psicodelia
Música progresiva catalana, de la contestación a la decadencia tropical

En 1969 sale al mercado el primer Dioptria de Pau Riba, un disco-hito que materializa toda una efervescencia energética que hasta entonces se había mantenido en el hervor lento, pero continuo, de un caldo donde se cocía una nueva forma de sentir y de decir en Catalunya.
La dedicatoria a la «tiasumpta y lavipau» que aparece en el libreto del disco, se convierte en una despedida del «mundo pequeño y mezquino» que le ha tocado vivir desde su infancia: una cultura asfixiante, y también asfixiada, que se ha refugiado en su mundo «decente y medio digno», empeñada en mantener una misión redentora a costa de cargarse sobre los hombros un pecado impuesto, envuelto de una seriedad inviolable.
Así que Pau Riba se dedica a poner patas arriba jovialmente con unos «me voy, me voy» a toda esta gran familia («familia/ae: conjunto de esclavos que pertenecen a un mismo dueño o señor») que es la sociedad, depositaría de una «insalvable miopía, esta única inmensa y frustrante Dioptria», para ir a buscar «el país de las faltas de ortografía», imagen de un paraíso en el que hay un reencuentro «con la manzana cruda que vuelve a ser prometedora, quién sabe». Un paraíso que no tiene nada que ver con la panacea socialista, el paraíso del mundo justo y sin clases que tan en boga estaba en los círculos intelectuales contrarios al régimen. Quizás tiene más que ver con cierta idea libertaria, pero tampoco, ya que su discurso no es político, evita precisamente la palabra comprensible para apuntar hacia formas más trascendentales y a la vez más cercanas al sentir inmediato; la experiencia del mundo a través de la piel y, en cierto modo, la recuperación de una inocencia primigenia que se ha ido perdiendo a golpes de un racionalismo técnico que ha compartimentado la vida transformándola en algo ajeno. Este primer «Dioptria» es una patada en la gran tinglado de la cultura, porque el paraíso está aquí mismo.
Los de Concèntric, la discográfica que lanza el «Dioptria», reaccionan de forma alarmada. Al frente estaba Espinàs, voz cantante de los Setze Jutges y portador de un discurso generacional anterior, que había encontrado en la canción francesa (en la canción de autor, es decir, de lo que se canta a amores, desamores y agravios) el modelo para reivindicar la visibilidad y vitalidad de la cultura catalana. En una réplica que añaden al libreto, entre ofendida y condescendiente, Concèntric atribuye el manifiesto de Riba a los caprichos de un adolescente consentido. Acaban diciendo: «Parece que cuando repite ‘me voy, me voy’, Pau Riba exagera -poéticamente, un poco». Y efectivamente, cuando decía «me voy» lo hacía poéticamente, porque ésta es la la llave que abre las puertas a la realidad, en este sentido no exageró lo más mínimo.
Por otra parte, en el año 70 también asoma el disco de Música Dispersa, que con Sisa, Cachas, Batiste y Selene, invita a perderse en un mundo de sonidos extraños e inquietamente bellos, dibujando el folclore de un país inexistente. No aparece ni una sola palabra comprensible; los ejercicios vocales de las cuatro fauces, parodia de un inglés macarrónico con olas de gemidos oníricos, borran cualquier referencia a una realidad concreta para presentarse como banda sonora de un mundo neblinoso, de una realidad mágica.
«Hay un punto y una determinada manera de explicarlo. Hay un punto y diferentes maneras de expresarlo. La manera orgiástica, desenfrenada, el estilo espasmódico », dice Sisa a las letras de papel del Orgía. Este será su primer disco como cantante (1971), musicalmente muy cercano a los sonidos de Música Dispersa, y donde se despliega su particular forma de revuelta poética. Revuelta que bebe y continúa los caminos de la palabra en libertad de los surrealistas, siguiendo la estela de Foix y de Brossa, dibujando un universo mítico misterioso y seductor y también con mucho cachondeo («Cuerdas de guitarra, ruidos de fiesta y luces de petróleo amarillos / Vírgenes violadas, motores encendidos y conejos encerrados en botes / Bocas pegadas, colores espesos, ratones y abejorros / Rocas desnudas, besos de guerra y una agencia de transportes»).
La investigación en definitiva es la de un nuevo lenguaje, y en los grupos de rock esto se traduce en la experimentación sonora, facilitada por los instrumentos electrificados, que a través de grupos eminentemente anglosajones llegan a los oídos sedientos de jóvenes músicos catalanes. Batiste, que tocaba el bajo en el Grupo de Folk Música Dispersa, y Herrera forman la banda Máquina!, bandera de la nueva ola progresiva que traduce a base de un rhythm’n’blues electrificado de inspiración Pink Floydiana las mismas inquietudes del «Dioptria» y del cuarteto disperso.
Los temas son largos, complejos y llenos de espacios dedicados a la cacofonía sónica y a interminables solos de guitarra que dibujan paisajes sonoros buscando una suerte de éxtasis lisérgico: rock psicodélico con todas las de la ley. La base de esta música llamada progresiva, que cuenta con bandas como los Agua & Regaliz/Pan & Regaliz, Estratagema, Vértice o los andaluces Smash, es cierta actitud anti-comercial, en tanto que se oponen a la canción pop que a mediados de los sesenta tanto había desintoxicado el aire enrarecido de la música peninsular, y que ahora parecía condenada a cierta asimilación por parte del régimen a través de los «festivales de la canción», perdiendo todo el carácter revulsivo.
Además, se hacen eco de una forma nueva de entender la música como vehículo para transformar conciencias, para el que usaba la reinterpretación del folk de Bob Dylan como el rock metalúrgico de Deep Purple (de ello hay reminiscencias en la banda Tapiman de Max Sunyer) o la fusión con los sonidos del jazz y de los primeros sintetizadores de Soft Machine o King Crimson (caso de los Fusioon de Santi Arisa o los Om de Toti Soler).
En 1971 se celebra en Granollers el primer gran festival psicodélico de Catalunya, emulando a los grandes festivales americanos e ingleses, y sale al mercado el segundo «Dioptria», con un Pau Riba sin banda, más cómodo e inspirado en compañía de Albert Batiste. El hito de Granollers parece ser el punto más álgido de los llamados progresivos.
En 1973 abre sus puertas en Barcelona, de manos de Víctor Jou, la sala Zeleste de la calle Platería. Se inicia así una especie de «belle époque» para la música popular catalana, y una nueva etapa diferenciada de la anterior generación progresiva. Lo que se llamó «onda layetana» incluye toda una serie de grupos que pueden actuar y ensayar en la misma sala. Además, se imparten talleres musicales y el lugar cuenta con un sello propio, Zeleste-Edigsa, que permite publicar el trabajo de todos estos grupos.
En esta ‘onda’ había artistas que procedían del mundo del jazz de la sala Bocaccio, en la parte alta de Barcelona, y también jóvenes provenientes de zonas obreras como Collserola, personajes del mundo del cómic, la literatura, la arquitectura, … creando así una suerte de ambiente «progre» con tintas de contracultura a la catalana. No hay una actitud homogénea, pero sí cierta sensación de liberación y festividad combativa. Eran los últimos momentos del régimen de Franco. Musicalmente se hacen eco sobre todo de las fusiones del rock con la música negra procedentes de América (los discos del Miles Davis de los setenta o de Herbie Hancock con los Headhunters), o las experimentaciones del sonido Canterbury (Hatfield and the North, National Health, …).
A pesar de las diferencias, grupos y personajes como Sisa, que habían vivido toda la ola progresiva, hacen de Zeleste su centro de operaciones. Sisa saca sus siguientes discos –Qualsevol nit pot sortir el sol, Galeta galàctica y La Catedral– con el sello Edigsa y con músicos de la escena, configurando lo que será su universo galáctico, más influenciado por la mística irónica y «hiperxiològica» de Francesc Pujols, los referentes a la cultura popular del cómic y del Paralelo, y una forma de decir más «vianesca». También asoma, y graba un disco en directo Oriol Tramvia (Bestia!, 1975), con una actitud y una forma de cantar silvestre, propia del punk.

