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Fons, director de pluma fina

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Fotograma de "La Casa", una gema del género post apocalíptico dirigida por Fons
Fotograma de «La Casa», una gema del género post apocalíptico dirigida por Fons

Angelino Fons Fernández. Veterano cineasta, fue todo un especialista en adaptaciones literarias. Empezó con fuerza, aunque después se dejó seducir por los cantos de sirena del cine más comercial de la Transición. Aún así, tiene en su haber algunos títulos de enorme interés. Es, por ejemplo, responsable de una gran adaptación de Fortunata y Jacinta (con Emma Penella) y coguionista de La caza.

Nació el 6 de marzo de 1936, pocos meses antes del estallido de la Guerra Civil, en la capital de España, pertenecía a una familia de raíces levantinas. Pasó los primeros meses de su vida refugiado con su familia en el Liceo Francés, ya que a su padre, médico, le debía un favor el embajador francés. Al término de la contienda, tuvo que llevar muletas durante una temporada de convalecencia, por un soplo al corazón. Para pasar el tiempo, decidió ir al cine diariamente, lo que despertó su vocación cinematográfica.

Tras matricularse en la Universidad en Filología Románica, abandonó estos estudios para hacerse alumno del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (I.I.E.C.), en la misma promoción de Antonio Mercero Juldain. Apasionado de la literatura, tuvo como compañero de la facultad al escritor Fernando Sánchez Dragó, que también intentó entrar en el I.I.E.C. sin conseguirlo.

Tras varios cortos, uno de sus profesores del I.I.E.C, Carlos Saura le llama para que colabore con él en el guión de La caza, que acabó siendo una de las películas emblemáticas del tardofranquismo. También escribió para él Peppermint Frappé y Stress es tres, tres.

De modo que sus primeros pasos en el mundo del cine fueron junto a la generación del Nuevo Cine Español de los años sesenta, con unos jóvenes Carlos Saura, José Luis Borau y Mario Camus, entre otros.

Su debut en el largometraje llegó en 1966 con ‘La busca’, adaptación de la novela homónima de Pío Baroja, que retrata la miserable vida de un joven de provincias en el Madrid de principios del siglo XX. Fue presentada en el Festival de Venecia con gran éxito, donde su protagonista, Jacques Perrin, obtuvo la Copa Volpi al mejor actor.

Para la realización del guión, Flora Prieto contó con Angelino Fons, Juan Cesarabea y Nino Quevedo. El 9 de abril de 1966, los autores de la adaptación transfirieron los derechos de reproducción de La busca a la sociedad productora Surco [108] Films S.A., para la realización de una película de largo metraje con el mismo título de la novela y bajo la dirección de Angelino Fons. Dicha cesión se formalizó para la explotación mundial del filme, en todos los formatos cinematográficos, y para televisión.

Tanto Fons, como Quevedo, Prieto o Cesarabea fueron entusiastas lectores de Baroja. Sin embargo, la primera labor que realizaron con la novela fue de carácter destructivo, eliminando todo el material literario anexo a la historia de Manuel. Así, a grandes rasgos, el guión sólo coincide con la novela en tres grandes momentos: la llegada de Manuel a la pensión madrileña, la muerte de su madre y el encuentro con el bajo mundo de los suburbios de la capital al que se incorporará. Algunos relatos accesorios como la historia de la fortuna de Roberto, la vida del señor Custodio y personajes como las prostitutas de Cuatro Caminos o las hermanas de Manuel desaparecen en la adaptación cinematográfica.

Tras esta depuración, los guionistas realizaron una serie de correcciones ideológicas, ya que no les satisfacía la forma en que Baroja enjuiciaba las contradicciones de su época; tenían que denunciar de forma directa las circunstancias político sociales que rodeaban y amenazaban la vida del protagonista. Para no caer en la demagogia, dividieron la historia en cuatro partes y produjeron en torno a ellas un documental: la coyuntura histórica de la Restauración, el nacimiento del movimiento obrero moderno en España, la mitología ilusoria puesta a disposición de los desgraciados y el origen del fenómeno golfo

La letra y la imagen

Fons concilió sus dos grandes pasiones, el cine y la literatura, en su primer largometraje como realizador, La busca, impecable adaptación de la novela con la que Pío Baroja abrió la trilogía «La lucha por la vida». Y aunque rodó un subproducto musical, Cantando a la vida, al servicio de Massiel, de moda tras ganar Eurovisión, Angelino Fons volvió a las adaptaciones literarias con Fortunata y Jacinta, una gran adaptación de la novela de Benito Pérez Galdós que también dio lugar diez años después a una serie televisiva quizás más conocida.

