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La piel de la pintura en la obra de Freud

«Freud amaba la carne y la piel, incluso la piel de los perros y veía a las personas como si llevaran un animal dentro». Así lo afirma David Dawson, amigo y heredero de Lucian Freud, uno de los pintores británicos más importantes de los siglos XX y XXI y con quien trabajó los últimos 20 años de su vida.
Dawid Dawson, director del «Lucian Freud Archive» junto con Martín Gayford, quien ha escrito los textos y ensayos, ha creado un objeto libro, editado por Mark Holborn, y publicado por PHAIDON, en dos volúmenes, que constituye la obra más completa publicada sobre Freud hasta hoy.
Un libro en inglés que tiene 480 ilustraciones en reproducciones de enorme calidad, de los 500 cuadros que hay de Freud por el mundo, y del que han hecho 3.500 ejemplares, a la venta por 450 euros.
Freud, nacido en Berlín en 1922 y exiliado del nazismo en el Reino Unido, decía que su pintura era autobiográfica, que pintaba «a la gente que le interesaba y que le importaba», en las habitaciones en las que vivía y que conocía bien.
Aunque reservado, tenía fama de mujeriego, y tuvo trece hijos de diferentes mujeres, algunos de los cuales retrató.
Su exploración de la relación entre el artista y el modelo, constante en su carrera, culmina en obras como la serie dedicada a Sue Tilley, una supervisora de subsidios sociales de Londres, obesa, que posó para el artista en diferentes ocasiones.
Dawson, que conoció a Freud cuando éste tenía 69 años, y que trabajó de forma intensa con él, heredó del pintor una casa (la casa estudio del pintor en Kensington, Londres) y tres millones de libras, como él mismo ha reconocido hoy durante la presentación del libro. Y, aunque no ha querido decir de forma exacta cuántos cuadros posee exactamente, ha comentado entre risas que «una o dos» pinturas.
Además ha sido el protagonista de varios de estos cuadros, entre ellos el último creado por el pintor obsesionado con la carne, un retrato de él con su perro. «La última pincelada de Freud fue la que hizo a la oreja del perro», ha reconocido.
«Original, simpático, muy inteligente, con gran sentido del humor y alguien para el que la pintura está por encima de cualquier persona». Así define David Dawson a uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, al pintor de los cuerpos desnudos, con las carnes plegadas, fofas, en tonos crudos y sin piedad, que nació en Berlín en 1922 y se instaló en Londres en 1933, junto a su familia, huyendo de los nazis.
«En Londres se quedó y fue la ciudad donde quiso acabar su vida pintando británico», y donde murió en 2011, comenta Dawson, que ha recuerda que Freud «lo único que hizo de forma obsesiva fue pintar».
El director del Lucian Freud Archive explica la importancia que tuvo Francis Bacon en la trayectoria del pintor. «Cuando Freud tenía 30 años conoció a Bacon -dice- y éste le enseño a convertirse en un gran artista contemporáneo, le hizo cambiar de estilo y dirección, con más pasión, con el pincel más áspero y con mucho más volumen en la pintura».
En los 60 con el Pop Art, Freud fue olvidado, una circunstancia que al pintor le gustó, según Dawson, hasta que en los 80 reaparecería, y en los 90 con sus grandes retratos de desnudos y su gran exposición en el MET de Nueva York, se convirtió en un artista de gran renombre.
Todo un recorrido que se recoge en estos dos volúmenes organizados cronológicamente. «Lo fascinante de este libro es que demuestra cómo un artista va mejorando cada vez más y va creciendo década tras década», añade Dawson.
Freud, que solo hacía retratos de las personas que quería, dedicaba 12 meses a cada retrato y tenía dos formas de trabajar, con la luz del día y con la luz eléctrica, de noche. De 8 de la mañana a una de la tarde y otro retrato con luz eléctrica de 6 a doce de la noche. «Siempre estaba en el estudio y siempre buscaba la individualidad de cada persona y cada cuerpo».
El último retrato de Freud se subastó por 22 millones de libras, ha recordado el heredero, quien también ha señalado que la familia no tiene ningún cuadro del pintor.
Los nutrientes de Freud
El pintor compaginaba arte y sexo como quien trabaja y acude al lavabo a ejercitar una función biológica. «Podía ser cruel como amante y como padre, pero era un hombre sumamente interesante», apunta Vassilakis Takis, autor del libro «Breakfast with Lucian. Portrait of the artist» (Desayuno con Lucian. Retrato del artista) acerca del que fue conocido durante tiempo como el artista que quedaba vivo más importante del siglo XX (tras la muerte de Picasso y otros grandes nombres del mismo siglo). El realismo y la anatomía humana dramatizada fueron, sin duda, el trazo que surgió de su producción artística. Hasta las modelos tipo ‘muñecas Barbie’, como Kate Moss, a quien tatuó en el culo, según cuenta en el libro, aparecen de carne trémula, despojadas de la belleza de plástico y la cosmética que las caracteriza.
En el mundo del arte gravita el rumor de que Lucian Freud engendró 40 hijos. Por una casualidad de números cuatro o una afinidad en las pronunciaciones de las cifras (40 y 14) en inglés, de hijos reconocidos sólo hay 14, nacidos de seis mujeres, y herederos del legado del pintor. Una de la prole es Jane McAdam, nacida en 1958, la mayor de los cuatro hijos que tuvo Freud con Katherine McAdam, quien me contó que «hasta los 8 años de edad, mi padre era una figura constante en mi vida, pero después perdí el contacto con él, y no lo recuperé hasta que yo tenía 30 años de edad y ya era artista. Desde entonces estuve mucho con él, incluso en los últimos años cuando ya estaba enfermo».