En cuanto al resto de grupos, hay que destacar en primer lugar a la Orquesta Mirasol; con Victor Amman a los teclados eléctricos y Xavier Batllés al bajo, sacan en dos años dos maravillas: Salsa catalana y D’oca a oca i tira que et toca. Su fusión de jazz y rock a la manera americana, con una cierta preocupación por incorporar instrumentos y un lenguaje de raíz, sorprende por su calidad y sofisticación, y se convierten en una banda de éxito y en un referente para otros músicos.
Unos que también se preocuparon por incorporar giros musicales contundentes fueron Música Urbana, con Joan Amargós y Carles Benavent. Su fusión de jazz y rock se basa en composiciones milimétricas, con cambios repentinos que van del groove a la deriva ambiental. Música Urbana e Iberia son sus discos. También están los Secta Sónica, con Zarit y quién será el futuro Gato Pérez, un quinteto graciense de rock urbano y ritmos latinos. Astroferia y Fred Pedralbes, sus dos discos, suenan a una especie de funk roquero primitivo a la batuta de los ‘riffs’ de los tres guitarras solistas. Y también los Blay Tritono, con Joan Saura, Eduard Altaba y Néstor Munt. Teclados, bajo, batería y sección de vientos deambulan entre el jazz progresivo y una reinterpretación folclórica llena de ironía «zappiana». Clot 20, su único disco, es la perla, un tanto excéntrica, de los grupos laietanos.
Todas estas formaciones graban sus discos entre 1974 y 1977, momento en que parece cambiar algo. Con la consolidación de la democracia, un cierto aire de felicidad despreocupada invade la escena. Hay un giro hacia el tropicalismo, la salsa-jazz que venía de Nueva York (la Orquesta Mirasol se convierte en Mirasol Colores; Gato Pérez («ya está bien de trascendentalismo aburrido, ahora toca divertirse», dice) abandona Secta Sónica y registra Romescu, una mezcla de rumba catalana y ritmos latinos;, una proliferación de orquestas de baile (la Orquesta Plateria con la «Voss» del Trópico), y también cierto colapso de los músicos laietanos, cada vez más consumidos por el virtuosismo y escorados hacia la profesionalización y la preocupación por una forma más estandarizada y menos exploradora.
Una nueva generación de artistas, con propuestas y actitudes radicalmente distintas, topa con la incomprensión de público, estructura y crítica, y serán ellos quienes entonarán de nuevo el «me voy, me voy», en lo que significará la disgregación del escena y la creación de otra, subterránea y más radical. El mismo Pau Riba será un ejemplo, cuando en el festival Canet rock de 1977 y en compañía de los Perucho’s, trío (guitarra, batería y saxo) conserva cierto esqueleto del jazz con una actitud netamente provocadora, revulsiva. Juntos entonan ante un público estupefacto «AstarothUniversd’Herba», un poema kilométrico, escupido como un exabrupto lleno de distorsiones y sonidos a lo loco. El público ya quería ‘mainstream’, cosas del adocenamiento: Riba fue abucheado y despedido entre una lluvia de objetos. El ‘underground’ pasó a mejor vida.
Hendrix en la isla del Sargento Pimienta

El 15 de julio de 1968, Jimi Hendrix inauguró el local Sgt. Peppers de Gomila (Palma) en el único concierto que hizo en España y de los pocos de Europa. El músico mostró su talento ante un público mayoritariamente internacional: unas 700 personas que pagaron la entrada, que costaba 300 pesetas de aquel momento, que debía ser la mitad del sueldo de un trabajador mallorquín medio; la entrada normal del local rondaba las 75 pesetas. El espectáculo terminó con con el mango de la guitarra Fender Stratocaster de Hendrix rompiendo el techo del establecimiento en el transcurso de la canción Purple Haze, un final apoteósico que disuadió a unos serios promotores sentados entre el público, los que decidieron cancelar el concierto que al día siguiente la banda tenía programado en Madrid.
Hendrix ya se había consagrado como uno de los mejores guitarristas del mundo con la banda The Jimi Hendrix Experience, formada por Noel Redding al bajo y Mitch Mitchel a la batería. En cambio, no sólo no percibieron su caché habitual, que rondaba el medio millón de pesetas, sino que el conjunto actuó gratis.
Los propietarios del Sgt. Peppers eran Mike Jeffery y Chas Chandler, a la vez managers de Hendrix. Gracias a ello se inauguró la sala con su máxima atracción: «Para promocionar Sgt. Peppers, Jimi Hendrix, ya que sus imágenes en el festival de Monterrey habían dado la vuelta al mundo», afirmó décadas después un periodista local.
Tuvo lugar pocos días después del aplazamiento del festival Música 68, un fallido macrofestival llamado primer First World Festival of Jazz and Popular Music. En el Música 68 debían participar Donovan, Scott McKenzie, The Byrds, The Animals, Françoise Hardy, Tom Jones, Ray Charles, Ella Fitzgerald y Charles Aznavour, entre otros nombres de ámbito internacional. Fue el momento de confirmar que The Jimi Hendrix Experience vendría a Mallorca para inaugurar la nueva discoteca.
El Sgt. Peppers
Bajando las escaleras de la plaza Mediterráneo, en el edificio Neptuno, se encontraba el Sgt. Peppers, un nuevo concepto de sala que Chandler y Jeffery compraron con el empresario mallorquín Josep Maria Forteza: equipada con innovaciones únicas entonces, efectos lumínicos que oscilaban de forma caleidoscópica con el sonido, burbujas de jabón, confeti, niebla artificial, una modernísima decoración a cargo del diseñador inglés Stuart Offord, un aforo superior a la media (400-500 personas) y un nombre que hacía referencia directa al octavo álbum de The Beatles, Sgt. Pepper s Lonely Hearts Club Band, de 1967.
«Un equipo de Estados Unidos se ha encargado del montaje sonoro. Tenemos la sala dividida en ocho sectores. Cada sector puede ser controlado independientemente. El sistema de altavoces de pista es profesional, hasta el punto de utilizar los mismos que se emplean en las grabadoras para la producción discográfica «, afirmaba en una entrevista Forteza.
Paco Luis Muñoz-Delgado, el director que le sucedió, afirmó que el Ayuntamiento de Palma «condujo al mundo nacional de su brazo una nueva era: la época psicodélica».
Tras su paso por el Woburn Music Festival de Bedshire, Inglaterra, Noel Reading y Mitch Mitchell, los otros dos integrantes de Sgt. Peppers, llegaron unos días antes del concierto en Mallorca. En una casa grande empezaron a preparar su repertorio con grupos locales, como Los Bravos, Mauri s Siete y Z-66, e hicieron alguna sonada jam session en el escenario de Haima, en Cala Major , que era también propiedad de Chas Chandler.
Jimi Hendrix llegó al aeropuerto de Son San Juan la mañana del domingo 14 de julio de 1968 acompañado por Jeffery y una bandada de groupies. La estrella, aunque se alojaba en una suite del hotel Victoria de Palma, frecuentó la casa de sus compañeros para realizar los ensayos.
El concierto
La noche del 15 de julio del 68, el Sgt. Peppers abría oficialmente las puertas con el concierto de Jimi Hendrix. Llorenç Santamaria, el vocalista de los Z-66, explica que ellos la inauguraron «como grupo, digamos, residente. Hendrix vino a hacer la inauguración oficial ocho o nueve días después de que nosotros la hubiéramos abierto. Ese día tocó sólo él «.
