segunda guerra mundial

Hilda Krüger, la Mata Hari nazi

Posted on

Nadie hubiera dicho que Krüger tenía mimbres para ser estrella. Ni era alta ni poseía el encanto anguloso de divas como Marlene Dietrich. Los tugurios del Berlín de entreguerras o la segunda línea de un buen cabaret parecían ser su destino. Pero en su poder retuvo una carta más poderosa. Su íntima relación con el ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels. Gracias a él ascendió y multiplicó sus intervenciones cinematográficas, aunque también por él tuvo que salir de Alemania, debido a los celos de su esposa, la terrible Magda.
Nadie hubiera dicho que Krüger tenía mimbres para ser estrella. Ni era alta ni poseía el encanto anguloso de divas como Marlene Dietrich. Los tugurios del Berlín de entreguerras o la segunda línea de un buen cabaret parecían ser su destino. Pero en su poder retuvo una carta más poderosa. Su íntima relación con el ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels. Gracias a él ascendió y multiplicó sus intervenciones cinematográficas, aunque también por él tuvo que salir de Alemania, debido a los celos de su esposa, la terrible Magda.

Hilda Krüger, atractiva y sofisticada actriz alemana, fue la protagonista uno de los episodios más extravagantes a mediados del siglo XX. Admirada por Joseph Goebbels, el omnipotente ministro de Propaganda de Hitler, partió a Estados Unidos, primero, con la aparente intención de seguir su carrera en Hollywood.

Pero poco tiempo después se dirigió a México, dejando atrás intensas relaciones con el magnate J. Paul Getty y Gert von Gontard, heredero del emporio cervecero Anheuser-Busch. La vida y obra de esa espía nazi está en México a través de la novela de espías “Hilda Krüger”, que sorprende por un rasgo esencial: todo lo que narra, ocurrió.

Hilda Matilde Kruger Grossmann nació en Colonia, Alemania, el 9 de noviembre de 1912. Comenzó su carrera como actriz desde niña actuando en obras de teatro escolares. Durante su juventud participó en películas mediocres del cine alemán cuando estaba bajo el control del poderoso jefe de propaganda nazi Joseph Goebbels, quien convirtió a la actriz en su amante. Salió expulsada de Alemania en 1939, cuando Magda Goebbels descubrió la infidelidad de su marido. Viajó a los Estados Unidos donde intentó incursionar en Hollywood. En la meca del cine le ofrecieron sólo papeles secundarios.

En Los Ángeles se hizo amante de dos multimillonarios que se rindieron ante su belleza: el petrolero Jean Paul Getty y un heredero de la familia Anheuser-Busch, los dueños de la cervecera Budweiser. La cómoda, espectacular y lujosa existencia que le ofrecían los millonarios con propuestas de matrimonio no fue suficiente para eliminar su pasión nacionalista de contribuir a la grandeza de la Alemania Nazi. Hilda, como gran parte del pueblo alemán, fue seducida por el futuro luminoso que prometía el Führer: un Tercer Imperio (Reich) de mil años, similar al de Roma y Constantinopla.

El destino le reservó un mejor papel acorde a su deseos cuando los servicios de Inteligencia del ejército alemán le solicitaron que colaborara con los oficiales que realizaban importantes misiones en México. Es en febrero de 1941 que la actriz se mudó al Distrito Federal por lo que demandaba su patria: mandar petrolero mexicano de contrabando al puerto de Hamburgo; monitorear los movimientos militares de los Estados Unidos; realizar espionaje industrial y enviar toneladas de metales estratégicos para la guerra, entre otras acciones. Para proteger esas actividades, Hilda se metió a la cama de importantes funcionarios mexicanos. El principal: el secretario de Gobernación Miguel Alemán Valdés.

Un año después Hilda es descubierta por el contraespionaje estadounidense. Fue encarcelada por breve tiempo. Para evitar su extradición, Miguel Alemán le arregla una boda con un nieto del exdictador Porfirio Díaz: Ignacio de la Torre. Tras abandonar el espionaje inició su carrera en el cine mexicano participando en cuatro películas. También incursionó en la historia de México, la escritura, y abandonó a su “marido” para retornar a la maravillosa vida de los multimillonarios: se casa con Julio Lobo Olavarría, el “Rey del Azúcar”, dueño de una fortuna en Cuba. Julio e Hilda se divorciaron al año. Su matrimonio le dejó un lujoso apartamento frente a Central Park, en el edificio Hampshire House, que le había regalado su marido. Ahí transcurrieron sus últimos días antes de viajar al descanso eterno.

Se trata de la más reciente entrega editorial de Juan Alberto Cedillo, autor de «Los nazis en México». Con estricto apego a la realidad histórica, señala que en la capital mexicana esa espía habría de ganarse los favores de connotados políticos, principalmente Miguel Alemán, secretario de Gobernación del entonces presidente Manuel Avila Camacho.

Alemán era el previsible candidato a la presidencia. Pocos conocían el velado objetivo de la hermosa rubia, que era obtener información clave para el régimen nazi, destaca el libro que continúa la lista de obras notables en el panorama de la investigación histórica, como «Los nazis en México» o «La Cosa Nostra en México», llevada a la televisión por History Channel.

Cedillo novela con minucioso detalle las andanzas de Krüger en una compleja operación de espionaje durante la II Guerra Mundial, que incluía redes de comunicación por todo el continente y vínculos con ciudadanos de origen alemán radicados en México, para llevar a cabo atentados y sabotajes y procurarle al Reich secretos industriales y materias primas bélicas, además de proyectos para incursionar en Estados Unidos y cambiar la historia.

En las entrañas del diablo

Posted on Actualizado enn

"El aspecto del diablo" (Roca editorial) es un thriller que deambula entre la realidad y la ficción hasta conformar un peliagudo relato con aires de pesadilla. Parte de culpa la tiene su ambientación, en medio de una Europa que se prepara para el estallido de la Segunda Guerra Mundial y que ya sufre las consecuencias sociales del inminente ascenso nazi
«El aspecto del diablo» (Roca editorial) es un thriller que deambula entre la realidad y la ficción hasta conformar un peliagudo relato con aires de pesadilla. Parte de culpa la tiene su ambientación, en medio de una Europa que se prepara para el estallido de la Segunda Guerra Mundial y que ya sufre las consecuencias sociales del inminente ascenso nazi

Con su novela, «El aspecto del diablo», el británico Craig Russel recurre a «la memoria de una época aterradora», la Checoslovaquia de entreguerras que presagia el avance del nazismo, en un intento de conjurar los extremismos que acechan hoy a Europa.

Así lo explica el escritor escocés en Praga, escenario de la trama de su «thriller de suspense» publicado por Roca Editorial.

«Estamos discurriendo sobre los peligros de ‘nativismo’, del nacionalismo, la xenofobia…, con la perspectiva de dónde estamos hoy y el hecho de que estas cosas están empezando a retornar a nuestras sociedades», indica el creador del comisario Jan Fabel.

Al referirse al auge actual de ideologías extremistas y excluyentes, Russell (1956) reconoce que las circunstancias no son ahora las mismas: «estamos en un ambiente cultural, social y tecnológico completamente diferente debido al internet y la evolución de las comunicaciones».

No obstante, «tenemos mucho de qué preocuparnos», advierte el autor de las exitosas series protagonizadas por el alemán Fabel («Muerte en Hamburgo», «Cuento de muerte», «Resurreción») y Lennox («Lennox», «El beso de Glasgow», «El sueño oscuro y profundo»).

«Es verdad que las fuerzas entonces (en 1935) eran más grandes y titánicas que hoy, pero quitarle hierro al asunto es una forma de pensar insidiosa», prosigue.

Para el autor de «Miedo a las aguas oscuras», la memoria «de una época pasada aterradora» es clave para prevenir el extremismo.

Y por eso se remonta en «El aspecto del diablo» («The Devil Aspect») a la década de los 30 en la antigua Checoslovaquia.

Otoño de 1935. Un momento que destila tensiones nacionalistas entre la población de habla alemana y checa, y lleva a algunos personajes, con sentido de premonición, a temer que los vientos que soplan en Alemania, donde Adolf Hitler había ascendido al poder dos años antes, acabe por sacudir con virulencia al resto de Europa.

Con este contexto histórico, que pesa como una losa en el ánimo de figuras como la judía Judita Blochová, la trama de la obra adopta su genuino perfil negro al abordar el mundo de la locura.