Tras la poco conocida La primera entrega de una mujer casada, volvió al universo de Galdós con Marianela, protagonizada por Rocío Dúrcal. En este punto, la carrera de Fons parecía ir hacia arriba, pero a mediados de los 70 empezó a declinar. Rodó la fallida Separación matrimonial, con guión del estrambótico Carlos Pumares, Mi hijo no es lo que parece, comedia musical con muy poco encanto con Celia Gámez y Esperanza Roy. De profesión: polígamo, apuntándose al cine picarón de la época, y Emilia… parada y fonda, fallida adaptación de la novela de Carmen Martín Gaite, que explotaba el cuerpo desnudo de Ana belén.

Así mismo, Fons dirige una de las películas más curiosas rodadas en España durante la década de los 70. Se trata de «La Casa», una historia de Ciencia Ficción post apocalíptica rodada con muy pocos medios pero con un guión sensacional, mezcla de los mejores momentos del género durante la Guerra Fría con el toque de seriedad de realizadores italianos coetáneos, como Mario Bava o Antonio Margheriti. El resultado es una suerte de ‘Giallo’ nuclear de interior, envuelto en Sci-Fi de primer nivel. Desgraciadamente, este film apenas es atendido en las semblazas del director.

Angelino Fons, en cuclillas, en un rodaje
Angelino Fons, en cuclillas, en un rodaje

Por último tocó fondo con El Cid Cabreador, su última película de cine, una infumable comedieta histórica, concebida como imitación de la fórmula de Cristóbal Colón de oficio… descrubridor, que rodó el año anterior Mariano Ozores, igual de mala, pero con mucha más gracia. Posteriormente, Fons rodó ocasionalmente episodios televisivos –uno de La huella del crimen y otro de Crónicas urbanas–, y algún programa como Vivir cada día. También escribió algún libro como «Don Quijote y el cine».

A pesar de que sus ilusiones siempre estuvieron cerca de la literatura -su corto de graduación en la Escuela de Cine fue una adaptación de Las afueras, de Luis Goytisolo, y posteriormente, como ya se ha mencionado, en 1970, adaptó Marianela y Fortunata y Jacinta, ambas de Galdós-, tuvo una carrera en franca decadencia. Por desgracia, triste realidad de la distribución de cine en España, las nuevas generaciones no pueden recuperar La busca, ya que no está editada en DVD, mientras sí lo está El Cid cabreador.

Alaiz, azotes a diestra y siniestra

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Felipe Aláiz de Pablos, uno de los mejores periodistas españoles del periodo de entreguerras, a la altura o superior a los Camba, Cavia, Fernández Flórez, González-Ruano o Chaves Nogales, que escribió miles de artículos, crónicas, críticas literarias y artísticas, novelas, folletos, ensayos y libros, que merecía el cálido apoyo y consideración de los fundadores de El Imparcial y de El Sol, que tradujo al español a Eliseo Reclus y Max Nettlau, a novelistas como Puig y Ferreter y Upton Sinclair e introdujo en la lengua española a ese clásico de la literatura universal que es Multatuli, que asistía a las tertulias literarias más famosas de Madrid y era estimado por las grandes plumas y los mejores filósofos como Pío Baroja y Ortega y Gasset; Felipe Aláiz, director de diarios, semanarios y revistas mensuales, redactor de periódicos y contribuidor hasta al fin de sus días en la prensa del exilio, es hoy un ausente en las historias de la literatura española
Felipe Alaiz de Pablos, uno de los mejores periodistas españoles del periodo de entreguerras, a la altura o superior a los Camba, Cavia, Fernández Flórez, González-Ruano o Chaves Nogales, que escribió miles de artículos, crónicas, críticas literarias y artísticas, novelas, folletos, ensayos y libros, que merecía el cálido apoyo y consideración de los fundadores de El Imparcial y de El Sol, que tradujo al español a Eliseo Reclus y Max Nettlau, a novelistas como Puig y Ferreter y Upton Sinclair e introdujo en la lengua española a ese clásico de la literatura universal que es Multatuli, que asistía a las tertulias literarias más famosas de Madrid y era estimado por las grandes plumas y los mejores filósofos como Pío Baroja y Ortega y Gasset; Felipe Aláiz, director de diarios, semanarios y revistas mensuales, redactor de periódicos y contribuidor hasta al fin de sus días en la prensa del exilio, es hoy un ausente en las historias de la literatura española

