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Poesía gatuna frente a los dóberman del dictador

Hubo un tiempo en el que en Rumanía ataban los frutos a los árboles para que pareciesen más fecundos y demolían hospitales porque en uno un gato atacó al doberman del dictador rumano, Ceaucescu.
«Era todo tan surrealista que yo sólo podía reflejar la realidad», evoca la «prohibida» poeta Ana Blandiana, una autora de culto en media Europa que también publica en España.
«Somos un país vegetal» es no sólo el título de uno de sus más famosos poemas sino una declaración de cómo se ve ella y muchos de sus compatriotas «por haber conseguido aguantar tanto», explica en el contexto de los vericuetos de su libro de relatos «Proyectos de pasado» (Periférica), impreso originalmente en 1982 tras un largo periodo de censura.
El libro, traducido a 23 lenguas, convirtió a Blandiana, una figura legendaria en Rumanía por su activismo contra la dictadura, en una de las voces fundamentales de la literatura de la Europa del Este, a la par de Anna Ajmatova o Vaclav Havel.
Sus relatos, que cultivan el misterio como paradigma existencial traducido en aporías como la del título, son «visiones» biográficas y hablan del «alma» abarcando experiencias vividas en su país desde que el comunismo se instala y afianza (1948-1964), una época en la que murieron medio millón de personas, a la represión de la era Ceaucescu.
Blandiana, seudónimo de quien vino al mundo en 1942 en Timisoara como Otilia Valeria Coman, se «reveló» al publicar sus primeros poemas, con 17 años, como hija «de un enemigo del pueblo» -preso político por ser sacerdote ortodoxo- y, por tanto, «prohibida» ella misma.
En 1964, logra publicar su primer poemario, «Primera persona del plural», y sigue escribiendo esquivando como puede la censura.
Lo «peor» viene cuando, en 1985, denuncia en unos poemas la miseria y terror del régimen de Ceaucescu.
Uno de ellos, «Todo», una reiteración de palabras de la vida cotidiana como «gato», provoca especialmente la ira del régimen.
Lo de «gato» no lo entendía nadie fuera de Rumanía, pero dentro, todo el mundo. Ceaucescu visitó un día un hospital con sus doberman.
En el centro tenían gatos para espantar a las ratas y uno de ellos le hizo frente a uno de los perros: «Se montó un lío enorme y todo el mundo se reía menos él».
Consecuencia: el dictador mandó derribar el hospital, la primera de los muchas demoliciones de edificios antiguos que emprendió -«las casas volaban», dice Blandiana en uno de sus poemas- y que acabaron con casi todos los vestigios del pasado de Bucarest.
No puede publicar durante mucho tiempo pero eso hizo que se estableciera «una relación indestructible» con sus lectores, «que se jugaban la vida» tanto como ella al leerla en «samizdat», es decir copias a mano de sus poemas.
«La gente vivía pendiente de los poetas. La palabra tenía un poder supremo. Ahora la gente mira la tele», lamenta aunque reconoce que también «la problemática» ha cambiado.
«Ahora ya no existe esa obligatoriedad de escribir para que te lean entre líneas. Que no haya censura ha cambiado las coordenadas estéticas, pero hay otros problemas como la soledad, el paso del tiempo y la indiferencia».
En 1988 logra editar un libro de versos para niños, «Acontecimientos en mi calle»», que se ve de nuevo como una crítica al dictador porque estaba protagonizado «¡Por un gato!».
La represalia fue retirar todos sus libros de las bibliotecas y prohibir la simple mención de su nombre. Vive «custodiada» hasta 1989 y tras la caída del régimen funda y preside la Alianza Cívica y ahora dirige el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia.
El cuarto oscuro de los Panero

«En la infancia vivimos y después sobrevivimos», le dice Leopoldo María Panero a su madre en un fragmento de «El desencanto», la película en la que Jaime Chávarri retrató en 1976 la decadencia de una familia burguesa y maldita tras la muerte del padre, Leopoldo Panero, conocido como uno de los poetas del régimen franquista.
En otra secuencia, el hijo mediano le reprocha a su progenitora haberle metido en un psiquiátrico tras su primer intento de suicidio, en lugar de tratar de comprender los motivos que le llevaron a ello. Todo desde una exquisita y demoledora frialdad.
En la película, como en la propia vida del poeta trágico ya fallecido, a veces no queda claro dónde acaba la ficción y donde comienza la realidad. Si la locura era un refugio para su inteligencia inadaptada o si acabó ganándole la peligrosa partida.
Y es que tanto los hermanos Leopoldo María, Juan Luis, y sobre todo Michi, como su madre, Felicidad Blanc, comienzan apareciendo como personajes, magníficos conversadores conscientes del escenario en que se mueven, para acabar, después de un año y medio de rodaje, mostrando sin querer sus contradicciones y sus facetas más ocultas.