Y Russell lo hace a través de personajes desquiciados, zambulliéndose en el mundo de la mitología eslava, rica en la temática diabólica.

A diferencia de la amable tradición escocesa donde el diablo es más un embaucador bromista que otra cosa, Russell desempolva aquí terribles y pavorosas leyendas sobre dioses y demonios eslavos como Veles, Chernobog el Oscuro, Svarog o Perún Dazbog.

Son espíritus oscuros que parecen haber tomado posesión de algunos personajes de esta novela inspirada también en las teorías sobre el desdoblamiento de la personalidad del psicoanalista suizo Carl Gustav Jung, discípulo de Sigmund Freud y del que Russell se declara deudor.

Una locura que en mayor o menor grado parece atormentar a todos, incluido al inspector Lukas Smolak, quien para investigar en la capital bohemia una serie de asesinatos decide asesorarse con el personal de un sanatorio psiquiátrico, el Castillo de las Águilas, donde están confinados los llamados «Seis Diabólicos».

Estas figuras, con trastornos psicóticos, han cometido crímenes horrendos que ellos mismos cuentan bajo los efectos de sedantes, en una narrativa con unas dosis de realismo e inocencia que ponen la piel de gallina al lector.

Es el caso, por ejemplo, de Hedvika Valentova, una mujer de mediana edad que cocinó a su marido para crear un suculento plato, y se lo dio a comer a su cuñada en venganza por supuestos maltratos que sólo se produjeron en su mente.

Aunque dice que para él no existe el mal de por sí en las personas, ni se puede personificar la figura del diablo, Russell sí advierte de la maldad que se da en determinadas condiciones.

«Mi sentimiento personal es que el mal no existe y es algo que asignamos a nuestra falta de empatía. Si vemos lo que pasaba con los nazis, vemos que era una falta de empatía colectiva. Eso es el mal», sentencia el escocés.

En este contexto recuerda la expresión «banalidad del mal» que acuñó la filósofa Hannah Arendt durante el juicio israelí al criminal de guerra alemán Adolf Eichmann para intentar definir la forma fría y burocrática, defendida como el cumplimiento de un deber, con la que algunos jerarcas nazis aplicaron las leyes para acabar con millones de judíos.

Desde este punto de vista, Russell admite que su obra es «decididamente un estudio sobre el mal».

Sobre el género literario de la obra, cuya primera tirada en castellano es de 10.000 ejemplares, el autor afirma que hizo «de manera consciente una novela gótica tradicional, según el canon clásico».

Paz y odio en el vagón 2419D

Posted on Actualizado enn

Vista del vagón en el que se firmó el Armisticio de 1918 cerca de Compiègne
Vista del vagón en el que se firmó el Armisticio de 1918 cerca de Compiègne

Toda la fragilidad de la paz más efímera, la que vivió el mundo de 1918 a 1939, se concentra en un sencillo vagón de tren, escenario del armisticio que puso fin a la I Guerra Mundial hace ahora cien años.

Con cuerpo de madera y chasis de acero, el vagón-restaurante 2419D acogió en un bosque en Compiègne, a unos 70 kilómetros al norte de París, a un grupo de militares y diplomáticos de largos bigotes. Genuinos especímenes de aquello que Stefan Zweig denominó «el mundo de ayer».

Aquellos hombres, representantes de Francia, el Reino Unido y Alemania, rubricaron el final de más de cuatro años de combates en un vagón que, dos décadas después, se convertiría paradójicamente en símbolo de la capitulación francesa ante Adolf Hitler.

Pero primero el armisticio. El 8 de noviembre de 1918, una Alemania exhausta envió una delegación plenipotenciaria a Compiègne para firmar un alto el fuego.

El mariscal Ferdinand Foch, comandante en jefe de los Aliados, había elegido una perdida vía ferroviaria que utilizaba la artillería pesada para citar a la comitiva alemana -encabezada por el ministro de Estado Matthias Erzberger- fuera de miradas curiosas.

«¿Cuál es el objeto de su visita?», preguntó Foch a Erzberger tras intercambiar saludos protocolarios y revisar sus credenciales.

«Venimos a recibir las condiciones de las Potencias Aliadas relativas a la conclusión de un armisticio por tierra, mar y aire, en todos los frentes y colonias», respondió el alemán.

«No tengo ninguna proposición que hacerles», les espetó el mariscal francés, que marcaba así desde el inicio la atmósfera tensa que presidió la reunión.

Foch quería escuchar de los alemanes que venían a pedir el armisticio. Sólo entonces les ofrecería sus condiciones.

«Fue un ambiente correcto, pero muy frío. Había millones de muertos sobre la mesa…», explica a Efe Bernard Letemps, presidente del museo Memorial del Armisticio, donde se exhibe un vagón idéntico y de la misma serie que el usado entonces.

Los alemanes recibieron con consternación las draconianas exigencias que les imponían los vencedores -como devolver Alsacia y Lorena o unas astronómicas compensaciones materiales- y las transmitieron a Berlín con la obligación de responder en 72 horas.

El 11 de noviembre, cerca de agotarse el plazo, las delegaciones volvieron a reunirse, a las 02.15 de la madrugada, y tres horas después firmaron los 24 artículos del armisticio.

«Quien redactó el texto puso el papel carbón del revés, así que no hay más ejemplares que el original», que se conserva en el Ministerio de Defensa francés, relata Letemps.

El vagón todavía sirvió para viajar a la localidad alemana de Tréveris y prolongar tres veces el alto el fuego, hasta la firma del tratado de Versalles en junio de 1919, tras lo cual se expuso primero en el Palacio de los Inválidos y después en Compiègne.

Pero su simbología gloriosa pronto iba a cambiar. El 22 de junio de 1940, la Alemania nazi había ocupado más de la mitad de Francia y Hitler viajó para culminar su ansia de venganza y obligar a los franceses a firmar su rendición en el mismo coche-restaurante 2419D.

«Hitler se sentó en el mismo sitio donde se había sentado Foch. Sacaron el vagón del interior del memorial, lo colocaron en el mismo lugar de 1918 y después de que el general Keitel leyese las condiciones del armisticio, Hitler se marchó. Pusieron el vagón en un carro y se lo llevaron a Berlín», rememora Letemps.

Objetos como ceniceros, lámparas o teléfonos que se guardaban en el vagón habían sido escondidos antes por el conservador, que evitó así que se los llevasen los nazis. Hoy esos testigos silentes de la historia están expuestos en el memorial.

El sueño del «Führer» era exhibir su botín en la anhelada nueva capital, Germania, que proyectaba el arquitecto Albert Speer.

Pero cuando en diciembre de 1944 las cosas se ponen feas para los nazis, Hitler desplaza el vagón a Crawinkel, cerca del campo de concentración de Ohrdruf, donde unos 10.000 deportados construían 24 grandes túneles en la montaña que iban a servir como cuartel.

En abril de 1945 el lugar se convierte en el primer campo liberado por los estadounidenses. Los generales Eisenhower y Patton descubren montañas de cadáveres apilados que muestran a los habitantes del pueblo, cuyo alcalde se suicidará días después.

Los liberados incendian las barracas que los nazis utilizaban como almacenes y como vivienda. Entre dos de esas barracas, estaba el 2419D que cae pasto de las llamas, salvo el chasis de acero, que todavía se utilizará durante décadas como remolque para transportar material en la estación de Gotha.

Arendt, la verdad en la neblina

Posted on Actualizado enn

A la filósofa Hannah Arendt le pasó algo que los guionistas de Sexo en Nueva York podrían haber aprovechado: su primer novio, el primer e intensísimo y romeojulietanesco amor de su vida, se hizo nazi. Se enamoró hasta las cachas de su profesor, Martin Heiddegger
A la filósofa Hannah Arendt le pasó algo que los guionistas de Sexo en Nueva York podrían haber aprovechado: su primer novio, el primer e intensísimo y romeojulietanesco amor de su vida, se hizo nazi. Martin Heidegger y Hannah Arendt vivieron un intenso romance en Marburgo desde finales de 1924 hasta la primavera de 1926. Hannah tenía 17 años cuando conoció a su profesor de filosofía, que había cumplido los 35 y estaba casado. No hay más que leer las cartas de amor entre ambos para comprender la profundidad de la relación, que fue para ambos la más importante de su vida. Aunque el alejamiento físico se produce en 1926, los dos siguieron escribiéndose hasta julio de 1975, fecha de la última misiva de Heidegger, un año antes de su muerte.

