Stalin
Las chicas son guerreras y surcan los cielos

No eran escobas en lo que volaban, pero casi. No había otra cosa para hacerlo, así que estas «brujas» soviéticas no tenían más opción que la de usar un avión de instrucción para ir a la batalla. De contrachapado y tela. Un modelo biplaza que en su versión individual era utilizado para fumigar los campos, para que se vayan haciendo una idea del panorama. Con él debían ir, dejar la carga y, con un poco de suerte, volver. Y lo hicieron. Una y otra vez. Tantas, que a día de hoy sus hazañas todavía son recordadas. Era su sueño. Querían ir al frente. Ahora, son leyenda. Lera Jomiakova, Tamara Kazarinova, Lilia Litviak, Katia Budanova, Masaha Kuznetsova, Masha Dolina… «Las brujas de la noche». Como ya hiciera Svetlana Alexievich, en «La guerra no tiene rostro de mujer», narrando la historia de Aleksandra Popova, Lyuba Vinogradova ha querido recoger las vidas de un puñado de las pilotos rusas que combatieron en la Segunda Guerra Mundial.
Los hombres caían como chinches en combate y el Ejército Rojo las necesitaba –la autora hace referencia a unas estadísticas que leyó «hace un tiempo» en las que de, los nacidos en el año 23, sólo el 3% sobrevivió–. Hasta un millón de mujeres –más enfermeras– llegaron a desfilar por las tropas soviéticas. Pero aquí se recogen unas muy concretas, aquellas que lo hicieron a los mandos de un avión. «En proporción eran una minoría comparadas con sus compañeras, pero sí que inspiraban a las demás», comenta la Vinogradova –colaboradora habitual de Antony Beevor y Max Hasting–. Buena culpa de ello la tuvo Marina Raskova. Había forjado su nombre pilotando durante los años 30 y su popularidad fue tal que las adolescentes querían ser como ella. «Sin su figura, hubiera sido imposible hacer un regimiento exclusivo de mujeres. Hubieran llamado a alguna para un escuadrón masculino, pero ya», comenta. La propaganda, siempre atenta a cualquier oportunidad, también ayudó: «¡Muchachas, a pilotar!», rezaba. Después se utilizaron sus hazañas para dar visibilidad a un país abierto y plural. Siendo la realidad que las mujeres estaban ahí.
Así, centenares de muchachas, cuyas edades difícilmente pasaba la veintena, se enamoraron de la idea de realizarse en el cielo. «Todavía les brillaban los ojos cuando recordaban esa época durante las entrevistas que hice a las supervivientes», recuerda la investigadora. Algunos nazis les llamaban «bisexuales» pues creían que eran mitad hombres por la valentía que emanaban.
Tres fueron los regimientos exclusivos para ellas: «586», de caza; «587», de bombardero pesado; y «588», el nocturno de las «Brujas de la noche». Un mote que Vinogradova no ha logrado desmenuzar en su totalidad, pero que sí cree que fueron ellas mismas las que se lo pusieron. Nada de los nazis. A donde sí ha llegado es a cómo «fardaban –explica– de que los alemanas les tuvieran miedo». Casi tanto como el que tenían los comandantes soviéticos: «No querían enviarlas al frente porque no se podían permitir que al verlas, tras un derribo, pensaran/descubrieran que se habían quedado sin hombres». Muestra del machismo que todas ellas sufrieron. «Por supuesto que lo vivieron. A día de hoy Rusia sigue siendo uno de los países que más discrimina a la mujer en este sentido. Y entonces los soldados y pilotos se tomaban como una ofensa personal a su hombría que una mujer estuviera a su nivel, o por encima».
Defendieron a los suyos pese a que estos no confiaban en ellas. Terminaron siendo admiradas por sus compatriotas, y siendo un ejemplo para las jóvenes de la URSS. Años después, son leyenda. No sólo combatieron a los nazis en la oscuridad de la noche a bordo de rudimentarios aviones, sino que se enfrentaron a los convencionalismos hasta salir victoriosas.
Svetlana y la sombra de Stalin

La vida de Svetlana Allilúyeva, la hija de Stalin, que en plena Guerra Fría pidió asilo en EEUU tras escapar de la URSS, es «una tragedia del siglo XX comparable a las tragedias clásicas», afirma Monika Zgustova, que en su última novela recrea el exilio de una mujer que sólo conoció el anonimato durante su vejez.
La autora checa, afincada en Barcelona, explica que la idea de escribir «Las rosas de Stalin» (Galaxia Gutenberg) le surgió después de que en una librería de Nueva York encontrara dos libros de Svetlana donde descubrió que se exilió de la URSS en 1967 pidiendo asilo en la embajada de EEUU en la India.
«Tuve como una obsesión con ese tema porque mi familia se fue de la Checoslovaquia comunista después de viajar también a la India y pedir asilo político en la embajada americana, así que eran caminos paralelos y tenía ganas de investigar cómo vivió Svetlana su exilio y compararlo mentalmente con el de mis padres», detalla Zgustova.