Una antología de las semblanzas literarias que Felipe Alaiz, destacado escritor anarquista español, publicó en los años veinte y treinta ha sido efectuada por el escritor Juan Bonilla, según, reconoce el autor, «la intensidad de los mamporros» que propina a los clásicos, desde Bécquer a Lorca.

«El arte de escribir sin arte», publicado por Berenice con un prólogo de Javier Cercas y un epílogo del propio Bonilla, es una selección de los cientos de páginas, tal vez miles, que Alaiz (1887-1959) editó bajo el título genérico de «Tipos españoles» en publicaciones anarquistas como «Revista blanca», «Tierra y libertad» o «Solidaridad obrera», algunas de las cuales dirigió.

Para Bonilla se trata de «una historia secreta de la literatura española» hecha por «un desconocido que habla de escritores muy conocidos» y que tiene la cualidad de «utilizar como excusa que habla de un escritor para darle un mamporro a otro, como hace en la semblanza sobre Eduardo Barriobero para meterse con Larra».

«De Bécquer dice lo que todos hemos pensado alguna vez pero sólo Alaiz se atrevió a escribirlo, que algunas veces puede resultar un poco cursi», señala Bonilla, quien destaca la «prosa fresca y vertiginosa» con que están escritas estas semblanzas de algunos de los más grandes escritores de los dos últimos siglos.

En un texto sobre Lorca, Alaiz escribe que Juan Ramón Jiménez «se extingue de puro suave en sus bordados de casulla», y añade que «los eruditos amigos de Góngora como Jorge Guillén y Pedro Salinas también bordan a ratos, aunque a ratos investigan con acierto».

De Lorca señala que «su ‘Romancero gitano’ no es nada gitano. Algo de lo que dice es greguería ramoniana y otro algo andalucismo de pandereta», y de su obra «Doña Rosita la soltera» que «es una elegía bordada, deshilachada, con un candor de reglamento, con una perpetua avidez de evocación que solo evoca de veras al interpolar un vals entre dos suspiros».

La antología de «mamporros», como los denominan los editores de «El arte de escribir sin arte», se abre con Espronceda, de quien Alaiz dice que su «Oda al dos de mayo» es «un amasijo de barbarismos patéticos, un montón de tópicos y repeticiones, incluso un mosaico de ripios y vulgaridades de festival cuartelero».

Prosigue con Bécquer: «Comparadas con las oscuras golondrinas, todas las aves parecían avutardas. El milagro se debió a Gustavo Adolfo Bécquer», y continúa con Campoamor: «Empezó a ser tierno cuando empezó a ser viejo. Para él lo interesante era ser gobernador ¿cuántos poetas nacerían y cuántos renacerían si les ofrecieran un gobierno civil?».

De Ortega y Gasset advierte: «Hay que subrayar una ausencia de reciprocidad entre el pueblo y el profesor Ortega, que escribió ‘La rebelión de las masas’ sin conocerlas», mientras que de su «Revista de Occidente» apunta que «es muchas veces vivero de pedantes, cuando no vivero para pedantes».

A Ramón Pérez de Ayala lo define como «cortesano de la dictadura, con cargo burocrático de favor, embajador, también de favor, con la República… Como dijo Ricardo Baroja acabará por ser arzobispo de Toledo»; a Galdós como «algo pazguato», a Valera como «redicho y pretencioso», y a Blasco Ibáñez como «un azulejo con mucho color y poco fuego para fijarlo».

