terror
La explotación del reverso tenebroso

La escritora británica Vanessa Savage, que se inspiró para su última novela, «Oculta en la sombra», en el conocido matrimonio asesino en serie Fred y Rosemary West, entiende que «generalmente, la gente es buena ocultando su lado oscuro».
Savage opina que es difícil meterse en la mente de un asesino en serie pero «si tienes algo así en tu mente, lo tendrás para siempre».
Subraya Savage la capacidad de las personas, buenas y malas, para «ocultar sus lados más oscuros» y por esa razón «un asesino en serie puede ser una persona corriente, cercana, que va a trabajar normalmente y que de puertas adentro se transforma y se quite la máscara».
Sobre el punto de inflexión que convierte a alguien corriente en una bestia, la escritora apunta que «puede haber algún catalizador de ese lado oscuro, que puede tener su origen en el pasado o ser reactivado por algo que sucede en el presente».
El punto de partida de «Oculta en la sombra» (AdN) fue el caso real del matrimonio Fred y Rosemary West, en Gloucester (Gran Bretaña), que fueron condenados por el asesinato de 12 mujeres, entre ellas varias niñas.
Gran parte de dichos asesinatos, que estremecieron a todo el país, se cometieron en el domicilio familiar de la pareja en el número 25 de Cromwell Street, que acabó siendo demolido.
Vanessa Savage se crió muy cerca del lugar de los hechos y se planteó «qué hubiese ocurrido si esa casa no hubiera sido destruida, qué pasaría si esa casa fuera tu casa de la infancia», y una pregunta definitiva: «¿Podrías olvidar su pasado y convertirla en un hogar perfecto para tu familia? o ¿acaso la casa mantiene unos recuerdos que la convierten en algo embrujado?».
Una vez que Savage tenía la casa, como «un personaje más», y la familia, «las piezas del puzzle comenzaron a encajar».
La escritora inglesa, que vive en una casa junto a la costa de Gales, se documentó sobre casas en las que se habían producido crímenes: «Hay cierta fascinación en Internet sobre los escenarios de los crímenes y no solo sobre los protagonizados por Jack el destripador».
«Oculta en la sombra» se sitúa es una ciudad ficticia, que toma elementos de pueblos de la costa de Gales.
En cuanto a los personajes, la autora quería desde el principio dibujar «una familia estándar y perfecta, feliz de puertas afuera, con un padre, una madre e hijos, que de puertas adentro era totalmente distinta».
En su novela, Savage se aleja de la tradición británica de Agatha Christie y se acerca más al estilo norteamericano de Stephen King: «Siempre he leído a Stephen King, seguramente desde demasiado joven, cuando cogía sus libros de las estanterías de la familia».
De King, al que aún hoy sigue leyendo, le atrae «la combinación de thriller psicológico y de elementos sobrenaturales, un cóctel que ejerce una gran influencia en mi escritura».
Con una formación universitaria en artes visuales, era inevitable para Savage escribir siempre desde una perspectiva visual.
A la luz del caso en que se inspira su novela, Savage piensa que «aunque en principio cabe pensar que la ficción se puede llevar mucho más al límite y al extremo, siempre descubres realidades que sí superan la ficción».
Después de debutar con una novela romántica, Savage se pasó al género negro: «Mis personajes acabaron teniendo más ganas de matarse que de amarse y fue así como aterricé en la novela negra».
Un género que seguirá cultivando en su próxima novela, otro psicothriller ambientado en otra ciudad inventada del sur de Gales.
«Hay pocas novelas ambientadas en Gales, y es una zona que tiene mucho potencial para novelas de terror que asusten al lector».
En relación al Brexit, no tiene previsto escribir una novela que tenga como argumento la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea pero confiesa que «el Brexit es una verdadera pesadilla que ha dividido profundamente al Reino Unido. Odio el Brexit y me encantaría seguir en Europa» y predice que «las disputas entre los dos bandos darán lugar a novelas en los próximos años, porque se está forjando un odio entre las dos mitades de la población».
Terror en distancias cortas
La extravagante trayectoria del artista barcelonés José Ramón Larraz discurrió entre el cómic y el cine erótico y de terror marcado por su «veneración a la mujer», según él mismo señaló antes de su muerte, sobrevenida en Málaga, en 2013.
Las historietas, fotos y películas realizadas por Larraz durante medio siglo de carrera conocieron el éxito en Francia, Bélgica e Inglaterra pero «nunca tuvieron reconocimiento en España», según el propio creador.
Larraz (Barcelona, 1929) comenzó a trabajar en su ciudad natal como dibujante de la célebre serie «El Coyote», pero a mediados de los años 50 emigró a París en busca de mejores perspectivas profesionales y «cansado del franquismo y de la Iglesia Católica», explicó en su momento.
Allí colocó sus historietas en publicaciones como L’Equipe, France Soir o L’Aurore bajo diferentes seudónimos, y más tarde se trasladó a Bélgica, donde conoció a algunos de los más reconocidos dibujantes del país como Péyo, Morris o Franquin, con los que compartió páginas en la revista Spirou.