La idea inicial de Chávarri era rodar un cortometraje en un manicomio, pero las autoridades de la época, con el franquismo aún vivo, se lo impidieron. Fue entonces cuando Elías Querejeta, amigo de Michi Panero, le propuso filmar la historia de esta familia que tuvo que vender sus propiedades para sobrevivir.
Al principio Leopoldo María no quería participar. En su ausencia, su hermano Michi lo define como el «molesto» de la familia, el «raro». Cuando el autor de «Por el camino de Swant» se incorpora, a mitad de rodaje, Michi acaba pasándose a su lado para consumar la traición a la madre.
Rodada en blanco y negro, entre la casa familiar de Astorga y el liceo italiano de Madrid donde estudiaron, el documental fue en su día objeto de la censura franquista, que obligó a Chávarri a eliminar la escena en la que Leopoldo habla de sus experiencias sexuales en la cárcel.
Tampoco la crítica la recibió demasiado bien de entrada. Fue más tarde, con los años, cuando se convirtió en una película de culto, símbolo de la caída de la dictadura franquista. Eso sí, en Madrid y Barcelona se mantuvo casi un año en cartel en salas de arte y ensayo.
Muchos años después, Ricardo Franco filmaría la segunda parte del documental, «Después de tantos años» (1994), que volvió a reunir a los hermanos tras la muerte de la madre para recuperarlos de la ruina y el olvido.
Durante dos semanas, Franco mantuvo largas conversaciones con los Panero, siempre por separado, pues ninguno quería ver a los otros hermanos.
Solo al final de la cinta se produce un breve encuentro entre Michi y Leopoldo en el cementerio donde reposan los restos de la familia. Mientras Michi habla de su vida al borde de la muerte, Leopoldo exclama: «¡Qué solos están los muertos!».
La conexión malagueña de Cocteau

Los diarios y cuadernos de reflexiones que Jean Cocteau llevó en sus estancias en la Costa del Sol, entre Marbella y Málaga, traducidos al español con el título de El cordón umbilical, son un reflejo de su madurez creativa y de su inagotable actividad literaria.
Poco antes de su muerte, aquejado por la enfermedad, Jean Cocteau (1889-1963) estuvo en Málaga y en Marbella en abril y mayo de 1960 y desde principios de agosto a principios de octubre de 1961.
En aquellos viajes a España ‘la Costa del Sol es su único objetivo’, como advierte en el prólogo a esta edición en español el escritor Alfredo Taján.
Entre uno y otro periplo en el paraíso malagueño, a Cocteau se le prohibió el acceso a territorio español y fue obligado en julio de 1961 a volver a Francia. Así se lo transmitió él a sus amigos Carleton y Ana de Pombo: «La denuncia contra mí venía de Marbella (Asuntos Exteriores me informa). Haced una investigación prudente. Yo supongo que ‘Valencia’ y cierta mantilla blanca no son ajenos a esta medida increíble. Le había dicho a Francine (Weisweller) que tuviera cuidado de no tirar tan alto. Nuestro flamenquito en la Casa Ana ha devenido en terribles orgías, y es posible imaginar que íbamos a estar entonces en las pipetas de personas o de un don nadie que insiste en vengarse. Destruye esta carta y lloremos a un mundo donde sobran los chismes y denuncias, aunque uno lleve una existencia monacal…».
Cocteau dedicó aquellos días a hacer cerámicas, a pintar unos paneles para decorar la tienda marbellí de su amiga Ana de Pombo, gran animadora de la Costa del Sol en los primos sesenta, y en escribir estas páginas que fueron publicadas por primera vez en 1962 por las ediciones francesas Plon, dentro de la colección Yo y mis personajes. ‘El trabajo fue su opio y su secreto artístico’, dice Taján sobre la actividad que Cocteau desató en su refugio postrero de Marbella, en el que además de pintar los paneles de dos metros de alto por cuatro cuarenta de ancho, escribió estos cuadernos llenos de alusiones a grandes amigos como Picasso, Chaplin, Chanel, Diaghilev, Marais, Genet, Edith Piaf y Panamá Al Brown.
El mismo Cocteau lo descubre en estas páginas: ‘No tengo inconveniente en confiarles mi secreto: soy un obrero, un artesano que, lo confieso, se consagra intensamente y no se contenta con poca cosa’.
Aficionado a los toros, al boxeo y al flamenco, la visión que Cocteau tuvo de España, país que comenzó a visitar en 1953, se resume en una frase de El cordón umbilical: ‘En España lo excepcional es algo común’.
El príncipe galo de los poetas llegó a referirse a todo lo que descubrió en Marbella como el «paraíso terrenal» en una carta remitida en abril de 1961 a su inseparable Jean Marais, quien supo estar con él hasta el final de sus días: «Por fin hemos descubierto una especie de Paraíso Terrenal rodeado de olivos, higueras y flores, entre la montaña y el mar en el que me baño», apuntó Cocteau en su misiva.
El cordón umbilical al que se refiere el título es el que, según Cocteau, une al autor con sus personajes, con sus criaturas, una idea que en estos diarios ilustra con la inteligencia de su amigo Charles Chaplin: ‘En Japón, una noche, me preocupó ver a Charles Chaplin muy cansado. Le pregunté por la causa y me respondió: Piense en el número de salas en las que actúo esta noche’.
