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Butts, la pecaminosa olvidada

Nadie lee a la «diosa de la tormenta» Mary Butts (1890-1937), una mujer que buscaba con más frecuencia de lo imaginable el virtuosismo. Admirada por sus contemporáneos Ezra Pound, Ford Madox Ford y Marianne Moore, de Butts la escritura (que da cobijo cualquier resquicio de luz creativa) tiende a verse ensombrecida por sus notorias aventuras, que incluyen practicar magia negra con Aleister Crowley, fumar enormes cantidades de opio y abandonar a su único hijo.
Mary Butts nació en Dorset en 1890. El periodista Ignasi Franch la describe como «Pacifista, bisexual y precursora del ecologismo». La autora vivió en Inglaterra, Italia y Francia, lugares en los que entró en contacto con los principales intelectuales y artistas de su tiempo: además de los ya nombrados, tuvo trato muy directo con T. S. Eliot, May Sinclair, Jean Cocteau y Virginia Woolf. Su obra, que incluye novelas, ensayos, poemas, diarios y relatos con un marcado carácter experimental, cayó en el olvido tras su muerte en 1937, hasta que en los años 80 y 90 del pasado siglo volvió a ser reeditada y estudiada, adquiriendo la consideración de autora de culto del modernismo inglés.
Franch recuerda que Butts «tuvo una vida notablemente agitada en el plano sentimental, pero consideraba que la creación era una parte principal de su vida. Por ello, consiguió producir una obra literaria y crítica considerablemente extensa que no siempre pudo publicar por las temáticas (como el amor lésbico) que abordaba». En cualquier caso, «la herencia de su padre, que le facilitó una renta desde los 21 años, allanó parte de un camino difícil», concede.
«Las estancias de la autora en el París de los artistas facilitó que los aspectos más potencialmente polémicos de su vida no se convirtiese en el yugo que tuvieron y tienen que sufrir personas afincadas en otros entornos sociales y culturales», defiende Franch, quien destaca la inquietud vital de la escritora. «Compartió charlas y drogas con creadores como Jean Cocteau, el ilusionista de la poesía y las artes visuales, conoció al músico George Auric o a la bailarina Isadora Duncan. Formaría parte del ambiente creador de su época, como escritora, como interlocutora y también como crítica literaria. E incluso fue discípula de los magos Philip Heseltine y Aleister Crowley, de quienes se terminaría alejando».
Huida del Mal
Según Crowley, la revelación contenida en El Libro de la Ley, convertido en un libro sagrado, le fue dictada por un ente llamado Aiwass (el Santo Ángel de la Guarda o Seth, el temible dios destructor asesino de Osiris). Años más tarde, en Cefalú (Sicilia), organizó su primer templo, la Abadía de Thelema, donde puso en práctica sus enseñanzas y rituales de magia sexual e invocación de toda clase de demonios y seres sobrenaturales hasta que fue expulsado de Italia por orden del mismo Mussolini.
Para esta tarea mágica (el alumbramiento del Eón de Horus), Crowley, considerado ya por la prensa como «el hombre más malvado del mundo», necesitaba a la Mujer Escarlata, Babalon, la apocalíptica Madre de las Abominaciones, la Novia del Caos que «cabalgará a la Bestia». Leah Hirsig, con el nombre mágico de Alostrael 31–666–31, no fue la primera de estas, pero sí una de las más importantes y quien dejó un más fiel y sobrecogedor testimonio de lo que sucedía diariamente en la abadía, sus rituales y penalidades, esperanzas y momentos aterradores, la increíble vida cotidiana de una comuna mágica.
Butts había huido tras contemplar, entre otros portentos – tal y como lo declara John Symmonds – a Leah Hirsig, la «Mujer Escarlata» copulando, o mejor dicho, sin conseguir copular, con un macho cabrío que «no se sentía excitado por un ser humano y contemplaba indiferente el trasero de Leah” (La Gran Bestia p 381).
Indecencia y luz
Con su vitalidad legendaria, Butts no siempre fue leída: en la década de 1920, publicó piezas en The Little Review , un periódico de cabecera por aquel entonces , y sus novelas, especialmente Armed With Madness (editada en España por Epicuro Ediciones) y Death of Felicity Taverner fueron elogiadas y a la sazón despreciadas por los más renombrados y recordados de los modernistas. Presa de un ataque de pánico ante los escritos de Butts, Virginia Woolf calificó su obra, con su implacable cuestionamiento de los valores, como «indecente». Tal vez no sea sorprendente dada la predilección natural de Butts por lo estrafalario.