Entre medias, trabajó como fotógrafo de moda y de prensa, y realizó adaptaciones a la fotonovela de «Ana Karenina» de Léon Tolstoi y de «Cumbres Borrascosas» de Emily Brontë, experiencias que le ayudarían en su transición entre el medio del cómic y el cinematográfico.
En 1969, Larraz decidió embarcarse en una nueva aventura creativa y emigró a Londres atraído por la escena del cine independiente y de terror, un género «respetado en Inglaterra pero despreciado en España», según explicó.
Gracias a un primer «storyboard» tan elaborado «que hubiera podido publicarse como cómic», Larraz obtuvo financiación para su ópera prima, «Whirpool», descrita en su cartel promocional como «Más impactante que ‘Psicosis’, más sensual que ‘Repulsión’ y más que ‘Baby Jane'», en alusión a otros clásicos de la época.
Luego llegarían Deviation (1971), realizada con capital sueco o La Muerte Incierta (1973), consiguiendo ya una especialización clara en el terror sin perder ese erotismo latente que inunda su universo como cineasta.
En 1974, Larraz logró hacerse un nombre con «Symptoms», seleccionada para el Festival de Cannes de ese año, y con «Vampyres», distribuida más tarde en España como «Las Hijas de Drácula» y catalogada «X» en Inglaterra por su contenido explícito y considerada un obra de culto del género de terror. El recuerdo de la película inspiraba la pieza de espíritu clásico que heredaba sin tapujos las corrientes del terror dominantes en la década anterior, con la explosión de la Hammer bajo historias de monstruos y terrores tradicionales así como las maravillosas obras góticas venidas de Italia de los Bava o Margheriti en las que bellas damiselas correteaban entre la línea divisoria de la vida y la muerte.
De vuelta a España en 1976, Larraz se especializaría en el cine de terror que alternaría con lo puramente erótico, ofreciendo propuestas tan dispares como El Mirón (1977), La Ocasión (1978) o El Periscopio (1979) entre otras, todas ellas títulos significativos del fenómeno del destape. Estigma (1980) y Los Ritos Sexuales del Diablo (1982) le consagrarían como figura esencial del terror patrio, antes de pasarse a la televisión con la mini-serie Goya (1985) en un medio que reincidiría en años posteriores. Descanse en Piezas (1987) y Al Filo del Hacha (1988), donde ya mostraba una etapa crepuscular de su talento en dos propuestas deudoras del popular cine de terror norteamericano de la década, siendo ambas co-producidas por Estados Unidos. Deadly Manor (1990) será su última aportación al género, para volver a la comedia con la infortunada Sevilla Connection (1992) al servicio de la comicidad del popular dúo “Los Morancos”. Aquí firmaría su retiro, que se saltaría temporalmente para rodar dos capítulos de Viento de pueblo: Miguel Hernández (2002), firmando su último trabajo como realizador.
En el año 2012 Larraz publica su autobiografía llamada Del cómic al cine, con mujeres de película y en estos momentos se encontraba trabajando junto al cineasta Víctor Matellano en un guión relacionado con su cinta más popular, la anteriormente citada Las Hijas de Drácula.
Cineasta autodidacta, Larraz apostó por incluir en sus películas erotismo y personajes vampíricos, lo que le llevó a ser catalogado dentro del subgénero «sexploitation» (explotación sexual), que conoció un auge en la década de los 70.
Aunque admitió que el predominio de «sexo, sangre y misterio» en sus cintas se debe a que son «los temas más atractivos para el espectador», su filmografía «no retrata a la mujer como objeto, sino como un monumento sagrado y con una sutileza que no tiene nada que ver con la pornografía», subrayaba el realizador.
«Soy un profeminista hasta la médula. Venero a la mujer, para mí es el centro y el origen del mundo», afirmó Larraz, quien también se definía como «romántico» y «sentimental».
De todos los medios en los que ha trabajado, Larraz se quedó siempre con el celuloide por la sencilla razón de que «es más fácil filmar a treinta jinetes y treinta caballos de carne y hueso que dibujarlos», y pese a que consideró que el cine «no es un arte, sino una industria que se apoya en muchas otras artes».
Brujas hechizadas por un diablo insaciable

La hibridación entre ficción y documental ha sido reconocida como una de las vertientes fundamentales del cine más inquieto del siglo XXI. Puede resultar sorprendente que, ya en el año 1922, un danés con el nombre de Benjamin Christensen experimentara con estas fronteras de la narrativa audiovisual.
Häxan es una obra única y singular. Una rareza que no sólo se mueve entre diferentes niveles de representación lingüística, sino que se erige, más misteriosa aún, como un gran exponente del cine de terror primigenio.
Las poderosas imágenes de esta obra componen un retrato transgresor y excesivo. Christensen no se corta lo más mínimo en la descripción del misticismo y la superstición que conformaban el caldo de cultivo de la caza de brujas en el medievo.
