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Boadella y las miserias palaciegas

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Por Cúrcumo Procaz

De izquierda a derecha, Pilar Sáenz, Bruno López-Linares y Ramón Fontseré

Empecemos por el final.

Tres señores y otras tantas señoras (paridad en cuanto a número y canas) se apresuran a abandonar el patio de butacas del rutilante Teatro Cervantes de Málaga a la conclusión de la obra «El Rey que Fue» (Els Joglars). A todos les mueve el mismo afán: no soportan que las situaciones de superioridad se interpreten en tono de chascarrillo, de tal modo que si un monarca más o menos decadente propina una palmadita en el culo a una chica del servicio, se trata de un hecho objetivamente atroz a sus ojos.

No entraremos a determinar cuánta ‘doctrina queer’, ‘post-verdad’ o ‘anti-máquina del fango’ hay impregnadas en este comportamiento. Ni tan siquiera buscaremos el denuedo que impulsa a señores y señoras que en su día normalizaron a Silvia Kristel, Nadiuska, Ágata Lys o Susana Estrada, así como las revistas guarras en los quioscos de su época (algunos relatos de «Las Cartas Privadas del Pen» eran gloriosos y hasta literariamente correctos), a colocar estampaciones definitivamente inquisitorias a una obra de ficción basada en hechos reales.

Lo determinante aquí es que fueron seis contra un aforo repleto que decidió permanecer en sus asientos. Y este dato es arrollador, desde un punto de vista demoscópico.

Prosigamos por el principio, mucho antes de todo esto.

Albert Boadella fue un pertinaz antifranquista a finales de los años 60 del pasado siglo. Devoró miles de letras de materialismo histórico, incluyendo ediciones sudamericanas en las que se explicaba cómo desentrañar a Marx, Engels, Lenin y el Libro Rojo de Mao. En la Cataluña (Catalunya) más cercana a Europa que a Madrid, se embebió de todo el teatro de vanguardia y también de la Escuela de Cine de Barcelona. En ‘happennings’ que nada tenían que envidiar a los de Warhol, bailó «Ars Erótica» de Pau Riba y «In-A-Gadda-Da-Vida» de Iron Butterfly. Quedó inefablemente adherido a los Batista, Batiste, Josep María París, Jaume Sisa, Enric Herrera, Carles Benavent… Un etcétera rutilante antes del «rollo». Un melenudo con fundamento. Un jipi de Canet con poso.

El pecado de Boadella es haber leído más de la cuenta y, en actitud contemplativamente crítica, haber visto crecer a los medrantes y poner el dedo en la llaga de sus contradicciones.

Pues bien: para muchos y muchas, Boadella es ahora un facha. Y lo inquietante de todo esto es la brisa mortecina que precede al adjetivo. Porque para los clasistas que nunca escucharon a Evolution y Pan y Regaliz y a lo más que han llegado es a Gato Pérez y la Orquesta Mirasol, el flequillo de Puigdemont es la lanza que defiende a los que ansían la liberación del yugo del fascista opresor. Así que aquí estamos: queriendo ser libres mientras se democratizan por tik-tok hasta las ventosidades más sonoras, y en rotación astronómica se buscan lapidaciones públicas para regurgitar el vómito. Y eso no es arte experimental, más bien gilipollez contumaz.

Continuemos por la obra.

«El Rey que Fue» traza con escuadra y cartabón cada balbuceo de Juan Carlos I, desterrado al Oriente de los ricos, aunque de un modo menos poético que el de Lawrence de Arabia. Y desde el primer instante hay lucha de clases, moros y jeques, niños de papá, miserias y decadencias propias de la edad y gestos de viejo cascarrabias que ve cómo el reloj vital está a punto de detenerse. Citando a Cordelia, en El Rey Lear: «El tiempo desenvolverá los repliegues donde la astucia se esconde y oculta. Las faltas que al principio vela, al fin las descubre, exponiéndolas a la vergüenza».

Las referencias a Shakespeare son constantes, y están fundamentadas por la rebeldía republicana del hijo potentado de un íntimo amigo del emérito. Con fina y perspicaz pluma, Els Joglars desenmascara la frugalidad acomodaticia y la enfrenta a las nuevas formas de entender la realidad, por lo que no es de extrañar que los teléfonos móviles acaben siendo lanzados al mar por el decrépito gruñón.

La austera puesta en escena queda rápidamente subyugada por inteligentes diálogos entre personajes perfectamente dibujados. Y aunque es noble pretensión que una paella sea el pegamento entre clases sociales, ‘la pela es la pela’. De ahí que en cada exabrupto de Juan Carlos I habite la nostalgia de quien tuvo patente de corso y mantiene tics palaciegos que tornan en ridículo y a la sazón, entrañable paroxismo.

Finalicemos por el preámbulo.

No es de extrañar que Els Joglars, la compañía de teatro más longeva de Europa, llegase a Málaga precedida y auspiciada por el aplauso de exitosos desarrollos de su obra más reciente, «El Rey que Fue», en otras ciudades españolas.

En el el tapete interpretativo, sobre el trabajo de Ramón Fontseré, quien da vida a un senecto Juan Carlos I, recae el peso de un espectáculo sostenido por una dirección sobria, por momentos escueta, en la que los fraseos del exmonarca en ningún caso provocan reflujo, más bien recurrentes momentos carcajeantes, construidos desde el saber tragicómico. Pilar Sáenz, en el papel de biógrafa cultureta de best-sellers y amante del emérito, rezuma ese olor salino marbellí que tanto place a los capitalinos de postín, que gastan su dinero en instantes intrascendentes; Dolors Tuneu hila fino siendo la chica del servicio lo suficientemente joven y neumática como para despertar la satiriasis de un rey anciano con ánimo renovado de mantener prebendas; Bruno López-Linares materializa con entusiasmo ‘shakesperiano’ las ansias revolucionarias de un niño bien, el nuevo retrato de los pijos de izquierdas que pretenden desnudar incoherencias ajenas sin haber dado un palo al agua; Martí Salvat desengrasa los momentos de extrema tensión en apariciones deudoras de los mejores giros de Blake Edwards, con el deje ‘british’ descacharrante del capitán del «Súper Bribón».

Por todo lo expresado, Boadella y el elenco de «El Rey que Fue» gozan de esa capacidad de engrasar los resortes resecos de las patas del sistema, una virtud adscrita al teatro como contrapunto a la pleitesía de la genuflexión. Y gracias, porque tocar los huitos a diestra y siniestra no es fango. Más bien necesario y hasta saludable.