Jane, sus hermanos, y sus numerosos medio hermanos nunca se sentaron juntos alrededor de una mesa para comer, contarse un viaje o echarse una bronca que es lo que suelen hacer las familias convencionales. Del retrato del artista que se publica ahora se desprende la noción de que Lucian Freud, además de ser el gran artista y dramatizador del alma humana, era un gruñón y cascarrabias que no toleró a muchos miembros de su familia, desde su padre hasta su hermano Clement. La única mujer que le hizo daño al abandonarlo fue Caroline Blackwood, su segunda y última esposa, con la que no tuvo hijos. Blackwood era la heredera de los Guinness que quizás, por eso, no lo quieren meter en el libro de récords.
Picasso, ¿el Tarantino de la pintura?

El director de fotografía José Luis Alcaine sostiene la teoría de que Picasso se inspiró en una secuencia del melodrama antibelicista Adiós a las armas (1932), protagonizado por Gary Cooper, para pintar el Guernica.
Director de fotografía de cineastas como Bardem, Camino, Vicente Aranda, Gutiérrez Aragón, Erice, Fernando Trueba o Carlos Saura,
Alcaine recuerda que viajó a París en 1963, un año después de iniciar sus estudios de cine en Madrid, y en la capital francesa compró un cartel del Guernica porque era un «símbolo antifranquista», una imagen que presidió la pared del salón de su casa durante 15 años.
«Ver ese cuadro durante tanto tiempo me permitió empaparme de la obra de Picasso e inconscientemente acabé desmontándolo en mi mente», comenta. La conexión entre cuadro y película le vino en casa, cuando veía en la televisión el filme protagonizado por Gary Cooper: «Cuando llegó la secuencia en el minuto 51, pegué un salto a los 2 minutos y le dije a mi mujer: esto es el Guernica».
Tras esta clarividencia inicial, ¡empezó a revisionar la película y a ver más detalles y más coincidencias. «Todo el Guernica está en esa secuencia de la película, menos el toro ibérico, que yo interpreto que es el mismo Picasso que mira a los espectadores y parece advertirles de la barbaridad», apunta Alcaine, quien ve paralelismo entre ese toro/Picasso y la posición de Velázquez en las Meninas y su mirada al espectador.
En un visionado de esa escena, Alcaine desgrana las sorprendentes coincidencias, desde la primera, «quizá la más evidente», la puerta, que es igual a la del cuadro. También aparece una señora invocando a los cielos, lo mismo que la mujer que levanta los brazos en el lienzo; u otra mujer que agita las manos aterrorizada, que se corresponde al gran rostro de perfil del cuadro.
El paralelismo de los caballos es también bastante evidente, en su opinión, incluso en la reproducción de las patas y del giro de la cabeza del animal; en la mujer con la manos extendidas que huye del bombardeo o en la mujer con el niño que luego será ametrallada en el filme, ambos iconos recogidos por Picasso en el cuadro. Película y cuadro también tienen en común un primer plano de un brazo con la mano, añade Alcaine, así como un muerto con la mano extendida, que en la película está con la cabeza boca abajo, mientras que en el cuadro está boca arriba, si bien el director de fotografía ha mostrado una foto de Dora Maar de los trabajos previos del Guernica en los que aparece en la misma posición del filme.
En la cinta de Borzage aparecen asimismo unas ocas que Alcaine cree ver también en el cuadro: «En los mercadillos españoles podía haber borregos, cerdos, caballos, vascas, conejos, pero era raro encontrar ocas y menos en la época y el hecho de que Picasso las pintara en el lienzo aún apoya más mi teoría».
Curiosamente, en el Guernica, «el cuadro picassiano con un montaje más cinematográfico», todos los personajes y la acción miran de derecha a izquierda, la misma dirección que adopta la secuencia. En su investigación, Alcaine ha averiguado que en la película hubo un director de segunda unidad, que en ese momento era un desconocido, el rumano Jean Negulesco, que había estudiado Bellas Artes en Bucarest y que de joven se había marchado a París para formarse como pintor.
Negulesco estuvo con Brancusi y Tristan Tzara en París y en una entrevista admitió que conoció a Picasso en la Costa Azul, antes de exponer en París y viajar a Nueva York para hacer otra exposición. En la Gran Manzana, Negulesco comenzó supervisando las cuestiones artísticas de las película y acabó haciendo carrera en Hollywood con filmes como Belinda, con Jane Wyman, o Cómo casarse con un millonario, protagonizada por Marilyn Monroe y Lauren Bacall.
Hay pinturas de un solo trazo de Negulesco que, según Alcaine, recuerdan la época de Picasso y de Jean Cocteau. Y para corroborar aún más la sombra de la película sobre el Guernica, Alcaine, que acaba de trabajar a las órdenes de Almodóvar y Brian de Palma, recuerda que la única foto de Picasso con un actor es con Gary Cooper, quien además le regaló un sombrero y una pistola y que en sus visitas a Europa siempre visitaba al malagueño.
El único eslabón que le faltaría a la teoría de Alcaine sería encontrar la prueba de que Picasso vio la película: «Se estrenó en París en 1933, pero las copias viajaban siempre durante unos cinco años y por tanto la pudo ver en algún cine de la Costa Azul o incluso en alguna sesión privada en la sala de proyecciones que la vizcondesa de Noailles -que financió La edad de oro de Buñuel- tenía en su casa.
La luz de la soledad de Edward Hopper

Edward Hopper, considerado el pintor realista de EEUU más importante del siglo XX, sigue estando muy presente en la esfera del arte décadas después de su muerte gracias a sus obras que consiguen plasmar momentos de quietud en un mundo acelerado.
Cíclicamente, sus óleos cobran vida con sus cuadros más famosos que, gracias a formatos como el ‘gif animado’, llevan a los cuadros a ser todavía más reales. De este modo, Sus particulares obras son siempre aplaudidas por su capacidad de provocar momentos de profundo análisis de lo que rodea al ser humano.
En «Automat» (1927), por ejemplo, el café de la mujer que protagoniza el cuadro humea y algunas de las luces de la cafetería parpadean, y su «House by the Railroad» (1925) pasa en escasos segundos de la luz del día a una noche estrellada.
