tapiman
Psicodélicos en tierra de espetos

Málaga, 1979. El yeyé ya se fue y sus rescoldos en forma de zarandeos de Power-Pop foráneo y autóctono coexisten con la música ‘Disco’. La extrema izquierda musical de finales de los 60 y primeros 70 del pasado siglo (me siento como un plumilla escribiendo de Charles Dickens en 1922, qué vértigo) deja paso a elucubraciones de Rock Progresivo, brillante en discos seminales como el homónimo de Eduardo Bort (1975) o «A la vida, al dolor», del ‘indo-sevillano’ Gualberto García, del mismo año. Esas mismas palpitaciones derivan en extensos diálogos incrustados, con más o menos sopor, en el Rock Laietano y los candentes sinfonismos de Camel, Genesis, Emerson, Lake and Palmer y Yes. Todo ello, en una coctelera en la que coexisten Supertramp, Alan Parson’s Project y aún The Beatles (nunca olvidaré a los profesores en prácticas, todavía con pelo y vocación, ‘ilustrar’ a la muchachada con las excelencias de «Breakfast in America» de Roger Hodgson y sus adláteres, qué tedio). El batiburrillo era aún más caótico en emisoras de radio que añadían a todo lo anterior el candente ritmo de la rumba opiácea de Los Chichos y Los Chunguitos, así como el pop lacrimógeno de Los Pecos y las declaraciones italo-tórridas de Umberto Tozzi. Un auténtico galimatías.
La capital de la Costa del Sol no era un nido que generase trinos reconocibles como sucedió en Madrid y Barcelona, aunque es del todo irrelevante en la historia que nos ocupa, pues vengo a hablarles de una raya en el agua, un anacronismo que bien podría habitar en las ediciones privadas del tardío rock psicodélico, prensadas con esmero en tiradas limitadas, como un último reclamo apareatorio con la decencia musical. McArthur, Thors Hammer, Pentwater, Rick Saucedo o Carol of Harvest son algunos nombres de esos últimos rebeldes confederados. A ellos hay que añadir sin remilgos a los malagueños «Enigma», cuyas únicas grabaciones han sido rescatadas por la perseverante inquietud de Enrique González, su, por aquel entonces, batería y ahora ‘dealer’ de discos grandes y pequeños, especialista internacional en la vida, obra y milagros de «Los Bravos», y enamorado del ‘underground‘ patrio de, entre otros, Smash, Máquina!, Pan y Regaliz, Evolution, Tapimán y Cerebrum. Su perspicacia le ha llevado a hacer acopio de todos los registros sonoros de un conjunto músico-vocal inclasificable en la pecera de aquellos años.
«Surprise Rock» reúne un compendio de temas que destilan aromas de Krautrock, Costa Oeste, «rollo» de aquí, desarrollos instrumentales certeros y que nunca caen en el paradigma repetitivo, armonías dulces y a la sazón sulfuradas y, sobre todo, una deuda permanente hacia los ancestros de aquel pasado reciente (recordemos que estos temas se registraron entre 1979 y 1980). «Riding through the sky with our dreams in tow» es progresivo ibérico ‘pata negra’ hibridado con Popol Vuh. En «Road to Darkness» emana con brío la querencia rutilante a los años dorados de David Gilmour. «Working Hard» fascina con su línea instrumental de ‘bike movie’ de finales de los 60. Del mismo modo, «Suprise Rock» deriva a los Smash reunificados ex-profeso para «Musical Express». Enigma no se detiene ahí, y regala trazos encantadores de anacronismo ‘sixties’ en «Omen of the End», una locura de 12 minutos que parece sacada de la banda sonora de cualquier ‘euro-noir’ de Barbet Schroeder. «Without knowing where we go» respira la aparente intrascendencia de Gong (los sevillanos), mientras que «Mental Tangle» insiste en la poderosa línea de bajo, atizada por el hipnótico soporte de una guitarra caleidoscópica y la percusión psicótica de González.