La gran filósofa alemana de origen judío Hanna Arendt, fallecida en 1975 en Estados Unidos, es justamente recordada gracias a una biografía de la escritora francesa Laure Adler. En ‘Hanna Arendt’, que ha editado Destino, Adler, también autora de una conocida biografía de Marguerite Duras y de varios estudios sobre el feminismo, se acerca a esta imponente pensadora, sin duda una de las figuras más fascinantes de todo el siglo XX, con el ánimo de acercarla al gran público.

Hija de padres judíos laicos, Hanna Arendt, cuyo legado va adquiriendo cada vez más peso, fue una intelectual adelantada a su tiempo que supo crear una obra lúcida y brillante que va desde la filosofía a la religión, pasando por la política y la ética.

Nació en Linden (Hanover) y creció en Konigsberg, la ciudad de su admirado Emanuel Kant, y Berlín, estudió Filosofía en Marburgo con Heidegger, con quien mantendría un breve romance a finales de los años 20 y a cuyo favor testificaría dos décadas después, cuando se estudiaba el alcance de su pasada vinculación con el nazismo.

A ella, aquellos años oscuros le supusieron la pérdida del derecho a la enseñanza y la obligaron a escapar, primero a Francia, donde trabajó ayudando a enviar niños judíos en peligro a Palestina, y, finalmente, a Nueva York, donde residiría hasta su muerte y donde obtendría la nacionalidad estadounidense.

Fue, dice Adler en la introducción de su libro, «una intelectual libre, ejemplo de independencia y valentía», que, en nombre de sus propias ideas, sola, sin escuela ni sostén, optó durante 60 años por preguntarse lo que produce el mal y lo que no funciona».

Es, añade su biógrafa, una pensadora «que sabe diagnosticar las causas del mal que gangrena nuestras sociedades» pero también «que cree en la fuerza del bien, en los recursos de nuestra humanidad», una persona en quien se aúnan «la voluntad de creer en una ley moral compartida por todos y la interrogación sobre la fragilidad de los asuntos humanos».

Con su relato, Laure Adler, cuya biografía viene a sumarse a las que antes hicieron Elisabeth Young-Bruehl —recientemente reeditada—, Julia Kristeva o Martine Leibovici, trata de «restituir la fuerza y la valentía de los combates que libró durante toda su existencia» esta mujer tan buena conocedora del sufrimiento y el desgarro como persona luminosa, y de «despertar el deseo de leer, releer y meditar sobre lo que escribió».

Autora de obras como ‘Los orígenes del totalitarismo’, donde reflexiona sobre el totalitarismo tanto de Hitler como de Stalin (1951), ‘La condición humana’ (1958), ‘Eichmann en Jerusalén’, en torno al proceso al nazi Adolf Eichmann y que le acarreó fuertes críticas en Israel, o ‘La vida del espíritu’, Hanna Arendt fue siempre, dice su biógrafa, «una sirviente del espíritu» para quien la verdad fue siempre «el más elevado signo del pensamiento».

La incómoda Arendt

A través de sus abuelos , Hanna Arendt conoció el judaísmo reformista alemán de principios del siglo XX, y si bien no perteneció a ninguna comunidad religiosa, siempre se consideró judía, aunque estudió en profundidad el cristianismo.

En 1924 ingresó a la universidad de Marburgo (Hesse) y durante un año asistió a las clases de Filosofía de Martín Heidegger y de Nicolai Hartmann, y a las de teología protestante de Rudolf Bultmann, además de griego.

Arendt mantuvo un romance con Heidegger, padre de familia de 35 años, que tuvieron que mantener en secreto. A comienzos de 1926, al no soportar más la situación, ella decidió cambiarse de universidad y se trasladó durante un semestre a la universidad Albert Ludwig, en Friburgo, para aprender con Edmund Husserl. A continuación, estudió Filosofía en la universidad de Heidelberg (Baden-Wurtemberg) donde se doctoró en 1928 bajo la tutoría de Karl Jaspers, con la tesis “El concepto del amor en San Agustín”, el primer libro que publicó un año después en Berlín. A su vez estableció una importante relación de amistad con Jaspers, que duraría hasta la muerte de él.

En Berlín se relacionó con el filósofo Günther Stern (que se llamaría más tarde Günther Anders), con quien se casó poco después. También comenzó a escribir notas periodísticas sobre su especialidad, la filosofía, mientras participaba de seminarios dictados por Paul Tillich y Karl Mannheim y se interesaba cada vez más por cuestiones políticas.

Analizó la exclusión social de los judíos, a pesar de la asimilación, en base al concepto de «paria», empleado por primera vez por Max Weber. A este término opuso “parvenu” (advenedizo), inspirada por los escritos de Bernard Lazare. En 1932 publicó en la revista Geschichte der Juden in Deutschland (Historia de los judíos en Alemania) el artículo «Aufklärung und Judenfrage» (La Ilustración y la cuestión judía), en el que desarrolla sus ideas sobre la independencia del judaísmo, enfrentándolas a las de los ilustrados Gotthold Ephraim Lessing y Moses Mendelssohn y el precursor del Romanticismo Johann Gottfried Herder.

Con el acceso al poder de Alemania del nazismo, el 30 de enero de 1933, su esposo se trasladó a París, mientras que ella permaneció en Berlín y comenzó su actividad política, estudiando la persecución de los judíos, que estaba en sus comienzos. Su casa sirvió de estación de tránsito para refugiados y en julio de 1933 fue detenida durante ocho días por la Gestapo. Al ser liberada se trasladó a París, pasando por Checoslovaquia e Italia.

En Francia ayudó a jóvenes judíos a trasladarse a Eretz Israel y a denunciar la persecución que sufrían los judíos alemanes, por lo que se le retiró la ciudadanía alemana en 1937, convirtiéndola en apátrida. Ese año se separó de su marido y tres años más tarde se casó con Heinrich Blücher.

Distanciándose de Nietzsche y Heidegger, aseveraba que la pasión del pensar y la voluntad del poder deben tener siempre un objetivo racional y razonable, y que para ello era indispensable elaborar juicios valorativos bien fundamentados. Con ello anticipaba una crítica a las actuales corrientes relativistas. Aprendió mucho de su maestro Martin Heidegger (1889-1976), a quien nunca dejó de amar, pero como Aristóteles con respecto a Platón, siempre fue más amiga de la verdad
Distanciándose de Nietzsche y Heidegger, aseveraba que la pasión del pensar y la voluntad del poder deben tener siempre un objetivo racional y razonable, y que para ello era indispensable elaborar juicios valorativos bien fundamentados. Con ello anticipaba una crítica a las actuales corrientes relativistas. Aprendió mucho de su maestro Martin Heidegger (1889-1976), a quien nunca dejó de amar, pero como Aristóteles con respecto a Platón, siempre fue más amiga de la verdad

Al rendirse Francia a Alemania en 1940, ella fue internada con otros emigrados, pero consiguió huir y logró que se le permitiera ingresar en Estados Unidos, junto a su esposo y su madre. Allí colaboró en numerosas revistas y, tras haber sido invitada sucesivamente por las universidades, enseñó teoría política en la School for Social Research de Nueva York.

En 1951 se nacionalizó estadounidense y trascendió el ámbito universitario con su trabajo titulado “Los orígenes del totalitarismo”, en el que, mediante el análisis del imperialismo del siglo XIX y de los regímenes totalitarios del XX, intentaba reconstruir las vicisitudes histórico-políticas que desembocaron en el antisemitismo.

Durante la década del ’50 del siglo pasado Hannah Arendt también modificó su apreciación sobre el sionismo, que había apoyado en los años ’30 y ’40 y también asumió una postura crítica sobre el Estado de Israel.

A partir de la publicación de sus crónicas en el New Yorker fue sumamente criticada por dos motivos: primero, su opinión sobre Eichmann, a quien consideraba un hombre banal que estaba convencido de que su deber era cumplir estrictamente las órdenes recibidas, enviar la mayor cantidad de judíos a los campos de exterminio ubicados en el territorio polaco sin tener conciencia del mal que estaba llevando a cabo; y segundo, debido a la acusación a los “dirigentes judíos” en los ghettos por no haber actuado correctamente al aceptar elaborar las listas para las deportaciones que le solicitaban los nazis.

