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Alaiz, azotes a diestra y siniestra

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Felipe Aláiz de Pablos, uno de los mejores periodistas españoles del periodo de entreguerras, a la altura o superior a los Camba, Cavia, Fernández Flórez, González-Ruano o Chaves Nogales, que escribió miles de artículos, crónicas, críticas literarias y artísticas, novelas, folletos, ensayos y libros, que merecía el cálido apoyo y consideración de los fundadores de El Imparcial y de El Sol, que tradujo al español a Eliseo Reclus y Max Nettlau, a novelistas como Puig y Ferreter y Upton Sinclair e introdujo en la lengua española a ese clásico de la literatura universal que es Multatuli, que asistía a las tertulias literarias más famosas de Madrid y era estimado por las grandes plumas y los mejores filósofos como Pío Baroja y Ortega y Gasset; Felipe Aláiz, director de diarios, semanarios y revistas mensuales, redactor de periódicos y contribuidor hasta al fin de sus días en la prensa del exilio, es hoy un ausente en las historias de la literatura española
Felipe Alaiz de Pablos, uno de los mejores periodistas españoles del periodo de entreguerras, a la altura o superior a los Camba, Cavia, Fernández Flórez, González-Ruano o Chaves Nogales, que escribió miles de artículos, crónicas, críticas literarias y artísticas, novelas, folletos, ensayos y libros, que merecía el cálido apoyo y consideración de los fundadores de El Imparcial y de El Sol, que tradujo al español a Eliseo Reclus y Max Nettlau, a novelistas como Puig y Ferreter y Upton Sinclair e introdujo en la lengua española a ese clásico de la literatura universal que es Multatuli, que asistía a las tertulias literarias más famosas de Madrid y era estimado por las grandes plumas y los mejores filósofos como Pío Baroja y Ortega y Gasset; Felipe Aláiz, director de diarios, semanarios y revistas mensuales, redactor de periódicos y contribuidor hasta al fin de sus días en la prensa del exilio, es hoy un ausente en las historias de la literatura española

Una antología de las semblanzas literarias que Felipe Alaiz, destacado escritor anarquista español, publicó en los años veinte y treinta ha sido efectuada por el escritor Juan Bonilla, según, reconoce el autor, «la intensidad de los mamporros» que propina a los clásicos, desde Bécquer a Lorca.

«El arte de escribir sin arte», publicado por Berenice con un prólogo de Javier Cercas y un epílogo del propio Bonilla, es una selección de los cientos de páginas, tal vez miles, que Alaiz (1887-1959) editó bajo el título genérico de «Tipos españoles» en publicaciones anarquistas como «Revista blanca», «Tierra y libertad» o «Solidaridad obrera», algunas de las cuales dirigió.

Para Bonilla se trata de «una historia secreta de la literatura española» hecha por «un desconocido que habla de escritores muy conocidos» y que tiene la cualidad de «utilizar como excusa que habla de un escritor para darle un mamporro a otro, como hace en la semblanza sobre Eduardo Barriobero para meterse con Larra».

«De Bécquer dice lo que todos hemos pensado alguna vez pero sólo Alaiz se atrevió a escribirlo, que algunas veces puede resultar un poco cursi», señala Bonilla, quien destaca la «prosa fresca y vertiginosa» con que están escritas estas semblanzas de algunos de los más grandes escritores de los dos últimos siglos.

En un texto sobre Lorca, Alaiz escribe que Juan Ramón Jiménez «se extingue de puro suave en sus bordados de casulla», y añade que «los eruditos amigos de Góngora como Jorge Guillén y Pedro Salinas también bordan a ratos, aunque a ratos investigan con acierto».

De Lorca señala que «su ‘Romancero gitano’ no es nada gitano. Algo de lo que dice es greguería ramoniana y otro algo andalucismo de pandereta», y de su obra «Doña Rosita la soltera» que «es una elegía bordada, deshilachada, con un candor de reglamento, con una perpetua avidez de evocación que solo evoca de veras al interpolar un vals entre dos suspiros».

