picasso
Picasso, ¿el Tarantino de la pintura?

El director de fotografía José Luis Alcaine sostiene la teoría de que Picasso se inspiró en una secuencia del melodrama antibelicista Adiós a las armas (1932), protagonizado por Gary Cooper, para pintar el Guernica.
Director de fotografía de cineastas como Bardem, Camino, Vicente Aranda, Gutiérrez Aragón, Erice, Fernando Trueba o Carlos Saura,
Alcaine recuerda que viajó a París en 1963, un año después de iniciar sus estudios de cine en Madrid, y en la capital francesa compró un cartel del Guernica porque era un «símbolo antifranquista», una imagen que presidió la pared del salón de su casa durante 15 años.
«Ver ese cuadro durante tanto tiempo me permitió empaparme de la obra de Picasso e inconscientemente acabé desmontándolo en mi mente», comenta. La conexión entre cuadro y película le vino en casa, cuando veía en la televisión el filme protagonizado por Gary Cooper: «Cuando llegó la secuencia en el minuto 51, pegué un salto a los 2 minutos y le dije a mi mujer: esto es el Guernica».
Tras esta clarividencia inicial, ¡empezó a revisionar la película y a ver más detalles y más coincidencias. «Todo el Guernica está en esa secuencia de la película, menos el toro ibérico, que yo interpreto que es el mismo Picasso que mira a los espectadores y parece advertirles de la barbaridad», apunta Alcaine, quien ve paralelismo entre ese toro/Picasso y la posición de Velázquez en las Meninas y su mirada al espectador.
En un visionado de esa escena, Alcaine desgrana las sorprendentes coincidencias, desde la primera, «quizá la más evidente», la puerta, que es igual a la del cuadro. También aparece una señora invocando a los cielos, lo mismo que la mujer que levanta los brazos en el lienzo; u otra mujer que agita las manos aterrorizada, que se corresponde al gran rostro de perfil del cuadro.
El paralelismo de los caballos es también bastante evidente, en su opinión, incluso en la reproducción de las patas y del giro de la cabeza del animal; en la mujer con la manos extendidas que huye del bombardeo o en la mujer con el niño que luego será ametrallada en el filme, ambos iconos recogidos por Picasso en el cuadro. Película y cuadro también tienen en común un primer plano de un brazo con la mano, añade Alcaine, así como un muerto con la mano extendida, que en la película está con la cabeza boca abajo, mientras que en el cuadro está boca arriba, si bien el director de fotografía ha mostrado una foto de Dora Maar de los trabajos previos del Guernica en los que aparece en la misma posición del filme.
En la cinta de Borzage aparecen asimismo unas ocas que Alcaine cree ver también en el cuadro: «En los mercadillos españoles podía haber borregos, cerdos, caballos, vascas, conejos, pero era raro encontrar ocas y menos en la época y el hecho de que Picasso las pintara en el lienzo aún apoya más mi teoría».
Curiosamente, en el Guernica, «el cuadro picassiano con un montaje más cinematográfico», todos los personajes y la acción miran de derecha a izquierda, la misma dirección que adopta la secuencia. En su investigación, Alcaine ha averiguado que en la película hubo un director de segunda unidad, que en ese momento era un desconocido, el rumano Jean Negulesco, que había estudiado Bellas Artes en Bucarest y que de joven se había marchado a París para formarse como pintor.
Negulesco estuvo con Brancusi y Tristan Tzara en París y en una entrevista admitió que conoció a Picasso en la Costa Azul, antes de exponer en París y viajar a Nueva York para hacer otra exposición. En la Gran Manzana, Negulesco comenzó supervisando las cuestiones artísticas de las película y acabó haciendo carrera en Hollywood con filmes como Belinda, con Jane Wyman, o Cómo casarse con un millonario, protagonizada por Marilyn Monroe y Lauren Bacall.
Hay pinturas de un solo trazo de Negulesco que, según Alcaine, recuerdan la época de Picasso y de Jean Cocteau. Y para corroborar aún más la sombra de la película sobre el Guernica, Alcaine, que acaba de trabajar a las órdenes de Almodóvar y Brian de Palma, recuerda que la única foto de Picasso con un actor es con Gary Cooper, quien además le regaló un sombrero y una pistola y que en sus visitas a Europa siempre visitaba al malagueño.