«En contraposición a todo el ruido del siglo XXI, quizás este mensaje resuena más que nunca», explica el director de arte del Royal Academy del Reino Unido, Tim Marlow.
Aunque Hopper también le dedicó tiempo al dibujo y la acuarela, son sus óleos los que le hicieron pasar a la historia por su realismo, quietud y reflexión, y por su retrato de paisajes y ambientes estadounidenses.
El pintor empezó a producir algunas de sus mejores obras después de la gran depresión económica estadounidense de 1929, cuando el país se vio inmerso en una sensación global de incertidumbre y ansiedad.
Sus cuadros, sin embargo, invitaban al ciudadano a detenerse, observar y contemplar lo que estaba a su alrededor al plasmar paisajes serenos y solitarios o escenas de la vida cotidiana estadounidense en los que solía incluir a un número muy limitado de personas.
Nacido en Nyack, Nueva York, en 1882, Hopper contó desde niño con el apoyo de su familia, que supo reconocer su talento artístico y ayudó a desarrollar sus cualidades al apoyar sus estudios en dos escuelas de arte desde 1899 a 1906.
Después, Hopper comenzó trabajando como ilustrador una temporada, tras lo que realizó tres viajes a varias ciudades europeas, centrándose en París, donde se vio inspirado por el trabajo tanto de Edgar Degas como de Edouard Manet, cuyas representaciones de la vida moderna urbana influyeron en sus obras de por vida.
Tras regresar a Nueva York, donde se instaló en el barrio de Greenwich Village, Hopper pasó casi una década viviendo en el anonimato artístico hasta que su trabajo fue mostrado por primera vez en una exposición individual en el Whitney Studio Club en 1920.
Pocos años después, su reconocimiento había crecido exponencialmente y consiguió vender todas y cada una de las piezas que formaron parte de su exposición de la Frank Rehn Gallery de Nueva York.
En 1927, el pintor se casó con Josephine Nivison, una mujer enérgica y optimista que contrastaba con el carácter conservador, tímido e introvertido de Hopper.
En 1930, su óleo «House by the Railroad», de 1925, fue la primera pieza que compró el recién fundado Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), que con el tiempo se convirtió en una de las pinacotecas más destacadas del mundo.
Tres años después, el trabajo de Hopper recibió otro espaldarazo con una exposición retrospectiva que le dedicó el MoMA, donde se celebró su estilo adulto e identificable en el que dominaba la sensación de silencio y distanciamiento.
Entre sus paisajes más destacados se encuentran gasolineras desiertas, vías de tren, puentes, paisajes bucólicos de la costa de Nueva Inglaterra o cafeterías y cines frecuentados por personajes pensativos.
Pese a su éxito comercial, Hopper empezó a recibir ciertas criticas en la década de los 40 y 50, cuando comenzó a dominar en el mundo del arte la escuela de expresionismo abstracto, aunque hasta su muerte en 1967 el pintor nunca perdió su reclamo popular.
Proceso creativo
Dibujos, bocetos y apuntes de Edward Hopper constituyeron el andamiaje que el pintor necesitó para construir la soledad luminosa de sus mejores cuadros.
Hopper (1882-1967) había guardado para sí estos bosquejos o pequeñas acuarelas y, tras su muerte, su viuda, Josephine Hopper, las donó al Whitney. Allí había hecho el pintor en 1920 su primera exposición monográfica y, desde entonces, se había convertido en uno de los lugares que más había apostado por su obra.
Estos dibujos eran para Hopper algo que mantenía en privado. No solía enseñarlos, se los quedó para sí, porque los consideraba un trabajo al que no tenía que dar mucha importancia.
Sin embargo, el poder disfrutarlos en su conjunto ofrece la oportunidad de estudiar las sutiles interconexiones entre la obra del artista y ofrecen un viaje por su mente. lo que él llamaba creación ‘desde el hecho’ y la improvisación.
De esa tensión entre la observación y la imaginación nacía un corpus creativo que necesitaba ir a algo más general y más universal y que utilizaba «esa imaginación para improvisar, como filtro para sus mejores pinturas.
Esa aportación suma el elemento hipnótico a «Nighthawks», por ejemplo, donde retrataba a ese hombre solitario apostado de espaldas en la barra de un bar. Mientras los bocetos muestran cómo hasta el último salero había sido minuciosamente estudiado y ensayado por Hopper, la luz fría y la distancia impuesta por el cristal creaban el discurso emocional bajo la escena aparentemente aséptica.
Y así, otros bosquejos describen a Hopper como un minucioso trabajador que no dejaba al azar la perspectiva de «New York Movie» o la melancolía de una gasolinera vacía.
También son conocidos sus viajes a París, donde se vio influido por el impresionismo en y pintó cuadros como «Soir Bleu» en 1914 o se detiene en sorprendentes rarezas, como algunos autorretratos o pequeños detalles de su sobria casa en la neoyorquina Washington Square.
Y también estudios de las manos de su esposa, caricaturas grotescas diametralmente opuestas a su estilo habitual o incluso una copia en tinta del cuadro de «El flautista», de Edouard Manet.
Es de recibo señalar, además, la influencia de Hopper en la pintura, fotografía y cine posteriores, en artistas como Alfred Hitchcock o David Lynch, así como en el pintor David Hockney.
La reconciliación inglesa con el arte español

El hispanista Nigel Glendinning sostiene que la sociedad británica tuvo que superar muchos prejuicios, tanto religiosos como estéticos, antes de comenzar a apreciar el arte del Siglo de Oro español, que no se extendió en las islas hasta finales del XVII.
El autor del libro ‘Arte español en Gran Bretaña e Irlanda, 1750-1920’ -en el que también ha participado la especialista en Historia del Arte Hilary Macarteny- explica que el anti-catolicismo de la época dificultó la popularización de las obras de temática religiosa de los grandes pintores españoles.