A pesar de su puesta en escena sobria, o quizás gracias a ella, el componente malsano y sexual desemboca en una provocadora crudeza que escandalizó a una buena parte de los espectadores de su época, siendo censurada en varios países y criticada severamente por la Iglesia Católica.
La película adopta la forma de falso documental o ensayo histórico-sociológico para recrear cómo se imaginaban en la Edad Media esas creencias en los espíritus. A través de una mirada racionalista –conviene resaltar que Christensen estudió Medicina–, el cineasta aboga por el carácter divulgativo acerca de cómo los seres humanos afrontaban lo desconocido.
Atípica muestra de cine fantástico, el imaginario colectivo de la época se articula mediante reconstrucciones dramáticas tanto de historias representativas como de alucinaciones o ilusiones.
Salpicado con intertítulos informativos con hechos sobre la época, el elemento documental se percibe principalmente en las ilustraciones del primer capítulo, así como en la secuencia donde contemplamos primeros planos de los instrumentos de tortura utilizados por la Inquisición.
La película es, no obstante, un gran espectáculo. La ambiciosa puesta en escena de Benjamin Christensen fue concebida como un fresco que aúna elementos de la alta y la baja cultura. Cercana al explotaition, Häxan está llena, sin pudor, de iconografía tenebrosa y macabra. Imágenes enfermas de gente enferma.
Sin embargo, es en la emoción donde Christensen enfoca la lente de su mirada. Los pasajes de mayor duración están dedicados al drama humano detrás de las acusaciones de herejía.
Christensen, que interpreta a un icónico Diablo con traviesa lengua, juega con el relato para que nos preguntemos quiénes son realmente los seres diabólicos.
La obra no goza actualmente de un amplio reconocimiento. No ha tenido el prestigio como pionero del documental como Nanuk el esquimal (Nanook of the North. Robert J. Flaherty, 1922) ni del terror como Nosferatu el vampiro(Nosferatu, eine Symphonie des Grauens. F.W. Murnau, 1922), dos películas que se estrenaron ese mismo año.
Su sensibilidad y su visión están muy presentes en Fausto (Faust – Eine deutsche Volkssage. F.W. Murnau, 1926), así como en buena parte de la obra de Dreyer, quien admiraba el talento de Christensen. Es difícil entender Dies Irae (Vredens dag. C. T. Dreyer, 1943) o La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc. C.T. Dreyer, 1928) sin las aportaciones estilísticas y discursivas de Häxan.
En cualquier caso, el director danés Benjamin Christensen asombró al mundo y revolucionó el medio cinematográfico con esta singular obra maestra, mezcla inédita entre documental y ficción, verdadero ensayo visual, precedente seminal y casi fundacional de formatos modernos y postmodernos como el mondo, el mockumentary o falso documental y el cine de no-ficción.
Con una imaginería fantástica que bebe en el arte medieval y renacentista, a la vez que en la tradición romántica y simbolista, utilizando actores no profesionales, novedosos efectos especiales y mezclando secuencias históricas con otras contemporáneas a la fecha de su realización, Christensen —que aparece brevemente caracterizado como el Diablo y también como Cristo— explora la realidad y la leyenda de la brujería y la caza de brujas, a la luz de la psicología de su tiempo, comparándolas con el fenómeno de la histeria femenina.
Christensen gastó una buena suma de dinero en crear un universo particular con el que sorprender y aterrar al público (no olvidemos que es una película de 1922). Los diablos, las brujas, las escenas de ultratumba, la locura de las monjas, las ancianas preparando pociones diabólicas en casas extrañas… Los efectos que debió causar en el espectador de la época debieron ser muy fuertes.
Mientras que la mayoría de las películas de la época fueron adaptaciones literarias, el trabajo de Christensen fue único, basando su película en obras de no ficción, principalmente el Malleus Maleficarum, un tratado del siglo XV sobre brujería que encontró en una librería de Berlín, así como una serie de otros manuales, ilustraciones y tratados sobre brujas y caza de brujas (se incluyó una extensa bibliografía en los créditos de la película).
Admirada por Dreyer, perseguida por la censura, remontada en 1967 en una versión reducida, narrada por el mismísimo William Burroughs, su título original daría nombre a la productora detrás de El proyecto de la bruja de Blair.
Segundas partes siempre son terroríficas

Carpenter, Craven, Hopper, Cunningham y O’Bannon son nombres imprescindibles del cine de terror que, gracias a unas características y circunstancias concretas, reinventaron todo un género y pusieron patas arriba la industria. Lo cuenta Jason Zinoman en su libro «Sesión Sangrienta».
A lo largo de más de 200 páginas, este periodista del New York Times y estudioso del cine, desgrana, con testimonios y anécdotas, las claves de la génesis del cine de terror moderno, hasta configurar el mapa completo de una corriente artística cuya influencia sigue muy presente en nuestros días.