La antología de «mamporros», como los denominan los editores de «El arte de escribir sin arte», se abre con Espronceda, de quien Alaiz dice que su «Oda al dos de mayo» es «un amasijo de barbarismos patéticos, un montón de tópicos y repeticiones, incluso un mosaico de ripios y vulgaridades de festival cuartelero».

Prosigue con Bécquer: «Comparadas con las oscuras golondrinas, todas las aves parecían avutardas. El milagro se debió a Gustavo Adolfo Bécquer», y continúa con Campoamor: «Empezó a ser tierno cuando empezó a ser viejo. Para él lo interesante era ser gobernador ¿cuántos poetas nacerían y cuántos renacerían si les ofrecieran un gobierno civil?».

De Ortega y Gasset advierte: «Hay que subrayar una ausencia de reciprocidad entre el pueblo y el profesor Ortega, que escribió ‘La rebelión de las masas’ sin conocerlas», mientras que de su «Revista de Occidente» apunta que «es muchas veces vivero de pedantes, cuando no vivero para pedantes».

A Ramón Pérez de Ayala lo define como «cortesano de la dictadura, con cargo burocrático de favor, embajador, también de favor, con la República… Como dijo Ricardo Baroja acabará por ser arzobispo de Toledo»; a Galdós como «algo pazguato», a Valera como «redicho y pretencioso», y a Blasco Ibáñez como «un azulejo con mucho color y poco fuego para fijarlo».

De Valle Inclán creía Alaiz que era «más pedante que un Currucato», de Unamuno que era «un fraile empeñado a la vejez en hacer retruécanos» y de Palacio Valdés que tenía «una mentalidad salesiana», de modo que sólo salva del «mamporro» a Baroja, aunque no se olvida de reseñar «las quince mil faltas de sintaxis» que tienen sus novelas.

El irreverente 

Aláiz, en el ejercicio de su labor periodística, sufrió censuras, detenciones gubernativas, consejos de guerra, multas y prisión. Durante la monarquía y la dictadura de Primo de Rivera fue detenido y encarcelado por delitos de opinión y volvió a serlo en la República. Más tarde en el exilio francés, durante la ocupación nazi, volvió tener problemas en Montpellier. Así, ya en diciembre de 1923 se celebra un consejo de guerra contra Aláiz, al que se le piden seis meses de prisión por instigar insubordinación.

En 1924 fue condenado por otro consejo de guerra a cumplir cuatro meses de prisión por haber publicado un artículo que se consideró injurioso para el ejército y en marzo de 1925 fue nuevamente detenido, siendo liberado el 23 de diciembre. Y esta tónica continuó hasta el final de la dictadura.

Durante la República vuelve a ocurrir lo mismo. Detenido algo antes, en Febrero de 1932 se le concede la libertad provisional, aunque se instruían contra él 31 procesos por delitos de imprenta. En junio de 1932 fue condenado a dos años y cinco meses de prisión por un Consejo de Guerra (el fiscal pedía cuatro años). En octubre de 1932 se le pone en libertad hasta que en Abril de 1933 un tribunal popular lo absuelve de un delito de imprenta.

En el exilio, como otros cientos de miles, fue internado en un campo de concentración. En consecuencia, entre unas cosas y otras, Felipe Aláiz consumió en la cárcel cerca de cuatro años por escribir lo que pensaba y pensar lo que escribía. El exilio fue muy duro para él, privado de sus amistades, de sus relaciones y de su ambiente, de sus bibliotecas, a lo que se sumaba una enorme pobreza económica y una enfermedad que le impedía en muchas ocasiones levantar se de la cama. Tuvo una larga agonía y murió sólo en una habitación del Hospital Broussal de Paris el 18 de Abril de 1959 y fue enterrado en el cementerio de Thiais, a donde le acompañaron en cortejo fúnebre más de 200 compañeros, a pesar de ser un martes y en horario laborable.