Además, en cuanto a la estética, los británicos preferían el estilo clásico y refinado de los artistas italianos y ‘no les gustaba nada la falta de idealismo en la representación de las figuras de las obras españolas’, afirmó Glendinning tras la presentación del libro en el Instituto Cervantes de Londres.
‘Lo más típico en pintores como Velázquez y Murillo es que representaban a los pastores tal y como son normalmente, sin idealizarlos’, subrayó el profesor emérito de la Universidad Queen Mary de Londres.
Precisamente, las obras de Murillo fueron unas de las primeras que salvaron la distancia cultural entre España y Gran Bretaña, especialmente los retratos infantiles como ‘Invitación al juego de pelota a pala’ y el ‘Niño mendigo’.
‘A partir de la segunda mitad del siglo XVII empezó a funcionar un mercado de copias de Murillo, algunas de ellas buenas, -subrayó Glendinning- que se importaban desde Holanda’.
En el siglo posterior varios particulares se hicieron también con obras originales, como un médico de la corte en cuyo inventario de posesiones figuraban varios Murillo, o un banquero irlandés que compró el autorretrato del pintor español que hoy se exhibe en la National Gallery de Londres.
La estética de pintores como Zurbarán o Ribera, en cambio, tardó más tiempo en seducir al gusto británico.
‘A los ingleses no les gustaban los cuadros oscuros. Incluso solían criticar a los pintores que no dejaban entrar en sus escenas la luz que normalmente se asocia a España’, afirma Glendinning.
Además, Zurbarán era un pintor más conocido en Andalucía que en Madrid, indica el hispanista, lo que impedía que llegaran a conocer su trabajo los viajeros ingleses que llegaban a la capital y compraban las obras que más tarde llevarían a su país.
‘El caso de Velázquez es más complicado’, advierte el experto, ‘en parte por la audacia de su técnica ya que, en Inglaterra, como en otros países europeos, gustaban más los trazos definidos y nítidos’.
Velázquez tenía un estilo que se ha comparado muchas veces con el impresionismo, y utilizaba una técnica conocida como ‘perspectiva aérea’ que rompía con las normas pictóricas habituales.
Distanciaba los objetos no a través de líneas, sino ‘por cambios sutiles en el color’, resalta Glendinning.
‘Todo eso hace de Velázquez un pintor que interesa a los grandes aficionados a la pintura, a los que realmente saben lo que es pintar, pero desagrada a quienes prefieren un estilo más nítido’, apunta el hispanista.
Pese a las reticencias, a finales del XVIII ya comenzaba a apreciarse una cierta afición por la obra del español en Gran Bretaña.
‘Uno de los casos más curiosos es el de un embajador británico en Madrid que hizo copiar una gran cantidad de cuadros de Velázquez en tamaño pequeño para llevarlos a Inglaterra’, relata Glendinning.
El autor del primer estudio dedicado enteramente a la recepción del arte español en las Islas Británicas e Irlanda subraya que el gusto por Velázquez no ha hecho sino aumentar con el tiempo en Reino Unido, y recordó como hace varios años una exposición dedicada al pintor de ‘Las Meninas’ resultó una de las más visitadas hasta la fecha en la National Gallery de Londres.
Del prejuicio a la admiración
Los prejuicios de los británicos respecto a los españoles dieron paso a un sentimiento de admiración… por los menos en términos artísticos. Las antiguas reservas del pueblo británico respecto a España -producto de la histórica rivalidad religiosa y política entre ambas potencias- dieron paso, si bien lentamente, a una fascinación por el rico legado pictórico del país ibérico. Todavía en 1828, según recuerda el experto Christopher Baker, el pintor escocés David Wilkie se refería al sur de España como «la reserva de caza de Europa».
El interés de los británicos por la historia y la cultura españolas comenzó a despertar a mediados del siglo XVIII gracias a los relatos de algunos viajeros. Sin embargo, continuaban vivos los viejos prejuicios que pintaban a la península Ibérica como un país donde imperaban la intolerancia y la crueldad, tipificadas por la Inquisición. Esos estereotipos fueron disipándose poco a poco en el transcurso del siglo XIX, sobre todo por una causa común: la oposición a las ambiciones imperialistas de Napoleón Bonaparte, que hizo que ambos pueblos lucharan codo con codo en lo que los ingleses llaman «la Guerra Peninsular» y los españoles, «Guerra de la Independencia».
Desde aquella guerra, en la que la intervención del duque de Wellington fue decisiva para la victoria española, hasta la Guerra Civil Española, en la que cayeron numerosos idealistas británicos al lado de los republicanos que se levantaron contra la amenaza fascista, los ingleses pasaron del estereotipo baladí a la admiración.
La obra John Phillips en su estudio, pintado por su colega John Ballentine en 1864, es uno de los cuadros que resume, tal vez como ningún otro, la «complejidad» de estos tema. El lienzo muestra a Phillips, apodado Felipe de España, por su pasión por la cultura española, mientras trabaja en una imagen romántica de contrabandistas. En primer plano hay una mesa con vasijas y fruta, como en un bodegón velazqueño, mientras que al fondo, parcialmente oculta por una cortina, puede verse una copia de Las Meninas.
A la fascinación por los temas españoles contribuyeron las colecciones tanto públicas como privadas que se crearon a partir de la fascinación británica por el arte de Murillo, cuyas pinturas de chicos de la calle iban a influir directamente en el pintor Thomas Gainsborough. Colecciones que se vieron enriquecidas por el generoso regalo que le hizo el rey Fernando VII al Duque de Wellington, al no aceptar que este le devolviera las pinturas del botín que José Bonaparte trató de llevarse a Francia y que capturaron las tropas al servicio del aristócrata británico en la batalla de Vitoria.
