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Alaiz, azotes a diestra y siniestra

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Felipe Aláiz de Pablos, uno de los mejores periodistas españoles del periodo de entreguerras, a la altura o superior a los Camba, Cavia, Fernández Flórez, González-Ruano o Chaves Nogales, que escribió miles de artículos, crónicas, críticas literarias y artísticas, novelas, folletos, ensayos y libros, que merecía el cálido apoyo y consideración de los fundadores de El Imparcial y de El Sol, que tradujo al español a Eliseo Reclus y Max Nettlau, a novelistas como Puig y Ferreter y Upton Sinclair e introdujo en la lengua española a ese clásico de la literatura universal que es Multatuli, que asistía a las tertulias literarias más famosas de Madrid y era estimado por las grandes plumas y los mejores filósofos como Pío Baroja y Ortega y Gasset; Felipe Aláiz, director de diarios, semanarios y revistas mensuales, redactor de periódicos y contribuidor hasta al fin de sus días en la prensa del exilio, es hoy un ausente en las historias de la literatura española
Felipe Alaiz de Pablos, uno de los mejores periodistas españoles del periodo de entreguerras, a la altura o superior a los Camba, Cavia, Fernández Flórez, González-Ruano o Chaves Nogales, que escribió miles de artículos, crónicas, críticas literarias y artísticas, novelas, folletos, ensayos y libros, que merecía el cálido apoyo y consideración de los fundadores de El Imparcial y de El Sol, que tradujo al español a Eliseo Reclus y Max Nettlau, a novelistas como Puig y Ferreter y Upton Sinclair e introdujo en la lengua española a ese clásico de la literatura universal que es Multatuli, que asistía a las tertulias literarias más famosas de Madrid y era estimado por las grandes plumas y los mejores filósofos como Pío Baroja y Ortega y Gasset; Felipe Aláiz, director de diarios, semanarios y revistas mensuales, redactor de periódicos y contribuidor hasta al fin de sus días en la prensa del exilio, es hoy un ausente en las historias de la literatura española

Una antología de las semblanzas literarias que Felipe Alaiz, destacado escritor anarquista español, publicó en los años veinte y treinta ha sido efectuada por el escritor Juan Bonilla, según, reconoce el autor, «la intensidad de los mamporros» que propina a los clásicos, desde Bécquer a Lorca.

«El arte de escribir sin arte», publicado por Berenice con un prólogo de Javier Cercas y un epílogo del propio Bonilla, es una selección de los cientos de páginas, tal vez miles, que Alaiz (1887-1959) editó bajo el título genérico de «Tipos españoles» en publicaciones anarquistas como «Revista blanca», «Tierra y libertad» o «Solidaridad obrera», algunas de las cuales dirigió.

Para Bonilla se trata de «una historia secreta de la literatura española» hecha por «un desconocido que habla de escritores muy conocidos» y que tiene la cualidad de «utilizar como excusa que habla de un escritor para darle un mamporro a otro, como hace en la semblanza sobre Eduardo Barriobero para meterse con Larra».

«De Bécquer dice lo que todos hemos pensado alguna vez pero sólo Alaiz se atrevió a escribirlo, que algunas veces puede resultar un poco cursi», señala Bonilla, quien destaca la «prosa fresca y vertiginosa» con que están escritas estas semblanzas de algunos de los más grandes escritores de los dos últimos siglos.

En un texto sobre Lorca, Alaiz escribe que Juan Ramón Jiménez «se extingue de puro suave en sus bordados de casulla», y añade que «los eruditos amigos de Góngora como Jorge Guillén y Pedro Salinas también bordan a ratos, aunque a ratos investigan con acierto».

De Lorca señala que «su ‘Romancero gitano’ no es nada gitano. Algo de lo que dice es greguería ramoniana y otro algo andalucismo de pandereta», y de su obra «Doña Rosita la soltera» que «es una elegía bordada, deshilachada, con un candor de reglamento, con una perpetua avidez de evocación que solo evoca de veras al interpolar un vals entre dos suspiros».

La antología de «mamporros», como los denominan los editores de «El arte de escribir sin arte», se abre con Espronceda, de quien Alaiz dice que su «Oda al dos de mayo» es «un amasijo de barbarismos patéticos, un montón de tópicos y repeticiones, incluso un mosaico de ripios y vulgaridades de festival cuartelero».