El único eslabón que le faltaría a la teoría de Alcaine sería encontrar la prueba de que Picasso vio la película: «Se estrenó en París en 1933, pero las copias viajaban siempre durante unos cinco años y por tanto la pudo ver en algún cine de la Costa Azul o incluso en alguna sesión privada en la sala de proyecciones que la vizcondesa de Noailles -que financió La edad de oro de Buñuel- tenía en su casa.
George Braque en una arista del cubo

El pintor francés Georges Braque, precursor del cubismo y primer artista vivo que creó una obra para el Louvre, “Les Oiseaux” (1953), murió en 1963 tras haber atravesado dos Guerras Mundiales y una profunda amistad con Picasso que, en cierta forma, eclipsó su talento.
Braque compartió época, barrio, compañeros de siglo y sueños artísticos, fuentes de inspiración y galeristas con su celebérrimo amigo malagueño, y también la utopía de un nuevo arte.
Con ella intentaron “cambiar el mundo” trabajando juntos “uno al lado del otro”, a veces las mismas obras sin querer firmarlas, comenta la conservadora Brigitte Leal.
“No querían firmar en defensa de un ideal, de un arte colectivo y anónimo, que correspondía con su utopía de cambiar el mundo”, luego vino la guerra y siguieron viéndose, por supuesto, pero la historia fue un poco diferente, añade Leal.
Todavía hoy resulta difícil, sino imposible, hablar de Braque sin nombrar -y muy a menudo- a Picasso, pero no fue aquella poderosa amistad la única razón de que la obra del infinitamente más discreto y silencioso pintor nacido en Argenteuil-sur-Seine, en 1882, ha pasado a la historia de manera también más discreta y silenciosa.
“La culpa es de Picasso”, pero no solo, subraya Leal. “Siempre les compararon, y Picasso tenía unas dimensiones un poco aplastantes”, además de ser tan extravertido y tan comunicativo que el mucho más reservado Braque resultaba menos visible, como su obra, “menos directa” y “más sutil”, explica.
Sin contar con que se ha expuesto mucho menos la creación de Braque y que desde hace años hay una notable ausencia de grandes muestras sobre él, en particular en París.
Picasso, que iba construyendo su obra a partir de su propia biografía, era además el único capaz de hacer un cuadro como el “Guernica”, en el que se afronta la historia, mientras que -subraya Leal- la obra de Braque era “de orden simbólico” y no consta ningún retrato, ni ningún autorretrato suyo.
Salvo si se consideran como tal sus representaciones del taller donde trabajaba, sus naturalezas muertas o sus paisajes, donde aunque muy “disfrazado”, cierto, “se adivina al hombre” y se perciben sus gustos y su personalidad, resalta la comisaria.
En cualquier caso, no fue la eterna comparación con su amigo genial la que ocultó su obra a la generación de mayo del 68 y las posteriores, sino el estatuto de “artista oficial de la Francia gaullista” que gozó en vida.
Un merecido privilegio que propició a mediados del siglo pasado el encargo del Museo del Louvre y unas obsequias celebradas con gran pompa, presididas por el ministro de Cultura -nada menos que André Malraux-.
Un entierro así era normal, en una época “en la que los artistas gozaban de gran prestigio, no comercial como hoy, sino por las ideas que encarnaban y simplemente por su arte”, asevera Leal.
Desde luego, nada ha podido evitar que Braque, “el pintor vivo más grande del mundo” según proclamó en 1946 su colega Nicolas de Staël, sea hoy uno de los más importantes del siglo XX, pero su notoriedad terminó volviéndose contra él.
Organizada en el Museo de la Orangerie, en el décimo aniversario de su desaparición, una primera retrospectiva comenzó a recolocar en su puesto al gran pintor, grabador, escultor y autor de collages.
Un artista cuya primera exposición personal, organizada por Daniel-Henry Kahnweiler en 1908, con un catálogo prologado por Apollinaire, fijó el nacimiento oficial del cubismo.
Proseguir la “indispensable rehabilitación” de su arte, batalla “bien iniciada ya al otro lado del océano”, es para Leal uno de los objetivos de la gran exhibición del Grand Palais, la primera en cuarenta años que organiza París y que permitirá a toda una generación “huérfana” de Braque descubrir la riqueza todavía subestimada de su obra.