El interés romántico de muchos viajeros británicos por un país de gitanos y bandoleros contrasta con los estudios más serios de William Stirling (Anales de los artistas de España) o del gran arquitecto y diseñador Owen Jones: Planos, alzados, secciones y detalles de la Alhambra. Así existen ejemplos de la diferente sensibilidad con que tratan los artistas españoles y británicos a la Guerra de la Independencia y la Guerra Civil. Los intérpretes de esos puntos de vista podrían ser Goya y Wilkie, en el primer caso, y Picasso, Edward Burra o Wyndham Lewis, en el segundo. Así, por ejemplo, a la visión descarnada y amarga del Goya de Los desastres de la guerra se contrapone el embeleso un tanto teatral de David Wilkie con el heroísmo hispano en su famoso cuadro La defensa de Zaragoza.
Reconquista indígena en trazos

El artista plástico Fernando De Szyszlo fue el pintor peruano más reconocido del siglo XX, principal precursor del arte abstracto en Perú y uno de sus mayores baluartes en Latinoamérica, cuyas obras de temática indigenista están en prestigiosos museos como los de Nueva York y Madrid.
Con la pintura y la escultura como sus disciplinas predilectas, De Szyszlo logró sintetizar el arte, los mitos y los símbolos del Antiguo Perú con el arte abstracto y las nuevas tendencias modernistas mediante un lenguaje no figurativo con el que irrumpió en el panorama artístico nacional e internacional.
Ese es el caso de Inkarri (1968), considerada su obra maestra, al representar simbólicamente, con formas abstractas de fuertes tonos rojos y negros, el mito donde el último inca, despedazado por los colonos españoles, recompone su cuerpo y derrota a los invasores para restaurar nuevamente el imperio incaico.
Inkarri es contemporánea a series como Apu Inca Atawallpaman (1963) y Paisaje (1969), mientras que en las dos décadas siguientes De Szyszlo evolucionó hacia un expresionismo abstracto de fuerte colorido, como se manifiesta en las series Interiores (1972), Waman Wasi (1975) y Anabase (1982).
Nacido en la capital peruana el 5 de julio de 1925, De Szyszlo fue hijo del físico polaco Vitold De Szyszlo y de María Valdelomar, hermana del célebre escritor peruano Abraham Valdelomar, y se crío en el bohemio distrito de Barranco, hogar de numerosos artistas y literatos peruanos.
Aunque primero se decantó por estudiar arquitectura en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), abandonó esa carrera para centrarse en el arte e integrarse en la Escuela de Artes de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), donde tuvo como maestro al pintor expresionista austríaco Adolf Winternitz.
En 1947 creó junto al poeta Emilio Adolfo Westphalen la revista Las Moradas sobre la vida cultural en Perú, que se publicó por dos años, y también realizó su primera exposición, con una clara influencia cubista, a la que luego le siguieron más de cien muestras en Perú, Latinoamérica, Estados Unidos y Europa.
Solo dos años más tarde de su primera muestra se casó con la destacada poetisa peruana Blanca Varela y tuvo dos hijos, Vicente y Lorenzo, el segundo de ellos fallecido en un accidente de avión en 1997, lo que le causó profundo dolor.
El mismo día de su boda con Varela viajó a París, donde estudió de manera autodidacta a los pintores clásicos y estuvo en contacto con el surrealismo, informalismo y abstraccionismo.
Durante su estancia en Francia también conoció a intelectuales como el mexicano Octavio Paz, el francés André Breton y el novelista argentino Julio Cortázar.
A su regreso a Lima ejerció una gran influencia en las artes peruanas a través de su trabajo como docente de la Escuela de Arte de la PUCP, cargo que ejerció entre 1956 y 1976.
Además fue profesor visitante de las Universidades de Cornell, Yale y Texas, en Estados Unidos.
Después de divorciarse de Blanca Varela, De Szyszlo se casó en segundas nupcias con Liliana Yávar en 1988, con quien fue hallado muerto en su casa tras compartir con ella los últimos años de su vida.
Aunque nunca militó en ningún partido político, De Szyszlo siempre se declaró «liberad de izquierdas sin dogmas», motivo por el que mostró un fuerte compromiso por la política, al punto de participar en 1987 en la fundación del Movimiento Libertad junto a su amigo Vargas Llosa.
Gatos desde el infinito de Louis Wain

Las representaciones antropomórficas de gatos de Louis Wain fueron muy populares en la época victoriana. El legado de este artista, por su originalidad y colateralidad, siempre se presta a reivindicaciones varias.
Hizo suyo al gato. Inventó un estilo de gato, una sociedad de gatos, un mundo de gatos. Los gatos británicos que no se ven y viven como los gatos de Louis Wain están avergonzados de sí mismos.
El escritor H.G. Wells apoyó un ‘rescate’ televisivo para Louis Wain, quien había sido tomado como un mendigo en un hogar mental. Ramsay MacDonald fue otro de los muchos hombres y mujeres famosos que se horrorizaron al saber que uno de los artistas más populares del mundo durante más de 30 años había caído en tiempos tan malos que incluso carecía de papel y lápiz para usar durante sus lúcidos momentos.
«Louis Wain estuvo en todas nuestras paredes hace unos 15 o 20 años», escribió Ramsay MacDonald en 1925. «Probablemente ningún artista haya dado más placer a un mayor número de jóvenes».
Louis Wain murió solo en 1939, unos días antes de cumplir ochenta años, pero las circunstancias y las enfermedades mentales prácticamente habían terminado su curiosa carrera 25 años antes. Varias generaciones han crecido y su nombre no significa nada. Pero para millones de británicos mayores de 50 años, su nombre, o la vista de uno de sus dibujos característicos de gato, revive recuerdos de la infancia.
Durante más de 30 años hubo pocos viveros sin gatos de Louis Wain sonrientes desde las paredes. Libros y anuarios de Louis Wain en el armario de juguetes; y postales de Louis Wain en un álbum. Los gatos que dibujó y pintó, a razón de 1500 por año, fueron reproducidos por millones en Gran Bretaña y América. Sus publicaciones llenan tres columnas del catálogo del Museo Británico. La Navidad de 1903 fue marcada por la publicación de 13 libros de Louis Wain y muchos dibujos para números de Navidad. Pero, por su propia naturaleza, estas publicaciones fueron efímeras y los coleccionistas de hoy parecen dispuestos a pagar precios desorbitados por ellas.