La piel del camaleón pensante

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Ortega y Gasset, en uno de sus viajes a Argentina. De una conferencias en este país en 1939 surgió el libro Meditación del pueblo joven, en el que encontramos una de sus frases más célebres: “¡Argentinos! ¡A las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes del brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”
Ortega y Gasset, en uno de sus viajes a Argentina. De una conferencias en este país en 1939 surgió el libro Meditación del pueblo joven, en el que encontramos una de sus frases más célebres: “¡Argentinos! ¡A las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes del brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

El escritor Jordi Gracia equilibra la dimensión humana con la faceta intelectual de José Ortega y Gasset en una exhaustiva biografía que desactiva varias leyendas sobre este gran pensador y ensayista, entre ellas la de su franquismo o su complicidad con los fascismos.

«En la Guerra Civil, Ortega decide que el bando que mejor protege sus intereses es el franquista. No fue tanto una elección como una resignada opción. Pero luego no tiene ninguna simpatía ni por Franco ni por el régimen», afirma.

Publicado por la Fundación Juan March y la editorial Taurus dentro de la prestigiosa colección «Españoles eminentes», el libro rastrea cada año de la vida de Ortega para que se entienda bien cómo se forjó el pensamiento de quien fue «una figura absolutamente capital en la modernización intelectual de España».

Ortega (1883-1955) era un hombre «insultantemente inteligente» y «una máquina de pensar infatigable», entre otras razones porque «el placer inagotable de pensar es parte de su intimidad como sujeto», dice Gracia, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Barcelona y cuyos ensayos han merecido varios premios.

La vía mejor para adentrarse en la figura de Ortega ha sido «una inmersión integral» en sus cartas, que en su mayor parte permanecen inéditas pero están accesibles en la Fundación Ortega y Gasset.

Y ha trabajado, además, con «esa maravilla de 600 páginas» que es «Las cartas de un joven español», un libro que muestra al «muchacho que era Ortega entonces, un joven superdotado, con una capacidad mental para organizar la descripción del mundo que era única», comenta el autor de esta biografía de 700 páginas, fruto de cinco años de trabajo.

Al no escamotear la dimensión humana, Jordi Gracia refleja también las facetas más antipáticas de Ortega, en especial «su complejo de superioridad». «Era muy engreído y muy suspicaz. No encajaba las críticas».

«Y tenía un impulso mesiánico redentor». El horizonte de su ambición intelectual, añade el biógrafo, «era gestar la transformación de España en un país moderno».

Ortega también descubre pronto que «puede llegar a ser el formulador de la nueva filosofía». La teoría de la relatividad de Einstein, «en la medida en que descubre un nuevo tiempo en términos físicos, necesita una nueva filosofía», y esa es la que iba a aportar Ortega, comenta el autor.

En 1914, Ortega ya era «el pensador más moderno, europeo y perdurable del siglo XX en España». Ese año fue clave en su trayectoria porque «lidera la movilización política de los jóvenes antisistema -entonces habría que llamarlo así- contra el Partido Conservador y contra el Partido Liberal».

Y ese año publica «Meditaciones del Quijote», la primera cristalización de su pensamiento. En 1916 «empieza a sentir que tiene ya armada la idea de su razón vital filosófica».

Este «pensador ateo que identifica como enemigo de su proyecto a la iglesia católica» fue «admirado y respetado» por intelectuales como Unamuno, Valle-Inclán, Baroja, Azorín, Machado, Juan Ramón Jiménez, Azaña, Gregorio Marañón o Américo Castro.

Esa admiración no evitó que algunos «detectaran pronto la soberbia» de Ortega. Fue Pérez de Ayala el que le dijo «en una carta feroz: ‘usted no acepta las críticas de nadie. Usted cree que es la verdad'», recuerda Gracia.

Entre «las leyendas» que esta excelente biografía intenta desactivar está la de «la marginalidad política» de Ortega.

Su participación en política «fue muy activa», asegura el biógrafo. Decidió liderar «la necesidad de ir a una II República» y de luchar contra la dictadura de Primo de Rivera y la monarquía.