Uno de los asistentes al concierto de Hendrix fue Vicente Ribas, quien en ese momento salía con una americana de California que charlaba perfectamente español, porque había estado varios años en Sudamérica acompañando a la pareja de un petrolero en Venezuela. «En aquel tiempo el petrolero trabajaba en los Emiratos Árabes, su pareja y acompañante vivían en Mallorca, él venía a la isla cada tres semanas y se hacía cargo de todos los gastos, entre las que la de la entrada del concierto de Hendrix por mi padre y las dos chicas «. Entre el público, había algunos mallorquines y mucha gente de fuera; un mallorquín de a pie no podía permitirse ir a la discoteca cada semana».
Según Ribas, el concierto fue espectacular. «Hendrix era una figura, un espectáculo con la guitarra, no era el típico rock al que estábamos acostumbrados, en Mallorca no había mucha gente familiarizada a escuchar aquel tipo de música». Sólo en algunas tiendas isleñas se había distribuido el sencillo Hey Joe .
«Tampoco la prensa local de ese momento entendía mucho; los titulares decían que había era una bajada al infierno», recuerda. El primer titular en el que apareció el nombre de Hendrix en la prensa local fue gracias a la reseña que hacía Miquel Vives en el diario Baleares : «Las referencias que nos han llegado de Jimi Hendrix nos dan fe de que se trata de un excepcional guitarrista, excitante, y que toca con ambas manos, con los dientes, incluso. Se trata de un virtuoso (…) Se trata de algo excepcional «.
Pero en general las críticas publicadas de su concierto fueron feroces. Es el caso de la crónica de Josep Maria Barceló y Xim Rada, titulada «Jimi Hendrix: ¡Bum! ¡Crack!», que decía:» Jimi comenzó su actuación -extravagancias en la manera de vestir y de peinar aparte- haciendo alarde de su mágico dominio sobre la guitarra eléctrica, pero a medida que su actuación consumía minutos, el electrónica dominó el ambiente e hizo temblar las paredes del Sgt. Peppers … Fue espantoso. Ciertamente de miedo. (…) Insoportable «.

O la crítica de Miquel Vives: «Él subió al escenario con el objetivo de vacilar al público y no de demostrar lo buen guitarrista que era. ¡Venga a tocar con los dientes! ¡Venga a tocar con la guitarra detrás la nuca! ¡Venga a hacer posturitas y volver el techo! Estaba de paso y se notaba que no se tomaba aquella actuación en serio. «
El locutor Miguel Soler, en su sección musical de Última Hora, escribía: «Hay que ser muy experto para hacer todo esto. Aunque ‘eso’, en muchos momentos, no tenga nada que ver con la música. A pesar de todo, amigos, convengamos que cuando quieran Jimi Hendrix y sus compañeros pueden demostrar que son extraordinarios músicos (…) Ver Jimi Hendrix Experience es una experiencia que no nos hubiera gustado perdernos. La próxima vez esperamos ‘sentir’ un poco más de música. Sólo es cuestión de que ellos lo quieran «.
La única crónica que calificó el espectáculo de manera positiva la firmó Keith Altham, enviado para cubrir el evento para el semanario musical inglés New Musical Express: «Mitch parece tocar ciento baterías con una docena de manos y pies, mientras que Noel conduce su bajo a través de la tormenta eléctrica de su derecha provocada por el Odin de la guitarra. A medio camino entre el estatismo, agitándose, gimiendo y los gestos eróticos, el Príncipe Negro murmura entre los amplificadores y finalmente llega a lo que denomina ‘nuestro himno nacional’, Wild Thing , que lo envuelve todo y a todos «.
Final feliz
Pocas canciones, mucha distorsión y una guitarra que hizo caer el techo. Sandro Fantini, en aquel momento parte de la directiva del Sgt. Peppers, se encarga de desmentirlo: «No fue una acción en absoluto intencionada. Lo que pasó era que el techo que había encima del escenario era bajo. Él hacía filigranas con la guitarra, al final de la actuación, y en un momento determinado se levantó y, accidentalmente, pegó contra el techo, que era de yeso «.
Llorenç Santamaria, también presente, rememora aquel momento con las siguientes palabras: «Recuerdo que coincidió con el principio de Purple Haze . Levantó la guitarra y … bum! Y en ese momento cayó el techo! Esto, para nosotros, era algo extraordinario «.
El padre de la contracultura estandarizada

El historiador, crítico social y novelista Theodore Roszak vio las rebeliones juveniles de fines de los años sesenta como un movimiento que merecía un análisis propio y un nombre: la contracultura.
Roszak, escritor y profesor de la Universidad Cal State East Bay, escribió un libro que definiría esa época: ‘El nacimiento de una contra cultura’ [The Making of a Counter Culture] (1969), un libro documental que fue éxito de ventas y popularizó la palabra ‘contracultura’.
Basándose en la influyente obra de pensadores como Herbert Marcuse, Paul Goodman y Alan Watts, el libro examina el entramado intelectual del movimiento social que empezó a mediados de los años sesenta y se extendió hasta entrados los setenta: las protestas en las ciudades universitarias, los love-ins, el rock y los festivales con drogas psicodélicas que contagiaron masivamente a los jóvenes y desconcertaron a sus mayores. Los jóvenes construyeron “una cultura tan radicalmente apartada de los presupuestos tradicionales de nuestra sociedad”, escribió Roszak, “que para muchos apenas es cultura, sino que adopta la alarmante apariencia de una intrusión bárbara.”
Pero donde unos veían caos en las protestas de los estudiantes universitarios, en las comunas hippies, en los deadheads [seguidores de la banda The Grateful Dead, pero también usuarios de drogas psicodélicas] y en los camellos, Roszak vio un movimiento serio posiblemente de valor compensatorio, una oposición juvenil a la “tecnocracia” que decía estaba en el origen de problemas como la guerra, la pobreza, la desarmonía social y el deterioro ecológico.
“Fue una época en la que ocurrió un inmenso trastorno cultural en el país. ¿Pero en qué consistía? ¿Era solamente un montón de conductas anómalas? ¿Era… una de las consecuencias no previstas de la Guerra de Vietnam? No había herramientas conceptuales para entenderlo”, cuenta en una entrevista Todd Gitlin, profesor en la Universidad de Columbia que escribió una popular historia de los años sesenta. “La gente estaba tratando de entender qué estaba pasando. Él le dio nombre. Es por eso que el libro fue un éxito.”
Roszak escribió o publicó más de diecisiete libros, incluyendo ‘La voz de la tierra’ [The Voice of the Earth: An Exploration of Ecopsychology] (1992), un revolucionario trabajo sobre la relación entre la salud planetaria y la personal.
Incursionó también en la industria cinematográfica, el fundamentalismo y el lado oscuro de la tecnología en varias novelas, incluyendo ‘Plaga’ [Bugs] (1981), ‘Parpadeo’ [Flicker] (1991) y ‘El diablo y Daniel Silverman’ [The Devil and Daniel Silverman] (2003). ‘Memorias de Elizabeth Frankenstein’ [The Memoirs of Elizabeth Frankenstein] (1995) inspiraron la poco convencional vida de Mary Shelley, que escribió la historia original de Frankenstein; también ganó el Premio James Tiptree Jr. por su exploración de temas de género.
“Siempre estaba tratando de mirar debajo de las cosas, qué significa todo eso”, recuerda Ernest Callenbach, colega escritor de Berkeley cuya novela ‘Ecotopía’ [Ecotopia], de 1975, fue también un hito histórico de la contracultura.
Hijo de un carpintero, Roszak nació en Chicago el 15 de noviembre de 1933. Más tarde su familia se mudó a Los Angeles, donde estudió en la Escuela Secundaria Dorsey antes de licenciarse en historia en la Universidad de California en Los Angeles en 1955. Se doctoró en historia en la Universidad de Princeton en 1958 y en 1959 se incorporó como docente a la Universidad de Stanford.
En 1963 se incorporó al departamento de historia de la Cal State Hayward (en 2005 se convirtió en la Cal State East Bay). Más tarde tomó un permiso de un año para publicar un pequeño diario pacifista en Londres. Estaba allí cuando en 1964 estalló en la Universidad de California en Berkeley el movimiento por la libertad de expresión.