Como personaje de carne y hueso considera Cocteau a su gran amigo el boxeador Panamá Al Brown, de quien cuenta cómo le apartó de sus malas costumbres y le sugestionaba para salir al ring con ‘triquiñuelas infantiles’, de modo que antes del combate le hacía ‘beber agua con gas en una botella de champán’.
Y cómo Al Brown, a mitad de la pelea, continúa Cocteau, ‘se frotaba el mentón un segundo antes de noquear a su adversario, comunicándome así que podía apostar a los periodistas’. A propósito de su amigo el boxeador, que fue campeón mundial de los ligeros, señala Cocteau: ‘Las malas costumbres son una de las cosas que, sin reflexionar, la gente atribuye a los demás’.
La poética de El cordón umbilical, como la del resto de su obra, está marcada por el convencimiento de que ‘una obra recién escrita ya es póstuma’ y por una búsqueda de la originalidad:
‘No creo que progresemos copiando, y pienso que si golpeamos sobre el mismo clavo acabaremos por aplastarlo’, por lo que afirma que la repetición del mismo estilo no es fidelidad a sí mismo, sino pereza.
‘La poesía -incluso para quienes la consideran un lujo inútil y asocial- representa una forma de privilegio, por lo tanto de injusticia, que en secreto envidian quienes la condenan’, señala Cocteau en estas páginas, en las que incluyó media docena de sonetos y de las que podrían extraerse aforismos brillantes: ‘El arte es una de las formas más trágicas de la sociedad’.
Misticismo en la selva

Mito, leyenda, genio, símbolo del exceso y la irreverencia, que con tan solo 19 años pasó por toda la historia de la poesía. Así se puede intentar definir a Arthur Rimbaud, cuya obra completa, en edición bilingüe, es pergeñada por Atalanta en un bello volumen.
Con una cuidada edición a cargo de Mauro Armiño, el libro reúne desde sus primeros poemas escolares en latín hasta sus poemarios finales, «Una temporada en el infierno» e «Iluminaciones», pasando por los textos en prosa que incluye «Un corazón bajo una sotana» y su total correspondencia en la que se revela su estancia en África, y su apasionada relación con Verlaine, de amor, dependencia y odio, y la que mantuvo con su familia.
El volumen también incluye una biografía ilustrada, una cronología, un diccionario de personajes, la bibliografía más reciente y, en el prólogo, una semblanza de la figura de Rimbaud y un análisis de su poesía y de la influencia que ejerció sobre la visión poética del siglo XX.
Arthur Rimbaud (Charleville, 1854-Marsella, 1891), considerado por Paul Claudel un «místico en estado salvaje», fue amante de Verlaine, con quien mantuvo una relación tortuosa; precoz, contradictorio y partidario del socialismo utópico de la Comuna de París y maduro traficante de esclavos en Etiopía, murió a los 37 años de un cáncer de huesos y con una pierna amputada, tras 63 días en el hospital, cerca de su madre y su hermana, y muy lejos de su lado salvaje.
La obra completa de Arthur Rimbaud se había publicado en España de forma poco cuidadosa; por ejemplo, su correspondencia sólo estaba disponible en breves antologías temáticas.
«Su poesía ha merecido más atención, pero aunque en la portada de alguna de las ediciones figure el título de ‘Obra poética completa’, las mejores versiones, a cargo de excelentes poetas, dejan de lado los veintidós poemas que conforman el llamado ‘Album zutique’, cuyo contenido escatológico o las dificultades que plantea su complejo argot parecen haber inducido a los traductores a descartarlos», dice este volumen en su contraportada.
La obra de Rimbaud es inseparable de su propia vida. Poeta a los 14 años, sorprende ya a sus profesores por la perfección con la que compone sus versos, y a los 19 años prácticamente tiene concluida su obra poética.
En el prólogo del libro, Mauro Armiño, Premio Nacional de Traducción y especialista en la literatura francesa, de la que ha traducido a Proust, Molière, Camus, Rouusseau o Voltaire, recuerda que «el paso fugaz de Arthur Rimbaud por la poesía francesa, «que fue calificado en vida como de ‘meteoro'», es uno de los tópicos más vivos y certeros.
El poeta llegó a París en septiembre de 1871 «y, en año y medio, hasta mayo de 1873, reduce a cenizas la poesía parnesiana- escribe Armiño-, para luego, tras el episodio de Bruselas y la entrega del manuscrito de su único libro publicado, ‘Una temporada en el infierno'(septiembre de 1873), hundirse en un silencio inexplicable e inexplicado.
Tuvo una adolescencia difícil, hijo de una familia desestructurada con un padre capitán del ejército que solo pasaba por casa cuando se lo permitía su destino, como recuerda Armiño.