«En su fantasía más secreta estuvo incluso la posibilidad de presidir la República, pero de inmediato se dio cuenta de que era inviable», señala el autor.

En la Guerra Civil, Ortega consideró «un mal menor» el bando franquista, pero no lo hizo público «salvo en unas pocas líneas en 1938. Por fin sí acepta colaborar con el servicio de propaganda franquista, y lo hace a través de un artículo larguísimo que le sirve para garantizar que él estaba en el lado franquista», añade el autor.

Le echaron en cara su silencio durante la Guerra Civil, una actitud que «ya había predicado» en 1914. Las guerras, pensaba Ortega, «neutralizan la posibilidad de decir la verdad» y el único modo de estar a la altura era el silencio.

En su correspondencia consta que se suma al bando franquista, pero «eso no significa que de Ortega salga un franquista. No tiene ninguna simpatía ni por Franco ni por el régimen», subraya Gracia.

En la primera posguerra intentará regresar a España y «tanteará hasta dónde es verdad que él puede servir para reformar en sentido liberal al régimen».

«El escarmiento es inmediato. Y se da cuenta de que utilizan como herramienta de legitimación del régimen su presencia en España, y sobre todo la conferencia que pronunció en el Ateneo de Madrid en 1946, que causó consternación entre los intelectuales del exilio.

Jordi Gracia tiene muy claro que a Ortega no se le puede asociar con el fascismo. «Ninguno de los dos totalitarismos del siglo XX era solución de nada, decía una y otra vez», concluye.

La bella flagelada de América

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Juana de Ibarbourou fue una mujer transgresora para la época porque ninguna mujer había escrito sobre el amor con la libertad con que lo hace ella. Es la primera que nombra su cuerpo, sus pechos, su piel, todos los elementos que hacen a la erótica
Juana de Ibarbourou fue una mujer transgresora para la época porque ninguna mujer había escrito sobre el amor con la libertad con que lo hace ella. Es la primera que nombra su cuerpo, sus pechos, su piel, todos los elementos que hacen a la erótica

La poeta uruguaya Juana de Ibarbourou fue una mujer “transgresora” en la literatura latinoamericana, con una obra que se vio marcada por la violencia de género, las drogas y un amor prohibido, según desvela el libro Al encuentro de las Tres Marías, del escritor Diego Fischer.

La “Juana de América”, como la bautizaron los universitarios y hombres de letras de Uruguay en 1929, es una de las principales figuras literarias de este país y adquiere una nueva dimensión con la biografía novelada de Fischer, que fue presentada hoy en Montevideo.

“Fue transgresora en el verso, fue transgresora en su forma de vivir y de dirigirse a un mundo literario dominado por hombres”, explica el autor en una entrevista sobre la mujer que fue primer Premio Nacional de Literatura de Uruguay, en 1959.

Al encuentro de las Tres Marías. Juana de Ibarbourou, más allá del mito (Editorial Santillana), recorre la trayectoria de esta poetisa, que nació en la villa de Melo el 8 de marzo de 1892, y murió el 15 de julio de 1979, en medio de una dictadura que le rindió honras fúnebres de ministro de Estado, pese a que ella siempre se opuso al oropel de los militares.

“Siempre le pido a los míos que cuando me muera, dejen a un lado las vanidades y me entierren simplemente en tierra, lo más a flor de tierra posible”, había dicho la poetisa en una carta al escritor español Miguel de Unamuno, uno de los primeros en alabar su ingenio.

Juana de Ibarbourou fue aplaudida por escritores nacionales, como Carlos Reyles y Juan Zorrilla de San Martín, y foráneos, como el chileno Pablo Neruda o los españoles Unamuno, Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Salvador de Madariaga y Federico García Lorca.

Cuando apenas empezaba con su primer poemario, Juana “le escribe a Unamuno, pero no sólo le escribe. Le envía tres libros y le pide que se los haga llegar a (Antonio) Machado y a Juan Ramón Jiménez. Tenía muy claro a dónde quería llegar”, asevera Fischer.