En el verano de 1967, Roszak estaba trabajando en una serie de artículos para el diario The Nation sobre las protestas universitarias que se extendían por todo el país. Estaba todavía en Londres cuando empezó a oír sobre raros acontecimientos en el distrito Haight-Ashbury en San Francisco, epicentro del movimiento hippie durante el llamado Verano del Amor.
Mientras que la mayoría de los informes de prensa se concentraron en los aspectos más extravagantes del acontecimiento cultural espontáneo que atrajo a miles de jóvenes hacia el Área de la Bahía, “para entonces yo estaba convencido de que se trataba de algo más que de sexo, drogas y rock ‘n’ roll”, dijo Roszak en una entrevista con la Chronicle of Higher Education en 2007. “No que el sexo, las drogas o el rock ‘n roll no tuvieran relevancia… ¿Pero se puede dar a esa declaración una traducción filosófica más accesible? Esa fue la tarea que me impuse” en lo que llegaría a ser ‘El nacimiento de una contra cultura.’
El crítico Robert Kirsch escribió en Los Angeles que el análisis de Roszak de las ideas que daban forma a la mentalidad de la contracultura era “críticamente sólido, reflexivo y difícil.” En el New York Times, Robert Paul Wolff concedió que Roszak “puede tener razón de que nuestros jóvenes están huyendo del ideal de la razón”, pero concluyó que el autor “culpaba demasiado rápidamente a la cosmovisión científica de todos los males de la sociedad.”
Cuando se publicó ‘El nacimiento de una contra cultura’, Roszak era, según las normas de la contracultura, demasiado viejo para ser fiable: tenía 35 años. Simpatizaba con los objetivos del movimiento, pero criticaba algunos de sus medios, particularmente la popularidad de las drogas alucinógenas. “Tenía los pies en la tierra”, dijo su esposa.
Se retiró de la docencia en 1998, pero siguió estudiando a los chicos de los años sesenta, ahora todos en la tercera edad. Concentrándose en lo que llamó la revolución de la longevidad, produjo, cuarenta años más tarde, una especie de secuela a su libro de 1969. La tituló ‘The Making of an Elder Culture.’
Lutero y los ritmos eléctricos

A grandes rasgos podrían determinarse los “tiempos” y “espacios” en los que tuvo lugar el nacimiento del movimiento “Praise & Worship” o “Worship” dentro del contexto de la música cristiana contemporánea.
Podría decirse que a mitad de los años 50’s comenzó a suscitarse un cambio gradual y paulatino en el tipo música utilizada en la liturgia cristiana.
En el contexto católico, tuvo lugar el movimiento carismático que se caracterizaba por “modernizar” la música cristiana, acercándola a los jóvenes, entre algunos de los músicos más sobresalientes de este movimiento podríamos citar: Taizé Community (en Francia), Nick Freund and the Search Party (USA) y Mind Garage (USA).
En el contexto protestante-evangélico, esta revolución musical viene acompañada del “Jesus movement”, que a su vez dio origen al “Jesus Rock”, que posteriormente evolucionó a lo que hoy se conoce como Contemporany Christian Music (CCM).
En el contexto luterano el más destacado es sin duda John Ylvisaker, quien revolucionó el estándar de música cristiana luterana, introduciendo elementos de rock, jazz, soul, ska, en sus composiciones, dentro de las que sobresale “Mass for a Secular City”, y “Cool Living”.
Dylan con la Biblia debajo del brazo
John Carl Ylvisaker era una rareza: un músico muy viajado enraizado en Minnesota y un hombre modesto cuya música fue cantada por miles de personas en todo el mundo.
Ylvisaker (pronunciado elvis-sacker), uno de los compositores más populares de la música luterana contemporánea, murió en 2017 por atrofia de múltiples sistemas en su casa de Waverly, Iowa. Tenía 79 años.
Gracia Grindal, profesora de retórica en el Seminario de San Pablo Lutero durante 30 años, llama a Ylvisaker el «Bob Dylan del luteranismo». No es una coincidencia, relata, que tanto Ylvisaker como Dylan estaban muy influenciados por la música de protesta de Pete Seeger. «Era un genio, no hay duda de eso», cuenta Grindal, quien escribió poesía y letras con Ylvisaker. «Y él no tenía ningún sentido de su genio».
Amigos y familiares describen a Ylvisaker, quien compuso más de 2,000 himnos, como un músico prolífico cuya creatividad nunca se desvaneció, incluso como lo hizo su voz y su cuerpo en años posteriores. Su himno titulado “I Was There to Hear Your Borning Cry”, una suave balada que se canta en innumerables bautismos y servicios religiosos, se conoce en todo el mundo.
«Sabía que tenía que ser reconocible», explica Grindal sobre su música. «Así que llegaba gente. Porque eso es música profundamente memorable. Sale de la tierra ”.
Ylvisaker nació en Fargo en 1937 en el seno de una familia noruega inmersa en la tradición luterana. Su padre, Carl, presidió el departamento de religión en Concordia College en Moorhead (la biblioteca de Concordia lleva su nombre ); su madre, Marie Sletvold, era la bibliotecaria. Se licenció en Música e Historia en Concordia en 1959.
La música luterana lo llevó por todo Minnesota. Enseñó en escuelas en Hawley, Morris y Buffalo, y trabajó en iglesias en Fridley y St. Louis Park. Durante años, fue el compositor en residencia de la Iglesia Luterana de los Estados Unidos, con sede en Minneapolis. También lo llevó lejos del estado: realizó una gira por el país y en el extranjero a partir de finales de la década de 1960; dondequiera que estuviera, estudiaba las melodías particulares de esa región. Esas influencias, junto con la música popular estadounidense, se reflejaron en su música cristiana.
«Tenía mucha curiosidad por las canciones de todo el mundo y comenzó a poner textos bíblicos a estas canciones perdidas», recuerda su hijo, el músico Jeremy Ylvisaker de Minneapolis.
Fue un cambio estilístico de la música luterana que estuvo precisamente compuesto y ejecutado por vocalistas y organistas preparados y con buen oído y mente abierta. Los himnos de Ylvisaker, que presentaba en su barítono intenso y retumbante, eran suaves e incitadores.
«Para John venir a la iglesia con una guitarra y animar a la congregación a cantar, como haría un predicador, fue todo un cambio», concede su esposa, Fern Kruger.
Si bien esas diferencias lo llevaron a ser criticado por muchos escritores de himnos luteranos tradicionales, también fueron las que lo hicieron popular.
«Lo que la música de John hace es ponerte en contacto con tu corazón», expone Kruger. «Él puso el evangelio en la vida cotidiana». «Ylvisaker tenía una canción para cada ocasión», rememora su colaborador Hal Dragseth.
En cuanto a su discografía, a finales de los años sesenta, él y su esposa, Fern Kruger, se fueron a Nueva York para grabar algunos discos de rock psicodélico, garage y folk. «Cool Livin», el debut en el estudio de Ylvisaker, es fácilmente uno de los mejores discos de Xian (Rock Cristiano). Es una escucha que impresiona por su eclecticismo; mezcla melodías pop con algo de jazz, un drifter psicodélico, lounge, ritmo y números folk-rock. Ylvisaker se autodenominaba «el Dylan de la escena de la Biblia» en ese momento y tenía una legión de seguidores cristianos modernos que casaban con el efervescente sonido de la Costa Oeste y los ritmos eléctricos.
Almendra en flor de canciones

Almendra es considerado miembro de una trilogía inicial del rock argentino, junto a Los Gatos y a Manal. Los cuatro integrantes de la banda eran compañeros del Instituto San Román, del barrio porteño de Belgrano. De la unión de Los Sbirros y Los Larkings (formadas por compañeros de distintas divisiones) nació Almendra allá por 1967, con Luis Alberto Spinetta (guitarra y voz), Edelmiro Molinari (guitarra y coros), Emilio del Guercio (bajo y coros) y Rodolfo García (batería).