Las coincidencias terminaban ahí, pues la vida de Svetlana Allilúyeva supera con creces las peripecias o adversidades de cualquier personaje de ficción y tiene ecos de odisea homérica.
Hija de uno de los dictadores más siniestros del siglo XX, su madre se suicidó cuando contaba 6 años, tuvo cinco maridos, fue espiada por el KGB y la CIA, se convirtió en un símbolo de la Guerra Fría, acaparó la atención mediática mundial, se hizo millonaria con sus libros, fue profesora en Princeton, cayó bajo el influjo de una secta, perdió su fortuna y peregrinó por varios países antes de volver a EEUU, donde murió en 2011.
Monika Zgustova explica que la vida de Svetlana se convirtió en una permanente huida, pues fue «una persona siempre utilizada por el poder de todos los colores, y su tragedia era que no podía vivir en ninguna parte, en todas partes se sentía infeliz».
La infancia de Svetlana es casi la de una huérfana, pues su padre apenas se ocupa de ella y el suicidio de su madre lo interpreta como un abandono, que le inculca «un complejo de inferioridad que suelen tener los hijos no deseados», situación que «reproduce ella misma cuando deja a sus dos hijos en Moscú y decide ir sola al exilio».
Nacida en 1926 como Svetlana Iósifovna Stálina -luego adoptaría el apellido de su madre-, la relación con su padre se torció en la adolescencia, cuando a los 16 años se enamoró de un cineasta judío de 40 años al que su padre ordenó detener y envió a un gulag.
Después de tres breves matrimonios que terminaron en divorcio y tener dos hijos con dos de sus maridos, la vida de Svetlana dio un giro en 1963 al conocer en un hospital de Moscú al ciudadano indio Brayesh Singh, con quien la cúpula dirigente de la URSS no le permitió casarse de nuevo, pero a quien siempre consideró su marido.
Pese a los esfuerzos del régimen soviético para cortar la relación, ambos vivieron juntos en Moscú hasta la muerte de Singh en 1966, momento en que los jerarcas de la URSS permitieron a Svetlana viajar a la India para esparcir sus cenizas en el Ganges.
En la India prolonga su estancia más de dos meses con los familiares de Singh y allí «se siente libre, con toda aquella luz y colorido, con gente que la quería y la trataba bien», por lo que «la idea de volver a los ambientes oscuros de la URSS se le hace insoportable», arguye Zgustova.
Así, en lugar de tomar un vuelo de vuelta a Moscú decide acudir a la embajada de EEUU en Nueva Delhi, ya que la India no la hubiera acogido por estar entonces bajo la influencia de la URSS, cumpliendo «un deseo que poco a poco fue creciendo y del que no puede escapar, pues siente que es más fuerte que ella», relata Monika Zgustova.
La decisión suponía perder el contacto con su hijo Yósif y su hija Katia, quienes nunca llegaron a comprender el paso dado por su madre, a quien siempre acompañó el remordimiento por este abandono y por «no tener claro si no pagaba un precio demasiado alto por un poco de felicidad y libertad que tampoco tenía asegurados».
La petición de asilo en Estados Unidos «fue un símbolo político muy potente y los norteamericanos usaron a Svetlana como ejemplo de que la hija del político más prominente de la URSS prefería vivir en EEUU, optaba por el capitalismo frene al comunismo», mientras en su país de origen se lanzaba una campaña difamatoria contra ella.
«Svetlana no podía soportar que en cualquier noticia sobre ella apareciera la foto de su padre», recordando que era «la hija de uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX», hecho que, según Zgustova, la avergonzaba y no le permitía «ser un ser humano más».
La vida de Svetlana en EEUU tampoco fue fácil y, aunque se sentía bien en la Universidad de Princeton, donde daba clases, su estado de insatisfacción permanente hizo que se instalara en Arizona, donde la esposa del destacado arquitecto Frank Lloyd Wright la introdujo en una comunidad sectaria y la convenció para casarse con el viudo de su hija, fallecida en un accidente de tráfico.
Zgustova considera que en Princeton Svetlana «tenía demasiada libertad, y eso no lo podía soportar», por lo que se instaló en una comuna con el fin de fundar y tener una familia, con un buen esposo, y aunque tuvo otra hija, tampoco este matrimonio funcionó y se divorció de su quinto marido en 1973 tras pagar sus muchas deudas.
Según estima la autora, Svetlana vivía con «una insatisfacción permanente» que, como un resorte psicológico, «la llevaba a huir de cualquier ambiente cuando comprobaba que no le satisfacía».
En esta huida constante «entra en juego su necesidad de libertad, y al mismo tiempo la imposibilidad de sobrellevar una excesiva libertad», porque «la falta de libertad era para ella una pesada carga, y el exceso de la misma, también», concluye Zgustova.