En cada una de las canciones de este disco hay algo de rock instrumental ardoroso, de ahí la «sorpresa» que supone descubrir una banda cuya comparación con Smash («Sitting on the truth»), Máquina! y, principalmente, Tapimán es, cuando menos, simple. Esto queda corroborado, de nuevo, en pautas ‘kraut’ como las que ofrece «Total happiness»; y también en el carril de aceleración de «Running away», una aproximación ácida a «Peter Gunn» de Mancini.
Esta colección de composiciones se expresa con denuedo. En cada esquina hay una deuda y sobre todo la originalidad de una banda de melómanos que coexistieron con el espeto de sardinas y el despertar de la mente en años de contrición aunque también de apertura. «Sitting on your mind» y «Let’s go from here» abundan en el sonido ‘europrogresivo’ y abren paso a un cierre demoledor, en el que «Enigma» revela su admiración a los catalanes «Máquina!» y «Tapimán», con redondas versiones de «I believe» y «Gosseberry Park».
Esta recuperación de temas grabados en cintas de casete demuestra que en la historia del Rock siempre es posible hallar discos apócrifos que nos devuelven a la autenticidad de grupos increíbles con circulación musical de entrada y salida. La puesta en escena, con un cuidado trabajo gráfico, y la incesante sucesión de ideas y reclamos durante casi 80 minutos envuelven al oyente en un mantra de psicodelia y luz del que es difícil sustraerse.
Música progresiva catalana, de la contestación a la decadencia tropical
En 1969 sale al mercado el primer Dioptria de Pau Riba, un disco-hito que materializa toda una efervescencia energética que hasta entonces se había mantenido en el hervor lento, pero continuo, de un caldo donde se cocía una nueva forma de sentir y de decir en Catalunya.
La dedicatoria a la «tiasumpta y lavipau» que aparece en el libreto del disco, se convierte en una despedida del «mundo pequeño y mezquino» que le ha tocado vivir desde su infancia: una cultura asfixiante, y también asfixiada, que se ha refugiado en su mundo «decente y medio digno», empeñada en mantener una misión redentora a costa de cargarse sobre los hombros un pecado impuesto, envuelto de una seriedad inviolable.
Así que Pau Riba se dedica a poner patas arriba jovialmente con unos «me voy, me voy» a toda esta gran familia («familia/ae: conjunto de esclavos que pertenecen a un mismo dueño o señor») que es la sociedad, depositaría de una «insalvable miopía, esta única inmensa y frustrante Dioptria», para ir a buscar «el país de las faltas de ortografía», imagen de un paraíso en el que hay un reencuentro «con la manzana cruda que vuelve a ser prometedora, quién sabe». Un paraíso que no tiene nada que ver con la panacea socialista, el paraíso del mundo justo y sin clases que tan en boga estaba en los círculos intelectuales contrarios al régimen. Quizás tiene más que ver con cierta idea libertaria, pero tampoco, ya que su discurso no es político, evita precisamente la palabra comprensible para apuntar hacia formas más trascendentales y a la vez más cercanas al sentir inmediato; la experiencia del mundo a través de la piel y, en cierto modo, la recuperación de una inocencia primigenia que se ha ido perdiendo a golpes de un racionalismo técnico que ha compartimentado la vida transformándola en algo ajeno. Este primer «Dioptria» es una patada en la gran tinglado de la cultura, porque el paraíso está aquí mismo.
Los de Concèntric, la discográfica que lanza el «Dioptria», reaccionan de forma alarmada. Al frente estaba Espinàs, voz cantante de los Setze Jutges y portador de un discurso generacional anterior, que había encontrado en la canción francesa (en la canción de autor, es decir, de lo que se canta a amores, desamores y agravios) el modelo para reivindicar la visibilidad y vitalidad de la cultura catalana. En una réplica que añaden al libreto, entre ofendida y condescendiente, Concèntric atribuye el manifiesto de Riba a los caprichos de un adolescente consentido. Acaban diciendo: «Parece que cuando repite ‘me voy, me voy’, Pau Riba exagera -poéticamente, un poco». Y efectivamente, cuando decía «me voy» lo hacía poéticamente, porque ésta es la la llave que abre las puertas a la realidad, en este sentido no exageró lo más mínimo.