Prosigue con Bécquer: «Comparadas con las oscuras golondrinas, todas las aves parecían avutardas. El milagro se debió a Gustavo Adolfo Bécquer», y continúa con Campoamor: «Empezó a ser tierno cuando empezó a ser viejo. Para él lo interesante era ser gobernador ¿cuántos poetas nacerían y cuántos renacerían si les ofrecieran un gobierno civil?».

De Ortega y Gasset advierte: «Hay que subrayar una ausencia de reciprocidad entre el pueblo y el profesor Ortega, que escribió ‘La rebelión de las masas’ sin conocerlas», mientras que de su «Revista de Occidente» apunta que «es muchas veces vivero de pedantes, cuando no vivero para pedantes».

A Ramón Pérez de Ayala lo define como «cortesano de la dictadura, con cargo burocrático de favor, embajador, también de favor, con la República… Como dijo Ricardo Baroja acabará por ser arzobispo de Toledo»; a Galdós como «algo pazguato», a Valera como «redicho y pretencioso», y a Blasco Ibáñez como «un azulejo con mucho color y poco fuego para fijarlo».

De Valle Inclán creía Alaiz que era «más pedante que un Currucato», de Unamuno que era «un fraile empeñado a la vejez en hacer retruécanos» y de Palacio Valdés que tenía «una mentalidad salesiana», de modo que sólo salva del «mamporro» a Baroja, aunque no se olvida de reseñar «las quince mil faltas de sintaxis» que tienen sus novelas.

El irreverente 

Aláiz, en el ejercicio de su labor periodística, sufrió censuras, detenciones gubernativas, consejos de guerra, multas y prisión. Durante la monarquía y la dictadura de Primo de Rivera fue detenido y encarcelado por delitos de opinión y volvió a serlo en la República. Más tarde en el exilio francés, durante la ocupación nazi, volvió tener problemas en Montpellier. Así, ya en diciembre de 1923 se celebra un consejo de guerra contra Aláiz, al que se le piden seis meses de prisión por instigar insubordinación.

En 1924 fue condenado por otro consejo de guerra a cumplir cuatro meses de prisión por haber publicado un artículo que se consideró injurioso para el ejército y en marzo de 1925 fue nuevamente detenido, siendo liberado el 23 de diciembre. Y esta tónica continuó hasta el final de la dictadura.

Durante la República vuelve a ocurrir lo mismo. Detenido algo antes, en Febrero de 1932 se le concede la libertad provisional, aunque se instruían contra él 31 procesos por delitos de imprenta. En junio de 1932 fue condenado a dos años y cinco meses de prisión por un Consejo de Guerra (el fiscal pedía cuatro años). En octubre de 1932 se le pone en libertad hasta que en Abril de 1933 un tribunal popular lo absuelve de un delito de imprenta.

En el exilio, como otros cientos de miles, fue internado en un campo de concentración. En consecuencia, entre unas cosas y otras, Felipe Aláiz consumió en la cárcel cerca de cuatro años por escribir lo que pensaba y pensar lo que escribía. El exilio fue muy duro para él, privado de sus amistades, de sus relaciones y de su ambiente, de sus bibliotecas, a lo que se sumaba una enorme pobreza económica y una enfermedad que le impedía en muchas ocasiones levantar se de la cama. Tuvo una larga agonía y murió sólo en una habitación del Hospital Broussal de Paris el 18 de Abril de 1959 y fue enterrado en el cementerio de Thiais, a donde le acompañaron en cortejo fúnebre más de 200 compañeros, a pesar de ser un martes y en horario laborable.

Valle-Inclán en las trincheras

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Valle se inspiró en su experiencia real en la Gran Guerra para escribir una obra a medio camino entrea la crónica periodística y la poesía en prosa
Valle se inspiró en su experiencia real en la Gran Guerra para escribir una obra a medio camino entre la crónica periodística y la poesía en prosa

Cuando el tipo manco y barbado bordeó la trinchera, la infantería gala le tomó por un alto mando. Era mayo de 1916 y Ramón María del Valle-Inclán narraba la contienda para «El Imparcial», una inesperada antología de crónicas que la editorial Gallimard rescata en el primer centenario de la Gran Guerra.