El primer simple, «Tema de Pototo» / «El mundo entre las manos», fue lanzado en septiembre de 1968 y la repercusión inmediata provino del estilo refinado, los arreglos vocales poco comunes y la poesía lírica de las letras, que contrastaban con los estribillos del beat de moda.
Los primeros shows fueron en Rosario y Córdoba, acompañando a Johnny Tedesco. «Nos mandaban a tocar a clubes donde la gente quería ver a Los Iracundos o a Jolly Land y nosotros íbamos vestidos con camisetas, cuando los otros tipos iban con trajecitos de lamé y corbatita. (…) Para nosotros era como una cruzada abriendo orejas», relata Del Guercio («Historias del Rock de Acá», E.Ábalos, pág 100).
En 1969 llegó la consagración, con innumerables presentaciones en vivo, entre las cuales sobresalen la temporada veraniega en Mar del Plata, el Festival de la Canción de Lima, Perú, y el Festival Pinap, organizado por la revista homónima. Todo este éxito los catapultó a grabar el primer LP («Almendra», 1969), que se convirtió en uno de los mejores discos de la época, con clásicos como «Muchacha (ojos de papel)», «Ana no duerme» y «Plegaria para un niño dormido»; y, casi inmediatamente, el segundo disco, de doble duración, en 1970.
El primero de ellos contó en la tapa con un dibujo del propio Spinetta que representaba a un payaso llorando, con una flecha de juguete en la cabeza. La compañía discográfica intentó desechar la ilustración perdiéndola intencionalmente, pero Luis Alberto lo volvió a dibujar y exigió que la portada se realizara según sus instrucciones.
El álbum está integrado por nueve temas, todos ellos de un inusual nivel y destacados en el cancionero argentino. Siete canciones pertenecen a Spinetta, además de «Color humano» de Edelmiro Molinari (una jam psicodélica de 9 minutos que rompió con las pautas comerciales de la discográfica), y «Que el viento borró tus manos», de Emilio del Guercio.
Sin dudas, el más destacado del álbum fue «Muchacha (ojos de papel)», considerada, por muchos como la mejor canción de la historia del rock argentino y entre las mejores del rock latino. En «Laura va» se destaca la participación en bandoneón de Rodolfo Mederos, un músico de tango de la línea piazzoliana, en un caso de intercambio entre el tango y el rock muy inusual en aquella época. El disco reflejó una variedad de raíces musicales, desde el tango y el folklore, hasta «Sargent Pepper» de The Beatles, combinadas creativamente sin esquemas preconcebidos y con una complejidad poética que parecía incompatible con la difusión masiva, aunque ya el tango se había caracterizado por un sólido vínculo con la prosa.
El «Almendra II» de 1970 también fue un reconocido, pero sin embargo las diferencias artísticas y personales entre sus miembros eran ya muy importantes. Luego de fracasar la preparación de una ópera rock, el grupo se separó, no sin antes editar ese trabajo doble, que contiene, entre otros, «Rutas argentinas», «Los elefantes» (reacción a la crueldad de la película «Mondo Cane») y «Parvas», una canción destacada por Spinetta y su perfil psicodélico.
Las razones de la separación de Almendra fueron complejas y cada integrante varía en el análisis. Lo cierto es que Almendra no pertenecía al grupo de rockeros «del centro», con un estilo de vida más duro, relacionado con las drogas y cruzado por intereses y luchas de poder. Entre las razones que Spinetta solía mencionar para la separación se destacaron la ópera fallida y «el reviente» al que lo llevó un ambiente del que luego buscaría separarse. Para Luis Alberto jugó un papel muy importante la incapacidad de Almendra para asumir con seriedad su propia evolución musical, que se manifestó en el abandono de la disciplina de ensayos que caracterizó a la banda en sus inicios y que los llevó a no poder estrenar esa ópera rock ya compuesta por el Flaco. La rápida repercusión del grupo condujo a numerosas giras y shows, cuyas tensiones y fatigas desgastaron la relación entre sus miembros. A finales de 1970, la banda se disolvió. Una de sus últimas presentaciones fue en el Festival B.A. Rock de ese año, ante 10 mil personas. «La vida de Almendra fue corta pero muy intensa -comenta Del Guercio-. Igual fue un corte medio abrupto para la gente, porque cuando nos separamos se estaba generando cada vez más adhesión hacia nosotros» («Historias del Rock de Acá», E.Ábalos, pág, pág 102).
En diciembre de 1979 se produjo el reencuentro. A instancias del productor Alberto Ohanián se organizaron tres presentaciones en el estadio Obras (en las cuales se registró el primer disco en vivo en el Templo del Rock y además se filmó para una película que nunca llegó a compaginarse) y una gira nacional que abarcó las grandes ciudades del interior. La prensa especializada calificó despectivamente al regreso de Almendra como «comercial».
Almendra tuvo un segundo regreso hacia fines de 1980, cuando grabaron «El valle interior» y lo presentaron en Obras los días 7 y 8 de diciembre como prólogo a una gira nacional. La despedida fue en el Festival de La Falda, el 15 de febrero de 1981.
Doble ración de ‘psicodelicias’

Vainica Doble fue un dúo singular, sin parangón alguno en la música española, ni en la de su época, ni en la de ninguna época, formado por dos amigas de Madrid: Gloria van Aerssen (de origen holandés-sevillano) y Carmen Santoja (de origen vasco).
Se iniciaron en el mundo de la canción pop cuando ya no eran ningunas jovencitas, para sorpresa de algunos y escándalo de muchos, como compositoras de canciones ligeras en la segunda mitad de la década de 1960, con canciones como ‘El marinero de Mozambique’ o ‘Lágrimas de cocodrilo’ para Music Son, ‘Las cuatro estaciones’ o ¡El afinador de cítaras’ para Nuevos Horizontes, ‘El rigor de las desdichas’ para Tickets, etcétera.
Su primer disco como intérpretes fue el single ‘La bruja-Un metro cuadrado’. A pesar de las expectativas, no tuvo ninguna repercusión comercial y siguieron con su trabajo como compositoras tanto para otros intérpretes, como para películas: Un, dos, tres… al escondite inglés (Iván Zulueta, 1969), y series de televisión: Tiempo y hora, Fábulas, Refranes, Las doce caras de Eva, Tres eran tres, Suspiros de España, etc.
Sin embargo estos trabajos les proporcionan la suficiente popularidad para grabar un elepé: ‘Vainica Doble’ (1971), en el que recogen lo mejor de esas contribuciones a otros cantantes junto con canciones inéditas: ‘La cotorra’, ‘La cigarra y la hormiga’, ‘Caramelo de limón’, ‘Roberto querido’, ‘Guru Zakun Kin Kon’, ‘¿Quién le pone el cascabel al gato?’ (canción que les ocasionó problemas con la censura e hizo que el disco estuviera retenido durante un tiempo), ‘Mari Luz’, ‘El duende’, ‘La ballena azul’ (una canción ecologista en la que Laura, una de las hijas de Gloria, cantaba llorando que un ballenato había perdido a su madre), etc. El disco fue muy bien recibido en el ámbito de las emisoras de frecuencia modulada, pero la difusión de Vainica Doble siguió siendo únicamente cosa de progres, familiares y amigos.
Entre este elepé y el siguiente, ‘Heliotropo’ (1973), apareció un single, ‘Navidad’, con dos especies de villancicos: ‘Oh, Jesús’ y ‘Evangelio según San Lucas’. El segundo elepé, ‘Heliotropo’, sigue la línea del anterior, que básicamente es la misma de toda la carrera de Vainica Doble: canciones bonitas cargadas de mensaje interpretadas en base a la conjunción de las voces de las dos componentes del dúo sobre músicas suaves y ensoñadoras.