De Valle Inclán creía Alaiz que era «más pedante que un Currucato», de Unamuno que era «un fraile empeñado a la vejez en hacer retruécanos» y de Palacio Valdés que tenía «una mentalidad salesiana», de modo que sólo salva del «mamporro» a Baroja, aunque no se olvida de reseñar «las quince mil faltas de sintaxis» que tienen sus novelas.

El irreverente 

Aláiz, en el ejercicio de su labor periodística, sufrió censuras, detenciones gubernativas, consejos de guerra, multas y prisión. Durante la monarquía y la dictadura de Primo de Rivera fue detenido y encarcelado por delitos de opinión y volvió a serlo en la República. Más tarde en el exilio francés, durante la ocupación nazi, volvió tener problemas en Montpellier. Así, ya en diciembre de 1923 se celebra un consejo de guerra contra Aláiz, al que se le piden seis meses de prisión por instigar insubordinación.

En 1924 fue condenado por otro consejo de guerra a cumplir cuatro meses de prisión por haber publicado un artículo que se consideró injurioso para el ejército y en marzo de 1925 fue nuevamente detenido, siendo liberado el 23 de diciembre. Y esta tónica continuó hasta el final de la dictadura.

Durante la República vuelve a ocurrir lo mismo. Detenido algo antes, en Febrero de 1932 se le concede la libertad provisional, aunque se instruían contra él 31 procesos por delitos de imprenta. En junio de 1932 fue condenado a dos años y cinco meses de prisión por un Consejo de Guerra (el fiscal pedía cuatro años). En octubre de 1932 se le pone en libertad hasta que en Abril de 1933 un tribunal popular lo absuelve de un delito de imprenta.

En el exilio, como otros cientos de miles, fue internado en un campo de concentración. En consecuencia, entre unas cosas y otras, Felipe Aláiz consumió en la cárcel cerca de cuatro años por escribir lo que pensaba y pensar lo que escribía. El exilio fue muy duro para él, privado de sus amistades, de sus relaciones y de su ambiente, de sus bibliotecas, a lo que se sumaba una enorme pobreza económica y una enfermedad que le impedía en muchas ocasiones levantar se de la cama. Tuvo una larga agonía y murió sólo en una habitación del Hospital Broussal de Paris el 18 de Abril de 1959 y fue enterrado en el cementerio de Thiais, a donde le acompañaron en cortejo fúnebre más de 200 compañeros, a pesar de ser un martes y en horario laborable.

Don Pío en las entrañas del arte

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Pío Baroja y Nessi nació en San Sebastián, en 1872.  Hermano del pintor y escritor Ricardo Baroja y tío del antropólogo Julio Caro Baroja y del director de cine y guionista Pío Caro Baroja. En su infancia y juventud, llevó una vida itinerante debido a la profesión de su padre, ingeniero de minas, lo que contribuyó a su desarraigo. En 1900 publicó su recopilación de cuentos titulada “Vidas sombrías”, muy bien recibida por Unamuno, Azorín y Perez Galdós. Siempre se declaró partidario de la “novela abierta”, lo que ha contribuido a su mala fama entre los puristas. Pasó sus últimos años en Madrid, donde reunía en su casa una tertulia que frecuentaba el por entonces joven novelista, Camilo José Cela. Murió en Madrid, en 1956
Pío Baroja y Nessi nació en San Sebastián, en 1872. Hermano del pintor y escritor Ricardo Baroja y tío del antropólogo Julio Caro Baroja y del director de cine y guionista Pío Caro Baroja. En su infancia y juventud, llevó una vida itinerante debido a la profesión de su padre, ingeniero de minas, lo que contribuyó a su desarraigo. En 1900 publicó su recopilación de cuentos titulada “Vidas sombrías”, muy bien recibida por Unamuno, Azorín y Perez Galdós. Siempre se declaró partidario de la “novela abierta”, lo que ha contribuido a su mala fama entre los puristas. Pasó sus últimos años en Madrid, donde reunía en su casa una tertulia que frecuentaba el por entonces joven novelista, Camilo José Cela. Murió en Madrid, en 1956

La figura taciturna, de boina calada y barba recortada, con que se recuerda a Pío Baroja asomó por primera vez en 1899 en París, ciudad que nunca dejó de buscar y que jamás logró conquistar, una experiencia que recupera una ruta literaria del Instituto Cervantes.