Rimbaud se escapaba frecuentemente a París y fue allí donde conoció a Paul Verlaine. Su relación terminaría en un enfrentamiento violento. Verlaine le disparó y fue condenado a prisión, denunciado por él.
Después escribiría «Una estación en el infierno» y se trasladaría a África, para vivir del comercio de armas e incluso de esclavos.
Vitale, cuando lo simple es arte

Ida Vitale es una creadora con mayúsculas, una voz limpia y cristalina cuya palabra cruza sin envejecer una poesía tan honda e íntima como su personalidad.
Nacida el 2 de noviembre de 1923 en Montevideo, la obra de Vitale denota un permanente afán de curiosidad, hilvanado con un gusto exquisito; en 2015 se convirtió en la quinta mujer en ganar el Premio Reina Sofía de Poesía, y en 2018 fue la quinta mujer en pasar a formar parte de la corta nómina de mujeres galardonadas con el Cervantes.
Elegante, lúcida y culta, Vitale, que se exilió en México, huyendo de la dictadura de su país, en 1974, donde estuvo hasta 1989 y donde conoció a Octavio Paz, con quien trabajó en la revista Vuelta, y a José Bergamín, ha tenido siempre como referente y padre poético a Juan Ramón Jiménez, a quien también trató.
Desde 1989, Ida Vitale vivió en Austin (Texas, Estados Unidos) hasta 2016, año en que murió su marido Enrique Fierro. Meses después volvió con su hija a Uruguay.
Perteneciente a la llamada generación del 45, donde también se inscribe a Mario Benedetti, Idea Vilariño o Ángel Rama, entre otros muchos autores que tenían a Juan Carlos Onetti como gran referente, Ida Vitale, aseguró en 2010 su nulo interés en lo relativo a la poesía llamada «social o política».
«Para mí, compromiso hay, pero ese es el moral. Eso es lo primero y a ese soy fiel eterna. Con la poesía social o comprometida no se ha conseguido el momento más decoroso de la poesía. No lo fue, ni siquiera con Pablo Neruda que fue un gran poeta. La poesía es otra cosa, y, ya digo, requiere una cierta intimidad, aunque coincida con la intimidad de los otros», decía esta mujer, siempre atenta a la «escucha poética».
Traductora, crítica y ensayista, Vitale, que estudió Humanidades, la figura de Vitale siempre se asociará a la de una mujer de pelo de blanco, rostro dulce y llena de humor. Una mujer siempre dispuesta a viajar y alerta a todo lo que ocurre a su alrededor.
Una de las frases más significativas de la escritora se refiere al carácter perenne de las letras: «Pese a las dificultades por las que atraviesa el mundo hoy: las prisas, el poder o el protagonismo mortal del dinero, la poesía perdurará y se leerá hoy y siempre».
«Es como la música -recalcó- uno no puede vivir sin ella y siempre tienes que escucharla, pues con la poesía es lo mismo, es eterna y necesaria, porque es la vida. Yo gracias a YouTube escucho música y cosas muy buenas, pero me da miedo porque eso que ahora nos lo dan como un regalo seguro que luego nos lo quitarán».
Su poesía la inició en 1949 con «La luz de esta memoria», al que siguió «Palabra dada» (1953), » Cada uno su noche» (1960) o «Paso a paso» (1963). Después llegarían otros muchos otros títulos de poesía y ensayo y reconocimientos, como El Premio Internacional Octavio Paz en 2009, El Reina Sofía o El Max Jacob en 2017.
Y su icónico poemario «Mella y Criba» (Pre textos), que publicó en España, y donde dice: «(…) La vida te ha ofrecido/imprevistas derivas, el riesgo de excavar/topo, túneles nuevos. /Pero la luz acecha/ aun para lo enterrado. Insiste en dar con ella».
En 2015, cuando recogió el premio Reina Sofía de Poesía, se publicó su obra antológica «Todo pronto es nada», y en ese acto recordó su conexión con España, a la que considera «su segunda patria», desde su infancia.
«Recuerdo los años de la Guerra Civil, tras la cena se desplegaba en la mesa de su casa en Uruguay un mapa de la Península Ibérica donde seguían los partes que oían por radio». «A España le debo, por un lado, la lengua y por otro que me enamoré de Benito Pérez Galdós», dijo.
Vitale, además de escribir, entregó su vida a la lectura, manteniendo la ilusión infantil por ese misterio que es la poesía y su revelación. «No tengo nada claro como viene ese relámpago, sobre todo el primer verso es mágico, porque los demás vienen arrastrados».
Consultada sobre el papel de la poesía en en los tiempos modernos, Vitale lamentó la contrición de esta a un lugar menor, aunque explicó que «quizás» ello corresponda a que «la cultura no es homogénea» y a que «cuando las cosas bajan, baja todo», en relación a la degradación cultural de las sociedades.
De esta manera, recordó que en su infancia a su casa llegaban todos los días cuatro diarios que contenían sus respectivas páginas culturales, en las que era «normal» que se incluyeran poemas.