Sus fotografías posteriores hechas en un hospital psiquiátrico han sido recogidas por una razón diferente. Continuó dibujando y pintando hasta el final gatos cambiaban en patrones cada vez más elaborados con el progreso de su enfermedad, brindando ejemplos clásicos de arte esquizofrénico.
La educación privada de Louis Wain fue un caos, empezando por la idea de convertirse en músico a los 17 años, y cambiar de opinión después de seis meses de estudio porque decidió que el arte ofrecía un camino más fácil hacia la fama y la fortuna que deseaba. Estudió durante tres años en una pequeña escuela de arte de Londres y en ella se quedó como maestro. Se sintió atraído por el mundo, entonces bohemio, de Fleet Street y trató de vender bocetos a revistas. Vendió el primero, un dibujo de camachuelos, poco después de cumplir veintiún años. No pudo vender las siguientes 30 imágenes que le ofreció al mismo editor, pero poco a poco se estableció como un artista de prensa especializado en aves y animales. Pero nunca en gatos
A la edad de 23 años se casó, y fue un gatito en blanco y negro, dado como un regalo de bodas, el que casi accidentalmente transformó su vida y le llevó a la fama mundial. Poco después del matrimonio, su esposa cayó abatida por una enfermedad persistente y mortal. Peter, el gato blanco y negro, se sentaría en su cama, y durante sus largas vigilias de habitación de enfermo Louis Wain dibujó y caricaturizó a Peter para entretener a su esposa. Ella lo instó a que les mostrara estas fotos de gatos a los editores, pero Wain, que luego publicaba espectáculos de perros y de agricultura, se tomó a sí mismo en serio como artista.
La observación de un editor («¿Quién querría ver la imagen de un gato?») llevó a que las imágenes se guardaran hasta 1886, cuando Sir William Ingram, editor de «Illustrated London News», al darse cuenta de la originalidad de algunos gatos de Louis Wain, sugirió una foto de la fiesta de Navidad de un gato en dos páginas.
En unos días, dibujando en su cuaderno de bocetos de Peter, Wain produjo una imagen que contiene alrededor de 150 gatos, cada uno con su propia expresión, cada uno haciendo algo diferente. La imagen fue un éxito inmediato. Los comentarios y solicitudes de copias vinieron de todo el mundo. Louis Wain se hizo famoso casi de la noche a la mañana.
A pesar de su fama sus escasos dones empresariales hicieron que cuando su esposa murió tuviera que malvivir en una casa con su madre, sus cinco hermanas y sus diecisiete gatos. Tras años asi probo suerte en Nueva York haciendo tiras cómicas e intentando patentar un nuevo tipo de lampara, empresas ambas en las que fracaso estrepitosamente teniendo que volver a Inglaterra mas arruinado si cabe.
A los 57 años le fue diagnosticada esquizofrenia y su comportamiento, de agradable y humilde, pasó a ser agresivo y desconfiado, cambiaba los muebles de sitio o pasaba largas horas encerrado en su habitación escribiendo incoherencias. Cuando su comportamiento se hizo intolerable sus hermanas lo ingresaron en el ala de pobres de un hospital mental. Afortunadamente, celebridades como H.G. Wells o el mismísimo primer ministro descubrieron su paradero y lo trasladaron al Hospital Real Bethlem que disponía de enormes jardines llenos de gatos donde Wain pudo encontrar de nuevo inspiración y tranquilidad para volver a dibujar.
Justo en este punto, el de su enfermedad es cuando su obra se torna extraña. algunos expertos contradicen el diagnostico de esquizofrenia y aseguran que su estado mental se debía al Síndrome de Asperger (puesto que su obra ganaba en riqueza y habilidad a medida que Wain se hacía mayor, a diferencia de lo que se hubiese esperado de un esquizofrénico) o a una Toxoplasmosis (Enfermedad que le pudieron contagiar sus gatos) Lo que si se puede asegurar es que su visión del mundo, su mente y su estilo fue cambiando con el tiempo y la enfermedad.
Zarandajas pecaminosas en el románico

El sexo, la masturbación, el adulterio y la homosexualidad en la Edad Media es analizada a través del libro «Arte y sexualidad en los siglos del románico», que reúne textos de siete investigadores en torno a imágenes románicas con fuerte carga sexual.
La obra editada por la Fundación Santa María la Real ahonda en la comprensión de estas piezas desde el punto de vista religioso y el acercamiento a la sociedad medieval.
Las esculturas románicas representan a hombres que muestran su pene erecto, mujeres que enseñan su vagina, parejas besándose o «muchos ejemplos de las escenas obscenas» que aún encontramos en arelos y pilas bautismales.
La publicación abre con el ensayo de Iñaki Bazán que aborda el concepto de sexualidad transgesora con especial atención con el adulterio, castigado en el plano moral, a través del pecado, y la justicia, como un delito.
Estas teorías buscan avanzar en el conocimiento de una temática tan sorprendente como cautivadora, por lo que no supone un punto final.
Miguel C. Vivancos aborda la sistematización de las penas y castigos para perdonar los pecados siguiendo libros penitenciales de algunos monasterios. En este escrito se muestra que el «aborto o infanticidio» no eran considerados pecados sexuales, sino se equiparaban al «homicidio» y se castigaban con penas de muerte, reducidas después a excomunión perpetua o diez años de penitencia.
Por otro lado, la homosexualidad masculina era considerada más grave que el adulterio, el incesto, la fornicación, el bestialismo, la masturbación o el lesbianismo.
Paloma Moral se dedica en su ensayo la relación entre la medicina y la religión. En la Edad Media esta materia sirvió para ahondar los problemas que podía ocasionar la castidad. Los clérigos no podían masturbarse, mientras las religiosas sí podían siempre que la practicaran con su propia mano o con un consolador de fabricación especial.