Por otra parte, en el año 70 también asoma el disco de Música Dispersa, que con Sisa, Cachas, Batiste y Selene, invita a perderse en un mundo de sonidos extraños e inquietamente bellos, dibujando el folclore de un país inexistente. No aparece ni una sola palabra comprensible; los ejercicios vocales de las cuatro fauces, parodia de un inglés macarrónico con olas de gemidos oníricos, borran cualquier referencia a una realidad concreta para presentarse como banda sonora de un mundo neblinoso, de una realidad mágica.
«Hay un punto y una determinada manera de explicarlo. Hay un punto y diferentes maneras de expresarlo. La manera orgiástica, desenfrenada, el estilo espasmódico », dice Sisa a las letras de papel del Orgía. Este será su primer disco como cantante (1971), musicalmente muy cercano a los sonidos de Música Dispersa, y donde se despliega su particular forma de revuelta poética. Revuelta que bebe y continúa los caminos de la palabra en libertad de los surrealistas, siguiendo la estela de Foix y de Brossa, dibujando un universo mítico misterioso y seductor y también con mucho cachondeo («Cuerdas de guitarra, ruidos de fiesta y luces de petróleo amarillos / Vírgenes violadas, motores encendidos y conejos encerrados en botes / Bocas pegadas, colores espesos, ratones y abejorros / Rocas desnudas, besos de guerra y una agencia de transportes»).
La investigación en definitiva es la de un nuevo lenguaje, y en los grupos de rock esto se traduce en la experimentación sonora, facilitada por los instrumentos electrificados, que a través de grupos eminentemente anglosajones llegan a los oídos sedientos de jóvenes músicos catalanes. Batiste, que tocaba el bajo en el Grupo de Folk Música Dispersa, y Herrera forman la banda Máquina!, bandera de la nueva ola progresiva que traduce a base de un rhythm’n’blues electrificado de inspiración Pink Floydiana las mismas inquietudes del «Dioptria» y del cuarteto disperso.
Los temas son largos, complejos y llenos de espacios dedicados a la cacofonía sónica y a interminables solos de guitarra que dibujan paisajes sonoros buscando una suerte de éxtasis lisérgico: rock psicodélico con todas las de la ley. La base de esta música llamada progresiva, que cuenta con bandas como los Agua & Regaliz/Pan & Regaliz, Estratagema, Vértice o los andaluces Smash, es cierta actitud anti-comercial, en tanto que se oponen a la canción pop que a mediados de los sesenta tanto había desintoxicado el aire enrarecido de la música peninsular, y que ahora parecía condenada a cierta asimilación por parte del régimen a través de los «festivales de la canción», perdiendo todo el carácter revulsivo.
Además, se hacen eco de una forma nueva de entender la música como vehículo para transformar conciencias, para el que usaba la reinterpretación del folk de Bob Dylan como el rock metalúrgico de Deep Purple (de ello hay reminiscencias en la banda Tapiman de Max Sunyer) o la fusión con los sonidos del jazz y de los primeros sintetizadores de Soft Machine o King Crimson (caso de los Fusioon de Santi Arisa o los Om de Toti Soler).
En 1971 se celebra en Granollers el primer gran festival psicodélico de Catalunya, emulando a los grandes festivales americanos e ingleses, y sale al mercado el segundo «Dioptria», con un Pau Riba sin banda, más cómodo e inspirado en compañía de Albert Batiste. El hito de Granollers parece ser el punto más álgido de los llamados progresivos.
En 1973 abre sus puertas en Barcelona, de manos de Víctor Jou, la sala Zeleste de la calle Platería. Se inicia así una especie de «belle époque» para la música popular catalana, y una nueva etapa diferenciada de la anterior generación progresiva. Lo que se llamó «onda layetana» incluye toda una serie de grupos que pueden actuar y ensayar en la misma sala. Además, se imparten talleres musicales y el lugar cuenta con un sello propio, Zeleste-Edigsa, que permite publicar el trabajo de todos estos grupos.