«No sé si eso ayudaba a que la gente se interesara por leer poesía o si eso lo hacían porque en ese momento la gente no tenía tan alejada a la poesía», expresó y se preguntó: «¿El huevo o la gallina?».
Vitale es sinónimo de recelo hacia la cruzada por imponer un lenguaje inclusivo, al considerar que se trata de una práctica que acarrea una «intención reductiva» de la lengua.
«El lenguaje es muchos o es uno, de acuerdo con hasta qué punto lo aprovechás o lo hacés evolucionar, pero no reducirlo», en palabras de la autora, que también fue destacada con galardones como el Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo, así como el Internacional de Poesía de Federico García Lorca.
La timidez del ‘asaltacamas’

Lord Byron, el poeta romántico por excelencia, no era un ‘dandi’, ni un don Juan que iba enamorando a todas las mujeres saltando de cama en cama, ni un depredador sexual desbordado por las pasiones. Fue un poeta «introvertido y cercano que huía del disfraz», como así se desprende de sus «Diarios».
Unos «Diarios» que ahora recupera en español Galaxia Gutenberg, con traducción y notas de Lorenzo Luengo, quien explica que George Gordon, sexto lord Byron (1788-1824), fue «mucho más allá» de esa imagen y recuerda sus viajes por Europa o su muerte temprana en Grecia, a los 36 años, en la guerra para lograr la independencia del Imperio Otomano.
Leyendas vertidas sobre el autor de «Don Juan» o «El corsario», que son fruto, a su juicio, de las lagunas que existen sobre el estudio de su persona y el romanticismo inglés.
«La literatura romántica ha pasado por muchos cambios, en la época victoriana se revisó el pasado de la literatura inglesa y Byron y (Percy Bysshe) Shelley fueron repudiados; este último se recuperó y Byron luego también gracias a la generación Beat que le reivindicó, con Allen Ginsberg o Kerouac, y también por el existencialismo francés», explica Luengo.
Pero este vacío sobre el autor también se explica, según el editor, porque después apareció un tipo de crítica marxista contra la estirpe aristocrática inglesa alejada de las clases bajas, que en el siglo XX y XXI trajo enormes discrepancias y un vacío sobre este autor.
Luengo se lamenta de que en Europa pocas universidades se tomasen en serio el estudio de las obras del poeta. «Nos hemos quedado con el Byron vestido de pirata y escondido detrás del disfraz existe un autor universal y con obras grandes y magnas como el inacabado ‘Don Juan'», sostiene.
«La personalidad de Byron se proyectó mucho más allá de un siglo, su forma de vida no solo contaminó a Baudelaire, Verlaine o Rimbaud en Francia, también a los ‘beat’ en Estados Unidos», recalca.
«Byron generó una nueva imagen del escritor como espectáculo, mezcló obra con vida. Su magnetismo quedó debajo de su aura», subraya.
Así, esta obra ayuda a conocer al escritor de diarios, no al poeta, «al hombre sentado en camisón ante su mesa, dice Lorenzo Luengo en la introducción del libro. Unos diarios, que por otra parte, nunca Byron pensó que se llegarían a publicar.
«Si esto lo hubiera empezado hace diez años, y lo hubiera seguido fielmente! ¡En fin! Demasiadas cosas hay ya que desearía no tener que recordar. Bien, he tenido lo mío de lo que se conoce como los placeres de esta vida, y he visto más del mundo europeo y asiático que buen uso he hecho de ello. Se dice que ‘la virtud no necesita recompensa’; la verdad es que debería estar bien pagada, por las molestias…».. Así escribe Byron en una entrada de su Diario de Londres (14 de noviembre, de 1813-19 de abril, 1814).
Hedonista, valiente, y reacio a las convenciones sociales, de Byron también cuanta la leyenda que fue bisexual, cosa que niega Lorenzo Luengo.
«Amaba a las mujeres no era bisexual, sí se le conocieron relación con jóvenes de todos los sexos en sus viajes por Oriente y fue muy ingenuo y lo dejó traslucir, pero eso fue como rememorando la imagen de la Grecia clásica y los protegidos. Era muy viril y le gustaban las mujeres y los hombres fuertes pero no hasta el punto de tener relaciones sexuales», aclara.
También sus «Diarios» revelan que solo tuvo una época dedica al dandismo. Fue dandi «poco tiempo», en el sentido de que la moda era lo primero junto con la superficialidad, asegura el traductor.
A la vida, a la muerte

La poesía hace visible lo invisible, cura o mata, porque esa sensibilidad de los poetas para regalar al mundo experiencias radicales puede tener un coste caro y más si se es mujer. Violeta Parra, Alfonsina Storni o Alejandra Pizarnik son algunas de estas poetas que pusieron fin a su vida de forma trágica.
Y así lo muestra el libro, “Poetas suicidas y otras muertes extrañas” de Luzmaría Jiménez Faro, que publica Torremozas y que recoge la biografía de poetas de América Latina y España que tuvieron la presencia oscura de la muerte en sus vidas.
