samuel fuller
Plumillas en el séptimo arte

Desde los orígenes del Hollywood clásico, el séptimo arte ha dado muestras de ineludible atracción por la profesión periodística. Una sólida unión que recoge y recorre el informador Luis Mínguez Santos en el libro «Periodistas de cine» para deleite de cinéfilos y compañeros de profesión.
«Primera plana», de Billy Wilder, «El cuarto poder», de Richard Brooks, o «Corredor sin retorno», de Samuel Fuller, son sólo algunos de los más de 120 títulos que el autor recoge en el que es la primera obra en lengua castellana que analiza la relación entre el séptimo arte y el cuarto poder.
En su obra, publicada por T&B Editores, Mínguez habla de un «cuasi subgénero» para referirse al cine periodístico, una categoría que ha reafirmado. «A lo mejor es arriesgado, pero la gran cantidad de películas que existen relacionadas con el periodismo así lo demuestra».
De hecho, añade, el periodístico es «el colectivo profesional más retratado por el cine después de los policías».
Una predilección que el autor achaca al atractivo inherente de la profesión: «Da juego porque está relacionada con la intriga, la investigación o la fama, elementos que permiten vehicular la acción de forma vistosa».
Lejos del cliché de «comparsa» arrojando «preguntas a bocajarro», para el autor el cine le ha dado a la clase periodística un tratamiento específico «cada vez más certero».
Aunque tampoco se ha salvado de la sátira y el ridículo, como en «Scoop», de Woody Allen, o «Los hombres que miraban fíjamente a las cabras», de Grant Heslow.
El inventario que recoge «Periodistas de cine» recorre la producción cinematográfica desde el Hollywood clásico de los años treinta, hasta nuestros días.
No importa tanto la calidad como la importancia que los films le dan a la profesión periodística y sus distintos enfoques. «Aunque no faltan obras cumbres de la filmografía mundial», matiza Mínguez.
Si una destaca por encima del resto es «Todos los hombres del presidente», el relato del mayor caso de investigación periodística de la historia que acabó con la dimisión del presidente Nixon, y no por su factura, sino por ser ejemplo «canónico» del cine periodístico.
Ya sean héroes modernos, profesionales sin escrúpulos, o patanes, el medio de comunicación que más seduce a las historias de la gran pantalla es precisamente la pequeña. «La televisión es más vistosa, un medio de masas, y el que, aunque nos duela reconocerlo, más poder tiene para distorsionar la realidad y convertirla en espectáculo».
«Asesinos natos», de Oliver Stone, o «El show de Truman», de Peter Weir, son claros ejemplos de ello.
La predilección de Hollywood por el mundo de la información y la comunicación contrasta con el desdén de la cinematografía española, «más centrada en la comedia y en la Posguerra y Guerra Civil».
«Cómo ser mujer y no morir en el intento», dirigida por Ana Belén, la primera entrega de la saga «REC», de Jaume Balagueró y Paco Plaza, o «La chispa de la vida», de Álex de la Iglesia, son algunas de las pocas producciones que le han prestado atención de una forma u otra, concluye Mínguez.
Fuller, el indómito polivalente

Soldado, reportero, trashumante, fumador de puros, Samuel Fuller dio su pleno significado al término «auténtico» aplicado al cine y luego se marchó de Hollywood y se convirtió en un polémico héroe en Francia, donde residió muchos años. Autor de filmes como «Uno Rojo, división de choque» o «La casa de bambú», hizo su última aparición en la pantalla como actor en el filme de Wim Wenders «El fin de la violencia».
«El perro blanco» fue la última película que rodó en EE.UU, y por ella le acusaron de racista ya que trataba de un perro entrenado para atacar a negros. una muesca más en el subrayado a la aparentemente irreversible tendencia del cine americano a polarizarse en extremos: la superproducción o el cine de ínfimo presupuesto, dejando vacío el terreno del cine intermedio, de carácter, a veces identificado con el llamado cine de serie B. En ese terreno fue donde Sam Fuller desarrolló su filmografía, antes de verse obligado a escapar de EE UU y refugiarse en Europa. El crítico de cine Leonard Maltin le define como el pionero de los independientes: «Escribía, producía y dirigía sus películas, es decir, era una triple amenaza».
Fuller nació en Worcester (Massachussets) en 1911, entró a trabajar en el ya desaparecido periódico The New York Journal cuando tenía 12 años y a los 17 estaba cubriendo sucesos para el rotativo californiano The San Diego Sun. Posteriormente, mientras John Steinbeck narraba las durezas de la vida rural en plena depresión económica, Sam. Fuller se dedicaba a recorrer el país a bordo de trenes de mercancías.
En los años treinta escribió varias novelas pulp como «Burn Baby Burn» y empezó a trabajar como guionista. Después de la guerra (sirvió meritoriamente en el norte de África y Europa) regresó a Hollywood y dirigió su primera película, «I shot Jesse James» («Yo maté a Jesse James»).
El estilo de Fuller era dinámico, vigoroso, arrogante a veces, pero también moralmente confuso y sucio, ambiguo y reticente a dar respuestas claras. Con ese enfoque tan móvil como su cámara hablaba de racismo, violencia y política. Sus filmes bélicos de los años cincuenta incluyen «The Steel Helmet» y «Fixed Bayonets», y en 1979, dentro de ese género, la que algunos consideran su obra maestra: «The Big Red One», un relato autobiográfico de la Segunda Guerra Mundial protagonizado por Lee Marvin y Mark Hamill.
Fuller también había demostrado saber moverse dentro del sistema de los grandes estudios, como demostró en los cincuenta con títulos memorables como «Pickup on south street», con Richard Widinark y Thelma Ritter, pero al final de esa década decidió establecer su propia productora.
La actitud siempre radical e individualista de Fuller le valió no pocas críticas y dificultades con la industria de Hollywood, que terminó por cerrarle puertas. «Cuando se estrenó Casco de acero, en 1950, me acusaron de comunista, pero en la película siguiente me convirtieron en reaccionario recalcitrante», explicó en una de sus visitas a España. «En Atlanta rompieron la pantalla y derribaron la taquilla hiriendo a la taquillera. Con La casa de bambú también hubo tumultos, butacas reventadas y peleas entre espectadores. Les parecía escandaloso que una mujer, cuando ha de elegir entre dos hombres, prefiera a un japonés a un americano. Los de Columbia intentaron censurar el filme, imponerme que el americano fuera un malvado, de manera que la elección de ella quedara justificada. Me negué. Yo nunca he hecho política. La única causa por la que lucho es la de la erradicación del racismo».
Autoexilio
Autoexiliado en Francia debido al desproporcionado escándalo de «El perro blanco» en 1982 -otro desgarrado alegato contra el racismo-, Fuller se dedicó a colaborar como actor en los proyectos europeos que le apetecía, mientras que en EE UU directores como Martin Scorsese y posteriomente Quentin Tarantino, reclamaban su lugar en la historia del cine americano. En 1997, Fuller apareció en la película «El fin de la violencia», de Wim Wenders, a cuyas órdenes ya se había puesto en Hammett en 1983 y en 1977 haciendo de gángster en «El amigo americano». En 1996, Fuller fue objeto de un documental biográfico hecho en Gran Bretaña, cuyo título, «La máquina de escribir, el rifle y la cámara de cine», responde a las tres grandes etapas y las tres grandes pasiones de su vida.