De nuevo, una promoción espantosa hizo que el disco fuese sólo para cuatro enterados, familiares y amigos, como en la actuación del Morocco (la primera actuación de Vainica Doble un poco antes de la aparición de ‘Heliotropo’).
Mari Carmen es hermana de Elena Santoja (conocida ahora especialmente por su programa de TVE ‘Con las manos en la masa’) y, por tanto, cuñada de Jaime de Armiñán. Gloria es hermana del bailarín Alberto Lorca y esposa del pintor Cárdenas. Asi que los amigos y familiares no son unos cualquiera.
Siguieron con músicas para películas como ‘Furtivos’ (José Luis Borau, 1975), ‘Climax’ (Francisco Lara Polop, 1978), ‘Al servicio de la mujer española’ (Jaime de Armiñán, 1978) y nuevos elepés: ‘Contracorriente’ (1976), ‘El eslabón perdido’ (1980), ‘El tigre del Guadarrama’ (1981). En 1985 se disolvió definitivamente este dúo tan especial y poco habitual conocido como Vainica Doble.
Bordado perfecto
Se convirtió en un libro de coleccionista, de culto, de esos que se encuentran como un Santo Grial en algún mercadillo o tienda de objetos usados y encontrados en trasteros en los que no saben bien cómo ha llegado hasta allí ni qué valor cultural-sentimental puede llegar a tener algo aparentemente tan indefenso y pequeño. Pero el icónico libro que Fernando Márquez ‘El Zurdo’, el mismo que capitaneó insignes bandas de la Movida como La Mode o Paraíso, ahora encuentra una revancha y una oportunidad para todos aquellos cuya lectura era solo una utopía.
Y es que Libros Walden y La Fonoteca se alían para reeditar el libro sobre Vainica Doble que se publicó originalmente en 1983 para la colección Los Juglares de la extinta Ediciones Júcar. A treinta y cinco años vista de su publicación, el propio Márquez ha revisado y ampliado la información con un nuevo capítulo en el que repasa la obra (que siguió dando frutos, y muy buenos, en los años posteriores a la publicación del libro); pero también con opiniones de artistas y opinadores/as como Lorena Álvarez, Paco Clavel, Teresa Iturrioz o César Sánchez, que se unen a las opiniones que en aquel tomo habían aportado las firmas preclaras de Kiki D’Akí, Juan de Pablos, Caballero Bonald, Jaime Chávarri y Jaime de Armiñán.
También son nuevos la portada, diseñada por Elisa Pérez (más conocida por su proyecto y álter ego musical de Caliza); las páginas-cómic que ilustraron Rubenimichi y Juan Carlos Eguillor; y el prólogo que aporta Esther Peñas. Lo que no es nuevo, y de hecho es el alma central del libro, son las entrevistas que Fernando Márquez realizó a Carmen Santonja y Gloria van Aerssen, las dos patas de ese monumental barco de la canción española más transversal que fue, es y será para siempre Vainica Doble.
Magos del chupa chup lisérgico

Algunos álbumes atrapan a una banda en un punto de inflexión, un pie en el pasado y el otro dando un paso hacia un futuro desconocido pero prometedor.
Si los Beatles, agotados y hastiados por la constante presión para producir, hubiesen detenido el tiempo un día a fines de 1965, su legado habría sido fácil de destilar: algunos éxitos del pop con alegría adolescente, la «beatlemania» , una película pop clásica, «A Hard days night»… Pero dos álbumes, «Beatles For Sale» y «Help!», que denotaban cierto cansancio; el antiguo frenesí de sus días de Hamburgo y The Cavern, y «Help!» (grabado en dribs y drabs durante seis meses) canjeados por una reveladora canción de Lennon, el gran single de Ticket to Ride y el éxito marca de la casa McCartney, Yesterday.
Al igual que Buddy Holly, que dejó un legado para la música pop, pero también en los magníficos acordes de «True Love Ways» mejorados con cuerdas, el público especulaba acerca del rumbo que iban a tomar los Beatles: hacia las baladas (McCartney) o hasta música desnuda emocionalmente (Lennon).
Pero «Rubber Soul» de diciembre del 65 fue de nuevo un álbum diferente: un pie en el pasado (economía popular), pero en dirección a ese futuro desconocido y prometedor (In My Life, Norwegian Wood, Nowhere Man).
Revólver, del ’66 estaba en ese futuro desconocido.
Echando la vista atrás, mientras que 1967 es aclamado como el gran año para los álbumes de debut, 1966 fue el momento en que muchas bandas británicas de la primera ola post-Beatles llegaron a su punto máximo: «Aftermath» fue el primer álbum de los Stones enteramente escrito por Jagger-Richards; «Face to Face» de los Kinks; el «A Quick One», la mini-ópera de The Who. . .
Y en los Estados Unidos, todas las bandas se pusieron al día con la Invasión británica y crearon sus propios estilos distintivos: los Beach Boys con «Pet Sounds», los Byrds con el álbum «Fifth Dimension» que incluía Eight Miles High; la búsqueda de sonidos de Lovin ‘Spoonful (Daydream, Did you ever have to make up your mind, Summer in the City, Rain on the Roof, Nashville Cats). . .
Justo entonces los singles y los álbumes competían en igualdad de condiciones, pero durante el año siguiente el LP se convertiría en la forma dominante: los Blues Magoos, del Bronx de Nueva York, lanzaron su álbum de debut, que tenía un pie en el pasado y el otro que buscaba un punto de apoyo en un futuro desconocido y prometedor.
Ese álbum fue «Psychedelic Lollipop», uno de los primeros en usar la palabra «psicodélico» en su título, y que los llevó a las listas de éxitos con el sencillo clásico de garage-punk We Ain’t Got Nothin ‘Yet.
El álbum mostró que tenían compositores en sus filas: el apunte cualitativo de One By One vino de Ron Gilbert y Peppy Thielhelm (de sólo 16 años en ese momento); otros vinieron de la mano de Gilbert con Ralph Scala y Mike Esposito.
El otro material del disco los mostró con un pie firme en su esencia burbujeante, y otro en el pasado de la sala de baile: cubrían el espectro de James Brown con I´ll go crazy, Tobacco Road, de JD Loudermilk, y la balada Sometimes I think about. Incluso hubo algo de relleno para She’s Coming Home justo al final.
Pero fue más que un debut meramente prometedor y, al igual que con los álbumes de estreno de Moby Grape y Country Joe and the Fish, al año siguiente, Psychedelic Lollipop cubrió mucho terreno, desde rock y soul hasta baladas y pop.
Entonces, ¿dónde estaba el gen «psicodélico» y las insinuaciones de aturdimiento que conquistarían el mundo sólo seis meses después? Por extraño que parezca, fue en su tratamiento de la familiar Tobacco Road, que cuenta con una parte de guitarra sesgada de Esposito. Consiste en un emocionante viaje en solo cuatro minutos y medio.
Gracias a «Electric Comic Book», The Blues Magoos se ganaron una plaza como teloneros de The Who y Herman´s Hermits (de estos últimos en una gira «mundial»), y si bien el álbum no apareció en las listas de éxitos, podría decirse que es una colección interesante y que mantenía el sesgo de la apertura.
Su distintivo sonido de órgano y guitarra era más integrado y experimental. Pipe Dream abundaba en el viaje y las lisergias que, sin embargo, vivían atrapadas en temas excesivamente cortos si se les compara con la avalancha experimental que se avecinaba.
Incluyeron algunos rellenos de factura superficial mientras exploraban el formato del álbum conceptual (típico del período): en la cara A con el guiño a Zappa Intermission, y cerrando la cara B con That’s All Folks, una parodia centelleante del tema de Looney Tunes.
Otras pistas como Life Is Just a Cher O’Bowlies eran frívolas e indignas, o una diversión con drogas, según el punto de vista y el estado de ascensión y ‘rollo’ de quien la escuchaba.