A principios de la década del ‘60 todavía era común escuchar que los judíos, en su gran mayoría, “fueron como corderos al matadero”. Además, fue justamente el juicio a Eichmann el que inició el cambio de actitud hacia los sobrevivientes y las víctimas de la Shoá, que se acentuó a partir de los testimonios de aquellos que padecieron en carne propia el horror.

Estos hechos que Arendt no tomó en cuenta generaron que muchos de quienes habían sido sus amigos por años decidieran dejar de serlo, pues consideraron inaceptable en una intelectual de su categoría los ignorara. También fue criticada por su relación con de Martin Heidegger, no por la mantenida en su juventud, sino por haberla renovado en 1950, cuando visitó Alemania.

De este modo, Hannah Arendt es el único escritor político apreciado, a la vez, por doctrinarios de la izquierda más radical –aun tratándose de una autora obviamente antimarxista—, por politólogos liberales –aun cuando convirtió el liberalismo en su blanco—, así como por comunitaristas y autores archiconservadores

Una princesa pacifista contra Hitler

Posted on Actualizado enn

Noor siempre fue educada en los valores pacifistas, pero la situación en Europa le revolvía el estómago, así que decidió tomar cartas en el asunto y apuntarse en la WAAF, la sección femenina del ejército inglés. Fue allí donde aprendió todo lo que pudo y más sobre las comunicaciones por radio
Noor siempre fue educada en los valores pacifistas, pero la situación en Europa le revolvía el estómago, así que decidió tomar cartas en el asunto y apuntarse en la WAAF, la sección femenina del ejército inglés. Fue allí donde aprendió todo lo que pudo y más sobre las comunicaciones por radio

Noor Inayat Khan, la denominada «Princesa Espía» durante la Segunda Guerra Mundial, nació en 1914 en San Petesburgo. Su padre, Inayat Khan, pertenecía a la aristocracia india y era maestro sufí. Conoció a su madre en los Estados Unidos en la época en la que se expandió el sufismo en Norteamérica. Noor se crió en un ambiente familiar culto y armonioso donde la música era una constante, allá donde estuvieran, en Rusia o en Francia. Componía, como su padre, música para piano y arpa.

Noor estudió Psicología Infantil y Música en la Universidad de la Sorbona. Desafortunadamente, la muerte de su padre, cuando Noor tenía solamente 13 años, cambió su forma de vida. Tuvo que hacerse cargo de sus hermanos, ya que la salud de la madre había quedado devastada ante la muerte de su marido. Unos años después comenzaría la Segunda Guerra Mundial. Durante este tiempo Noor publicó su libro de fábulas budistas para niños ‘Veinte Cuentos Jataka’.

París fue invadido por los nazis, y Noor con su madre y dos hermanos escaparon de Francia en el último barco posible para el Reino Unido. A pesar de haber conseguido huir, Noor y un hermano no se conformaron. Decidieron dar un paso adelante. El hermano se registró en el ejército británico y ella fue reclutada por el SOE gracias a su conocimiento y dominio del inglés y el francés.

El SOE es el Servicio de Operaciones Especiales del MI5 del Reino Unido, durante la Segunda Guerra Mundial fue un departamento activo donde reclutaban mujeres que hablaban perfectamente francés. Su objetivo era boicotear la invasión nazi en Francia desde dentro. A pesar de su voluntad para ayudar, Noor no pasó las pruebas. Su fragilidad física le impidió seguir el intenso entrenamiento al que se sometían tanto hombres como mujeres. Pero también influyó en su comportamiento, su moral y ética, que seguían grabadas fielmente en su espíritu por el sufismo. No lograba sujetar una pistola en la mano y era incapaz de mentir.

Aún así, la enviaron a territorio nazi en un paracaídas y con una maleta que contenía la emisora de radio para enviar mensajes en morse y en clave. El nombre de guerra de Noor en el SOE era Madeleine.

Emprendió esta aventura de espaldas a su madre, que nunca supo la actividad a la que se dedicaba su culta hija hasta el final de su vida. El SOE se encargaba de entregar las cartas de Noor a su familia, de forma que no hubiera ninguna sospecha de que la agente se encontraba en Francia en una misión especial.

El promedio de vida de un agente de la resistencia en territorio nazi era de unas tres semanas. Noor consiguió burlar a la Gestapo durante cuatro meses. Finalmente, la descubrieron, pero no por un error de la princesa, si no por una traición de la hermana de un agente francés que vendió su paradero por dinero.

En los cuatro meses que sobrevivió en Paris, Noor cargaba todos los días con su pesada maleta de 14 kilos de hotel en hotel, de casa en casa. Su camino cambiaba para burlar a los nazis y poder seguir enviando mensajes. Se hizo cada vez más osada e incluso, en una ocasión, emitió información desde un edificio cercano al centro de operaciones de la Gestapo en París.

Tras su captura, los nazis se apoderaron de la radio y continuaron emitiendo mensajes a la SOE con información falsa. Mensajes que pasaron por reales durante meses ya que los británicos pensaron que era Noor quien los enviaba.

Sin embargo, la princesa ya estaba en el campo de concentración de Dachau junto a otras agentes de la resistencia. Fue calificada como prisionera altamente peligrosa, ya que intentó escaparse varias veces, por lo que era aislada de otras prisioneras y esposada.

Testigos de la muerte de estas valientes mujeres, dijeron después de la Segunda Guerra Mundial que la princesa frágil, que no tenía resistencia en la formación militar, se mantuvo firme en silencio mientras la torturaban. Nunca traicionó a los suyos. En 1944, antes de recibir un tiro en la nuca, su última palabra fue: ¡Liberté!

Noor Inayat recibió las medallas post mortem de Francia (Cruix de Guerre) y del Reino Unido (George Cross).

Desolación para nazis a precio de saldo

Posted on Actualizado enn

Los moai, las gigantescas estatuas de la Isla de Pascua, constituyen la expresión más importante del arte escultórico Rapa Nui y se han convertido en su seña de identidad. No obstante, a pesar de su fama mundial y la multitud de estudios realizados sobre ellos, todavía quedan muchas preguntas sin resolver en torno a estos gigantes de piedra
Los moai, las gigantescas estatuas de la Isla de Pascua, constituyen la expresión más importante del arte escultórico Rapa Nui y se han convertido en su seña de identidad. No obstante, a pesar de su fama mundial y la multitud de estudios realizados sobre ellos, todavía quedan muchas preguntas sin resolver en torno a estos gigantes de piedra

En 1937, la ahora paradisiaca Isla de Pascua tenía poco valor para el Gobierno chileno, que la ofreció en venta a la Alemania nazi. Era un tiempo en el que la lepra campaba en el lugar y dos compañías ganaderas explotaban a sus pobladores con métodos esclavistas.

Este panorama es retratado por el historiador y periodista español Mario Amorós en «Rapa Nui, una herida en el océano», libro que narra la historia de «sufrimiento y de opresión» que vivió el pueblo originario de la isla durante ocho décadas.

Amorós cuenta haber realizado un esfuerzo de síntesis para contar la historia de Isla de Pascua desde sus orígenes y aportar aspectos nuevos de su pasado, sobre el que cree que existe «un gran desconocimiento».

La Isla de Pascua, denominada Rapa Nui en la lengua de su pueblo originario, los rapanuis, y ubicada a unos 3.800 kilómetros al oeste de la costa de Chile, en el océano Pacífico, es uno de los destinos turísticos más conocidos del país austral y fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1995.

Los 887 moáis, las icónicas y mundialmente conocidas esculturas de piedra que hay en la isla, son su mayor seña de identidad.

Hace unas décadas la situación era muy diferente y los propios rapanuis buscaron escapar de un lugar en el que fueron confinados a sólo una parte de su territorio, y explotados y violados en sus derechos más elementales como mano de obra barata por dos compañías privadas a las que Chile arrendó las tierras de la isla.

La lepra se extendía, las condiciones médicas y sanitarias eran precarias y el Gobierno de Chile, que veía la isla como destino perfecto para deportados políticos, la llegó a ofrecer en venta a países extranjeros, entre ellos la Alemania nazi, para financiar la construcción de dos busques de guerra para la Armada.

Este punto es uno de los más novedosos que divulga el libro de Amorós, que se hace eco de una investigación del profesor húngaro Ferenc Fischer presentada en un congreso de Historia en Cádiz, en 2011.

Fischer desveló que en 1937 hubo conversaciones entre la embajada alemana en Chile y el Gobierno del país austral por la venta de Rapa Nui para costear los buques de guerra.

