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John Mayall, respeto al honesto

Se puede ser padre, tío, abuelo y hasta hermano. Buscar lazos de cosanguinidad en estilos de música catalogados como «puros» es un sudoku en tiempos de productos enlatados, bucles de proteico chonismo e iteración de conceptos en su día rutilantes. Quizás porque no hay más que rascar. Puede que debido a que la creación habite en un imposible nihilista.
Hasta la década de los 80 del pasado siglo, John Mayall era padrino del ‘blues’ blanco. Luego fue padre con derecho a custodia compartida. Y a tenor de las visitas al camposanto de sus coetáneos, actualmente puede ser catalogado como abuelo ancestral, una especie de Matusalén que prevalece en el desagüe del negocio musical.
Eric Clapton dijo en su día que la honestidad sólo habita en los viejos registros de discos de pizarra. De tal modo que en el vagón de los honestos del blues están Skip James, Tommy Johnson, los ciegos Blind Lemon Jefferson y Blind Willie McTell, los cantantes de tórrida existencia, como el ya masacrado Robert Johnson, y, en definitiva, personajes cuyas peripecias dan para tiras de cómic, reivindicación y hasta algún que otro ‘biopic’. En este contexto de obsolescencia de valores disipados, la tropa inglesa del ácido se erigió como salvaguarda y tuvo a tres capitanes de lujo: Alexis Korner, Peter Green y John Mayall. En los flancos, Graham Bond, Ginger Baker y el entonces opositor a Dios, Clapton.
En el contexto sajón de su graciosa majestad, ‘Clapton is God’, incluso en el ‘mainstream’; Peter Green es un ángel que se emponzoñó de ‘trip’ en su caída para posteriormente redimirse; y Mayall, aquel que aleccionó, sobrevivió a los excesos y dejó en el muro sonoro discos seminales entre 1965 y 1971. Tras la comilona, las miradas al arcén donde se quedaron dignos perdedores y el funeral de la música, entendida como banda sonora que acompaña a la existencia, vino una lenta digestión que aún continúa. Y entre regurgitaciones, Mayall siempre simplifica el negocio. Con jersey a rayas y estética ‘beatnik en su etapa gloriosa en el ‘Marquee’, como reclutador de talentos para sus Bluesbreakers; abierto a la experimentación durante sus relucientes años en Estados Unidos, en los que su fama de maestro creció a la par que su melena; y siempre dispuesto a la sinopsis, virtud literaria y también musical. Se puede ser Beckett o Delibes. Mayall fue ambos.
En el ‘hall’ del Teatro Cervantes de Málaga, honestidad: Mayall vendía en persona sus 85 años. Sobre el escenario, teclado Roland, contenidos ataques de armónica y sonido dignamentre ‘smooth’ (¡glub!) sin caer en la redundancia hotelera o en el chirrío de los profanadores blancos. A quienes esperan pirotecnias de otros tiempos no les llega, pero no importa. En Málaga (ni en ninguna otra parte) no hay clubes donde caballeros con boina y perilla y señoritas de mirada perdida reflexionan en la neblina; tampoco se tilda la irreverencia, ni la contestación, ni la contracultura… En los conciertos de rock&roll, blues y jazz cada vez hay menos pelo y más lustre. Todos lo sabemos. John, también. Y a la vejez, viruelas, pues todos los tiempos han sido, de uno u otro modo, convulsos, y el ser humano es adicto a la idiocracia.
Mayall ha dado con un batería de raíces. Jay Davenport se pasea con fragor y alimenta al ancestro con una percusión provocativa, de matices ‘jump’ y sobre todo, briosa. En el contexto educativo, Carolyn Wonderland es lo suficientemente joven para beber del cáliz y recordar pasajes del fantástico LP «USA Union» con un trabajo de guitarra elegante, propio de los músicos de la Costa Oeste. Y al bajo, Greg Rzab destila el crepúsculo del blues de Chicago de los 80, con una línea solvente. Esta formación de cuarteto, con profesionales dispuestos a opositar al cuerpo de administradores de la música del demonio, siempre ha sido la preferida del viejo John.
Hubo personas que se acercaron a Mayall por primera vez. A mi lado, una señora que disfruta de su jubilación acudiendo, sin filtro, a todo tipo de eventos. Otros hurgan en instantes, en un afán inquebrantable por intuir el olor a pólvora de batallas cada vez más remotas. Incluso el blues puede desprender el mismo tic funcionarial que las cafeterías de 10:30 a 11:00, o la modorra de los ‘hostels’ que programan música de raíces para cenas insípidas. Todo cabe en un teatro, un reducto eterno para escapar del sopor de la canícula y las previsiones apocalípticas. A uno y otro lado, respeto al honesto.