El Festival Pop

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Por Kim (1974)

Los pájaros no trinan, hablan griego clásico

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Virginia Woolf con su padre, Sir Leslie Stephen, y su madre, Julia Jackson, en la casa de Talland en1892

Por Rebeca García Nieto

Virginia Woolf, una de las escritoras más importantes del siglo XX, ha sido objeto de múltiples tesis doctorales debido a su capacidad de introspección y su habilidad para escrutar minuciosamente sus pensamientos. Además su estado mental está ampliamente documentado a través de sus diarios y obras de ficción, lo que la hace atractiva a los ojos de psicólogos y psiquiatras interesados en conocer cómo se vive «desde dentro» la psicosis maníaco-depresiva que padeció durante prácticamente toda su vida y la llevó al suicidio el 28 de Marzo de 1941 tras arrojarse al río Ouse con los bolsillos llenos de piedras.

Por otra parte, puesto que en su época no había disponible ningún tratamiento específico para la psicosis maníaco-depresiva, la enfermedad puede ser observada siguiendo su curso natural. Hoy en día, episodios tan severos y duraderos serían difíciles de encontrar. En 1949, sólo 8 años después de su muerte, se descubrió que el litio podría ser útil para tratar el trastorno bipolar.

Psicobiografía

Sin duda, la más complicada de sus novelas fue su «novela familiar». Algunos autores afirman que antes de que un niño nazca, el niño «existe» ya en la imaginación de sus padres. El lugar que un niño ocupa en la familia proviene de esa imaginación parental y de la forma en que el niño real se adapta a esa imagen que sus padres tienen de él. En el caso de Virginia, se puede decir que antes de nacer no existió en la imaginación de sus padres, ya que no era una hija esperada.

Muchos de sus biógrafos coinciden en afirmar que no debería haber nacido y con esta afirmación no hacen referencia únicamente a los deficitarios métodos anticonceptivos de la época, sino que para sus padres la vida había dejado de tener sentido hacía bastante tiempo. La muerte estuvo siempre omnipresente en casa de Virginia incluso antes de que ella naciera, ya que ambos padres habían enviudado de sus respectivos cónyuges antes de tomar la decisión de casarse.

Ambos padres aportaron hijos de su anterior matrimonio, por lo que la casa de Virginia estaba siempre abarrotada. Su padre tuvo una hija que era deficiente. Su madre tuvo 3 hijos: Gerald, Stella y George (su preferido). En sus diarios Virginia dijo que no tenía ni un solo recuerdo de haber estado a solas con su madre.

La relación con su padre fue siempre ambivalente, sobre todo después de la muerte de Julia. Él era el punto de referencia de Virginia en lo que a literatura se refiere (su padre publicó varios libros). Malcolm Ingram, un psiquiatra norteamericano, va más allá y afirma que ambos eran extraordinariamente parecidos, ya que los dos dependían constantemente del apoyo de figuras femeninas.

La hermana mayor de Virginia (Vanessa) nació en 1879, y un año después (1880) nació Thoby. Cuando Virginia nació (1882), estos dos hermanos estaban muy unidos.

A medida que los tres hermanos fueron creciendo, empezaron los celos y la rivalidad entre las hermanas por la atención de Thoby. La relación de rivalidad, celos y dependencia entre las dos hermanas, en la que más tarde nos detendremos, continuaría durante el resto de su vida. Adrian, el hermano menor, nació en 1883.

Virginia fue una niña que comenzó a hablar más tarde que sus hermanos y desde pequeña se mostró hábil e ingeniosa en el uso de las palabras. Sus conocidos decían que unas veces era tímida y otras destacaba por su forma de ser extrovertida. A lo largo de su vida tuvo una gran vida social, salvo cuando se veía obligada al aislamiento social por prescripción médica.

Comenzó a escribir su primera obra de ficción a la edad de 8 o 9 años un períodico semanal («Hyde Park Gate News») que hablaba de las vivencias de su familia. Freud fue uno de los primeros en darse cuenta de la necesidad de algunos niños de modificar con la imaginación sus relaciones con los padres y hermanos. La creación de este periódico se inició como un juego entre las dos hermanas, y respondía a esa necesidad que muchos niños tienen.

Winnicott habla de un área intermedia que no pertenece a la realidad psíquica interna ni tampoco al mundo exterior. Es el área de la ilusión, el lugar de la vida imaginativa del niño, intermediario entre lo interno y lo externo. En esta zona privilegiada para el desarrollo de la creatividad Virginia hallaría refugio en esta primera etapa de su vida.

El recurrir a la fantasía sería algo que siguió haciendo hasta el final de sus días. Según Melanie Klein todos los individuos interpretamos la realidad ambiental en función de nuestras fantasías sin que este hecho sea considerado sinónimo de falta de sentido de realidad o indicio de enfermedad mental. Aunque para esta autora la principal función de la fantasía es satisfacer los impulsos instintivos prescindiendo de la realidad externa, la fantasía tiene un aspecto defensivo que no se puede obviar: la fantasía es una defensa contra la realidad externa, interna o contra otras fantasías (por ejemplo, las fantasías maníacas serían un buen ejemplo de este aspecto, ya que éstas impiden la aparición de las fantasías depresivas subyacentes).

Como puede observarse, el gráfico elaborado por el psicólogo clínico Thomas Caramagno recoge los cambios de estado de ánimo sufridos por Virginia Woolf desde 1895 (fecha en que sufrió su primer episodio) hasta 1941 (año en que murió).

La parte superior del gráfico refleja los períodos maníacos e hipomaníacos de Virginia. La parte inferior refleja las fases depresivas de su enfermedad. Como puede observarse no hay período maníaco sin su contrapartida depresiva y viceversa. También puede apreciarse que los brotes de mayor intensidad están recogidos en la parte izquierda del gráfico, tuvieron lugar en la adolescencia y en la juventud de Virginia. Sin embargo, en los últimos 20-25 años (recogidos a la derecha del gráfico) los períodos de enfermedad son menos intensos.

En la parte izquierda se observan los 3 grandes brotes sufridos por ella (verano de 1895, mayo 1904 y julio 1913).

En 1895, a la edad de 13 años, tuvo su primer episodio poco después de la muerte de su madre. Virginia tuvo en primer lugar un episodio depresivo que duró aproximadamente 6 meses. Se culpaba a sí misma por la muerte de su madre, tendía a menospreciarse sobre todo al compararse con su hermana Vanessa y los desconocidos la aterrorizaban. Después, comenzó a estar irritable e inquieta.