A mediados de la década de los 60, el cine de terror en Estados Unidos languidecía. Antaño estrellas, actores como Boris Karloff o Vincent Price apenas despertaban el interés del público y productores como Roger Corman o William Castle habían saturado el mercado con sus clónicos largometrajes.
El terror, considerado por prácticamente toda la crítica como un género menor, se había estancado, debido a la repetición de fórmulas y a la escasez de nuevas ideas.
Es entonces cuando, gracias a un mayor aperturismo ideológico, circunstancias políticas convulsas y la influencia del suspense de Alfred Hitchcock o la violencia gráfica del italiano Mario Bava, surgió una nueva generación de excéntricos directores dispuestos a rebelarse contra el sistema.
Así nació el Nuevo Terror, una forma de hacer horror más realista y alejada del excesivo componente fantástico que había caracterizado al género, con ejemplos pioneros y exitosos como «La semilla del diablo» (1968) de Roman Polanski, «La matanza de Texas» (1974) de Tobe Hopper o «Halloween» (1978) de John Carpenter.
Un cine más violento, crudo y explícito, que, según Zinoman, supo alcanzar miedos más profundos y universales que las películas clásicas de monstruos, al potenciar lo desconocido y lo incomprensible, prescindiendo de las largas explicaciones sobre el motivo de las maldades que se suceden en pantalla.
En este sentido, el autor destaca «El héroe anda suelto» (1968) de Peter Bogdanovich, como una de las primeras películas en las que no se explicaban las motivaciones del asesino, lo que la hacía más terrorífica.
Y es que, como cuenta Zinoman en su ensayo, el mejor cine de terror es aquel que sume al espectador en la confusión y le impide pensar, porque el verdadero miedo aísla a las personas de lo que las rodea.
Una idea que planea constantemente a lo largo del libro y que se ve reforzada por declaraciones como las de William Friedkin («El exorcista», 1973), quien señala que «el auténtico horror consiste en no poder explicar el mal».
Para reforzar su tesis, Zinoman explora las primeras películas y los orígenes artísticos de cineastas como Wes Craven («La última casa a la izquierda», 1972), Brian de Palma («Carrie», 1976), Dan O’Bannon (guionista de «Alien», 1979) o George A. Romero («La noche de los muertos vivientes», 1968).
De este último, el autor resalta el punto de inflexión en el género que supuso el subtexto político y racial de «La noche de los muertos vivientes», un filme que, además, demostró a muchos cineastas en ciernes que se podía hacer una película de terror influyente con poco presupuesto y sin un gran estudio detrás.
Así, Zinoman defiende en su ensayo la dignidad del terror, un género que considera tan válido como cualquier otro y recuerda al lector que directores que revolucionaron Hollywood como Steven Spielberg o Francis Ford Coppola, se iniciaron en este tipo de producciones, con «Dementia 13» (1963) o «El diablo sobre ruedas» (1971).
Pero, además de repasar clásicos imprescindibles en «Sesión sangrienta», el autor también descubre al lector joyas ocultas y fundamentales, como el cortometraje «Foster’s Release» (1971) de Terrence Winkless, que casi 10 años antes que «Halloween» de John Carpenter, expuso algunos de los pilares del cine de asesinos enmascarados.
Probablemente el libro no aporte datos realmente nuevos a los eruditos y más versados en el terror, pero les ayudará a ordenar las piezas que ya conocen, y a ser conscientes del papel que juegan muchas de estas películas en la estructura sobre la que se sostiene actualmente este exitoso género cinematográfico.
Del diablo y los estados mentales postparto

La historia del cine tiene en sus anales una larga lista de películas sobre Satán, pero fue «La semilla del diablo» la que puso de moda esta temática con un brillante film de Roman Polanski, capaz de crear un cuento de terror que podría pasarle a cualquiera.
La película se estrenó en España cuando los «spoilers» aún se llamaban «destripes» y parece que nadie vio un problema en que desde el título en español, «La semilla del diablo», el espectador pudiera sospechar de qué iba todo aquello.
Fielmente basada en un libro de Ira Levin, «La semilla del diablo» se estrenó el 12 de junio de 1968 y fue la primera película totalmente estadounidense del polaco Roman Polanski, que dio una lección de cómo partir de lo cotidiano para crear un opresivo clima de miedo e inseguridad.
Nada tan cotidiano como una joven pareja que se muda a un apartamento en Nueva York y decide tener un hijo, como unos atípicos vecinos ancianos demasiado solícitos o un marido capaz de todo por triunfar como actor.
Pero todo se enrarece cuando Rosemary (primer papel protagonista de Mia Farrow), tras una satánica pesadilla nocturna, se queda embarazada y empieza a sospechar que una terrible amenaza se cierne sobre ella y el bebé que espera.
Polanski maneja con maestría en este film la carta de la ambigüedad. «No quiero que el espectador piense ‘esto’ o ‘aquello’, quiero simplemente que no esté seguro de nada. Esto es lo más interesante: la incertidumbre».