El texto de Alicia Migueléz aborda cómo el lenguaje gestual plasmado en las piezas contribuye a la Historia de las Emociones; Miren Eukene Martínez se adentra en la figura de la mujer como símbolo de la lujuria.
Este pensamiento misógino cristalizó a finales del siglo XI y que tuvo como impulsores a monjes y clérigos que hicieron de la naturaleza femenina un «sinónimo de tentación, sexo y pecado», indica Pedro Luis Huerta.
Ee el penúltimo trabajo del libro, Agustín Gómez estudio las escenas de la concepción, gestación, alumbramiento y lactancia. Se aborda desde la perspectiva divina, a través de la virgen María, y el pecado en alusión al realismo de escenas procaces o grotescas.
José Luis Hernando cierra la obra con un texto que interpreta las representaciones obscenas y su valor apotropaico, es decir, para nautralizar las fuerzas del mal.
Generosos amantes del arte

Las personas que disfrutan de la pintura, de las esculturas, de obras literarias, en fin, del arte en general, son más propensas a ayudar a otras personas, según señala un estudio realizado por investigadores de las Universidades de Kent y Lincoln (Gran Bretaña), quienes además aseguran que “este fenómeno no tiene nada que ver con los ingresos económicos o la clase social”.
Para llegar a esta conclusión, un grupo de psicólogos analizó el comportamiento de más de 30.000 individuos. Estudiaron los factores de la llamada “conducta prosocial”, es decir, tener comportamientos que no dañan, que no son agresivos. Durante dos años de estudio descubrieron que las personas que participaban más vivamente en actividades culturales estaban más predispuestas a ofrecerse como voluntarios y a donar dinero para obras benéficas.
El equipo evaluó la relación entre asistir a eventos artísticos o participar de forma activa en el arte y dar caridad o participar en algún tipo de voluntariado. Descubrieron que incluso después de tener en cuenta las variables demográficas -género, recursos individuales, ingresos personal… incluso el compromiso deportivo-, quienes participaban en las artes tenían aún más probabilidades de exhibir un comportamiento prosocial, publicó el diario La Vanguardia.
«Es notable que, independientemente de la personalidad, edad, educación, empleo y ahorros de las personas, su compromiso con las artes sigue siendo un mejor elemento para predecir su prosocialidad que cualquier otra variable”, explica Dominic Abrams, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Kent.
Sólo la edad y el ahorro mensual tuvieron mayores efectos en las donaciones caritativas que la participación de las artes. Y solo el nivel educativo y las horas de trabajo tuvieron un mayor impacto en el voluntariado. Los expertos sugieren que la inversión en las artes debe comportar ganancias sociales y económicas sustanciales, sobre todo si las políticas gubernamentales hacen que las artes estén disponibles para personas de todos los orígenes sociales.
“Nos sorprendió la solidez estadística de estos hallazgos, y nos impresionaron las poderosas implicaciones del papel de las artes en la creación y mantenimiento de la prosocialidad en toda la sociedad”, apunta Julie Van de Vyver, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Lincoln.
“Si la cultura puede ser un catalizador psicológico social tan poderoso para fomentar y mantener la prosocialidad, se demuestra que las artes hacen una contribución crucial hacia una sociedad cohesiva y socialmente próspera. Es particularmente interesante que las personas que se comprometieron más con las artes hace dos años continúen demostrando una mayor prosocialidad ahora”, añade.
Dominic Abrams considera que dada “la complejidad de la sociedad, no se puede confiar únicamente en las interacciones individuales para la cooperación. Pero hay otros factores que pueden crear estos beneficios. Cualquier persona puede dedicarse a las artes, ya sea creando o disfrutando las creaciones de los demás. El compromiso con la cultura es una forma en que las experiencias y el significado se comparten”.
Héroes anónimos e inspiradores

Francisco de Goya, con sus pinceles, legó para la historia el ejemplo de los héroes anónimos que el 2 de mayo (Carga de los Mamelucos) y el 3 de mayo de 1808 (Fusilamientos de Príncipe Pío), protagonizaron dos momentos claves de la historia contemporánea que han inspirado a Germán Díez para armar un relato.
El resultado es una novela, «¡Los reyes nos han vendido!» (M.A.R.) en la que Germán Díez Barrio (Buenavista de Valdavia, Palencia, 1952) se pregunta: «¿quién hace la historia? ¿Los que aparecen en grandes letras con títulos y honores o los héroes anónimos que hicieron posible ese brillo con su sacrificio?».
Este escritor, profesor de instituto jubilado y con una amplia trayectoria dedicada a la literatura infantil y juvenil, ha respondido a esas preguntas en forma de novela con un personaje central, el ‘hombre de la camisa blanca’, que destaca en el lienzo de Goya con su indumentaria, el rostro oscurecido y los brazos en cruz antes de recibir la descarga de fusilería del invasor francés.
«Los héroes tienen que ser los que no tienen nombre, eso es lo que realmente me interesa, en este caso los que se levantaron en Madrid contra Napoleón», algunos de los cuales han roto el anonimato con nombres como el de la adolescente costurera Manuela Malasaña, explica el autor.
Al igual que hizo Galdós en sus Episodios Nacionales con la figura de Gabriel de Araceli, Germán Díez se ha servido del ‘hombre de la camisa blanca’ y del ‘cojo de la Puerta del Sol’ para recrear los sucesos previos al inicio de la Guerra de la Independencia (1808-1812), derivada de la actitud de Carlos IV y Fernando VII, «de lo más negado que ha tenido la historia de España», subraya.
«Fueron unos inútiles totales y por culpa de ellos Madrid vivió el 2 y 3 de mayo de 1808 los días más aciagos», insiste este escritor que centra buena parte de su imaginario literario en el Siglo de Oro, «de una grandeza literaria y social».