Edelmira Agustini, Eunice Odio, Julia de Burgos, Teresa Wilms, Carolina Coronado, Clementina Suárez y María Mercedes Carranza forman parte de este libro, que encabeza por Parra, Storni y Pizarnik.
“Cuando la palabra se vuelve desesperanza, cuando las horas se deshojan, cuando no se ve la luz al fondo del túnel, cuando se pierde la ilusión y nos rodea la indiferencia (…) aparece la necesidad de transgredir la frontera de la vida”, escribe en el prólogo del libro Jiménez Faro.
Suicidas o víctimas de una muerte trágica, estas mujeres inteligentes, creativas y con ciencia de género tuvieron una vida apasionante con amores y desamores al límite. Todas ellas forman hoy parte de la gran historia de la literatura, como dice Jiménez faro y todas ellas tienen en común que escriben en español.
Uno de los grandes ejemplos lo encarna la poeta y cantante chilena Violeta Parra (1917-1967) a la que Pablo Neruda bautizó “Santa de greda pura” y que en algún momento ya había dicho que “el día que no tenga un amor, me dejaré morir”, se quitó la vida de un tiro en la cabeza, poco después de escribir lo que sería su legado más importante “Gracias a la vida”.
Apasionada, la hermana del poeta Nicanor Parra, se casó con Luis Cereceda en 1938 con el que tuvo dos hijos, Violeta Isabel y Luis Ángel, y al que advirtió que nunca dejaría de cantar. Se separaron y en 1949 se volvió a casar con Luis Arce, ebanista, con el que tuvo dos hijas, Carmen Luisa y Rosita Clara. Pero tras separase y ya muy desilusionada le llegó un amor loco con un músico suizo, Gilbert Favre, 18 años más joven, del que se enamoró perdidamente.
Un amor que no fue nada fácil, con distancias y altibajos, pero que hace que Violeta pueda “volver a los diecisiete”, otra de su composiciones míticas. Aunque finalmente “el cansancio, las dudas, la nostalgia…” contribuyen a que su vida se vuelva oscura. Y así, el 5 de febrero en la “Carpa de la Reina”, el barrio de Santiago de Chile, aparcó su vida de un disparo en su pequeña habitación.
Otra amante de la palabra, defensora reivindicadora del universo femenino y suicida es Alfonsina Storni, que nació el 29 de mayo de 1892 en Suiza, aunque se trasladó a los cuatro años a Argentina. Mujer apasionada, y al final víctima de un cáncer de pecho, el 18 de octubre de 1938 tomó un trena con dirección al Mar de plata, se alojó en una pensión y a los pocos días, el 25, por la noche envuelta en un manto se entregó al mar.
Una muerte que se ha convertido en leyenda y en canción “Alfonsina y el mar” de Ariel Ramírez e interpretada por Mercedes Sosa.
Dos poetas simbólicas a las que se suman en el libro, la argentina Delfina Tiscorida (1966-1996, autora del poema “Quiero arrancar la muerte de vida” o la limeña Marta Kornblith (1959-1997), que se quito la vida tirándose de un quinto piso, autora de “La calle está llena/ y hay una mujer que en el fondo de su cuarto/llora sola”.
El libro que reproduce muchos poemas, encierra a estas poetas y a otras mucho menos conocidas y se completa con abundante material gráfico en un capítulo denominado “Ellas y el silencio”.
Poesía que escupe realidades

Bertold Brecht o Pablo Neruda, Mahmud Darwisch o Bei Dao, todos ellos muestran esa tendencia en la que la voz del poeta interviene en política de una u otra manera, desde la adhesión a una causa a la denuncia del horror.
“Niemals eine Atempause” (Nunca un respiro) es el título de la antología, publicada por la editorial Kiepenhauer&Witsch, que parte de la tesis de que en el siglo XX los poetas se vieron obligados ante los horrores cotidianos a dejar atrás la estética del arte por el arte, típica de la segunda mitad del siglo XIX.
Joachim Sartorius, compilador de la obra, admite en el prólogo que una antología de la poesía política del siglo XX hubiera sido distinta a la suya de haberla hecho un poeta de Singapur o de Buenos Aires.
Es por ello que al lector de lengua española no deberá extrañarle no encontrar nombres como el del Cesar Vallejo (“España aparta de mi este cáliz”) o el de Mario Benedetti.
El libro de Sartorius pone el acento en Europa y ante todo en Alemania, como demuestra que haya un capítulo dedicado a 1933, el año del advenimiento del nazismo, y otro a la llamada “hora cero” después de la guerra.
Pero, al margen de esas salvedades, Sartorius procura abarcar los conflictos políticos fundamentales del siglo XX.
El libro va desde el genocidio armenio perpetrado por el imperio otomano, hasta la preocupación por el cambio climático, pasando por la guerra civil española, las dos guerras mundiales, el auge del comunismo, la revolución cubana y los movimientos de liberación en el llamado tercer mundo, incluyendo a Latinoamérica.