The Blues Magoos también demostraron su interés en mantener esa audiencia en vivo con una versión de seis minutos de Gloria de la banda seminal Them (entonces un estándar en vivo para muchos conjuntos), que en cierto modo traicionó sus raíces de banda de garaje y replicó el estilo de Tobacco Road.
Todas las canciones de «Electric Comic Book» son cortas. Aparte de Gloria, solo una más rompió la marca de los tres minutos (Let’s Get Together por apenas tres segundos). Era como si ya no pudieran estirar más el chicle, así que cada lado corrió a poco más de 15 minutos.
De este modo a pesar de las buenas sensaciones, el hecho de tener cierto pedigrí en la composición, moverse en un un sonido que abarcaba una horquilla relativamente amplia y firmar un debut que tenía un pie en el pasado y otro en el futuro inminente, los Blues Magoos nunca lograron despegar.
Su historia termina efectivamente allí, aunque hicieron un álbum más antes de dividirse en el ’68, «Basic Blues Magoos».
Sin embargo, como con muchas bandas de la época, se volvieron a formar (Castro y algunos nuevos músicos giraron como Blues Magoos durante un par de años y luego se separaron) y en los últimos tiempos casi todos se reunieron para algunos shows.
Su momento, en cualquier caso, se ubica entre 1966 y 1968, un tiempo en el que lograron cierta repercusión internacional gracias, sobre todo, a que sus discos venían avalados por los establos «Mercury Records». Ello les llevó, entre otras cosas, a aterrizar en España, camuflados entre la vorágine yeyé, con tres fascinantes EPs.
Un pequeño fragmento de su legado sobrevino cuando de Deep Purple con «Black Night» reivindicaron el riff de bajo de We Ain’t Got Nothin ‘Yet. . . tal como los Blues Magoos lo concibieron, sin vergüenza y con las pupilas extasiadas por la visión de un horizonte musical reluctante.
Barcelona subterránea

La década de los setenta, clave para entender la evolución de este país, tiene como capital cultural la ciudad de Barcelona. Este es el marco geográfico por donde circula una generación rupturista venida de toda España que creará, desde una postura puramente underground, un espacio de libertad donde se producirá una auténtica revolución en las costumbres y una explosión de creatividad. La Barcelona de los setenta es la ciudad que vio nacer y morir la contracultura más activa y activista en medio de una fiesta que parecía no tener final.
A través de una serie de entrevistas e imágenes de archivo, el documental «Barcelona era una fiesta (Underground 1970-80)», dirigido por Morrosko Vila-San-Juan, recrea el ambiente underground de aquella Barcelona que comenzó a agitarse unos años antes de la muerte de Franco y que se fue marchitando en el mismo momento que se consolidó la transición democrática y Madrid tomó el relevo cultural con su famosa «movida» … Música, cómic, prensa marginal, drogas, libertad sexual y valores hippies se dan la mano en una ciudad que parecía hervir a las Ramblas y que tuvo en la sala Zeleste uno de sus locales de referencia.
Si de ese periodo histórico hay al menos innumerables y excelentes testimonios musicales, sobre el decenio inmediatamente posterior, el de 1980, la opacidad y desconocimiento consiguiente son mayúsculos. Se recuerda que fueron años convulsos en la ciudad, de agitación social pero también de cambios profundos generacionales, estéticos y artísticos. Una de sus expresiones más visibles fue la eclosión de una poderosa escena punk y hardcore, con sus looks inconfundibles y sus desaforados ritmos presentes en multitud de garitos del centro y el cinturón. «Pero había más, mucho más que eso», sostiene el realizador Morrosko Vila-San-Juan. «Mi aproximación se debía a mi interés por la expresión escrita de aquella escena underground, es decir, cómics, fanzines, revistas y otras expresiones de todo tipo, y lo que menos me interesaba era la música». Durante el rodaje de su espléndido largometraje, Vila-San-Juan fue adquiriendo noción de que «se trató de un movimiento musical (la onda layetana) muy importante pero que quedó muy silenciado por la movida madrileña».
Nazario, Mariscal, Montesol, Onliyú, Pau Riba, Pepe Ribas, Juanjo Fernández, Josep M. Martí Font, Ramón de España, Quim Monzó, Marta Sentís, Pepicheck y Oriol Tramvia, entre otros, explican cómo vivieron aquella época fiesta y utopía.
Underground en papel
En el libro Barcelona, del rock progresivo a la música layetana (Milenio), Àlex Gómez-Font trata de forma exhaustiva una etapa histórica tan creativa como olvidada o minusvalorada por escritores, ensayistas y aficionados musicales actuales. Difícil de entender tratándose, como dice el histórico productor y promotor de la sala Zeleste y de multitud de músicos, Rafael Moll, «la sensación de libertad era tan amplia y real que creábamos y grabábamos la música que nos apetecía. Sólo desde esta situación se puede entender un caso como el de Gato Pérez, que en un lapso de tiempo relativamente breve pasó de tocar en Sloblo, un grupo tipo The Band, a hacerlo en una formación guitarrera como Secta Sònica para acabar como renovador de la rumba catalana».
De esa simple e incompleta percepción, dos libros se encargaron de poner un poco de claridad y perspectiva. En Harto de todo. Historia oral del punk en la ciudad de Barcelona (1979-1987), Jordi Llansamà, dueño de la discográfica, editorial y tienda B Core, recoge de forma sistemática y apasionada a la vez los datos que sitúan una escena muy prolífica:la eclosión del punk y hardcore catalanes (Frenopaticss, Sentido Común, Último Resorte, Skatalà…), la oferta de innumerables fanzines (Blitzkrieg Bop, 32 Imbéciles, Rompeolas); la red de radios libres, encabezadas por Radio P.I.C.A., los comercios y locales que conformaron otro circuito urbano desconocido para buena parte de la ciudadanía (Informe, el Café Volter, y se podrían añadir la pizzería Rivolta, el Boogie, Fantástico, Piaf o el Increíble Pero Cierto). El propio Llansamà parafrasea lo que escribe en el libro cuando reivindica «una Barcelona que vivió una escena punk, que no sólo eran cuatro fotos sino una actitud de cambio y desafío; es una proclamación de que el punk existió aunque entre todos quisieron hacer como si nada, los medios, la industria, la ciudad bienpensante».
Por su parte Joni D. (por Joni Destruye, aunque su nombre sea Jesús Sahún y haya nacido en Barcelona en 1968) es el autor no menos apasionado y bastante más heterodoxo de Que pagui Pujol!; una crónica punk de la Barcelona dels 80 (La Ciutat Invisible Edicions). El contenido del volumen está a la altura del currículo del autor: tomó parte a los 16 años de la primera okupación conocida de Barcelona, en la calle Torrent de l’Olla; sacó adelante fanzines como Melodías Destructoras o el glorioso N.D.F. (Niños Drogados por Frank Sinatra), militó en bandas punkies como Juanito Piquete y los Mataeskiroles, Anti/Dogmatikss o Epidemia, y actualmente es el responsable de la discográfica Kasba. Representa de alguna manera la vertiente más política y social de un movimiento que «al principio quizás no supimos asumirlo, al pretender de buenas a primeras romper con todo, sin pararnos a pensar en esa generación que se había creado con la transición».
Ambos protagonistas-cronistas coinciden en dotar de un valor añadido a lo vivido en Barcelona en relación con la escena madrileña: «Aquí apareció una dimensión realmente política y comprometida con el momento que no se vio en Madrid. Pero paradójicamente fue el eco mediático y el apoyo del alcalde Tierno Galván los que convirtieron a la Movida en el único protagonista –glamuroso pero también muy creativo– de la historia». Y la otra movida, la de Barcelona, pasó a mejor vida.