Más generoso en su evaluación es Paul West, quien compara a Butts con Clarice Lispector y le escribe que su originalidad más conspicua consistió en su resolución de representar lo más abyecto de la existencia, con vistas a una transformación redentora, lo que significa mimetizarse con el sentido de la masiva e impersonal embestida de la Creación.
Escrito como un inverso de la desolada tierra baldía de Eliot , Armado de la locura es el mejor trabajo de Butts, una búsqueda extática y alegórica de significado en un mundo destrozado por la guerra y el nihilismo. Armados de locura trata de las vidas de un grupo de amigos y amantes que viven a caballo entre la cosmopolita Paris y su Inglaterra natal. El estadounidense Carston, un invitado procedente también de Francia, cumple una cierta función de álter ego del lector, al introducirse (e introducir a la audiencia) progresivamente en la poco convencional vida de los hermanos Taverner y sus invitados, en sus intrincadas redes de atracciones y frustraciones.
El elemento propulsor de la trama remite a los intereses de la autora por las culturas antiguas, y a su renovado interés por el cristianismo. Si las cosas no eran suficientemente extrañas en el hogar de los Taverner, tres amigos aparecen con un cáliz cuyas formas y cuya forma de hallarlo remite al Santo Grial de la última cena de Jesucristo y de las novelas artúricas. Los personajes reaccionan con una maraña de sentimientos encontrados: admiración, escepticismo, espíritu lúdico…
La vida salvaje de Mary Butts llegó a su fin en 1937, cuando murió de una úlcera perforada.
De la intensidad al dulce abismo

Considerada una de las poetas argentinas más importantes del siglo XX, Alfonsina Storni, un ser frágil y fuerte a la vez, con una vida intensa y apasionada, decidió irse sumergiendo en el mar un 25 de octubre de 1938. Un libro con sus poemas, ilustrado por Antonia Santolaya, pone al día su obra.
Con prólogo de Clara Sánchez, «Alfonsina Storni, las grandes mujeres» es un pequeño volumen, editado por Nórdicas, que se convierte en una doble obra de arte; por un lado, los poemas de Storni, la poeta argentina de origen suizo nacida en 1892, y por otro los dibujos y pinturas de Antonia Santolaya (Ribafrecha, La Rioja, 1966), plagados de fuerza y color.
Y es que, según explica Santolaya, el color lo lleva, lo tiene dentro Storni en su «vivir intenso. No por hablar de muerte debe hablarse en blanco y negro; hay mucha vida en ella incluso cuando habla de muerte», advierte.
La poesía de Alfonsina Storni es «tierna y delicada, pero rocosa, como si uno tuviera que arañarse las manos y las rodillas hasta coger flores y esos cardos y los besos de los que habla», dice la escritora Clara Sánchez, en el prólogo.
Alfonsina Storni forma parte del club de las poetas suicidas, de esas mujeres cuya experiencia límite, dura e intensa, roja y negra a la vez, fue regalada a la vida con palabras hermosas alimentadas por sus heridas, en un mundo muchas veces adverso y machista.
Storni, gran defensora del universo femenino y activista por la igualdad, añadió su nombre al de Virginia Woolf, Silvia Plath o Alejandra Pizarnik, escritoras que no vieron la luz al final del túnel; como ella, que una noche envuelta en un manto se entregó al mar oscuro y frío, un mar al que la poeta siempre había cantado azul.
Tres años antes de su muerte, a Storni le diagnosticaron cáncer de mama y le tuvieron que extirpar un pecho, una enfermedad que le provocó un gran desánimo, al igual que el golpe que para ella supusieron los suicidios del cuentista uruguayo Horacio Quiroga y de su hija, y la del escritor argentino Leopoldo Lugones, como recuerda Clara Sánchez en el libro.
Pero la forma en la que Storni puso fin a su sufrimiento creó leyenda y una de las canciones más bellas y más interpretadas de la historia, «Alfonsina y el mar», compuesta por Ariel Ramírez y Félix Luna y que siempre irá unida a la voz de Mercedes Sosa.
«Por la blanca arena que lame el mar, su pequeña huella no vuelve más (…) Te vas, Alfonsina, con tu soledad, qué poemas nuevos fuiste a buscar…», reza la canción.
Storni nació en Suiza, pero a los cuatro años marchó con sus padres a Argentina. Se inició en el mundo del teatro, después estudió para ser maestra de escuela y dio clases de Arte Dramático. Madre soltera desde muy joven, luchó contra los prejuicios y los convencionalismos de la época.
Su poesía comenzó siendo romántica hasta convertirse en un símbolo del modernismo y la vanguardia, con una palabra llena de belleza y verdad, porque su vida era su material, su barro a moldear.