Y es que la imaginación es la mejor máquina de crear terror si los indicios son lo suficientemente sugerentes y en este caso lo son, envueltos en un halo de normalidad y con una obsesión por el detalle con la firma de Polanski.
«No hay nada de sobrenatural salvo la pesadilla. La idea del diablo podría considerarse como una paranoia de Rosemary durante su embarazo o por una depresión postparto», dijo Polanski al canal de Youtube Conversations Inside The Criterion Collection.
Sin embargo, el espectador empatiza inmediatamente con la frágil y angelical Rosemary, que se hunde cada vez más en un ambiente en el que su marido, su médico y los entrometidos vecinos le arrebatan el control de sí misma como persona y como mujer.
Una fragilidad y desesperación que borda una principiante y católica Mia Farrow, quien se enroló en el film a pesar de la oposición de su marido Frank Sinatra –le envió los papeles del divorcio al rodaje– o que fue capaz de comer hígado crudo siendo vegetariana.
«Para ser sincero –reconoció Polanski–, no estaba entusiasmado con ella hasta que empezamos a trabajar. Entonces descubrí, para mi sorpresa, que es una actriz brillante. Este es uno de los papeles de mujer más difíciles que puedo imaginar».
Sin embargo, el Óscar fue para Ruth Gordon, que construye con maestría el papel de la peculiar vecina Minnie Castevet, y Polanski no logró hacerse con la estatuilla al mejor guion adaptado.
La relación del director no fue sin embargo tan idílica con John Cassavetes, que interpreta al marido de Rosemary, un actor con métodos muy alejados de la obsesión de Polanski por la planificación y la infinita repetición de las tomas.
Como otras películas satánicas, «La semilla del diablo» no se libró de la leyenda negra, empezando por el lugar donde se rodaron los exteriores, el edificio Dakota, a cuya puerta sería asesinado John Lennon y donde a comienzos del siglo XX vivió el mago Aleister Crowley, de quien se dice que practicó allí sus rituales.
En una época en que la sectas ocultistas proliferaban en Estados Unidos, miembros de algunas de ellas se concentraron a las puertas del Dakota al saber de la temática del filme y amenazaron a Polanski para que no siguiera con el rodaje. Hubo incluso quien quiso ver un vínculo con la muerte, un año después, de la esposa de Polanski, Sharon Tate, embarazada de ocho meses, a manos de la secta «La familia», de Charles Manson.
En todo caso «La semilla del diablo» no ha perdido ninguna de sus virtudes y ha dejado en los ojos de muchos cinéfilos el rostro espantado de Rosemary cuando contempla por primera vez a su hijo. Una imagen que se niega al espectador porque como defiende Polanski: «mostrar al niño habría sido un gran error».
Terrorífica satisfacción garantizada

Su verdadero nombre era William Schloss, y nació en Nueva York, en el seno de una familia de origen judío. «Schloss» significa «castillo» en alemán, por lo que Castle probablemente tradujo su apellido al inglés para evitar la discriminación que a veces soportaban los artistas judíos de la época.
William Castle es tal vez el único director que se hizo más famoso por lo que hizo fuera de la pantalla, que por lo que hizo dentro de ella, detrás de la cámara. Por un lado, fue productor de películas tan importantes como «La Dama de Shanghai» (The Lady from Shanghai) de Orson Welles y «La semilla del diablo» (Rosemary´s Baby) de Roman Polanski. Pero, sin lugar a dudas, lo que introdujo a Castle en la historia del cine fueron los trucos publicitarios o gimmicks con los que promocionaba sus películas.
Todo comenzó cuando producía una obra teatral protagonizada por una actriz alemana – Ellen Schwanneke – quien recibió una carta de Joseph Goebbels, ministro de propaganda del nazismo, invitándola a trabajar en Alemania. Castle la ayudó a escribir una enérgica respuesta – dirigida a Adolf Hitler -, y se encargó de que una copia llegara a los principales diarios. Algunos sostienen que hasta llegó a simular un atentado en el teatro en el que se representaba la obra, donde se rompieron algunos vidrios y se pintaron svásticas en las paredes.
Castle entró al mundo del cine realizando diversas tareas para Columbia Pictures, hasta que en el año 1943 tuvo la posibilidad de dirigir su primer film. Su carrera oscilaba entre la realización de westerns y policiales, siempre en producciones de bajo costos. Cuando vio «Las Diabólicas» (1955) de Henri Clouzot, junto a Robb White (escritor de cine y TV), decidió volcarse a la realización de films de terror.
El primer film en esta nueva dirección fue «Macabro» (Macabre, 1958) basado en la novela The Marble Orchard, película que marcó también el debut de los gimmicks que volverían a sus films tan populares. Para «Macabro», Castle aseguró en mil dólares a los espectadores para el caso de que alguno muriera de miedo durante la función. El Banco Lloyd´s de Londres era el encargado de cubrir esta suma.
