas) afrontaban el riesgo de ser criticados y pegados», explica Wang Mingcheng, profesor de cine comparado en la Universidad Normal de Pekín.
«Probablemente el consenso es que el cine, como la sociedad en general, vivió un enorme retroceso en esa época, algo que no puede estar separado del horrible destino que muchos de los cineastas sufrieron, como la reeducación, la persecución o la muerte», comenta el crítico de cine chino Paul Fonoroff.
Sin embargo, esa época permitió descubrir actores y directores de talento que adquirirían importancia en el cine posterior, apunta este especialista asentado en Hong Kong.
Pasada esta etapa de anarquía dirigida y con la llegada al poder de Deng Xiaoping, la politización del arte chino se relajó pero siguió presente: las autoridades promovieron la creación de obras «de cicatrices», críticas con la Revolución Cultural, que -en muchos casos- legitimaban el nuevo liderazgo, que dejaba atrás el maoísmo exacerbado y se abría al mundo y al libre mercado.
Aunque esta «segunda primavera», donde se dio libertad para encarar al Partido Comunista -aunque fuera sobre sus políticas en un cierto lapso de tiempo-, fue breve: muchas de las películas que posteriormente trataron el tema de la Revolución Cultural sufrieron la censura oficial y se vieron de manera clandestina.
Filmes que mostraban la violencia de esa etapa como «Adiós a mi concubina» y «Vivir» sufrieron la censura, mientras que largometrajes como «Al calor del sol», que trataban esa etapa de manera indirecta, pudieron ser exhibidos en China.
«Cualquier intento de tratar la Revolución Cultural de manera positiva es imposible. Cualquier intento de nombrar y perseguir a quienes asesinaron y torturaron -y no han sido enjuiciados- es imposible», asegura Berry, para quien «las restricciones se han vuelto más fuertes» con el actual presidente chino, Xi Jinping.
«No puedes examinar de cerca qué desvela la Revolución Cultural -en términos sistémicos- sobre el Partido Comunista: las películas no pueden lidiar con el rol central jugado por las políticas de partido, las luchas de poder, las batallas de facciones y el papel de Mao. En otras palabras: está bien mostrar las atrocidades de esa época, con tal que los valores centrales del Partido y su líder no sean los culpables», señala por su parte el crítico Fonoroff.
«Muchos directores quieren presentar el tema de la Revolución Cultural, pero no pueden debido a las muchas limitaciones. Está la influencia de la censura pero también la del mercado, que da la bienvenida a las películas de amor y comedia», explica a su vez Wang.
Para este profesor, a los jóvenes chinos «no les interesa la historia ni la verdad. Estamos en una época de entretenimiento, no sólo en China, sino en todo el mundo».