En 1897, su hermanastra Stella, que hasta entonces había hecho las veces de madre, murió de peritonitis cuando estaba embarazada. Su padre no permitió a sus hijos volver a pronunciar el nombre de Stella y, de algún modo, aquella casa quedó sumida en un absoluto silencio.

El concepto de muerte es uno de los más difíciles de asimilar para todo ser humano. Supone representar algo que es imperceptible, en el límite de lo impensable, algo a lo que no se puede poner palabras: el no-ser. En su caso, debió ser si cabe más difícil puesto que la muerte era algo de lo que nunca se hablaba en casa, su padre no les permitía expresar sus emociones. El único que tenía «autoridad» suficiente para gritar y expresar su dolor era precisamente él. Éste fue el origen de las malas relaciones de Sir Leslie y sus hijos.

En 1904 muere su padre. Un mes más tarde de la muerte de su padre volvió a sentirse triste y culpable. Comenzó a oír voces que la incitaban a hacer disparates y finalmente, se tiró por la ventana de su casa sin graves consecuencias para ella.

El tercer episodio de la enfermedad de Virginia tuvo lugar en 1913. Poco antes de este brote, Virginia se había casado con Leonard Woolf. Este período de la enfermedad de Virginia está muy bien documentado porque Leonard llevaba un minucioso diario de la enfermedad de su esposa.

En los períodos de manía, su marido describe su incesante hablar: «hablaba casi sin parar durante 2 o 3 días», se hacía preguntas y se contestaba a sí misma. Incluso, una mañana, Leonard la descubrió hablando con su madre. Su lenguaje se volvía incoherente, decía que era una «mezcla de palabras disociadas». Estaba irritable, la emprendía contra él y, por regla general, contra todos los hombres. Además, padeció de varios episodios de estupor maníaco e insomnio.

En los períodos depresivos creía que ella tenía la culpa de su estado y que su situación era un castigo merecido. No podía concentrarse ni escribir y se negaba a comer porque la daban asco las partes de su cuerpo relacionadas con la comida (boca, tripa…). Tendía a menospreciarse, sobre todo cuando se comparaba con su hermana Vanessa.

La propia Virginia relacionaba su temor a las relaciones sexuales y la repulsión que su cuerpo la producía con los abusos sexuales que sufrieron (ella y su hermana) por parte de sus hermanastros: Gerald y George. Su cuerpo le producía tanta vergüenza que no podía soportar el verse contemplada en un espejo. Al parecer, sus primeras relaciones sexuales con Leonard reactivaron recuerdos de su pasado particularmente dolorosos para ella.

Es difícil saber hasta qué punto llegó el contacto físico de Virginia con sus hermanastros. También es difícil precisar durante cuánto tiempo tuvieron lugar los abusos; muchos críticos afirman que desde que murió su madre hasta que se casó con Leonard (precisamente el período de la vida de Virginia en que los episodios de enfermedad fueron más intensos).

Aunque desde un punto de vista estructural no puede describirse una organización psicopatológica determinada en las personas que han padecido abusos sexuales en la infancia, son frecuentes los rasgos depresivos en los que predomina el sentimiento de culpa, la vergüenza y la baja autoestima.

Malcolm Ingram afirma que es improbable que el abuso sexual fuese la causa de la aparición de la enfermedad bipolar en Virginia, pero también afirma que podría haber tenido una relación directa con las dificultades que tuvo para mantener relaciones sexuales en la vida adulta y con su dificultad para expresar o recibir sentimientos de ternura e intimidad.

Por otra parte, otros autores (Bowlby, Jacobson, Furman,…) relacionan también la pérdida de figuras importantes en períodos tempranos de la vida con episodios depresivos en la vida adulta.

Sin embargo, en relación a la enfermedad bipolar, la mayor parte de autores resaltan la importancia del factor hereditario en su causalidad. En el caso de Virginia, se puede afirmar que existe una Historia de trastornos afectivos (enfermedad depresiva y maníaco-depresiva) en su familia paterna: Su abuelo tuvo al menos 3 episodios depresivos. Su primo-JK Stephen- fue un prometedor escritor que desarrolló un trastorno maníaco y tuvo que ser confinado debido a su agresividad. El padre de Virginia padeció también episodios depresivos y su madre Julia, tuvo un duelo patológico tras la muerte de su primer marido, momento a partir del cual se sintió muerta.

Su hermana también tuvo un episodio depresivo tras perder el hijo que esperaba. Los síntomas que presentó eran similares -según los familiares- a los que solía presentar Virginia.

Análisis de su obra

Después de este recorrido por los acontecimientos más señalados de la psicobiografía de Virginia, nos detendremos en algunos aspectos de su obra de ficción y sus diarios, ya que podría decirse que la relación entre la enfermedad de Virginia y su obra literaria es bidireccional.

Probablemente, sería ir demasiado lejos preguntarse si Virginia Woolf habría sido capaz de crear la obra que la ha hecho famosa si su existencia hubiera estado constreñida por la camisa de fuerza de la cordura. Lo que si podemos afirmar es que ella misma aseguraba que entresacaba el material para su obra de ficción de las experiencias vividas por ella en sus frecuentes períodos de enfermedad, especialmente en los fases maníacas, en los que «las ideas manaban como un volcán». Un ejemplo de esto aparece en la siguiente cita: «Después de estar enferma y sufrir todo tipo y variedad de pesadillas y una percepción de intensidad exagerada – mientras estaba en la cama solía inventar frases durante todo el día- y de esta manera esbozaba todo lo que creo que ahora, a la luz de la razón, intento poner en prosa».

Parece ser que algunos de los síntomas propios de la enfermedad, especialmente el pensamiento ideofugal (fuga de ideas) facilitaban la creatividad de Virginia. En la fuga de ideas nos encontramos con un estado de hiperconciencia muy intenso facilitado por una relajación de los mecanismos inhibitorios psíquicos y por un descenso en el umbral sensorioperceptivo normal. Esto se traduce en la aparición en el campo de la conciencia de un excesivo número de ideas asociadas por medio de diferentes métodos de asociación: asociación fonética, contigüidad temporo-espacial, semejanza externa… El bajo umbral sensorial favorece que diferentes estímulos externos, corporales y psíquicos, movilicen nuevas ideas.