Una de las corrientes que muestra la obra es la de la poesía pacifista basada en la condena del horror de la guerra, de la que uno de los mejores ejemplos es tal vez, “Nuestros jóvenes”, del británico Siegfried Sassoon.
En ese poema, Sassoon contrasta la glorificación de la guerra, atribuida a un obispo anónimo -a la que dedica la primera estrofa- con la denuncia de lo que realmente deja la guerra.
El obispo dice que cuando vuelvan “nuestros jóvenes no volverán a ser los mismos”, ya que “regresarán transformados tras una guerra justa”, pero uno de ellos replica: “Ninguno de nosotros es el mismo/ George perdió las dos piernas, Billy quedó ciego/ el pobre Jim murió de un tiro en el pulmón/y Bert tiene sífilis”.
En los capítulos dedicados a las dos guerras mundiales, Sartorius opta por dejar de lado a los poetas que las glorificaron, al igual que omite deliberadamente, lo advierte en el prólogo, a los poetas que pusieron su obra al servicio del nacionalsocialismo.
No ocurre lo mismo con la poesía relacionada con la Unión Soviética y el comunismo en general, puesto que en el libro conviven poetas disidentes que fueron perseguidos por el estalinismo con otros que, sobre todo al comienzo, glorificaron la utopía marxista-leninista, en la que veían una promesa para la humanidad.
Entre las glorificaciones de la Unión Soviética, cabe destacar la que hace el cubano Nicolás Guillén, que sería de algún modo uno de los poetas oficiales de la revolución cubana.
Un caso de ironía trágica es el de Vladimir Majakovski, que celebró el advenimiento de la revolución para luego caer en desgracia y terminar suicidándose dándole “la palabra al camarada Mauser”, según una frase que se le atribuye.
El prólogo arranca precisamente constatando la situación contradictoria que vivió la poesía, y el arte en general, frente a la utopía comunista.
La primera imagen es la del músico Hans Werner Henze que, según cuenta en su diario, durante una visita a Cuba, cuando un soldado de la revolución puso su ametralladora encima de su partitura, deseó que en esta última quedase una mancha de aceite.
Era el arte, dice Sartorius, que buscaba la bendición de la revolución. El idilio terminaría a más tardar, agrega, cuando Fidel Castro hace encarcelar al poeta Heberto Padilla e insulta a los intelectuales occidentales que se solidarizan con él.
Nubes surcantes en un cielo poético

La antología poética titulada «Ángeles errantes», del editor literario de la revista Litoral, el sevillano Antonio Lafarque, pone de manifiesto que las nubes, como el amor o la muerte, son uno de los temas universales de la poesía española.
Lafarque explica que para la selección definitiva de 51 poemas de otros tantos poetas que conforman esta antología, que lleva el subtítulo de «Las nubes en el cielo poético español», llegó a reunir quinientos poemas de varios cientos de poetas del siglo XX español, además de Gustavo Adolfo Bécquer, único plenamente del XIX que ha sido seleccionado.
Si a esos poemas se les suman los que trataban central o tangencialmente la niebla o la bruma, el censo de la selección inicial se elevó a casi 900, sólo de poetas españoles, ya que la presencia de las nubes en la poesía hispanoamericana, según Lafarque, no es inferior a la española.
Precisamente, dedicados a la bruma o la niebla, sólo hay dos poemas en «Ángeles errantes», firmados por Joan Margarit y Amalia Bautista.
El malagueño Rafael Pérez Estrada, aunque en prosa poética, ha sido el poeta que más ha frecuentado las nubes en su obra, seguido de otro andaluz, Juan Ramón Jiménez, y del vallisoletano Francisco Pino, quien sin embargo no fue finalmente seleccionado para la antología.
«La poesía también es un estado de ánimo -subraya Lafarque- y, si hoy volviera a hacer la antología, incluiría a Francisco Pino, con el que quizás fui injusto; Pino es un heterodoxo, pero un poeta personalísimo, que publicó con editoriales importantes como Visor e Hiperión».
Manuel Altolaguirre, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Emilio Prados y Luis Feria ocupan un segundo puesto en cuanto a frecuencia de las nubes en su poesía; y entre los poemas preferidos por el antólogo están el de Antonio Machado, «En abril, las aguas mil», y el de Luis Cernuda, «Desdicha».
La antología también incluye un poema inédito del almeriense Juan Pardo Vidal, cuyos dos primeros versos dicen: «Nube,/ cuatro letras de algodón».
Lafarque atribuye el prestigio poético de las nubes a que «también son una metáfora del poema, y viceversa», y ha asegurado que ambos son frágiles y que los poemas populares también «se van transmitiendo y se van alterando, como las nubes se van moviendo y cambiando de forma».
«Ese carácter proteico de las nubes, que parpadeas y han cambiado de forma, es el más interesante», ha añadido.
Cuando el malagueño Centro Cultural de la Generación del 27 le encargó a Lafarque una antología, este pensó en rendir homenaje a la colección «Cazador de nubes», que ese propio centro edita, donde ha sido incluida «Ángeles errantes», cuyos ejemplares, impresos en la misma imprenta de caracteres móviles que empleó el poeta Manuel Altolaguirre en la Imprenta Sur, no se destinan al mercado.