En esta ‘onda’ había artistas que procedían del mundo del jazz de la sala Bocaccio, en la parte alta de Barcelona, y también jóvenes provenientes de zonas obreras como Collserola, personajes del mundo del cómic, la literatura, la arquitectura, … creando así una suerte de ambiente «progre» con tintas de contracultura a la catalana. No hay una actitud homogénea, pero sí cierta sensación de liberación y festividad combativa. Eran los últimos momentos del régimen de Franco. Musicalmente se hacen eco sobre todo de las fusiones del rock con la música negra procedentes de América (los discos del Miles Davis de los setenta o de Herbie Hancock con los Headhunters), o las experimentaciones del sonido Canterbury (Hatfield and the North, National Health, …).
A pesar de las diferencias, grupos y personajes como Sisa, que habían vivido toda la ola progresiva, hacen de Zeleste su centro de operaciones. Sisa saca sus siguientes discos –Qualsevol nit pot sortir el sol, Galeta galàctica y La Catedral– con el sello Edigsa y con músicos de la escena, configurando lo que será su universo galáctico, más influenciado por la mística irónica y «hiperxiològica» de Francesc Pujols, los referentes a la cultura popular del cómic y del Paralelo, y una forma de decir más «vianesca». También asoma, y graba un disco en directo Oriol Tramvia (Bestia!, 1975), con una actitud y una forma de cantar silvestre, propia del punk.
En cuanto al resto de grupos, hay que destacar en primer lugar a la Orquesta Mirasol; con Victor Amman a los teclados eléctricos y Xavier Batllés al bajo, sacan en dos años dos maravillas: Salsa catalana y D’oca a oca i tira que et toca. Su fusión de jazz y rock a la manera americana, con una cierta preocupación por incorporar instrumentos y un lenguaje de raíz, sorprende por su calidad y sofisticación, y se convierten en una banda de éxito y en un referente para otros músicos.
Unos que también se preocuparon por incorporar giros musicales contundentes fueron Música Urbana, con Joan Amargós y Carles Benavent. Su fusión de jazz y rock se basa en composiciones milimétricas, con cambios repentinos que van del groove a la deriva ambiental. Música Urbana e Iberia son sus discos. También están los Secta Sónica, con Zarit y quién será el futuro Gato Pérez, un quinteto graciense de rock urbano y ritmos latinos. Astroferia y Fred Pedralbes, sus dos discos, suenan a una especie de funk roquero primitivo a la batuta de los ‘riffs’ de los tres guitarras solistas. Y también los Blay Tritono, con Joan Saura, Eduard Altaba y Néstor Munt. Teclados, bajo, batería y sección de vientos deambulan entre el jazz progresivo y una reinterpretación folclórica llena de ironía «zappiana». Clot 20, su único disco, es la perla, un tanto excéntrica, de los grupos laietanos.
Todas estas formaciones graban sus discos entre 1974 y 1977, momento en que parece cambiar algo. Con la consolidación de la democracia, un cierto aire de felicidad despreocupada invade la escena. Hay un giro hacia el tropicalismo, la salsa-jazz que venía de Nueva York (la Orquesta Mirasol se convierte en Mirasol Colores; Gato Pérez («ya está bien de trascendentalismo aburrido, ahora toca divertirse», dice) abandona Secta Sónica y registra Romescu, una mezcla de rumba catalana y ritmos latinos;, una proliferación de orquestas de baile (la Orquesta Plateria con la «Voss» del Trópico), y también cierto colapso de los músicos laietanos, cada vez más consumidos por el virtuosismo y escorados hacia la profesionalización y la preocupación por una forma más estandarizada y menos exploradora.
Una nueva generación de artistas, con propuestas y actitudes radicalmente distintas, topa con la incomprensión de público, estructura y crítica, y serán ellos quienes entonarán de nuevo el «me voy, me voy», en lo que significará la disgregación del escena y la creación de otra, subterránea y más radical. El mismo Pau Riba será un ejemplo, cuando en el festival Canet rock de 1977 y en compañía de los Perucho’s, trío (guitarra, batería y saxo) conserva cierto esqueleto del jazz con una actitud netamente provocadora, revulsiva. Juntos entonan ante un público estupefacto «AstarothUniversd’Herba», un poema kilométrico, escupido como un exabrupto lleno de distorsiones y sonidos a lo loco. El público ya quería ‘mainstream’, cosas del adocenamiento: Riba fue abucheado y despedido entre una lluvia de objetos. El ‘underground’ pasó a mejor vida.