Para su siguiente film, «La Mansión Embrujada» (House on Haunted Hill, 1959) protagonizada por Vincent Price, Castle ideó la aparición de un esqueleto volando por encima de la cabeza de los espectadores en uno de los momentos de mayor tensión del film. Otra vez, los trucos ideados por Castle, lograron que La Mansión Embrujada sea un éxito en la taquilla.
La repercusión alcanzada por sus films, llevó a Columbia Pictures a contratar al realizador y a su colaborador y guionista Robb White. También en 1959, presentó «El Aguijón de la Muerte» (The Tingler), con el genial Vincent Price otra vez en el rol protagónico, interpretando a un científico que descubre que cuando una persona siente miedo, se forma un extraño monstruo dentro de su cuerpo que puede ser liberado solamente gritando desaforadamente. Para “complementar” este delirio lisérgico (el científico experimentaba con LSD), Castle ideó Percepto, un sistema que se colocaba en algunas butacas de la sala, y que generaba una pequeña descarga eléctrica que sorprendía a los desprevenidos espectadores. «El Aguijón de la Muerte» se transformó en una de las películas más taquilleras del realizador, además de ser la más extraña e interesante.
En «Trece Fantasmas» (13 Ghosts, 1960) y mientras el cine en tres dimensiones estaba viviendo un corto período de esplendor, Castle presentó el Illusion-O, mediante el cual el espectador elegía si quería ver los fantasmas del título utilizando unos anteojos – el “ghost viewer” – que le eran entregados a la entrada.
Al año siguiente, para «Homicida» (Homicidal, 1961), película que toma la idea del asesino con personalidad dividida de Psicosis estrenada un año antes – por algo a Castle lo llamaban “el hermano pobre de Hitchcock” – el realizador inventó el Fright Break (la pausa del miedo). En dicho “intervalo” los espectadores que estuvieran muy asustados podían salir de la sala y pedir el dinero de la entrada. A cambio, tenían que esperar hasta el final del film en el Coward´s Corner (el rincón de los cobardes). En un principio, los exhibidores se opusieron a la idea, pero Castle terminó demostrando que su idea funcionaba, transformando una vez más a sus películas en un éxito de público (luego de prohibir las funciones continuadas).
El «Barón Sardonicus» (Mr. Sardonicus, 1961), permitía a los espectadores decidir el destino final del barón del título, utilizando unas tarjetas fosforescentes con un dedo pulgar hacia arriba y otra con un dedo pulgar hacia abajo. Antes del final del film, el propio Castle aparecía en la pantalla y preguntaba a la audiencia que suerte merecía el barón. Como la audiencia siempre lo condenaba, algunos sostenían que Castle no había grabado el final por el cual el barón era salvado.
Sus siguientes films, no contaron con esta clase de gimmicks, pero Castle siguió creando originales ideas comerciales. Para «La Espía de Mis Sueños» (13 Frightened Girls, 1963), organizó un concurso por el cual eligió a las trece chicas del título original, filmando trece versiones distintas de la primera escena para que cada país creyera que su compatriota era la protagonista de la película.
«Camisa de Fuerza» (Strait-Jacket, 1964) contaba la historia de una mujer que salía de un manicomio luego de estar varios años, por haber asesinado a su marido y a su amante con un hacha. Para la ocasión, Castle repartió hachas ensangrentadas de cartón entre los espectadores.
La última vez que causó conmoción con una de sus ideas, fue con «Broma Macabra» (I Saw What You Did, 1965). Haciendo bromas telefónicas, unas chicas llaman a un hombre que acaba de asesinar a su esposa y le dicen “yo vi lo que hiciste”. Castle publicó en los avisos del film, un número de teléfono donde la gente llamaba y una voz grabada los invitaba a ver el film. La campaña publicitaria generó un aluvión de bromas, por lo que las compañías telefónicas amenazaron al realizador con iniciarle acciones legales. A último momento, Castle cambió por unos cinturones de seguridad en las butacas de los cines para contener a los aterrorizados espectadores.
Su siguiente film no contó con ningún tipo de truco publicitario, motivo por el cual «Amor Entre Sombras» (The Night Walker, 1965), por lo que pasó completamente desapercibido para la audiencia. La última película que dirigió fue «Shanks» con el mimo Marcel Marceau, y su último truco, ya en el rol de productor, lo ideó para «Invasión Infernal» (Bug, 1975) de Jeannot Szwarc, asegurando en un millón de dólares a la cucaracha más importante de la historia del cine (también había pensado colocar unos plumeros debajo de las butacas).
Mientras en la actualidad multitudinarios equipos se dedican a estudiar las estrategias para promocionar sus films, William Castle fue un artesano y creador que no sólo pensaba en las recaudaciones, también consideraba al cine como un espectáculo que excede los límites de la pantalla.