Virginia Woolf con el también escritor Lytton Strachey, miembros del Círculo de Bloomsbury

Un curioso ejemplo de asociación puede encontrarse en el siguiente párrafo: «Durante la guerra, las olas montan unas sobre otras y arremete con sus juegos idiotas hasta que parece que el mundo entero se desmorona en lujuria desatada». En esta frase, puede apreciarse cómo asocia la anarquía de la naturaleza con la brutalidad de la guerra y con el sexo. La mayor parte de imágenes utilizadas por Virginia están relacionadas con el agua. Virginia relaciona el agua con la impasibilidad de la naturaleza ante el destino humano y, sobre todo, con la tranquilidad de la muerte.

Jane Dunn afirma que Virginia asociaba deseo sexual y muerte como consecuencia de algunos acontecimientos de su vida: su hermanastra Stella murió poco después de quedarse embarazada y «perdió» a su hermana Vanesa cuando ésta aceptó la proposición de matrimonio de Clive Bell sólo dos días después de la muerte de su hermano Thoby.

Otros síntomas propios de la manía pueblan sus novelas y diarios. Por ejemplo el fenómeno denominado «fuga de pensamiento». Según Cabaleiro Goas, en algunos pacientes maníacos, pese al estado de verborrea que presentan, sus ideas o pensamientos son mucho más rápidos que sus palabras. Entonces los pacientes se muestran autistas y perplejos (fuga de pensamiento).

Otras anotaciones se refieren a la velocidad de los pensamientos (fenómeno conocido como taquipsiquia). Por ejemplo, cuando dice que «los pensamientos volaban por delante y la razón iba a la zaga».

A veces, los pensamientos se la presentaban en forma de voces. Dice: «Seguir mis pensamientos era como seguir una voz que habla demasiado deprisa para que la anote un lápiz; y la voz era la mía propia diciendo cosas innegables, imperecederas, contradictorias».

Virginia utilizó algunas experiencias autobiográficas en sus obras de ficción. Así, en «Mrs.Dalloway» incluye experiencias reales para ilustrar la locura de su protagonista: Septimus. En su primer brote, Virginia escuchaba cantar a los pájaros en griego y veía al rey Eduardo VII oculto detrás de unos arbustos gritando obscenidades. Mucho se ha especulado sobre estas experiencias.

La imagen de los pájaros cantando en griego «que no existe el crimen, que no hay muerte» aparece en Mrs.Dalloway. También en la novela «Los años» utiliza una figura similar: Philomela, violada por Teseo es convertida en ruiseñor y condenada a cantar su dolor sin que nadie la entienda. El fenomenólogo Roger Poole lo relaciona con los abusos sexuales sufridos a manos de sus hermanos, incomunicables socialmente.

Respecto a escuchar a Eduardo VII gritando obscenidades, guarda relación con un hecho que la ocurrió a Virginia siendo niña. Una noche, Virginia escuchó y vio a un hombre borracho gritando obscenidades bajo su ventana. Al día siguiente, preguntó a sus padres y éstos la dijeron que no había sido verdad, que había sido la pelea entre dos gatos. En este ejemplo la realidad era distorsionada por sus padres a causa de los tabúes de la sociedad victoriana.

El último gran brote de Virginia tiene lugar en 1915. No parece casual que fuese precisamente por aquella época cuando se publicó su primer libro «Fin de Viaje». Al parecer, lo que más estabilizó a Virginia no fue el hecho de escribirlo, sino la buena acogida de dicha novela. Siempre tuvo miedo de que su escritura no fuese más que una colección de frases sin sentido, una prueba de su locura, por tanto las buenas críticas recibidas fueron para ella una especie de certificado de cordura.

El hecho de que virginia escribiera acerca de sus experiencias más íntimas influyó en la evolución de la psicosis maniaco-depresiva que padecía. Así, y por citar solo algunos ejemplos, escribir «Noche y Día» apaciguó su mente; sin embargo, al escribir obras más realistas como «Los años» o la biografía de su amigo Roger Fry se produjo un empeoramiento de su enfermedad: estas obras parecían exigir una fidelidad a los hechos que acrecentaba la ansiedad de la escritora.

La necesidad del lenguaje

En primer lugar, es necesario subrayar la «dependencia» del lenguaje de Virginia Woolf. En su diario, hace referencia a su necesidad de «hacer más y más frases, y así interponer algo duro entre ella y la mirada fija de las doncellas, la mirada de los relojes, las caras que se quedan mirando indiferentes…». Virginia deja entrever que escribir era para ella la pantalla que oponía ante todo lo que temía: la conciencia del transcurso del tiempo, las miradas de la gente… Como más adelante se comentará, hacia el final de su vida, este sistema de protección se vino abajo dejándola indefensa.

La técnica empleada por Woolf es una variante de la «corriente de conciencia» popularizada por James Joyce Joyce o William Faulkner (en «El ruido y la furia»). En el ámbito de la psicología el término fue introducido por William James.

La variante utilizada por Virginia es conocida como «monólogo interior». Esta técnica ha sido definida como «la conversación del yo con el otro yo que soy yo mismo». En esta técnica la autora se experimenta a sí misma como un objeto de su experiencia. Durante toda su carrera quiso narrar lo que experimentaba en el umbral de la conciencia, en el preciso momento en que estaba siendo testigo del monólogo en soledad de la mente, en ese verse viendo.

A veces, resulta difícil saber con seguridad quién nos habla en las novelas de Woolf debido al uso del estilo indirecto libre (esta técnica consiste en el uso de la tercera persona en lugar de la primera). Utiliza esa técnica para evitar utilizar el pronombre «yo». Para ella, la palabra «yo» es sólo «un símbolo cómodo para alguien que no existe realmente».

La técnica de Virginia permite un acceso directo al interior de los personajes, y nos proporciona una especie de ventana a los misteriosos espacios interiores de la autora. A través de su obra de ficción Virginia logró exorcizar partes de sí misma y de su pasado que no podía apartar de su cabeza:

1. Sus padres

Al escribir «Al faro» cambió su relación con sus padres muertos décadas antes. Virginia dice que hizo consigo misma lo que los psicoanalistas hacen con sus pacientes. Expresó algo largo tiempo sentido y lo dejó descansar. Se refiere a la omnipresencia de su madre, casi más real que cuando estaba viva. Ella oía su voz y su risa hasta que tuvo 44 años. Con su madre, Virginia se condenó al silencio. Ella podía escucharla, pero era sólo su madre quien hablaba. Ella guardaba silencio, la muerte de su madre la hizo «buscar entre palabras que no sabía».