“Los principales admiradores de la poesía de Ibarbourou eran hombres. El nombramiento como “Juana de América” en el Palacio Legislativo parte de los estudiantes y al acto asisten los intelectuales más prominentes de la época”, dice Fischer.

De Ibarbourou se apellidaba en realidad Fernández Morales, pero tomó ese apellido de su marido, un militar, por quien sintió una gran pasión en los primeros años de matrimonio, que la reflejó en Las lenguas de diamante, su primer poemario, pero que se transformó después en tristeza y dolor.

Fischer recuerda que el gran éxito editorial de ese primer libro fue proporcional al escándalo que produjeron en la sociedad montevideana y porteña sus imágenes sobre el amor carnal y las figuras de los amantes.

“Ella habla del amor y de hacer el amor. Afirmaba que tanto sufre por una pasión el cuerpo como el alma. Esto suponía una evidente transgresión para una mujer, casada con un militar en 1919”, explica Fischer.

Su fama se extendió rápidamente y a ello ayudó su extremada belleza, que “supo manejar para lograr ser una poetisa consagrada” sin rozar los límites que le impuso un matrimonio infeliz, en el que el marido, como después el hijo, llegó a la violencia física.

Pero no todo es luminoso en esta biografía novelada. Se describe también la adicción por la morfina y otros narcóticos, de una mujer desesperada, con un matrimonio señalado por la indiferencia y con un hijo ludópata que se convertiría en una pesadilla.

Juana y Federico
Juana y Federico

El libro de Fischer se basa en una carta de Ibarbourou a la que tuvo acceso hace quince años en la que también se relata la pasión que la volvió a embargar cuando tenía 59 años y su belleza comenzaba a marchitarse.

“Fue su gran amor. Así lo dice también en sus versos”, señala Fischer sobre la relación que la poetisa mantuvo, ya muerto su esposo, con el médico argentino Eduardo de Robertis, de 38 años, apenas mayor que su hijo Julio César.

“En los años cincuenta, esa relación, siendo ella quien era, una mujer reconocida mundialmente, no podía ser aceptada pero, la cuenta en sus versos, sobre todo en Mensaje del escriba, donde el setenta por ciento de los versos está dedicado a él”, dice Fischer.

El escritor afirma que De Robertis logró apartarla de la droga, pero después, la tiranía de su hijo y la pérdida de ese postrer amor la volvieron a encadenar a una adicción, que, según ella, le permitía subir a “las tres Marías”, en referencia a las estrellas de la constelación de Orión, y evadir la adversidad, aunque fuera sólo unos instantes.

Unamuno en pequeñas dosis

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El proceso creativo de Unamuno a la hora de fabricar cuentos se podría condensar en esta visión de la literatura: "Nada me molesta más, que oír decir de alguien que habla como un libro, prefiero los libros que hablan como hombres. Y lo que es menester, es que la gente aprenda a leer con los oídos, no con los ojos"
El proceso creativo de Unamuno a la hora de fabricar cuentos se podría condensar en esta visión de la literatura: «Nada me molesta más, que oír decir de alguien que habla como un libro, prefiero los libros que hablan como hombres. Y lo que es menester, es que la gente aprenda a leer con los oídos, no con los ojos»

Inconformista y provocador, Miguel de Unamuno quería «poner alma y no solo pensamiento» en muchos de sus cuentos. Una edición reúne todos los que se conocen de este gran escritor e intelectual que procuraba convertir en literatura «las más íntimas tormentas del espíritu».

Unamuno (Bilbao, 1864- Salamanca, 1936) sentía una gran atracción por el cuento y le gustaba su espontaneidad, su brevedad: «El escritor que hoy quiere ser leído ha de saber fabricar píldoras, extractos, quinta esencias. La cuestión estriba en hacerlo de modo que sean agradables de tomar; en saber dorarlas», afirmaba en un artículo.

Menos conocidos que sus novelas, los cuentos son claves para comprender el pensamiento de Unamuno y su concepción de la literatura, entre otras razones «porque en ellos hay un diálogo con el resto de su obra», señala en una entrevista con Óscar Carrascosa Tinoco, responsable de la edición de los ‘Cuentos completos’ que publica Páginas de Espuma.