Una vida que deja muy expuesta en sus poemas, como recuerda Santolaya. «Tenía otra imagen de esta poeta, pero la he leído tanto, he convivido tanto con sus poemas que he hecho un trabajo simbiótico total y me he sentido más bien una actriz».
«He leído y releído sus poemas y no salgo de mi asombro al ver cómo escribe tan descarnadamente -dice- y sin escudos, cómo se expone al mundo mostrando toda su fragilidad. Y así he ido entendiendo su atrevimiento y cómo en algunos de sus poemas deja entender la incomprensión de su época y la del hombre de ese tiempo, fuera de su sensibilidad», añade la pintora.
«Yo llevo las manos brotadas de rosas/ pero están libando tantas mariposas/ que cuando secas se acaben mis rosas, ay, me secaré», escribe Storni.
«En realidad, lo que le ocurre a Alfonsina Storni es lo que nos sucede a todos: ¿quién no tiene que sobrevivir y al mismo tiempo soñar?, ¿quién no es equilibrado y a la vez hace locuras?, ¿quién no piensa en la muerte y juega con ella un poco?», concluye en el libro Clara Sánchez.
La escritora sepulta a la ensayista

Además de escribir novelas universales como «La señora Dalloway» o «Las olas» y de ser uno de los grandes iconos del feminismo, Virginia Woolf fue también una gran lectora y crítica literaria que cultivó de manera brillante el ensayo analizando textos de Dostoyevski, Conrad o Jane Austen.
Contemporáneos suyos y clásicos de la literatura inglesa protagonizan los escritos que la autora londinense, fallecida hace ahora 75 años, publicó en revistas como «The Times Literary Supplement» y que ahora recopila «Horas en una biblioteca», un libro editado en español por Seix Barral.
Esta selección, editada y traducida por Miguel Martínez-Lage, abarca toda la trayectoria de Woolf como ensayista, desde sus primeros ejercicios de crítica literaria y ensayo informal hasta sus últimas y rigurosas piezas acerca de autores como Rudyard Kipling, Herman Melville o los antes citados Austen, Conrad y Dostoyevski.
«Entre todos los escritores solo Dostoyevski posee el poder de reconstruir esos maleables y complejos estados de ánimo (…) pues tiene plena capacidad (…) de sugerir ese submundo en penumbra», dice Woolf en un pasaje que descubre su fascinación por la psicología, tan presente en algunas de sus novelas más célebres.
«La infancia de la reina Isabel», «Las memorias de Sarah Bernhardt» -mítica actriz francesa de finales del siglo XIX-, la biografía como género literario o el cine centran otros de los casi cincuenta textos de «Horas en una biblioteca», todos ellos salpicados con multitud de referencias históricas y culturales.
Una prosa fácilmente comprensible, a caballo entre el lenguaje periodístico y el literario, compone estos textos en los que la autora también se atreve con personajes como el filósofo y escritor norteamericano Henry David Thoreau o la poeta británica Christina Rossetti.
Las líneas sobre Rossetti, escritas en 1930 con motivo del centenario del nacimiento de la poeta, repasan su biografía y su obra en un texto en el que Woolf se dirige a la autora de «El mercado de los duendes» sin ocultar la admiración que siente por ella.
«Nada blando, nada ocioso, nada irrelevante estorbaba en tus página. Dicho en una palabra, eras una artista», le dice Woolf a su compatriota y fuente de inspiración antes de añadir que «algunos de los poemas que escribiste en tu cuartito guardarán una perfecta simetría».
En esta recopilación de ensayos, Woolf trata también episodios cotidianos -como su perspectiva de un «colegio de señoritas» o distintos roles de género- a partir de los que reflexiona sobre cuestiones existenciales que dejan entrever cierta vocación filosófica en la autora de «La señora Dalloway».
Prueba de ello es cómo la novelista y ensayista reflexiona sobre la muerte en un relato protagonizado por una polilla: «Así como la vida había sido algo extraño momentos antes, ahora la muerte no era menos extraña. Tras enderezarse la polilla, ahora yacía con toda decencia, compuesta, sin queja».
«Inéditas e irrepetibles» en la literatura inglesa son para T.S. Eliot las cualidades y la voluntad de Virginia Woolf; halagos tenía también para ella Jorge Luis Borges, quien la consideraba «una de las inteligencias e imaginaciones más delicadas de la literatura inglesa».
Unidas, las cualidades y la inteligencia de la que hablan Eliot y Borges le permitieron a la gran escritora londinense analizar de forma única y muy personal la realidad que le rodeaba.
Más que demostrada queda la brillantez de la pluma ensayística de Virginia Woolf por la vigencia que, tres cuartos de siglo después de su muerte, mantienen los textos ahora recopilados en «Horas en una biblioteca».