En ese mismo año, Chile ofreció la venta de Rapa Nui a Estados Unidos, Japón y Reino Unido.

«Detrás de la imagen de una isla reconocida universalmente por los moáis hay una historia muy dura de sufrimiento y de opresión por responsabilidad del Estado de Chile, que miró la isla como una colonia», resumió Amorós.

En 1888, por el llamado Acuerdo de Voluntades, el pueblo rapanui cedió a Chile la soberanía de Isla de Pascua, pero no la propiedad de sus tierras.

No obstante, el Estado chileno arrendó Rapa Nui a dos empresas privadas para su explotación ganadera, a la Compañía Merlet, en 1895, y a la Compañía Exploradora de la Isla de Pascual, en 1903.

Ambas sometieron a los rapanuis al confinamiento y produjeron «toda clase de vejaciones y atropellos a los Derechos Humanos, utilizando a la población como esclavos (y) obligándolos a trabajar en extenuantes jornadas», relató en 2003 la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas.

Con la entrada y expansión de la lepra, la isla se transformó en un lugar «maldito», y el peligro para los habitantes del continente hizo que la enfermedad se usara para prohibir a los rapanuis salir del territorio insular.

El acuerdo entre Chile y las compañías privadas se mantuvo hasta 1953, pero no fue hasta 1966 que el Estado reconoció los derechos civiles y políticos de los rapanuis y admitió haber incumplido el Acuerdo de Voluntades.

En la actualidad, los descendientes de aquellos isleños han demandado a Chile ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

En su denuncia no impugnan la pertenencia de la isla a la República de Chile, pero piden la restitución de sus tierras ancestrales y de los recursos naturales.

Exigen también las disculpas públicas del Estado de Chile por el régimen de esclavitud y las violaciones de los derechos humanos que sufrieron hasta mediados de los años 60.

«Tengo entendido que es una de las causas relacionada con los pueblos originarios de América más importante que maneja la CIDH», dijo Amorós.

«Creo que va a ser un proceso largo, pero dentro de unos años la CIDH dirá lo que como historiador yo creo: que el pueblo rapanui tiene razón en su reclamo para recuperar sus tierras ancestrales y gestionar los recursos naturales de la isla», concluyó el autor

Las chicas son guerreras y surcan los cielos

Posted on Actualizado enn

Estas avispadas y hábiles mujeres no tenían nada de sobrenatural.  Pero sí una gran habilidad y una gran valentía. Sus nombres eran Polina Osipenko, Valentina Grizodúbovatres y Marina Raskova. Las aviadoras militares del 588º Regimiento de Bombardeo Nocturno de la Unión Soviética, a quienes los alemanes tenían auténtico pánico. Tanto, que se ganaron a pulso el sobrenombre de “Las brujas de la noche”
Estas avispadas y hábiles mujeres no tenían nada de sobrenatural. Pero sí una gran habilidad y una gran valentía. Sus nombres eran Polina Osipenko, Valentina Grizodúbovatres y Marina Raskova. Las aviadoras militares del 588º Regimiento de Bombardeo Nocturno de la Unión Soviética, a quienes los alemanes tenían auténtico pánico. Tanto, que se ganaron a pulso el sobrenombre de “Las brujas de la noche”

No eran escobas en lo que volaban, pero casi. No había otra cosa para hacerlo, así que estas «brujas» soviéticas no tenían más opción que la de usar un avión de instrucción para ir a la batalla. De contrachapado y tela. Un modelo biplaza que en su versión individual era utilizado para fumigar los campos, para que se vayan haciendo una idea del panorama. Con él debían ir, dejar la carga y, con un poco de suerte, volver. Y lo hicieron. Una y otra vez. Tantas, que a día de hoy sus hazañas todavía son recordadas. Era su sueño. Querían ir al frente. Ahora, son leyenda. Lera Jomiakova, Tamara Kazarinova, Lilia Litviak, Katia Budanova, Masaha Kuznetsova, Masha Dolina… «Las brujas de la noche». Como ya hiciera Svetlana Alexievich, en «La guerra no tiene rostro de mujer», narrando la historia de Aleksandra Popova, Lyuba Vinogradova ha querido recoger las vidas de un puñado de las pilotos rusas que combatieron en la Segunda Guerra Mundial.

Los hombres caían como chinches en combate y el Ejército Rojo las necesitaba –la autora hace referencia a unas estadísticas que leyó «hace un tiempo» en las que de, los nacidos en el año 23, sólo el 3% sobrevivió–. Hasta un millón de mujeres –más enfermeras– llegaron a desfilar por las tropas soviéticas. Pero aquí se recogen unas muy concretas, aquellas que lo hicieron a los mandos de un avión. «En proporción eran una minoría comparadas con sus compañeras, pero sí que inspiraban a las demás», comenta la Vinogradova –colaboradora habitual de Antony Beevor y Max Hasting–. Buena culpa de ello la tuvo Marina Raskova. Había forjado su nombre pilotando durante los años 30 y su popularidad fue tal que las adolescentes querían ser como ella. «Sin su figura, hubiera sido imposible hacer un regimiento exclusivo de mujeres. Hubieran llamado a alguna para un escuadrón masculino, pero ya», comenta. La propaganda, siempre atenta a cualquier oportunidad, también ayudó: «¡Muchachas, a pilotar!», rezaba. Después se utilizaron sus hazañas para dar visibilidad a un país abierto y plural. Siendo la realidad que las mujeres estaban ahí.

Así, centenares de muchachas, cuyas edades difícilmente pasaba la veintena, se enamoraron de la idea de realizarse en el cielo. «Todavía les brillaban los ojos cuando recordaban esa época durante las entrevistas que hice a las supervivientes», recuerda la investigadora. Algunos nazis les llamaban «bisexuales» pues creían que eran mitad hombres por la valentía que emanaban.

Tres fueron los regimientos exclusivos para ellas: «586», de caza; «587», de bombardero pesado; y «588», el nocturno de las «Brujas de la noche». Un mote que Vinogradova no ha logrado desmenuzar en su totalidad, pero que sí cree que fueron ellas mismas las que se lo pusieron. Nada de los nazis. A donde sí ha llegado es a cómo «fardaban –explica– de que los alemanas les tuvieran miedo». Casi tanto como el que tenían los comandantes soviéticos: «No querían enviarlas al frente porque no se podían permitir que al verlas, tras un derribo, pensaran/descubrieran que se habían quedado sin hombres». Muestra del machismo que todas ellas sufrieron. «Por supuesto que lo vivieron. A día de hoy Rusia sigue siendo uno de los países que más discrimina a la mujer en este sentido. Y entonces los soldados y pilotos se tomaban como una ofensa personal a su hombría que una mujer estuviera a su nivel, o por encima».

Defendieron a los suyos pese a que estos no confiaban en ellas. Terminaron siendo admiradas por sus compatriotas, y siendo un ejemplo para las jóvenes de la URSS. Años después, son leyenda. No sólo combatieron a los nazis en la oscuridad de la noche a bordo de rudimentarios aviones, sino que se enfrentaron a los convencionalismos hasta salir victoriosas.

Blancanieves en el infierno

Posted on

Fredy Hirsch no habita el imaginario colectivo de los héroes del Holocausto. Quizá su memoria quedó secuestrada por el prejuicio debido a su “supuesto” suicidio tardíamente aclarado como envenenamiento inducido, y a su condición homosexual que durante el Holocausto y después, en una Checoeslovaquia comunista era tabú mencionar
Fredy Hirsch no habita el imaginario colectivo de los héroes del Holocausto. Quizá su memoria quedó secuestrada por el prejuicio debido a su “supuesto” suicidio tardíamente aclarado como envenenamiento inducido, y a su condición homosexual que durante el Holocausto y después, en una Checoslovaquia comunista era tabú mencionar

A su corta edad, estaban condenados a sufrir los horrores del Holocausto; sin embargo, alguien se interpuso entre un grupo de niños internados en Auschwitz y su terrible destino. Fue Fredy Hirsch, un judío que construyó «un paraíso» infantil en medio del infierno nazi.

En el más emblemático campo de exterminio había un barracón diferente de los demás. Tenía el número 31 y estaba decorado con un mural de Blancanieves, que rodeaba el espacio donde niños checoslovacos aprendían música, geografía e historia de la mano de Hirsch.