Tras ocho años de trabajo, Carrascosa ha reunido 87 cuentos en esta edición, lo que la convierte en la más completa de las publicadas hasta ahora. Entre ellos hay algunos inéditos, que no habían sido recogidos «jamás» en libro, como ‘¡El amor es inmortal!’, que apareció en 1901 en una revista venezolana, o ‘De beso a beso’.

Escritor, profesor e investigador, Carrascosa se enfrenta en la introducción a «la fijación del corpus de la cuentística de Unamuno», una labor nada fácil porque «hay problemas de datación» y porque, en algunos casos, ha habido que determinar «qué textos son exactamente cuentos y cuáles no lo son».

«La pícara cuestión económica» llevaba a muchos autores a escribir más cuentos que novelas, y Unamuno no era ajeno a esa práctica. Llegó incluso a publicar algún relato «sin apenas modificación y con otro título en una revista diferente», comenta Carrascosa.

Sus nueve hijos comían de la cátedra que el autor de ‘Niebla’ impartía en Salamanca, pero merendaban de «un cuento perdido», según dice en ese genial relato que es ‘Y va de cuento’.

«Si por un cuento te dan 5, 6 u 8 duros, libres de gastos, ten por seguro que una novela 20 veces más extensa que él no te daría 100, 120 o 160 duros». «Son, pues, no pocos cuentos, novelas abortadas, con lo que a menudo ganan. Pero otras veces pierden», afirmaba en uno de sus artículos.

«Y lo que tuerce la vocación y aptitud de muchos, haciendo que de buenos novelistas que podrían llegar a ser, se queden en medianos cuentistas, es, ni más ni menos que la pícara cuestión económica (…) Pero nadie puede decir: de esta agua no beberé», reconocía.

Unamuno reflejó de lleno la crisis de fin de siglo en su obra y el «héroe» de sus cuentos «es un héroe intelectual» porque se hace eco de las preocupaciones del autor, «de sus tormentos», entre ellos «el tiempo devorador y la muerte», indica el editor.

El escritor defendía «la literatura como salvación». A sus obras las llamaba «hijos espirituales» -título también de uno de sus cuentos- y, según se deduce de una de sus cartas, parecía darle más importancia a sus libros que a sus propios hijos.

Cuando nació su primogénito, Unamuno cuenta que su impresión «al ver salir aquel muñeco que parecía de cera», era «curiosidad sobre un fondo de grande indiferencia».

«Trabajo más que nunca y con más fruto que nunca en mi hijo espiritual. Mientras pugnaba por salir el uno, laboraba yo mentalmente en la gestación del otro», escribe el autor de ‘La tía Tula’.

La aparición de los cuentos completos llena de satisfacción a Miguel de Unamuno Adárraga, nieto del escritor vasco. «En general se tiende a publicar siempre lo mismo de Unamuno y se descuidan otros aspectos», dice.

Pero, en opinión de Unamuno Adárraga, arquitecto y profesor, «lo más urgente y necesario» que habría que publicar serían «los artículos y las cartas».

«Eso es algo por lo que yo estoy siempre suspirando. Ha habido intentos, pero no hay una edición global de todo ese material. Mi abuelo cada día tenía una preocupación y la volcaba en las cartas, artículos y ensayos breves. A la larga, quizá sea lo más interesante de su obra», concluye el nieto.

Unamuno, el intelectual independiente

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la gran virtud de Unamuno fue la coherencia, lo que le llevó a ser amado y odiado por 'las dos españas'.
L02a gran virtud de Unamuno fue la coherencia, lo que le llevó a ser amado y odiado por ‘las dos españas’.

Conocido por su inusual vestimenta, aun para la época, su poesía clásica y su filosofía trascendental, Miguel de Unamuno es uno de los grandes poetas, ensayistas y novelistas de la generación de 98 y de la historia española.