La relación con su padre muerto dos décadas antes era muy distinta. Había cosas que hubiera sido imposible decirle en voz alta pero fue capaz de decírselas en el contexto de su enfermedad: Dice que hasta que escribió «Al faro» solía encontrar sus labios moviéndose, solía reñir con él, diciéndose a sí misma todo lo que nunca le dijo… cosas que era imposible decir en voz alta. Escribir «Al faro», le proporcionó una oportunidad para decirles cosas que antes no les había dicho. Lo que Virginia no podía verbalizar lo ponía en boca de sus personajes que actuaban así como una especie de intermediarios entre ella y sus personas significativas: tanto vivas como muertas.

La psicóloga clínica Katherine Dalsimer señala que tal vez la experiencia de las pérdidas tempranas convirtió a la memoria en un asunto de especial importancia para Virginia. Fue la memoria la que la mantuvo en conexión con los muertos, ya que los recuerdos son la única forma que tenemos de conservar lo que, de lo contrario, estaría irrevocablemente perdido.

Virginia Woolf de niña

Virginia solía preguntarse por qué algunos momentos en apariencia insignificantes permanecían nítidos en su cabeza y sin embargo, era capaz de ignorar años enteros. A los primeros, los llamaba «momentos de existencia». Esos momentos de exaltación sensorial recuerdan la noción de epifanía de James Joyce. Estos momentos pueden estar relacionados con un síntoma frecuente en los episodios maníacos: la hiperestesia o el aumento de intensidad y viveza de las percepciones. Estas experiencias de Virginia hicieron que en muchos de sus relatos se privilegie el código visual. La mayor parte de sus novelas pueden describirse más fácilmente mediante imágenes visuales que mediante palabras. Al igual que Wittgenstein, Virginia es también partidaria de redimir las carencias del lenguaje mostrando las cosas en lugar de tratar de explicarlas.

Además, la percepción del tiempo está ligada con esos momentos en que, por alguna razón, la belleza del mundo es revelada y, sin embargo, está a punto de perecer. En estos momentos, el tiempo se congela y se convierte en tiempo puro. Las imágenes de estos momentos de eternidad fugaz pueblan sus obras. Bergson plantea también esta dualidad del tiempo: el tiempo cronológico y el tiempo interior. El tiempo cronológico es inexorable, el interior está lleno de momentos que crean la ilusión de lo duradero. Gracias al desacuerdo entre ambas modalidades de tiempo la vida es infinita y, sin embargo, pasa como un rayo.

En los depresivos, la percepción del tiempo se lentifica; en los períodos de manía, se acelera. Estas experiencias están ampliamente desarrolladas en el libro «El tiempo vivido» de Minkowski.

2. La locura

En «Mrs. Dalloway», a través de su personaje Septimus Smith bucea en las experiencias de su enfermedad. Este personaje es tachado de loco por los psiquiatras guardianes de la normalidad en la época victoriana porque rechazó las normas y las ilusiones que consolaban a los ciudadanos de la sociedad en que vivía.

Septimus es enviado a la guerra (1ª Guerra Mundial.) y allí se le enseña a no sentir, Al volver a casa, los estratos dominantes de la sociedad -sirviéndose del discurso dominante, en este caso científico- tratan de segregarlo y silenciarlo para mantener la normalidad por la que luchó. Según Foucault, existe un conflicto de poder entre locura y razón. La razón sería el discurso dominante, el discurso utilizado por la sociedad para mantener el status quo y la locura sería un intento de trasgresión de este discurso, una especie de rebelión contra el orden dominante.

Septimus Smith tenía alucinaciones visuales en las que todo lo que había visto en el frente volvía a agredir su vista, asociaba toda experiencia con lo vivido en la guerra (por ejemplo,. el sonido de las campanas llegaba a sus oídos como un cañonazo). Septimus también tenía delirios megalomaníacos: únicamente él conocía le significado y el destino del mundo. El delirio de grandeza es un ejemplo de delirio congruente con el estado de ánimo. Además, los mensajes que Septimus tenía que comunicar al mundo («No existe la muerte», «No existe el mal») son ejemplos del principal mecanismo de defensa utilizado por el paciente maníaco: la negación (directamente implicado en la poca conciencia de enfermedad de estos pacientes).

Algunos autores como Minow-Pinkey dicen que la locura de Septimus es una «locura verbal». Este psiquiatra dice que Septimus había perdido la capacidad de distinguir entre significante y significado. Septimus confunde los objetos reales y las palabras. Para él, las palabras no se refieren a ningún aspecto de la realidad, sino que son señales que se refieren a él pero no reconoce como propias.

En «Mrs. Dalloway» Virginia deja entrever su creencia sobre la causa de su enfermedad. Para ella, era el no sentir nada ante la muerte de un ser querido lo que desencadenaba la enfermedad. Por eso, Septimus se psicotiza cuando es incapaz de sentir nada ante la muerte de su mejor amigo en el frente.

3. Virginia y el sexo

Se ha hablado mucho acerca de su orientación sexual, aunque este aspecto no resulta nada claro. Virginia se casó con Leonard en 1912, pero durante toda su vida tuvo relaciones sentimentales de algún tipo con mujeres. El aspecto sexual de estas relaciones es incierto, los críticos coinciden en afirmar que nunca fueron más allá de unas caricias. Hay personas que afirman que hay que ver estas relaciones en el contexto de la búsqueda de una figura materna que acompañó a Virginia desde que perdió a su madre y luego a su hermanastra Stella. Según ella, el hecho de que la mayor parte de esas mujeres fuesen muchos años más mayores que ella apoyaría esta idea.

Hay que destacar la relación de Virginia con su hermana, parecida peligrosamente a una relación sentimental. La relación triangular de Virginia y sus dos hermanos, se repitió en su vida adulta. Ahora el triángulo lo formaban: Virginia, Vanesa y el marido de ésta, Clive Bell. Virginia se interpuso entre Vanesa y Clive al igual que lo hizo con Vanesa y Thoby. De algún modo, Virginia utilizaba a Clive para acercarse a Vanessa En una carta de Virginia a Clive dice «Bésala todo lo que puedas en aquellos lugares que me pertenecen particularmente… el cuello… y el brazo». En una carta de Vanesa a Virginia escribe: «Estoy profunda y apasionadamente enamorada de ti sin ser correspondida»; y Virginia a Vanessa: «Gracias a Dios que tu belleza está arruinada, porque así puede enfriarse mi amor incestuoso».