Epístolas entre pinceles
El libro «Picasso y yo» recoge por primera vez el epistolario entre Dalí y Picasso, editado por Víctor Fernández, que reconstruye los encuentros y desencuentros entre ambos artistas y la fascinación que el ampurdanés sintió siempre por la obra del malagueño.
Fernández, que ha trabajado en este proyecto durante un año, ha ampliado el contenido de un libro similar publicado en Francia: «He incorporado una carta inédita de Dalí a Picasso (un borrador de telegrama), o el único documento de Picasso dirigido a Dalí», explica.
El editor considera su trabajo meramente «periodístico», pues ha ido a las fuentes y recopilado lo que hay de documentación en archivos como el de la Fundación Dalí, el de los herederos de Miró o el del MOMA, que le ha proporcionado una carta de Dalí al marchante de Picasso.
Las cartas, señala, están en los archivos Picasso de París, salvo una inédita que Descharnes publicó en Vogue en 1979, pero que está desaparecida.
«Picasso y yo» (Elba Editorial) reúne una postal firmada por Picasso y 70 cartas por Dalí. Víctor Fernández relata que con el libro pretendía «acabar con el tópico de que las diferencias entre ambos artistas se explican sólo por motivos políticos e ideológicos, a partir de la Guerra Civil española».
«Creo que hubo más relación de la que se piensa entre Picasso y Dalí y, de hecho, entre 1926 y 1938, Picasso lo protege, le da dinero, financia el primer viaje de Dalí y Gala a Nueva York, le presenta a Paul Rosenberg, a Gertrude Stein, asiste al estreno de las dos películas que firman Buñuel y Dalí («El perro andaluz» y «La edad de oro»), y está al tanto de sus exposiciones», apunta.
Al hilo de las cartas, Fernández rastrea al menos tres intentos de reconciliación.
«Uno con la mediación de Dora Maar, un segundo con John Peter Moore a finales de los sesenta, que aseguraba que los había reunido en el sur de Francia con quince personas, pero del que no hay constancia, y un tercero difundido por el periodista Antonio D. Olano, amigo de ambos, según el cual Dalí propuso encontrarse con Picasso en un pueblo de Asturias, lo que el malagueño rechazó, pero dejando abiertas las puertas de su taller en La Californie».
En la introducción, Fernández comienza con la imagen de Jacqueline Picasso lanzando por la ventana la corona de flores que le ha enviado Dalí.
«Por una vez, ese 8 de abril de 1973, Salvador Dalí quiso que su saludo final fuera en privado, lejos de los escenarios que tan afines eran a su causa publicitaria. Acababa de conocer la noticia del fallecimiento de Pablo Picasso, su padre artístico, el hombre al que quiso imitar y superar, el maestro con el que se había enfrentado en el ruedo de la pintura, aunque el malagueño no había aceptado el acercarse al capote daliniano».
Según el editor, «Dalí sopesó acercarse a Mouguins, donde se encontraba el castillo-taller en el que iba a enterrarse a Picasso, evitando los focos, pero aquello era una misión imposible, ya que los periodistas rodeaban la última morada picassiana y la ya viuda del maestro, Jacqueline, había decidido que sería un acto extremadamente privado, sólo para los amigos más íntimos».
A su juicio, en las cartas aparecen «pistas que permiten que hoy podamos adentrarnos mejor en un terreno que ha sido fértil en polémicas, sobre todo a partir de 1948, cuando Dalí se instaló definitivamente en la España de Franco y Picasso ya se había convertido, como contraposición, en el principal estandarte del exilio y la oposición al régimen».
El libro recoge la primera «declaración afectuosa» de Dalí hacia Picasso: Se trata de un manuscrito, probablemente escrito en 1922, titulado «Les cançons dels dotze anys. Versus em prosa i em color», conservado en la Fundació Gala-Salvador Dalí de Figueres, que concluye con toda una declaración de principios: «Me gusta Picasso».
La práctica inexistencia de cartas de Picasso a Dalí se explicaría, según el autor, «por la poca disposición de Picasso a mantener relación epistolar, salvo raras excepciones, o a que esa correspondencia se pudo perder».