La pasión según Virginia Woolf

Estuvo casada hasta su trágico suicidio en 1941, pero Virginia Woolf mantuvo durante toda su vida relaciones con mujeres, y fue con la aristócrata Vita Sackville-West con quien «culminó» sus deseos y fantasmas, un romance que la española Pilar Bellver recrea en el relato epistolar «A Virginia le gustaba Vita».
Virginia Woolf, la escritora «feminista por excelencia», y Vita Sackville-West, «casi como la lesbiana oficial de la aristocracia inglesa», fueron revolucionarias y pioneras de la élite londinense del siglo XX, dos escritoras casadas que, a pesar de ello, ya se habían enamorado anteriormente de mujeres, unas experiencias que no evitaron que el romance que mantuvieron las «transformase» radicalmente.
«Lo tenían las dos muy claro», explica Pilar Bellver, autora de «A Virginia le gustaba Vita», un relato epistolar en el que la «imaginación» rellena los íntimos momentos que mantuvieron la escritora Virginia Woolf (1882-1941) y la aristócrata Vita Sackviller-West (1892-1960), y de los que no hay material explícito que los documente.
Son muchas las cartas y los diarios que dan cuenta de la relación romántica que vivieron las dos escritoras desde que se conociesen el 14 de diciembre de 1922, pero Bellver hace de esta obra ficticia, con base biográfica, una «aportación» de aquellos detalles que no se conocen.
«He contado lo que, después de tantas páginas de diario, no está contado. La noche de amor entre ellas, esas noches que nos faltan, la fantasía, lo que no llegaron a decir», asegura la escritora.
Así, «A Virginia le gustaba Vita» (Dos Bigotes) toma como punto de partida el momento en que Woolf asume, en una carta destinada a Sackville-West, que el romance que han mantenido durante más de un año por correspondencia había de desembocar, inevitablemente, en una relación íntima y sexual.
Algo que, en el fondo, «le daba miedo» a ambas mujeres: «A Vita le daba miedo tener una relación muy intensa con ella», explica Bellver, porque «todo el mundo» temía que Woolf se «desmoronase» a la mínima de cambio por sus antecedentes depresivos.
Para Bellver, Woolf era mucho más fuerte de lo que el resto pensaba, aunque admite que la autora de títulos como «Orlando» -un «regalo» destinado precisamente a Sackville-West, para que su mansión familiar, Knole, fuera «eternamente suya» ya que no podría heredarla por ser hija única-, también temía dar el siguiente paso en su relación.
«Virginia tenía también miedo, en mi opinión, de dónde pudiera llevarle todo eso. Ella ya se había enamorado de mujeres antes que de Vita, pero nunca había tenido relaciones con ellas», explica sobre esta mujer que se sentía «muy insegura en el aspecto físico».
A pesar de los temores, Woolf consiguió «culminar» el juego de seducción que Sackville-West había iniciado desde la noche en la que se conocieron, que les llevaría a una relación en la que mediaron los celos -la aristócrata no dejó de tener amantes-, pero construida sobre un sólido amor y respeto intelectual que consiguió que nunca «se enfadaran en serio» y que supuso una auténtica transformación para ambas.
«Vita le dio a Virginia alegría de vivir, entusiasmo, y se siente mucho más segura como mujer, como persona sexual. Y Virginia le dio a Vita solidez ética e intelectual», resalta Bellver, que se lamenta de que no haya material íntimo sobre su relación porque Woolf fue parca en palabras al respecto en sus diarios para evitar que su marido, Leonard Woolf, conociese los detalles.
Aunque su esposo, uno de los fundadores del Partido Laborista, sí estaba al tanto de la relación entre las mujeres, al igual que el marido de Sackville-West, el diplomático, también homosexual, Harold Nicolson.
Es precisamente en una carta entre la aristócrata y su marido donde se revela la fecha exacta en la que Woolf y Sackville-West mantuvieron su primera relación sexual, en la noche del 17 al 18 de diciembre de 1925.
«A Virginia le gustaba Vita», que en un principio fue un capítulo de la antología «Ábreme con cuidado» (Dos Bigotes) y se convirtió finalmente en una novela con voz propia, pretende, explica Bellver, «ser una guía casi pedagógica» a través de sus numerosas notas.
«Tiene dos planos: para la gente que sí conoce la historia y les falta algo, y para la gente que no la conoce y que disfruta aprendiendo», apostilla Bellver sobre esta historia de amor que la actriz Eileen Atkins escribió para teatro en 1992 con la obra «Vita y Virginia» y que la directora Chanya Button está adaptando en la gran pantalla