Este asombroso y desconocido relato es el que aborda el documental «Paraíso en Auschwitz», dirigido por el matrimonio mexicano y judío de Aarón y Esther Cohen, quienes presentarán el filme este sábado y domingo en el Cine Tonalá de Ciudad de México tras el éxito que ha tenido en varios festivales de cine judío.

«Fredy negoció con los alemanes una especie de escuelita para niños donde los maestros eran escogidos entre los internos. Así logró hacer un espacio totalmente inaudito en medio del infierno», explica Aarón, director del documental.

«Los niños pudieron vivir una situación en la que aprendieron a compartir, a tolerar, y se educaron en humanidades y arte. Gracias a esa experiencia que tuvieron, pudieron emerger de la muerte y tener una vida digna y sana», relata Esther, la productora.

Admite que el título del filme es «controvertido» al juntar las palabras «paraíso» y «Auschwitz», pero argumentó que tras escuchar los 13 testimonios del documental, el título cobra sentido.

Alfred «Fredy» Hirsch, nacido en 1916 en Alemania, huyó de su país tras la promulgación de las leyes de Nuremberg que discriminaban a los judíos y se trasladó a Checoslovaquia, donde se dedicó a la educación infantil dirigiendo un grupo de «boy scouts judíos».

En 1941, con la ocupación nazi ya consumada, fue deportado al gueto checoslovaco de Terezín como parte de un comando encargado de organizar actividades para embellecer el lugar ante la inminente visita de la Cruz Roja Internacional.

«Consiguió dar clases de música, literatura, gimnasia y deportes para distraer a los niños de la terrible situación del gueto, donde moría gente por enfermedades y hacinamiento», concede el director.

En 1943, un primer cargamento de 5.000 judíos de Terezín, entre los que se encontraba Hirsch, fueron deportados hacia la fábrica de la muerte de Auschwitz, donde fueron ubicados en un «campo familiar» que simulaba mejores condiciones para los internos con el objetivo de engañar a los organismos internacionales.

Las condiciones eran igualmente inhumanas en esa zona de Auschwitz, donde los nazis simulaban repartos de comida que los internos tenían prohibido comer. Sin embargo, Hirsch aprovechó esas circunstancias y su dominio del alemán para convencer a los carceleros para montar su «escuelita».

Fredy Hirsch autosuficiente, desenvuelto y audaz, se granjeaba a los guardias de la SS, y le otorgaban algunos privilegios que usaba para beneficiar a los niños con algo de comida o ropa extra. A pesar de esa imagen siempre en control, a Fredy su homosexualidad le creaba un gran conflicto que ocultaba con cierto éxito. Esta condición no les era desconocida a sus colaboradores y tampoco era obstáculo para valorarlo, quererlo y admirarlo. Organizó equipos de atletismo, clases de box y campeonatos de futbol y baloncesto. En 1943, Fredy creó su propio campeonato de futbol y 10 equipos disputaron la Copa de Terezín. En plena ocupación nazi formó la Liga de Terezín con jugadores reconocidos en la escena deportiva de checos, austriacos, daneses, alemanes e italianos prisioneros, y convenció a los nazis de formar un equipo de Soccer con guardias, para enfrentar a los internos.

En un principio los nazis prohibían estas actividades, pero más tarde ante los rumores de las siniestras acciones de los nazis y de la alarma sobre La Solución Final, las utilizaron para crear la imagen de una ciudad normal. En mayo de 1944 le permitieron a la Cruz Roja Internacional, una visita al gueto-campo de Terezín. Con este motivo, en el otoño de 1943 se inició una campaña intensa de embellecimiento y deportaron a 15,000 ancianos y enfermos para dar una imagen saludable. Los Delegados de la Cruz Roja recorrieron la escenografía de instalaciones maquilladas y asistieron a magníficos conciertos, terminando con una función de la ópera Brundibar de Hans Krasa, actuada por niños, lo que acabó de redondear la farsa. La puesta en escena fue tan exitosa que la delegación consideró innecesario continuar su visita a Auschwitz. La desilusión de los prisioneros fue enorme, ya que nadie se enteraría de su suerte.

En agosto de 1943 llegó a Terezín, un transporte con 1200 niños del recién liquidado gueto de Bialystok que habían sido testigos de la masacre perpetrada contra sus padres. Para mantener el secreto y poder continuar sin resistencia con el exterminio, cualquier comunicación con los niños estaba estrictamente prohibida. A pesar de la orden, Fredy Hirsch, visitó a los niños y fue descubierto. De castigo fue deportado a Auschwitz.

Fredy fue deportado a Auschwitz el 9 de Septiembre de 1943, con otros 5,000 prisioneros, aproximadamente cuando empezaban los preparativos en Terezín, para la gran farsa con la Cruz Roja. En Diciembre de 1943 se les unió un segundo transporte de Terezín con otros 5,000 prisioneros, en el que se encontraba Bedrich Steiner con su familia. No hay documentos oficiales que atestigüen la existencia de este Campo, salvo los testimonios personales de los sobrevivientes que en general coinciden abrumadoramente en el reconocimiento del papel de Fredy Hirsch en sus vidas y el imperativo de reconocer su heroísmo. Zuzana Ruzickova escribió: “Muchos niños pueden decir que salvó sus vidas, pero en realidad, salvó nuestras almas. Salimos más o menos intactos, gracias a él.”

Fredy siguió con su labor de preservar una estructura similar a la de Terezín asumiendo el puesto de Altester del Block 31. La rutina diaria iniciaba en las letrinas, luego, aseo en los lavaderos, con el agua sucia congelada tiritando con el frío de invierno, -para prevenir la diseminación de piojos y otras enfermedades. Seguía el desayuno, – Fredy consiguió que mejorara un poco la comida de los niños, -y en las clases, se enfatizaban los valores de decencia y solidaridad, que desgraciadamente en el contexto concentracionario se derrumbaban vertiginosamente.

Esta rutina les proporcionaba una cierta estabilidad. Cantar estaba permitido, pero no estudiar. El objetivo de Fredy y su staff de educadores, era alimentar la espiritualidad infantil, distraerlos de la realidad circundante y crear la ilusión de un destino esperanzador. Las clases se llevaban a cabo durante el día en el Block 31, una barraca como las demás, sin literas. Sentados en bancos, alrededor de los maestros, estaban tan cerca unos de otros, que podían escuchar tres clases diferentes al mismo tiempo.

En estas circunstancias, la disciplina era un imperativo. El equipo de Fredy consistía aproximadamente de 20 maestros y madrijim que él conocía con anterioridad. Aceptaba gente extra para favorecerlos, dado que en el Block había mejores condiciones que afuera. No importaba lo que enseñaran: geografía, historia o judaica.

Como no había cuadernos ni libros, las cualidades más valoradas eran la memoria, la imaginación y la habilidad de contar historias, de organizar juegos y representaciones. Otto Kraus magnetizaba a los niños por su manera de contar historias. A Avi Fischer le interesaba la Astronomía e Historia, y los deslumbraba con los fascinantes fenómenos del espacio e historias de pueblos exóticos. Cada maestro se especializaba en los libros que recordaba y se convirtieron en una biblioteca móvil, en libros con piernas. Cada grupo solicitaba un título y ellos hacían el “intercambio de libros”.

En los muros sin ventanas, de madera podrida, también se operó la magia. La atmósfera opresiva cambió. De la mano de Dina Babbit, de Mausi Hermann y otros asistentes, llegaron nuevos inquilinos. Las jóvenes pintoras poblaron las paredes con indios, esquimales, y africanos. Los pájaros dejaron de ser una rareza en Birkenau y en pleno invierno se llenó de flores, árboles y rocas, pero sobre todo, llegaron Hansel, Gretel, y Blanca Nieves con los siete enanitos. Dina Babbit antes de la deportación, fascinada por Blanca Nieves, vio clandestinamente siete veces la película de Disney estrenada en 1937. En esos años, hablar de cine en el mundo, era hablar de Hollywood. Fredy como siempre se hizo cargo y les consiguió papel, pinceles y colores. Gracias a su talento, Mausi y Dina aún adolescentes, fueron llamadas por Mengele a dibujar retratos en el Campo Familiar de los Gitanos. Fredy guió a cada uno de sus asistentes, a descubrir sus mejores atributos en medio de lo sórdido y lo más ruin del ser humano. Ninguno se preguntaba si era absurdo enseñar geografía o leyes gramaticales cuando la muerte era lo único real en esa puesta en escena. Ellos necesitaban creer, tanto como los niños.