Inhóspita y atrayente desde el principio, París acogió al escritor vasco durante tres meses, la mitad de la duración prevista en principio por Baroja (1872-1956), que regresó con un billete de vuelta pagado por el Consulado de España en París.

Fue la primera de muchas visitas -no menos de 15- del francófilo Baroja, que consideraba que los escritores de provincia debían salir a Madrid para formarse, y más tarde, emprender camino hacia tierras foráneas.

En París, destino imprescindible de la intelectualidad castiza de principios del siglo pasado, conoció el novelista incipiente a los hermanos Antonio y Manuel Machado y al precursor del Modernismo en poesía, Rubén Darío.

«No sabía bien a qué iba, únicamente a probar fortuna», escribiría años más tarde en sus prolijas memorias un Baroja que situó 27 de sus novelas en la ciudad de Víctor Hugo y de los autores realistas decimonónicos que tanto admiraba.

«Un caso excepcional en la literatura española, poco conocido del gran público», señala el escritor José Manuel Pérez Carrera, autor de la reciente ruta que dedica el Instituto Cervantes de París al autor de «La busca».

Carrera cita «Los últimos románticos» y «Las tragedias grotescas» como ejemplos más significativos del apego de Baroja por una urbe donde jamás consiguió esculpirse un nombre ni abrirse hueco entre los relumbrones de la cultura gala, para su gran desazón.

El itinerario traza la huella de Baroja en lugares como el Café de Flore, al que el literato solo pudo permitirse asistir en sus últimas y más pudientes temporadas en París, el Museo del Louvre, la Sorbona, el restaurante La Closerie des Lilas y el Colegio de España.

En la pinacoteca se entusiasmó con los lienzos de Botticelli, mientras que en la Sorbona dictó ante los estudiantes de español una conferencia sobre las claves de su propia obra que supuso uno de los pocos homenajes que recibió al otro lado de los Pirineos, donde no llegó a frecuentar a los prebostes de las letras galas.

«En la cena en su honor organizada en La Closerie des Lilas se congregaron treinta y tantas personalidades españolas e hispanoamericanas, pero ninguna primera figura francesa», destaca Pérez Carrera.

El desinterés se extiende, según Pérez Carrera, a otros escritores patrios, ya que mientras el cineasta Luis Buñuel, el pintor Pablo Picasso o el músico Joaquín Rodrigo se dan a conocer en París, pocas plumas nacionales lo logran.

Algo debido en parte a su «provincianismo» literario, que les lleva a centrarse en preocupaciones propias de la sociedad española, razona Pérez Carrera, aunque un despechado Baroja argumentará que «los franceses son maestros en vender lo suyo y despreciar e ignorar lo demás».

Tras huir en 1936 de la Guerra Civil, se instaló en el Colegio de España, el lugar de Francia donde más tiempo seguido permaneció y donde coincidió con el escritor Azorín, el filólogo Ramón Menéndez Pidal y el médico Gregorio Marañón.

Cerca de tres años que recoge en el volumen titulado «Aquí París» y en los que vivió acosado por las penurias, al contar únicamente con los trescientos francos que conseguía por un artículo mensual en el diario bonaerense «La Nación».

En sus ratos libres, el asiduo paseante que era Baroja se convirtió en una presencia errante que se detenía con frecuencia en los puestos de libros a orillas del Sena.

Pero si su curiosidad le llevó a atravesar con sus pisadas el mapa completo de la ciudad, el territorio literario del autor queda acotado a la margen izquierda del río.

«Para él, más allá del Sena no había nada. Le interesaba sobre todo el Barrio Latino, porque era muy meticuloso con sus descripciones, y ese era el lugar que realmente conocía», desgrana Carrera.

Y donde, después de su muerte, pueden seguir su pista los lectores contemporáneos.