La ambigüedad sexual de Virginia se pone de manifiesto en alguno de sus personajes femeninos. Así Clarissa Dalloway casada con Richard Dalloway, afirma que el momento más feliz de su vida se produjo cuando su amiga Sally Seton (en la vida real su amiga Madge Vaughn) la besó. Foucault dijo que la homosexualidad era una trasgresión, un intento de cambio de las normas establecidas (entre las cuales se incluye la heterosexualidad). Así, Clarissa renuncia a sí misma para cumplir con las normas establecidas por los estratos dominantes. Olvida su feliz pasado con Sally (ya que para ella el precio de la cordura era el olvido) y a cambio decide vivir en una «cama estrecha» en un «cuarto de calidad conventual».

A través del personaje Clarissa Dalloway, Virginia describe su vida sexual como el voluntario retiro de una monja de clausura. La biógrafa Jane Dunn afirmó que su desinterés sexual podía ser una estrategia de supervivencia, ya que el sexo era para ella una intrusión básica en su identidad.

Sus dificultades a la hora de mantener relaciones sexuales son también descritas en su primera obra («Fin de viaje»). La protagonista Rachel Vinrace guarda importantes paralelismos con la escritora: su locura, su suicidio y su frialdad sexual. De hecho se sirvió de sus primeras experiencias sexuales para dotar de contenido a esta obra: Cuando el protagonista masculino la tocaba, su cabeza se esforzaba para no estar allí. Rachel sentía su cabeza, separada del resto del cuerpo, yaciendo en el fondo del mar. Aprendió a embotar sus emociones y apagar las reacciones de su cuerpo ante el deseo de un hombre, se quedaba tumbada, fría y quieta como una muerta. La protagonista de la Historia muere antes de consumar las relaciones sexuales en su luna de miel.

La relación de Virginia con su cuerpo es explorada a través del personaje Rhoda de «Las Olas».

Virginia solía tener frecuentes experiencias de despersonalización. Antes de su primer brote, Virginia tuvo una vivencia de este tipo: un día cuando iba a cruzar un charco sintió que no podía cruzar porque «su identidad no estaba». Dice: «Fui arrastrada por el aire, como una pluma y luego cuando volví, fui obligando al pie a cruzar. Regresé con dolor, reintegrándome a mi cuerpo…». Virginia tenía frecuentemente experiencias en que se sentía alejada de su cuerpo y tenía que golpear los nudillos contra algo duro para volver. Ella describe esta experiencia diciendo que su cuerpo estaba como guardado en una milagrosa vitrina impenetrable a cualquier sonido, y la mente, libre de todo contacto con los hechos.

Las experiencias de despersonalización se asocian a menudo a un sentimiento de irrealidad (lo que se conoce como desrealización). Conviene recordar que estas vivencias de extrañamiento son nosológicamente inespecíficas, no son patognomónicas de ninguna enfermedad concreta.

Muchos de los rasgos que presenta Rhoda eran agrupados por Ronald Laing en su concepto de «inseguridad ontológica», detallado en su libro «El yo dividido». Según este autor, la persona que se siente «ontológicamente segura» se siente real y viva, tiene una continuidad en el tiempo y en el espacio, se experimenta como una persona entera diferenciada del resto del mundo, y vive segura dentro de su cuerpo.

Sin embargo, Rhoda carece de prácticamente todas estas características. Carece de continuidad temporal, dice: «no logro que un momento se funda con el siguiente. Para mí son violentos todos, están separados todos. No sé cómo emparejar minuto con minuto hasta que constituyan el todo entero e indivisible al que llamáis vida». No se concibe a sí misma como una entidad separada de otras personas. Rhoda exclama que no es solo una persona. Dice: «Soy muchas personas, no sé quien soy o cómo distinguir mi vida de las suyas». «No hay división entre ellos y yo». La propia Virginia en su diario dice: «Somos fragmentos y mosaicos, no entidades puras, monolíticas y consistentes».

Los problemas de identidad de Rhoda van más allá: ella no se siente real. Cuando se mira al espejo dice: «No tengo cara», «No soy nadie», «no estoy aquí». «Otras personas tienen cara. Están aquí. Su mundo es el mundo real». Por eso, Rhoda imita a los demás buscando una cara, se atrinchera detrás de las acciones y palabras de otros, pero para el lector es imposible concebir a Rhoda como un personaje distinto de los otros.

Al igual que a Rhoda, a Virginia le acompañó un sentimiento perpetuo de extrañeza respecto a su cuerpo. Le resultaba difícil experimentarse a sí misma como alguien real y completa, coextensa con su cuerpo y diferenciada del resto del mundo. Todas experiencias se agrupan en las alteraciones de la conciencia del Yo.

Mención especial requieren los suicidios de los dos protagonistas de «Las olas»: Rhoda y Bernard. Es imposible leer el libro y no recordar el suicidio de la propia Virginia. Ninguno de los dos suicidios se plantea como algo trágico: Rhoda camina tranquilamente hacia el mar mientras se acerca a la marea baja de su vida. Según ella, su muerte es «un retorno natural al mar inmortal del que nunca, en los ritmos de su imaginación, se ha distanciado». En cuanto a Bernard, antes de ir hacia el encuentro de las olas, tiene una fantasía en la que se ve a sí mismo arrastrado por las aguas río abajo. Hay que señalar que la novela se publicó en 1931 (diez años antes del suicidio de la propia Virginia).

Por otra parte, es curioso que fragmentos de la carta de suicidio que le escribió a su marido en 1941, aparecieran ya en su primera novela «Fin de Viaje» (1915). Parece que su forma de morir se estaba gestando en su cabeza desde mucho tiempo atrás. Un hecho de su pasado que podría tener relación con estas fantasías fue el suicidio de una mujer que se ahogó en el lago Serpentine de Hyde Park que presenció siendo niña. En general, se puede afirmar que algunas imágenes de su pasado, jamás dejaron de tener vigencia para ella. Muchos críticos dicen que la enfermedad de Virginia puede entenderse como un viaje hacia un pasado del que nunca logró salir del todo.

Virginia Woolf y Vita Sackville-West mantuvieron una apasionada relación lésbica que hoy inspira a la moda

La trampa del lenguaje

En sus últimas obras, Virginia se va dando cuenta de los «fallos» de su sistema defensivo: las palabras, porque como dice su personaje Bernard «La vida, quizás, no se presta a las manipulaciones a las que la sometemos cuando intentamos contarla». Virginia pone en boca de Bernard las siguientes afirmaciones: «Para el dolor se carece de palabras» o «Tampoco las palabras que creamos como última defensa ante la conciencia de nuestra propia muerte sirven».