Casi todos los maestros sobrevivieron y han dado sus testimonios. Entre las barracas del “familiencamp” y las regaderas, quedaba un patio que servía para deportes, y juegos scóuticos. Para los prisioneros, la imagen de los niños pequeños, paseando por el Campo, no lejos de ellos y de las torres de guardia, cantando y recogiendo piedritas, era una escena inverosímil.

Fredy Hirsch
Fredy Hirsch

Las actividades más recordadas del Block 31, eran las canciones y las representaciones. Avi Ofir enseñaba con entusiasmo las canciones a los niños y la canción favorita era Aluette, una canción infantil francesa que cantaban los niños constantemente a todo pulmón. “En momentos como esos podíamos ausentarnos de la realidad”. En las ceremonias de Shabat organizaban obritas y sketches que escribían los niños. Pero la que causó el mayor y más duradero impacto, la máxima sensación de este período, fue la puesta en escena de Blanca Nieves y los 7 enanitos con escenografía, vestuario y bailes, aunque rudimentarios, mas las canciones originales de la película de Disney. Kurt Rubichek, comunista y asistente de Fredy, escribió el guión y mucho tiempo ensayaron los papeles que los niños tenían que interpretar en alemán. El príncipe de la obra y alma de la producción general era Fredy, que conseguía lo necesario aprovechando sus privilegios. Todo era dinamismo, emoción y entusiasmo. El Dr. Mengele entraba ocasionalmente a ver los avances de la obra y les sonreía a los niños. Esto alimentaba la esperanza que subyacía en los maestros de que a los niños no les pasaría nada.

«En Auschwitz no fueron seleccionados entre los que iban a la cámara de gas y los que sobrevivían, sino que fueron mandados a un campo familiar. Al saber eso, nos dimos cuenta de que había una historia que contar y así nació el documental», comenta Aarón.

Los Cohen comenzaron a perseguir la pista de Hirsch en 2008, cuando un amigo familiar y superviviente del Holocausto les contó de primera mano la historia de ese insólito campamento.

Entonces comenzaron a tirar del hilo. Acudieron al archivo del director Steven Spielberg compuesto por 50.000 testimonios digitales de víctimas del Holocausto y encontraron seis que hablaban de Fredy Hirsch. Posteriormente entrevistaron a seis supervivientes más en República Checa, Israel y Estados Unidos, en un proceso que duró ocho años.

«La historia está contada en el documental como un coro griego en el que los testimonios se complementan. Pero lo más impresionante es que en diferentes tiempos y espacios la historia que cuentan coincide completamente», sostiene Esther.

«Se les iluminaba la cara cuando hablaban de Fredy. No querían hablar de lo que vivieron en Auschwitz sino de Fredy y de lo que hizo por ellos», añade la productora, quien señala que Hirsch «les enseñó a valorar lo que tenían a su alrededor».

Los documentalistas sospechan que la historia de Hirsch permaneció oculta durante mucho tiempo por su condición de homosexual, algo poco tolerado en los regímenes comunistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Pero Aarón y Esther desempolvaron este relato para retratar «el proceso de deterioro» que se vivía en Auschwitz y evitar que vuelva a ocurrir otro genocidio, pues «cuando la historia se olvida, tiende a repetirse».

Pero también retratan una luz de esperanza, encarnada en un Hirsch que dio lo mejor de sí para adecentar la situación de aquellos niños.

¿Qué pasó con Fredy? «Es el chiste de la película», sentencia el director.

Morriña en un nido de espías

Posted on Actualizado enn

Joan Puyol y Araceli González, los Garbo
Joan Puyol y Araceli González, los Garbo

Araceli González, la esposa del espía español Juan Pujol García, alias «Garbo» -el más importante agente doble del Reino Unido en la segunda Guerra Mundial- casi levantó su tapadera, al no poder aguantar su vida en Inglaterra, revelan unos documentos oficiales desclasificados.

Estos informes, escritos por el servicio de contraespionaje británico MI5 y hechos públicos por los Archivos Nacionales de Kew, explican cómo en 1943 la joven esposa y madre amenazó con ir a la embajada española y revelar la identidad de su marido si no le permitían viajar a España para ver a su familia.

La pareja residía en la población de Harrow, cercana a Londres, desde donde él supuestamente gestionaba para los nazis una red de subagentes, que en realidad eran ficticios y ocultaba su trabajo para el MI5.

Los documentos desclasificados revelan que, para evitar ser reconocidos, Pujol mantenía a su esposa y a sus dos hijos encerrados en casa y controlados, lo que acabó hartando a Araceli, que amenazó con ir a la embajada española y contarlo todo.

«No quiero vivir ni cinco minutos más con mi esposo», espetó la joven al oficial británico a cargo de «Garbo», Tomas Harris, según los informes.

«Aunque me maten, me voy a la embajada», añadió.

El MI5 no podía dejarla ir porque ello hubiera levantado la tapadera de Pujol, a quien había contratado en 1942, tras comprobar que se había ganado la confianza del régimen nazi, con el alias de «Garbo» y un supuesto empleo como traductor de la cadena pública BBC.

Para evitar una crisis, el agente Harris engañó a Araceli, diciéndole que su esposo había sido despedido por su actitud insensata.

Pujol fue aún más lejos, pues, para erradicar cualquier trazo de rebeldía, sugirió montar una trama para hacer creer a su esposa que había sido encarcelado al intentar defenderla -lo que la llevó a protagonizar un aparente intento de suicidio-.

Como parte de este montaje, los agentes del MI5 llevaron a Araceli a ver a su esposo al centro de detención donde supuestamente estaba preso, lo que hizo que ella prometiera portarse bien a cambio de que le dejaran en libertad.

Harris alaba en el documento la destreza de Pujol al urdir una farsa «que permitió salvar una situación que, de otra manera, hubiera sido intolerable».

En otro documento difundido hoy, se revela que en 1945 Harris valoró infiltrar al espía español en los servicios secretos rusos, para que les sirviera de fuente en el Gobierno de Joseph Stalin de cara a la inminente Guerra Fría.

Esto al final no se llevó a cabo y el agente doble y su esposa se fueron a vivir a Venezuela, donde él murió en 1988, mientras que ella falleció en Madrid dos años después.

Portugal, paraíso de espías

Portugal fue un enclave estratégico de las redes de espionaje durante la II Guerra Mundial que dejaron a su paso historias de grandes agentes secretos como Garbo o Popov, aunque también de otros que abusaban de su picardía.

La neutralidad de la dictadura de António Salazar y el uso del país como punto de partida hacia América atrajeron a Portugal a los mejores espías de la época, que convivieron con otros que se hacían pasar por agentes secretos o vendían información falsa a cualquier bando.

El espía español Juan Pujol, alias 'Garbo', en uniforme republicano y caracterizado
El espía español Juan Pujol, alias ‘Garbo’, en uniforme republicano y caracterizado

El catalán Joan Pujol, «Garbo» para los británicos y uno de los grandes nombres del espionaje mundial, pasó dos veces por Portugal y se movía entre Lisboa y la costa de Estoril, un nido de espías, de grandes figuras políticas exiliadas y de refugiados de Europa que huían del desastre bélico.

Durante su estadía en el hotel Suiza Atlántico en el centro de la capital, el agente urdió parte de su estratagema para engañar al bando alemán y actuar como doble espía para los aliados.

«Los británicos escuchaban cómo (Pujol) engañaba a los alemanes y poco después lo reclutaron», explica la historiadora Irene Pimentel, autora del libro «Espías en Portugal durante al II Guerra Mundial», en el que relata este episodio.

«Garbo» fingía estar en Londres, que nunca había pisado y que describía con la ayuda de una guía de viajes comprada en Lisboa para hablar de las localizaciones y detalles de la ciudad.

Con su pericia y abnegación, iba enviando informaciones falsas a la dirección del espionaje de los alemanes en Madrid y su audacia fue pronto detectada por las escuchas de los británicos, a quienes les había ofrecido sus servicios pero aún no habían confiado en él.

Poco después, pasó a formar parte del Comité de la Doble Cruz británico que funcionó como sistema de contraespionaje durante la contienda y en el que el espía español fue clave al convencer a Adolf Hitler de que el desembarco iba a ser en el Paso de Calais (Francia) y no en Normandía, como finalmente ocurrió.