El elevado vuelo del aeroplano ácido

Vinieron para escuchar música, consumir drogas Psicodélicas, oponerse a la guerra de Vietnam y la forma tradicional de ver las cosas o simplemente para escaparle al aburrimiento del verano. Dejaron un legado imperecedero. Fue el Summer of Love, el Verano del Amor en que multitudes de jóvenes invadieron San Francisco para sumarse a una revolución cultural.
Bob Weir, de los Greatful Dead, recuerda la explosión de creatividad surgida del resquebrajamiento de la sociedad estadounidense. Ese verano cambió la historia del rock-and-roll, señala, pero el episodio rebasó el mundo de la música.
“Había un espíritu especial en el aire”, dice Weir, quien se salió de la escuela secundaria y ayudó a fundar Greatful Dead en 1965. “Pensamos que si muchos de nosotros nos juntábamos y poníamos el alma y el corazón en algo, lo podríamos hacer realidad”.
A mediados de los años 60, los alquileres en Haight-Ashbury eran muy bajos, recuerda Weir. Eso atrajo a muchos artistas y bohemios en general, que se venían precisamente porque era barato”, señaló.
En esos años, Greatful Dead compartió una amplia vivienda victoriana en Ashbury Street. Janis Joplin vivía en la misma calle. Del otro lado de la calle estaba Joe McDonald, de la banda psicodélica Country Joe and the Fish.
Jefferson Airplane compró una casa a pocas cuadras en la Fulton Street, donde organizaba legendarias fiestas en las que pasaba de todo.
“La música es lo que recuerda todo el mundo, pero pasaban muchas más cosas”, rememora David Freiberg, cantante y bajista de Quicksilver Messenger Service, que luego se unió a Jefferson Airplane. «Había artistas, poetas, músicos, hermosos negocios de ropa y tiendas de alimentos hippies. Toda una comunidad”.
Las bandas se visitaban en sus casas y tocaban por la zona, a menudo en conciertos gratis en el Golden Gate Park y en el sector vecino conocido como el Panhandle. Su novedosa música electrónica inspirada en folk, jazz y blues pasó a ser conocida como el San Francisco Sound (el sonido de San Francisco). Muchas de las bandas más influyentes –Grateful Dead, Jefferson Airplane, Big Brother and the Holding Company, que lanzó la Carrera de Joplin– se dieron a conocer durante los tres días del Monterey Pop Festival.
Toda la fantasía asociada al verano del 67 –la paz, la alegría, el amor, la no violencia, el llevar flores en la cabeza y la música fantástica– todo eso fue realidad en Monterey. Fue el éxtasis”, cuenta Dennis McNally, publicista de los Greateful Dead.
La prensa nacional prestó poca atención a la comunidad psicodélica de San Francisco hasta enero del 67, en que poetas y grupos musicales unieron fuerzas en el “Human Be-In», un encuentro en el Golden Gate Park que sorpresivamente atrajo a unas 50.000 personas, según McNally. Fue allí que el gurú de las drogas psicodélicas Timothy Leary se subió al escenario y exhortó a los jóvenes a emprender viajes psicodélicos y a darle la espalda al establishment, abandonando incluso los estudios.
“Cuando la prensa comenzó a hablar de esto, se disparó”, concede McNally. “Multitudes vinieron a Haight Street. Estudiantes de secundaria aburridos –o sea, todos– preguntaban ‘¿cómo hago para llegar a San Francisco?’”.
El verano del amor tuvo su lado oscuro. Decenas de miles de jóvenes que buscaban el amor libre y drogas irrumpieron en San Francisco, donde vivían en las calles y mendigaban comida. Los padres vinieron detrás de ellos, tratando de llevárselos de vuelta a sus casas. Hubo una epidemia de drogas psicodélicas tóxicas.
Todos los tornillos sueltos del país se hicieron ver en San Francisco y se armó un gran lío”, dice Weir. Algunos dicen que fue el fin de una era, otros que cambió la historia.
«Creamos una visión del mundo que pasó a ser parte de la vida en Estados Unidos”, afirma Country Joe McDonald. “Cada cosa que hicimos fue adaptada, incorporada a la cultura: actitudes de género, ecológicas, la invención del rock and roll».
Drogas en la ionosfera
Como suelen decir los supervivientes de aquel «Summer of Love»: «Si realmente te acuerdas de algo, es que no estuviste allí». La gran revolución «hippie» acontecida en San Francisco entre 1966 y 1968 fue vivida bajo los efectos de una droga que vinculó íntimamente a esos miles de «flower childrens» que acudieron a la ciudad californiana en busca de paz y amor: el LSD. De hecho, el significado y sentido social y cultural que la historia ha asignado al movimiento «hippie» sentaron sus cimientos en enero de 1966, cuando, durante la celebración del Trips Festival, quedaron hermanados para siempre los dos factores principales que dibujaron los contornos más privativos de esta revolución: las drogas y la música. O lo que es lo mismo: el LSD y el rock.

El producto resultante –el conocido como «Acid Rock»– dejó grandes himnos generacionales como el tema «White Rabbit», de Jefferson Airplane, que, apropiándose de la iconografía de «Alicia en el País de las Maravillas», reflejaba perfectamente el efecto de «distorsión de la imagen» que propiciaba la ingestión del LSD: «One pill makes you larger and the other makes you small» («Una píldora te vuelve más grande y la otra te hace pequeño».
Conciertos espontáneos, performances, bailes casi dionisicacos, «body paintings» que invadieron los cuerpos de tatuajes… Así fueron las ocupaciones masivas de sus parques que vivió la ciudad de San Francisco durante este periodo. Y, como principio movilizador de esta orgía perpetua, el LSD y la persecución de una «experiencia de lo maravilloso», por la que aquellos jóvenes utópicos aspiraban a romper con los hábitos de lo cotidiano y a sumergirse sin cautela alguna en el torrente de lo salvaje.
A través de la psicodelia, la cultura «hippie» abrazó el sueño de sustraerse a los poderes manipuladores de la época y de vislumbrar un nuevo significado de lo real mucho más excitante e intenso. El LSD sirvió como refugio frente a la peor cara del «american dream», como el entorno experiencial propicio para superar la brecha que separaba el yo del mundo de en derredor, y propiciar así un sentimiento de armonía universal.
En rigor, el empleo de drogas con fines «escapistas» posee una larga y fecunda tradición cultural: Baudelaire, Rimbaud y Cocteau consumieron opio con frecuencia; Aldous Huxley ensanchó la puertas de la percepción a través de la mescalina; incluso el movimiento Beat, tan influyente en la configuración del mundo «hippie», introdujo en su estilo de vida drogas como la marihuana y el peyote. Pero, en ninguno de los casos, una droga –como fue el caso del LSD– se había empleado como símbolo y argamasa de una amplia comunidad.
El LSD fue, sin duda alguna, el principal «lugar» de encuentro de toda la comunidad «hippie»; más allá de la moda y de otros hábitos diarios, constituyó el auténtico «estilo colectivo» adoptado por esta comunidad. No en vano, fue en 1966 –año en el que LSD todavía era legal–, cuando, en la mítica Hight Street de San Francisco, se creó la Psychedelic Shop –un establecimiento orientado a facilitar información sobre drogas a todos aquellos interesados en el tema–.
Poco tiempo pasó antes de que esta iniciativa trascendiera su inicial objetivo funcional y se convirtiera en el auténtico espacio de desarrollo del movimiento «hippie», por encima incluso de espacios públicos como el Golden Gate Park. El ejemplo de la Psychedelic Shop cundió rápidamente, y en el mismo centro urbano de San Franciso aparecieron locales similares que actuaron como principal correa de transmisión de las propiedades «maravillosas» del LSD.
Aquello que hoy en día se denomina «filosofía del amor» no resulta concebible sin el apuntalamiento facilitado por el LSD. El propio Cary Grant atribuyó a esta droga la posibilidad de definir de un modo diferente la vida; evidencia palpable de que, más que una adicción mayoritaria, el LSD se articuló como un acontecimiento que desbordó los límites de una comunidad local.
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