Silueta terroríficamente sensual

Belleza morena y enigmática, actriz de títulos significativos del nuevo cine estadounidense de los setenta como «Five Easy Pieces», de Bob Rafelson, o «Nashville», de Robert Altman, y última actriz fetiche de Hitchcock en «La trama», Karen Black fue la musa de la contracultura de los 60, la heroína del cine comercial de los 70 y el ídolo kitsch del cine de terror de los últimos años, cantante de country candidata a un Grammy cuando Robert Altman se lo pidió para Nashville o el nombre de esa banda de glam punk que decidió llamarse The Voluptuous Horror of Karen Black en su honor.
Actriz cultivada en el Actor’s Studio de Lee Strasberg o por siempre recordada como la azafata que salva el día en Aeropuerto 1975. Black hizo de todo y todo lo hizo bien, incluso cuando los papeles eran malos.
Nacida el 1 de julio de 1939 en Park Ridge (Illinois, Estados Unidos) y formada en la legendaria escuela de interpretación de Lee Strasberg, Karen Blanche Ziegler, su verdadero nombre, había enfocado su formación a los teatros de Broadway, donde debutó en 1966 con «The Playroom», pero pronto fue descubierta por los estudios de Hollywood.
La actriz hizo su primera aparición en un título tan clave como «Easy Rider», de Dennis Hopper, y allí conoció a Jack Nicholson, que se convirtió en su compañero en la cinta de su consagración. «Five Easy Pieces», de Bob Rafelson, le reportó su única nominación al Óscar en la categoría de mejor actriz secundaria y por la que ganó un Globo de Oro.
Con sangre checa y noruega, especializada en mujeres de vida disipada o trasfondo conflictivo y de una sensualidad felina pero frágil, Black tuvo en los setenta los mejores años de su carrera, pues participó en «The Great Gatsby» (1974) y sedujo al ya casi octogenario Alfred Hitchcock para el canto de cisne del maestro del suspense: «Family Plot» («La trama») (1976).
Pese a su cabello moreno, Hitch no pudo evitar adjudicarle en algunas secuencias, fiel a sus obsesiones, una peluca rubia en su papel de ladrona de diamantes.
Después de una filmografía poco destacable durante los ochenta y los noventa -con honrosas excepciones como «Come Back to the Five and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean», de Robert Altman (con quien ya había trabajado en «Nasville»)-, Karen Black cayó en el olvido del gran público aunque nunca dejó de trabajar.
Además de talento, Black siempre tuvo ese aspecto diferente a las demás. Una sonrisa amplia de labios carnosos (antes incluso de que estuvieran de moda) y unos ojos demasiado juntos y profundamente oscuros mucho antes de que Amy Winehouse hubiera nacido. Como añadió Fonda, la actriz tenía “una monstruosa belleza”. Fonda, al igual que Dennis Hopper y Jack Nicholson fueron cruciales en la carrera de Black, quien saltó a la fama como reina de la contracultura gracias a ese viaje de LSD que protagonizó en Easy Rider. Más tarde volvería a repetir con Nicholson en el papel que la acercaría al Oscar, cuando consiguió una candidatura como mejor actriz secundaria por su papel en Mi vida es mi vida. En ella interpretó a esa camarera de pocas luces pero perdidamente enamorada de Nicholson. Un trabajo para el que Bob Rafelson no quería contratarla por considerarla demasiado lista para el papel. Alfred Hitchcock también admiró su talento cuando trabajó con ella en el que sería el último filme del maestro del suspense, La trama. De hecho los juegos de palabras que se trajeron actriz y director llevaron a la primera a regalarle un diccionario a Hitchcock, un volumen que tituló “DictionHarry”.
En la pantalla Black fue camarera, puta, asesina, ladrona, transexual o lo que le pidiera el papel siempre con la misma convicción. Así dio tantos bandazos como el cine de su época, ese que se movió entre el cine contracultural o las grandes películas de masas tipo Aeropuerto 1975. La actriz nacida en Park Ridge (Illinois, EEUU) y que adoptó como nombre artístico el apellido de casada de su primer matrimonio también interpretó a Myrtle Wilson en la versión de El Gran Gatsby de 1974, junto a Robert Redford y Mia Farrow, y fue la joven buscando fama en Como plaga de langosta.
Musa del terror
También musa del terror gracias a la serie de televisión «Trilogy of Terror» -llegó a dar nombre a la banda de glam-punk The Voluptuous Horror of Karen Black-, una de sus últimas apariciones notables en el cine fue, precisamente, en este género, con «House of 1.000 Corpses», de Rob Zombie, en la que asumía un rol digno del «grand guignol» y la serie B.
Black se casó en cuatro ocasiones (con Charles Black, del que tomó el apellido; con el actor Robert Burton, el guionista L.M.Kit Carson y su viudo, Stephen Eckelberry) y tuvo un hijo biológico, Hunter, y una hija adoptada, Céline.
El diablo alimentó al escritor

Con el pasaje bíblico de Lucas VIII, 27-30, como cita referencial antes del prólogo, inicia una de las novelas más aterradoras del siglo pasado, “El Exorcista”. Dicho pasaje reseña el encuentro entre Jesús y un hombre poseído por demonios que al ser interrogado por su identidad responde: ¡Legión!