Nacido en Bilbao el 29 de septiembre de 1864, Unamuno se licenció en Filosofía y Letras en Madrid y obtuvo su doctorado en 1884. Fue profesor y obtuvo la cátedra de Lengua Griega en la Universidad de Salamanca (USAL), de la que más tarde, en 1901, fue escogido rector.

Durante la Primera Guerra Mundial, Unamuno apoyó abiertamente a los aliados e incluso visitó el frente italiano. Se presentó como candidato a diputado por el partido Republicano de Vizcaya y mantuvo un enfrentamiento contra el rey Alfonso XII, lo que lo llevó a ser procesado por injurias, condenado a prisión, de la que más tarde recibió un indulto.

Durante su época de catedrático y rector el escritor logra su mayor producción ensayística, poética, y artículos críticos, los últimos llevándolo a perder su cargo de rector, y más adelante, en 1924, a ser desterrado durante la dictadura de Primo de Rivera, a Fuerteventura, que se prolongó hasta 1930.

Nuevamente en España, Unamuno se encarga de la cátedra de Historia de la Lengua en la USAL y es elegido diputado por la provincia de Salamanca.

Sus servicios a favor de la causa republicana fueron pronto reconocidos: en el mismo año de 1931 se le nombró rector de la universidad, y tres años después, al jubilarse, fue designado Rector vitalicio, creándose una cátedra con su nombre. Finalmente, en 1935, fue proclamado Ciudadano de honor de la República.

Sin embargo, su independencia de criterio y el sesgo de los acontecimientos lo llevaron a retirar progresivamente el apoyo al régimen que tanto contribuyó a instaurar; pasó de ser elegido diputado a Cortes por Salamanca en la candidatura republicano – socialista en 1931 a negarse a ser candidato en 1933, publicando artículos muy duros contra la reforma agraria, la política religiosa, la clase política y otras varias cuestiones y personalidades.

Su enfrentamiento con la República llegó a tener una intensidad pareja al que previamente mantuvo con la Dictadura, hasta el punto de apoyar inicialmente a los sublevados el 18 de julio de 1936. En consecuencia, aceptó ser nombrado concejal por la autoridad militar y realizó un llamamiento a los intelectuales europeos para que apoyaran el alzamiento. Esto motivó que fuera destituido de su cargo de Rector vitalicio por las autoridades republicanas y repuesto, luego, a su vez, por los militares sublevados.

Sin embargo, los numerosos encarcelamientos y asesinatos de profesores y conocidos suyos, en particular el de un sacerdote protestante, perpetrados por los sublevados lo llevaron al distanciamiento de aquellos a quienes acababa de brindar su apoyo.

Unamuno, saliendo de la Universidad de Salamanca tras su trifulca con Millán Astray
Unamuno, saliendo de la Universidad de Salamanca tras su trifulca con Millán Astray

La situación derivó en el célebre enfrentamiento dialéctico que mantuvo el 12 de octubre de 1936 con el general Millán-Astray, en el Paraninfo de la Universidad. Unamuno hizo una elocuente defensa de la razón y de los principios académicos, en medio de un ambiente de extraordinaria tensión y hostilidad. El escándalo acabó con una nueva destitución de Unamuno de su cargo de concejal.

Abatido, desolado por su viudez y en una situación de semirreclusión en su domicilio, Unamuno muere pocas semanas después, el 31 de diciembre de 1936, de noche, sin hacer ruido, como anunció en un hermoso poema del Romancero del destierro.

Las excentricidades de un genio

Ferviente defensor de la lectura y la sed de conocimiento, una de las frases más célebres de este excéntrico personaje era “Sólo el que sabe es libre y más libre el que más sabe. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas”.

Realmente era muy singular, no sólo por su característica gabardina, jersey cerrado o chaleco y su sombrero sencillo negro, que chocaba con la de sus compañeros de generación, sino además por sus aficiones como el origami, el ajo crudo que ingería a diario para proteger su salud, o los “garabatos” que realizaba para expresar sus emociones, como él los llamaba.