Porque Valle, pese a lo poco o nada que se recuerde, fue corresponsal en el frente de Alsacia y lo fue según esa manera suya, entre misticismo y crudeza, que, en opinión del coordinador de la traducción e hispanista François Géal, avanza el tono de su obra posterior. Y -quién sabe- de las obras de otros.

«Es el estilo inimitable de Valle, un tratamiento literario muy particular donde se esfuman las fronteras entre relato, teatro y poesía», argumenta Géal, autor además de un esclarecedor prefacio al texto.

Como Ortega y Gasset o Gregorio Marañón, el dramaturgo era aliadófilo con todo lo que ello significaba en el paisaje intelectual ibérico de la época, sembrado de manifiestos a un lado y al otro de esa «neutralidad forzosa», sostuvo Azaña, que exigían las carencias del país.

Y Valle impactó a la tropa. Géal cita los elogios de un tal capitán Roberts, admirado ante la entereza de un dramaturgo fiel a su mítica personal al que le gustaba recordar cómo, en el curso de la operación que le amputó el brazo, reclamó un habano para engañar el dolor.

A finales de 1916 y bajo el título de «Un día de guerra (Visión Estelar)», el suplemento literario «Los Lunes de el Imparcial» publicaba las crónicas en dos remesas -«La media noche» y «En la luz del día»- para facilitar las cosas al lector de una España que, bajo el reinado de Alfonso XIII, aún rumiaba el desastre colonial.

Si bien la primera terminaría por encuadernarse en 1917, la segunda tuvo peor destino y permaneció en la sombra durante cinco décadas hasta que, en los años setenta, la editorial Aguilar la recuperó en una reedición de las obras completas del genio gallego.

Ahora, en plena explosión impresa del conflicto, Gallimard publica «Un jour de guerre vu des étoiles» («Un día de guerra visto desde las estrellas»), una esmerada edición bilingüe cuyo título alude a esa «visión estelar» que, tras sobrevolar el frente en plena noche, impresionó al cronista. «Fue una revelación», diría después.

Luego se contó -Géal cita a un testigo de la particular epifanía- que Valle, entonces recién nombrado profesor de Estética en Madrid, aprovechó el vuelo sobre las líneas alemanas para arrojar un puñado de cartas de visita con su nombre. La anécdota genera dudas aunque el personaje, advierte el hispanista, no invite a desecharla.

Pero la visión estelar era, antes de nada, un recurso narrativo: un punto de vista omnisciente, múltiple, que pretendía condensar «los varios y diversos lances de un día de guerra en Francia», según reconocía Valle en el prólogo a la edición de 1917.

Era 1916 o, lo que es lo mismo, Joyce no empezaría a publicar su monumental «Ulises» hasta cuatro años después, y también es antes del «Manhattan Transfer» de Dos Passos, obras que aspiraban a narrar los entresijos de una sola jornada.

Así que aquel Valle de «capote, boina y polainas», como le describió su confidente Corpus Barga, se adelantó, según Géal, a cierta modernidad por mucho que «fracasase en el empeño» -o eso llegó a decir el escritor-, pues el resultado apenas rebasaba un «balbuceo del ideal soñado».

De la marinería a una aldea «destripada» o al tedio mortal de la trinchera, la mirada del cronista asombra cuando evita el «ritmo del cañoneo» para detenerse en las pupilas de un campesino, «llenas del amor por las cosas», o en ese tren que «derrama su cabellera de chispas en la cerrazón de la noche».

Valle describe una «negra llanura» donde los hombres, «asomados a las troneras, contemplan el incendio de las granadas»; o donde un perro de lanas sostiene entre los dientes el brazo de un cuerpo que se hunde: «Se ve la mano lívida. El perro nada hacia la luz».

Son imágenes de la «dimensión vanguardista» del autor, señala Géal, quien sugiere en su prólogo que la crónica debe ser leída como el laboratorio de una obra que ya anunciaba «Luces de Bohemia», publicada en 1920, mientras prefiguraba los mimbres del esperpento.

Y aunque, como ironiza el hispanista, siempre lloviese en la Alsacia de Valle -era verano-, las imprecisiones y licencias continúan revelando un narrador «capaz de alcanzar otra verdad: a menudo más profunda que la suministrada por los hechos probados».