Con un perfil muy diferente, se movía por las calles de Lisboa el agente doble Dusko Popov de los aliados. Los informes del FBI enviados a los servicios ingleses afirmaban que el yugoslavo andaba con un «aire de play-boy», una vida de lujo, coches caros, hoteles de primera y amantes que sucumbían a su carisma.

«Popov fue como Garbo, el otro gran espía que alejó a los alemanes del desembarco de Normandía. Consiguió mantener la confianza de los alemanes hasta el final de la guerra», señala Pimentel.

Otro espía famoso en Portugal fue Ian Fleming, funcionario de la Inteligencia Naval Británica y director de la oficina ibérica del servicio de espionaje inglés.

El escritor de las novelas de James Bond se alojó en el Hotel Palacio de Estoril y, como la mayoría de espías, controlaba los movimientos marítimos del bando alemán en el Atlántico sur.

Compartía copas con agentes alemanes en los bares de la zona, que solían hospedarse en el vecino Hotel Parque, en el que años después se encontraron micrófonos ocultos bajo el suelo.

La genialidad de la inteligencia mundial convivió con la picardía de los ciudadanos de a pie que supieron aprovechar el ambiente de intriga, desconfianza y espionaje que gobernó aquella Lisboa cosmopolita.

Los portugueses se acercaban a los cafés y hoteles donde se hospedaban los espías y diplomáticos a la caza de informaciones, y funcionarios de aduanas, policías y estibadores participaban en aquel gran mercado de intercambio de secretos.

Hasta los alemanes tuvieron que desconfiar de las prostitutas del barrio de Cais de Sodré, cercano al puerto, que ayudaban a los aliados con las horas de salida y entrada de los barcos germanos gracias a sus clientes.

En general, los portugueses trabajaban como informadores de cualquiera de los bandos a cambio de dinero, alimentos o ropa, otros se hacían pasar por espías y los que de verdad lo eran tampoco tenían buena fama.

«No eran bien vistos. Según los ingleses, los portugueses rápidamente decían que eran espías y no guardaban bien los secretos. Y los alemanes decían que se inventaban la información cuando no tenían», explica Pimentel.

Otros exigían pagos cada vez mayores de los que los alemanes se quejaban. Un funcionario que vigiló a los duques de Windsor exigía zapatos para toda la familia porque decía que todos habían ayudado en el seguimiento.

Aunque unos mejores que otros, con espías dobles y hasta algunos triples, Portugal siguió hasta el final de la guerra como punto de paso para el espionaje que Salazar gestionaba «con pinzas», según Pimentel, y que solo prohibió a partir de 1943.

Auschwitz, prostitución o muerte

Posted on Actualizado enn

Ya fuera como activistas, como prostitutas o como prisioneras regulares, miles de mujeres sufrieron las tremendas condiciones de vida del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau durante el nazism
Ya fuera como activistas, como prostitutas o como prisioneras regulares, miles de mujeres sufrieron las tremendas condiciones de vida del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau durante el nazismo

Hay capítulos que parece que han sido borrados de la historia del campo de Auschwitz-Bikernau. La existencia de un prostíbulo en él es uno de ellos, sin embargo han sido numerosos los testimonios que han sostenido su existencia y con los años las pruebas se han hecho más evidentes, a pesar de que ni los paneles ni la mayor parte de libros sobre el campo realizan mención alguna.

Un reportaje de la BBC, Auschwitz: los nazis y la «solución final», explica como la mayor parte de las trabajadoras del burdel era internas del campo de Birkenau y los alemanes las obligan a mantener relaciones, al menos, con seis hombres diferentes cada día.

En su concepción estos lugares habían sido construidos para premiar a los presos por su buen comportamiento, su trabajo o, especialmente, su utilidad para el personal nazi en el campo. Las mujeres recibían un ultimátum: o la prostitución, o la muerte.

El comandante en jefe de las SS Heinrich Himmler ordenó crear prostíbulos hasta en diez campos diferentes, pero ninguno como el de Auschwitz: 200 mujeres al servicio de los hombres privilegiados por los nazis.

Su funcionamiento era sencillo: los presos recibían una especie de ticket y pasaban un breve examen médico, para detectar que no tenían ninguna enfermedad venérea. A continuación se les asignaba un número y al toque de campana, cada quince minutos, subían a la habitación que se les había asignado.

Al contrario de lo que pueda parecer, los nazis se ocupaban de que las judías tuvieran buen aspecto y su ropa fuera bonita y limpia, pues consideraban que estos premios eran muy importantes para mantener la calma en el campo. Los presos que provocaban reyertas, insubordinaciones o problemas eran privados durante muchos meses del derecho a traspasar sus puertas.

Ryszard Dacko fue uno de los guardias de prisiones que visitó el barracón 24. Este hombre, que por aquel entonces llevaba tres años y medio arrestado, asegura «no arrepentirse, ni avergonzarse de nada». «Era una chica muy agradable y yo llevaba tres años y medio sin ver a mi mujer», relata Dacko, que asegura que a las mujeres «se las trataba muy bien, tenían buena comida y podían dar paseos».

‘Mejor esto que ser un cadáver más’

Tras la liberación del campo por las tropas rusas aquel 27 de enero de 1945, las mujeres no se atrevieron a dar testimonio de lo que sucedía en los llamados Sonderbaracke. «Es mejor entrar en un burdel que tener que tirar todos los días el cadáver de otra mujer», relata una de las prisioneras.

Las mujeres eran seleccionadas y se las presentaba desnudas delante de los oficiales de las SS. Después de alimentarlas para que ganaran algo de peso, peinarlas y maquillarlas, estaban listas para su función. Para evitar embarazos, fueron sometidas a esterilizaciones y en caso de quedarse encintas, se interrumpía el embarazo sin ningún pudor.

Las trabajadoras de los Sonderbaracke eran vistas «con cierta envidia» por el resto de reclusas, según relata el historiador Robert Sommer, que explica que las mujeres jóvenes recibían «algo más de comida que el resto, algún regalo de los presos y menos malos tratos por parte de los vigilantes».

Parece que la intención era que el prostíbulo contribuyera a la desaparición de las relaciones homosexuales por parte de los hombres, algo penado por la legislación nazi. La homosexualidad misma podía ser motivo de internamiento en el campo, y a los reclusos arrestados por esta causa se les obligaba a llevar cosido un triángulo rosa a sus harapientos uniformes. Las lesbianas sin embargo no fueron catalogadas como homosexuales dentro del lager. “Eran vistas como asociales –personas que no se comportaban de acuerdo a las normas y que, por tanto, eran susceptibles de detención e internamiento– pero sólo unas pocas fueron hechas prisioneras por su condición sexual”, señala el United States Holocaust Memorial Museum.

Según esta fuente, en comparación con los hombres, los casos en que las lesbianas fueron arrestadas por su condición sexual fueron raros, lo que no quita para que mostrar abiertamente su sexualidad en el campo resultara peligroso. “Las lesbianas sufrieron la misma discriminación que el común de las mujeres, a quienes los nazis adjudicaban el papel de esposas y madres”, señala la institución.

En este contexto, las lesbianas no fueron perseguidas sistemáticamente durante el Tercer Reich, pues su actividad sexual no estaba explícitamente penada por ley o, al menos, no tanto como en el caso de los hombres. No obstante, sí que sufrieron penurias económicas siendo obligadas a trabajar por salarios míseros durante la guerra, como cualquier otra mujer. En este caso, al no compartir su vida con un varón, no podían tener ese dinero de más que a las casadas les reportaban los ingresos de sus maridos quienes, por el mero hecho de ser hombres, recibían una retribución mayor.

Un plan fallido

En la mente de Heinrich Himmler el último fin de los prostíbulos era aumentar la productividad de aquellos hombres que, hasta ese momento, habían logrado esquivar la muerte y servían para aumentar la capacidad productiva del Tercer Reich. Ni premio, ni recompensa, en la cabeza del comandante de las SS no cabía ningún tipo de compasión por el pueblo judío y mucho menos por sus mujeres.

Su plan fracasó porque no aumentó la productividad de Auschwitz, al contrario hubo una pequeña disminución, y algunos presos llegaron a casarse después con las mujeres que habían amado en los burdeles nazis. 70 años después no ha trascendido el nombre de casi ninguna de ellas, su condición las convirtió en víctimas dobles del Holocausto nazi, pero también les permitió salvar la vida en la inmensa mayoría de los casos.