A la manera cervantina, Díez Barrio también desliza buena parte de su mensaje a través de las conversaciones mantenidas entre el cojo y el de la camisa blanca, «unos diálogos cargados de ironía y humor dentro de la tristeza y desolación del momento», como expresión del momento que atravesaba el país.
«¡Qué tristeza para un país no tener a nadie en quien creer! ¡Era tanta la necesidad de tener un rey estable!», se lamenta el hombre de la camisa y pantalón amarillo horas antes de ser prendido tras atacar con una navaja a un soldado francés y de rendir su vida en el promontorio de Príncipe Pío.
Doscientos años y más después, los restos de los fusilados descansan en el mismo lugar donde pasaron a la historia, en el denominado Cementerio de los Patriotas, sin señalizar y promocionar apenas, junto a una ermita cerca de las gemelas de San Antonio de la Florida, cerca del Manzanares y de la Quinta del Sordo desde la que Goya vio o se imaginó ese cuadro.
Díez, especializado también en gastronomía y tradiciones populares, reivindica a estos innominados «que representan al pueblo como protagonista verdadero de la historia», en este caso con su levantamiento contra el tirano de Europa, similar al que después se propagó en diversos lugares de España durante una guerra que ha dejado batallas de renombre (Moclín, Bailén, Arapiles y Vitoria, entre otras).
«Me gusta mucho la historia, disfruto con ella especialmente la del Siglo de Oro, que no tiene fondo, aunque me cuesta el doble de esfuerzo por la documentación y la búsqueda de una forma diferente de contarla, de otra manera, no lineal», resume el escritor.
La musa bebida de Dalí

Para el «divino» Salvador Dalí los vinos no eran blancos o tintos sino «voluptuosos» o «de la luz». El artista de Figueres impregnó la viticultura de su surrealismo y onirismo en «Los vinos de Gala», obra publicada en 1977 en francés que vuelve a las estanterías en edición facsímil y en español.
Lo hace de la mano de Taschen y tras el fenómeno súperventas de «Les dîners de Gala», que vio la luz en 1973 y la editorial recuperó en español el año pasado, un derroche de surrealismo gastronómico con recetas que la pareja ofrecía en sus opulentas cenas y otras tomadas prestadas de sus cocineros favoritos.
En «Los vinos de Gala» volvió a homenajear a su gran musa a través del «producto más alabado, más magnificado, más inspirador de la historia de las artes», a su manera sensual y daliniana.
El libro cuenta además con más de 140 ilustraciones de Dalí que lo convierten en objeto de coleccionismo. Varios desnudos clásicos, todos ellos recreados con sus consiguientes toques provocativos y surrealistas, o «El Ángelus» de Jean-François Millet, una de las piezas de referencia del genio durante décadas.
También una de las mejores de su última fase «mística nuclear», «El sacramento de la Última Cena» (1955), que sitúa la emblemática escena bíblica en un dodecaedro traslúcido ante un paisaje costero catalán.
Dalí concibió y materializó esta obra dedicada a Gala, que cuenta con textos del escritor francés experto en su pintura Max Gérard y del viticultor galo Louis Orizet y se estructura entre «Los diez vinos del divino» y «Los diez vinos de Gala».
Con la primera parte el lector se adentra en una decena de las grandes regiones vinícolas del mundo para descubrir los de la Champaña, Burdeos, Jerez, Châteauneuf-du-Pape, Romanée-Conti o California y algunas de las botellas más excelsas, y caras, del mercado.
Precisamente sobre la bebida que revolucionó Dom Pérignon al inventar la cuvée, el tapón de corcho y el embotellado dice Dalí que cuando compartía la Residencia de Estudiantes de Madrid con Lorca y Buñuel, en sus veladas «el champán corría a ríos» lo que les volvía «líricos» al hablar «de la amistad y el amor».
Recorrer los orígenes del vino, desde el Génesis y la primera viña plantada al pie del monte Ararat o desde la leyenda del monarca Djem de los iranios y el descubrimiento por azar de la «medicina del rey», su evolución desde que lo producían frailes hasta los primeros viticultores laicos o su llegada a California gracias a Fray Junípero Serra, son algunas de las lecturas que nos ofrece este volumen jalonado de arte daliniano.
Al igual que trató otros aspectos mundanos de forma extravagante, Dalí hizo una revolucionaria clasificación del vino basada en la experiencia emocional, en lugar de tomar como referencia la geografía o la variedad de uva, que se incluye en el apartado «Los diez vinos de Gala».
Poniendo la atención en el sabor y la sensación producida por la copa de vino, construyó «un tratado multisensorial y un documento inmenso de su última etapa, en la que el artista reflexionó sobre sus influencias formativas y perfeccionó su propio legado cultural», destaca Taschen.
Para Dalí existían los «vinos de gozo», aquellos que como el «beaujolais» o los «vinhos verdes» de Portugal «tienen vocación de aperitivo, de bienvenida», y los de «púrpura», vinos vigorosos, de cuerpo pleno y sabroso, con los Côtes de Nuits, Côtes de Beaune y Romanée-Conti como «heraldos» e ideales para acompañar platos de caza.
También los «de esteta», que consideraba «esotéricos, porque es necesario estar altamente iniciado para captar el mensaje secreto que ocultan» los Saint-Émilion, Médoc, Graves o Pomerol, «vinos de gala» que deben ser servidos con la liturgia que merecen sus reverenciadas botellas, y los de «aurora», como calificó a los rosados.
Los vinos «voluptuosos» como los sauternes y cérons que se «degustan como caramelos», los «de luz» o blancos, los «generosos» como los Oporto y moscateles, los «de velo» como los jereces o el vino amarillo del Jura, los de «lo imposible» como el vino de paja o el resinado griego y los «frívolos» o espumosos, «sinónimos de fiesta», completan esta calificación sensorial.
Todo ello con la intención de que los lectores compartan esta máxima daliniana: «Un verdadero entendido no bebe vino, saborea sus secretos».
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