La verdadera catástrofe de las novelas de Woolf no se produce cuando los protagonistas mueren, sino cuando las palabras la fallan y solo queda la brutalidad de los objetos. En esas circunstancias, los personajes son como niños indefensos sin el refugio de las frases: «Cuando el silencio cae, yo me disuelvo», dijo Bernard. El terror de Bernard cuando las palabras no acuden a la llamada de su boca es similar al de un niño desvalido sumido en la oscuridad. Heidegger estableció la oposición entre la oscuridad (en la ausencia de palabras) y la claridad en presencia de éstas. Samuel Beckett dijo que una palabra no es más que una ofensa al silencio del que está hecho el universo. Cuando las palabras no vienen a la boca de Bernard- y, por tanto, de Virginia- llega un aterrador silencio, un inmenso y silencioso vacío, similar al que existía al principio, cuando el lenguaje no había hecho aparición en la Historia de la humanidad, ya que «Antes que el Verbo fue la Nada».

Esta experiencia de no encontrar la palabra le resultaba familiar, fue lo que experimentó una y otra vez ante la muerte de sus seres queridos: la ausencia es inacomodable al lenguaje.

Por otra parte, se da cuenta de que el lenguaje que utiliza es una ilusión. Utilizamos palabras de otros, el lenguaje nos es dado. A este respecto, la postura de Virginia es similar a la de Kierkegaard o Jaspers quienes piensan que el lenguaje no puede traducir más que la exterioridad de los seres y las cosas, pero es inadecuado para manifestar el fondo del pensamiento. Lacan señala también la imposibilidad de la palabra para representar completamente al ser.

Las anotaciones de su diario a finales de 1940 muestran que el lenguaje se había convertido para ella en una fuente de sufrimiento. Dice: «Todos los escritores son desdichados (…).Los carentes de palabra son dichosos». Esta cita nos hace reflexionar sobre la naturaleza ambigua que tenían las palabras para Virginia en esta época: ella luchaba por acallar el lenguaje de la enfermedad, que extrañamente se manifestaba, al igual que en su obra creativa, a través de palabras. La lucha de Virginia con el lenguaje en aquel momento era la lucha contra unas palabras que no podía reconocer como propias: luchaba por hacerse sujeto de un lenguaje que la objetivaba.

Al final perdió la batalla, perdió todo control sobre el lenguaje. Como dice Bernard «Se encontraba sin cobijo frente a las frases». El lenguaje que antes utilizaba a voluntad para crear las obras que la harían famosa, dejó de ser válido para protegerla de los hechos. Dice: «Las palabras se desploman de repente sobre mí» «Se acumulan a mis espaldas en tales cantidades que sería terrible que no fueran otra cosas que agua enfangada».

Experiencias similares han sido descritas por otros escritores. Así, Sartre en «La Náusea» dice: «Estoy en medio de las Cosas Innombrables. Me encuentro solo, sin defensas, rodeado por ellas…», o en la novela «El innombrable» de Samuel Beckett , donde los ruidos y el silencio y la brutalidad de los objetos ocupan el lugar donde previamente estaban las palabras. También Eugene Ionesco en «La tragedia del lenguaje» expone el alcance de la desintegración del lenguaje. Para éste autor, la desintegración del lenguaje supone la desaparición de la identidad de las personas.

No se puede decir con seguridad qué fue lo que pasó en sus últimos días, sobre todo porque ella fingía estar normal. Ocultó a todos que oía voces. Según cuenta en su diario, al final de sus días los muertos volvieron. En su diario dice: «No es posible acostarse, no hay olvido. Se han roto los correas con que los muertos ataron el fardo de los recuerdos…».

La tarde antes de morir estuvo ordenando los libros de su padre. No sólo volvieron a hablarla sus padres ya fallecidos, sino que también volvieron los recuerdos de George y Gerald como ponen de manifiesto sus cartas.

El sonido de una utopía

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Por Claudi Montañá (1975)

El barroquismo descriptivo del sonido de «Pink Floyd» ha producido el maridaje, casi siempre afortunado, de su música con el cine. Al margen de los muchos cortos y mediometrajes, que han utilizado en su banda sonora temas de «Pink Floyd» y de los que es difícil seguir el rastro (personalmente recuerdo un documental-testimonio de las esculturas de cloruro de polivinilo diseñadas por Ponsatí en el seno de la «instant City» ibicenca del otoño de 1971); al margen —digo— de tantos y tantos films, hay tres largometrajes en los que el grupo británico ha intervenido directamente en la banda sonora. En dos de ellos, componiéndola íntegramente («More» y «La Vallée») y en el tercero («Zabriskie Point») sólo en parte. De los tres, solamente «La Vallée» ha sido estrenado en España (recientemente y en Madrid: condiciono su comentario, en la sección de cine, a su estreno en otras ciudades españolas) siendo muy remotas las posibilidades de que «More» y «Zabriskie Point» consigan pasar la actual censura.

Por otra parte, «Pink Floyd» ha participado en diversos festivales filmados (recuérdese «Love and Music», película comentada en el número 2 de Vibraciones), además de protagonizar un film-concierto para una cadena de televisión británica. El film en cuestión se titula «Pink Floyd at Pompeii» y está a punto de estrenarse en las pantallas cinematográficas de varias salas especiales españolas. A falta de la presencia de «Pink Floyd» en directo, tendremos que conformarnos con su distanciada presencia en celuloide. Quien no se consuela…

«More»

Es la historia de un muchacho alemán que, tras graduarse en matemáticas, se encuentra con el azul grisáceo (color de mar con el sol desaparecido ya en el horizonte) de la vida rutinaria, monótona y absurda de cada día. París era una fiesta, había escrito Ernest Hemingway (¿qué habrá sido de su desbordada imaginación, de su vital sensibilidad siempre a flor de piel, en un sarcófago de húmedos y amarillentos gusanos?).

En París se encuentra con ella. Paraísos artificiales. Cuerpos desnudos que se complementan sin esperar la noche. Pero el Sena es demasiado sucio y el asfalto de las calles desprende polvorienta agresividad. Canción sollozante. «Sous les pavés, la plage». Partir hacia el mar. 1969. Como único equipaje, la música de «Pink Floyd». La lógica pura de las matemáticas ha quedado lejos, colgada de viejos libros polvorientos e inútiles. Ibiza es todavía un refugio (arquitectura blanca y redondeada, sol y mar y viento). Paraísos artificiales. La casa solitaria en cualquier rincón de la isla: sentir el calor del sol sobre la piel desnuda. Más. Los jóvenes amantes se toman un ácido y aprovechan los minutos que tarda en hacer efecto, para irse a una colina… El mar desprende cálidos colores de alucinación. Imágenes escarlatas en el sol coqueto. Más.