Incorrección ‘beatnik’ a través de Baroja

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Los beats fueron los primeros en asumir la vergüenza de una nación que vendía su propio espejismo. Para un mundo harto de esa falsa imagen, ellos significaron el alivio del vómito: su alarido era el de quien se percata de una enfermedad y no tiene reparos en ofrecer el espectáculo de las llagas. En la imagen, Gregory Corso
Los beats fueron los primeros en asumir la vergüenza de una nación que vendía su propio espejismo. Para un mundo harto de esa falsa imagen, ellos significaron el alivio del vómito: su alarido era el de quien se percata de una enfermedad y no tiene reparos en ofrecer el espectáculo de las llagas. En la imagen, Gregory Corso, a quien Regalado recuerda en «Leyendo a Baroja»

El catedrático emérito de la Universidad de Nueva York Antonio Regalado, que trató en EEUU a poetas del exilio español como Guillén y Salinas y fue amigo en Harvard y Yale de miembros de la Generación Beat, cuenta que los «beatniks» eran «más divertidos que los de la Generación del 27».

«Los ‘beatniks’ eran mi generación; eran más temerarios, se arriesgaban más y llevaban una vida menos cómoda», asegura Antonio Regalado, establecido desde hace años en Estepona (Málaga), donde ha escrito su libro, Leyendo a Baroja (Renacimiento), en el que reúne recuerdos de su vida y de la de su padre, el profesor republicano del mismo nombre.

Nacido en Madrid en 1932, especialista en Galdós, Unamuno y Calderón, su otra devoción es Baroja, de ahí que en su último libro haya ido agrupando recuerdos al socaire de sus lecturas del escritor vasco.

«Baroja tiene lectores, la crítica no le hace mucho caso porque está en otra cosa, pero Baroja tiene lectores y sus libros se venden», señala Regalado, quien en Leyendo a Baroja recuerda su servicio militar de un año y medio en el portaaviones «Coral Sea», en 1956, año en que leyó las novelas de tema marítimo de Baroja cruzando el Cabo de Hornos sobre 46.000 toneladas de acero.

«Los libros de Baroja los dejaba en la biblioteca del portaaviones, porque mi padre me los mandaba y no disponía de espacio para acumularlos; seguro que alguien los ha leído después», explica Regalado, quien en su último libro también agrupa recuerdos previos a la Guerra Civil, como cuando durmió una siesta sobre las rodillas de Unamuno mientras charlaba con su padre.

De los poetas de la Generación del 27 guarda grato recuerdo de Dámaso Alonso: «Me hice amigo suyo cuando estuvo de profesor visitante en Harvard porque él estaba allí solo, y yo tenía 19 años y le acompañaba a muchos lugares; escribió un poema sobre el río Charles y me lo dio para que se lo mecanografiara, pero se lo perdí; enseguida lo reescribió» sin enojarse por el extravío.

De los «beatniks» hizo mucha amistad con Gregory Corso, quien se inició como poeta cumpliendo condena en la cárcel y junto a quien, como cuenta en Leyendo a Baroja, fue expulsado de la recepción de una elitista revista estudiantil de Harvard, no sin antes dar un brinco y agarrarse al asta de la empotrada testa de un rinoceronte disecado.

Corso cayó al suelo tras desprenderse el cuerno del animal, que resultó ser uno de los cazados por Roosevelt en el safari africano que sucedió a su segundo y último mandato como presidente del país.

«Lo nuestro obedecía a un gusto por el anacronismo, la paradoja y el mundo al revés y sintonizaba más bien con el Surrealismo». Así describe Regalado en «Leyendo a Baroja» su amistad con Corso en los primeros años cincuenta, cuando ambos defendían en ámbitos universitarios que era el mono el que descendía del hombre, y no al revés.

Tras dirigir unos cursos de posgrado para estudiantes americanos en Madrid en los años ochenta, Regalado regresó en 1992 a Estados Unidos, pero «allí ya estaba la costumbre de lo políticamente correcto, en la Universidad había un teléfono para delatar a los fumadores y los profesores dejaban abierta la puerta de sus despachos por la histeria del acoso sexual». Decidió marcharse.

Regalado, que salió de España con 8 años para reunirse con su padre en América y llegó a EEUU en 1946 tras recorrer Santo Domingo y Cuba, prefiere España a Norteamérica: «Aun reconociendo todas sus virtudes; pero la vida cotidiana es aburrida y prefiero la gente de España, a pesar de sus cosas».