Antes de que la novela El exorcista se convirtiese en un best-seller en los años 70, su autor, el escritor estadounidense William Peter Blatty, se ganaba la vida como guionista de comedias a quien las oportunidades laborales se le iban de las manos debido al poco interés que Hollywood estaba prestando por ese género.
Peter Blatty había escrito guiones para films medianamente exitosos como “El nuevo caso del inspector Clouseau”, protagonizado por Peter Sellers, o “¿Qué hiciste en la guerra, papi?”, por ejemplo. Y así durante toda la década del 60. La decisión de cambiar rubro y escribir “algo serio” tuvo que ver inicialmente más con la necesidad de sobrevivir que con una epifanía espiritual.
William Peter Blatty nació en la ciudad de New York, en enero de 1928, en el seno de una familia de inmigrantes libaneses sumamente católicos. En los años 50 estudió en la Georgetown University donde desarrolló sincera admiración por sus tutores jesuitas. De ellos obtuvo las primeras versiones de la posesión demoniaca y posterior liberación de un muchacho de 14 años en Cottage City, Maryland.
Blatty y sus compañeros quedaron fascinados con el tema y discutieron sobre fenómenos paranormales en clase. Un artículo del Washington Post sobre la supuesta posesión terminó por cimentar la idea de una novela en la cabeza de Blatty. Pero no sería sino hasta dos décadas después que vería la luz el libro.
Cuando el autor le comunicó a su agente literario el tema de su novela recibió como respuesta una carcajada. Actitud que muchos replicaron. Blatty no encontraba a nadie que entendiera la historia y mucho menos que pagara por publicarla. Hasta que en un golpe de suerte se topó con Marc Jaffe, el editor de Bantam Books, quien apostó por el proyecto, no sin mediar meses de dudas antes de dar un adelanto económico y firmar el contrato.
El principal exorcista del supuesto caso original, el padre William Bowdern, pastor de la parroquia en Saint Louis – San Francisco, quiso ayudar a Blatty con la veracidad de la historia porque consideraba que el libro sería de ayuda al gran público para conocer la verdad sobre el diablo.
Bowdern buscó a la familia del adolescente “exorcizado” y le pidió autorización para difundir la historia. La respuesta de la familia fue negativa alegando obvias razones de privacidad. Fue entonces que Blatty decidió cambiar al personaje principal por una niña, Regan MacNeil, y a la madre por una actriz, Chris MacNeil.
El libro se publicó en 1971 y fue un éxito inmediato. Vendió 13 millones de ejemplares en los primeros años, fue número uno de ventas por varias meses y conllevó al rodaje de la película del mismo nombre.
El film fue dirigido por William Friedkin, y Blatty se encargó del guion por el que recibió un Oscar al mejor guion adaptado en 1973. En los 90, Blatty llevó al cine su novela Legion (1983) que apareció como El Exorcista III. Escribió otras novelas y más guiones pero siempre a la sombra de su mejor obra. En 2016 la cadena televisiva Fox produjo una decepcionante serie basada en El Exorcista.
Cada Halloween los medios buscaban a Blatty para condimentar sus notas sobre cine y terror. El director Friedkin y su amigo Blatty se reencontraron públicamente en 2015 para colocar una placa conmemorativa a las famosas escaleras por donde cae el padre Karras.
Blatty, católico convencido, aseguró en más de una oportunidad que escribió una historia de sacrificio y no de terror: “lo que pensé que estaba escribiendo era una novela de fe en el ropaje popular de una historia de detectives, lleno de suspense; en otras palabras, un sermón en el que nadie se durmiese. Sigo sin admitir la más mínima intención de asustar al lector”.
En la obra literaria, en un receso en el exorcismo de Regan MacNeil, un sereno padre Merrin le explica a un fatigado y desesperanzado padre Karras:
“Y, sin embargo, incluso de esto, del mal, vendrá el bien. De algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. -Merrin hizo una pausa-. Quizás el mal sea el crisol de la bondad -manifestó-. Y tal vez el propio Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para cumplir la voluntad de Dios.”
En la parte final del libro, Blatty agradece a los intelectuales de la Georgetown University por enseñarle a escribir y a los padres jesuitas por enseñarle a pensar.
El autor de una de las mejores novelas de terror de todos los tiempos murió en enero de 2017 a los 89 años, en un suburbio de Washington D.C., víctima de un mieloma múltiple que atacó su médula ósea. La noticia se dio a conocer al mundo el viernes 13.
Un detalle curioso a reseñar fue el asombro que el deceso de Blatty causó en muchos “fanáticos” del film, quienes creían que el autor de la novela y el director de la película habían muerto en trágicas circunstancias en los 70, todo gracias a la leyenda urbana que ayudó a mitificar el film.
En realidad Blatty y Friedkin (agnóstico confeso) tuvieron vidas tranquilas y plenas, sin impases sobrenaturales.
- 1
- 2
- Siguiente →