De esta colección se hacen ediciones cortas de 300 o 350 ejemplares numerados, que se reservan para el protocolo o los invitados del Centro de la Generación del 27.
Lafarque ofrece otra razón para su antología: «Desde la ventana de su habitación y el tejado de la Residencia de Estudiantes, Emilio Prados ‘cazaba’ nubes con un espejo de mano e intentaba reflejarlas sobre la pared», por lo que su amigo Federico García Lorca lo definió en una dedicatoria como «Emilio Prados, cazador de nubes».
Octavio Paz en clave hindú

Coloridos «collages» del mexicano Vicente Rojo acompañan a los poemas de «Ladera este» que Octavio Paz escribió durante los seis años que vivió en la India, de 1962 a 1968, en una cuidada reedición que recuerda el viaje interior que el escritor mexicano realizó durante su estancia en Nueva Delhi.
«Tenía interés personal en su época en la India y a la vez quería una obra completa pero breve», explica el editor Pedro Tabernero, que encontró en «Ladera este» la mejor obra para rendir tributo al nobel de literatura 1990.
Publicada por primera vez en 1969, esta nueva edición, que saldrá a la venta este verano, contará con textos complementarios del académico de la lengua Juan Gil; el director del Instituto Cervantes de París, Juan Manuel Bonet; el escritor Juan Bonilla y el poeta Jacobo Cortines.
Será el octavo volumen de la colección Poetas y Ciudades, que el Grupo Pandora dedica a grandes poetas y las ciudades que amaban.
En el caso de Paz se ha elegido su relación con la India por la influencia que tuvo tanto en su vida como en su obra.
De los años pasados allí como embajador de México, Paz escribió tres obras: «Ladera este», «El mono gramático» (1974) y «Vislumbres de la India» (1995).
Y Tabernero consiguió que la viuda del escritor, la francesa Marie-Jose Paz, le cediera los derechos para volver a editar «Ladera este», con la estrecha colaboración de Vicente Rojo, un artista cuya obra está muy ligada a la literatura.
Creador de la portada de la primera edición de «Cien años de soledad», Rojo diseñó las cubiertas de muchos de los libros de Gabriel García Márquez y de otros autores como José Emilio Pacheco, Elena Poniatiowska y Octavio Paz, con el que además colaboró en el proyecto «Discos visuales» (1968).
Su estrecha relación con Paz le llevó a aceptar el ofrecimiento de Tabernero de participar en la reedición de una de sus obras.
«Vicente Rojo y yo estuvimos tres años pensando qué obra hacer. La primera idea era un libro sobre México, pero habría que haber hecho una selección de partes de sus obras porque no hay una entera dedicada a su país».
«Y un día me cogí las obras completas y leí sus libros sobre India, que son especialmente desconocidos en la obra de Paz, y que incluyen referencias artísticas, religiosas, mitológicas y de paisaje», explica Tabernero.
De ahí surgió la idea de la India y optaron por «Ladera este» porque es el principal, el que tiene más referencias de localizaciones en la India, el que más sitúa los temas. Y además «las notas que hizo a la primera edición son muy clarificadoras».
Cuando se decidió qué libro editar, Rojo comenzó a trabajar en las ilustraciones.
Un año de trabajo ha dado como resultado unos 40 «collages» que no solo ilustran, sino que complementan el libro con unos atractivos diseños que recuerdan a la India sin mostrarla directamente.
Flores, motivos naturales y formas geométricas se superponen en estos trabajos de líneas tan puras como los poemas de Paz.
Porque «no se trata de ilustrar un libro: es más dotar de imágenes a algo que no tiene, establecer un discurso enriquecedor, de modo que la ilustración no tiene por qué responder exactamente a lo que se está leyendo pero sí establecer un diálogo interesante», explicó Tabernero.
Diálogo que protagoniza la colección Poetas y Ciudades, de la que ya se han editado «Poeta en Nueva York», de Federico García Lorca; «Diario de un poeta recién casado», de Juan Ramón Jiménez; «Sombra del Paraíso» de Vicente Aleixandre; «Fervor de Buenos Aires», de Jorge Luis Borges; «Las piedras de Chile», de Pablo Neruda; «El contemplado», de Pedro Salinas, y «Ocnos», de Luis Cernuda.
El nuevo volumen de Octavio Paz se presentará en Nueva Delhi, México y París, y para el año próximo está previsto que salga «Diario de Argónida», de José Manuel Caballero Bonald, con estudio de Víctor García de la Concha, y dibujos de Manuel Fernández.
Pero será después de los poemas indios de Octavio Paz, que él mismo describió así: «Viajes en el espacio exterior y en el interior, realidades que vemos alternativamente con los ojos abiertos y con los ojos cerrados, paisajes nunca vistos y paisajes siempre vistos: la extrañeza de la India se fundió con mi propia extrañeza, es decir, con mi vida».
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