Apurar la copa hasta la última gota; luego, hacerla pedazos y tú con ella… Blanco, blanco, blanco. Blanco y azul. Ibiza. Más. Borrachera de música y color. «Pink Floyd». Sobredosis de heroína del joven muchacho. ¿Acabar? ¿Empezar? Ella se ha ido. La mujer que no traiciona es porque no tiene necesidad de ello, dice Pavese. ¿Es cierto? Una absurda tumba en tierra extraña. Y la voz del protagonista que, ¿desde dónde?, nos cuenta su propio entierro: «El cielo estaba gris de hielo. Me sepultaron lejos del cementerio, porque pensaron que me había suicidado.»

«La Vallée»

Ella es una joven, ¿feliz?, una mujer sin historia. Casada con el cónsul de Francia en Melbourne. Discreto —el dulce, dulce…— encanto de la burguesía. Su afición: buscar objetos curiosos de pueblos primitivos y venderlos a un almacén de París. Pero no todo está en venta… La araña, cuando teje su tela, desconoce el valor del dólar. ¿Qué resortes mueven a la burguesita Viviane a enrolarse en una expedición rumbo a la selva? Mientras creemos saberlo todo, ignoramos lo que oculta la mancha blanca del mapa… ¿El valle desconocido? ¿El valle de la muerte? ¿El valle de la vida? Hacia allí marcha la expedición. El lugar ignoto, obscured by clouds, tapado por las nubes. Paraíso perdido o paraíso artificial. La selva se hace más y más intrincada. Hay que dejarlo todo. Ni coches, ni caballos, apenas provisiones… Ingravidez. Un pequeño chimpancé verde-violeta sonríe con sarcasmo. Tarántulas altivas en el trono de los árboles. Hombres de barro. El niño llora: «Tengo hambre…». Y, como un espejismo, ella fija su mirada a lo lejos.

Ya sin fuerzas, murmura: el valle… Pero, acaso, no es más que la ilusión de unos ojos extraviados. ¿Dónde empieza y dónde termina la realidad? La música de «Pink Floyd» se aleja…

«Zabriskie Point»

Una asamblea estudiantil. Manifestación. Gases lacrimógenos. Sangre. Un disparo. Huida absurda en una avioneta. ¿Quién disparó? Él, no

El importante-hombre-de-negocios cita a su secretaria-para-todo en un lugar insólito y apartado, donde van a construir una urbanización.

Lleno de asco, el automóvil se encamina hacia la cita. Absurdamente y sin sentido, coche y avión encuentran sus destinos vacíos en el amplio desierto californiano. La fina arena del Valle de la Muerte es un colchón de plumas y terciopelo para el rito erótico de dos cuerpos que se multiplican, que se entrecruzan y diversifican… No es muerte, sino vida. Ella fuma. El, no. No importa. ¿Paraíso imposible?

Regresa con la avioneta al aeropuerto.. El coche avanza —cocodrilo perezoso— hacia la cita. La radio informa de la situación. El joven es asesinado por la policía. Sin alternativa. Ella llega al hotel de la cita. Un pitillo de marihuana y la música de «Pink Floyd». Y el deseo alucinante de la explosión… Por los aires el hotel, los planos, los negocios, la nevera, los paneles publicitarios.

Y, acaso, la muerte convierta en vida lo que la supuesta vida ha ido matando poco a poco. El fuego liberador.

Filmografía

«Let’s All Make Love In London» (1967) de Alien Whitate.
«More» (1969) de Barbet Schroeder con Mimsi Farmer y Klaus Grunberg. Autores de su banda sonora, editada en disco por «Harvest» con el mismo título.
«Zabriskie Point» (1969) de Michelangelo Antonioni con Daria Halperin y Mark Frechette. Autores de parte de la banda sonora, con temas que corresponden al LP «Atom Heart Mother» («Harvest»).
«Music Power and European Music Revolution» (1970). Reportajes filmados en el Festival de Amougies. En algunas versiones —y a peticiónde los propios «Pink Floyd»— fueron suprimidas las secuencias correspondientes a su actuación.
«Love and Music» (1970) de Hans Jurgen Pohland y George Sluzer. Reportaje sobre un festival de tres días de duración, celebrado en Holanda.
«La Vallée» (1972) de Barbet Schroeder con Bulle Ogier, Jean-Pierre Kalfon y Michael Gothard. Autores de la banda sonora del film, editada en disco con el título «Obscured by Clouds(«Harvest»).
«Pink Floyd at Pompeii» (1972) de Adrián Maven.

Lejos del mundanal ruido por mor de Hugo Gernsback

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Hugo Gernsback, editor de la mítica revista Science and Invention y pionero de la Scifi más loca, inventó este cacharro adorable y nihilista. “El Aislador” está diseñado para ayudar a enfocar la mente a leer o escribir, no sólo por la eliminación de todo el ruido exterior, sino también al permitir que una sola línea de texto sea vista a la vez a través de una hendidura horizontal. Se diseñó en 1925 y funcionaba con una escafandra que cubría la cabeza aislando de cualquier sonido ajeno y permitiendo focalizar la atención centrando la concentración.

Gernsback también fue el padre de dos instrumentos musicales dignos de ser tocados por los nietos de Einsturzende Neubauten. El Staccatone, padre de los sintetizadores modernos, era un instrumento musical electrónico polifónico creado en 1923 que se basaba en las válvulas de vacío, el elemento que catapultó el desarrollo de la electrónica moderna dando lugar a la explosión de la televisión, la radio, el radar o las redes telefónicas, combinadas con osciladores que dejaban salir por su altavoz algo parecido a lo que actualmente conocemos como fuzz. El Pianorad, otro instrumento electrónico, estaba basado en su hermano pequeño Staccatone, pero añadía a las válvulas unos 25 osciladores y un cuerpo para todo el conjunto, con una trompeta o bocina que emitía el sonido, que asemejaba el instrumento a un Harmonium. Una versión más grande y sin teclado fue planeada y diseñada pero nunca llegó a producirse. El primer Pianorad fue visto en la demostración oficial el 12 de junio de 1926 en la estación de radio en Nueva York WRNY, tocado por Ralph Christman. Durante muchísimo tiempo acompañó conciertos de piano y violín.

Según propias palabras de Gernsback “Las notas musicales producidos por los tubos de vacío de esta manera prácticamente no tienen armónicos. La causa es la exquisita pureza del sonido producido por el Pianorad. La calidad es mejor que la de una flauta aunque mucho más pura. No obstante, el sonido se asemeja al de cualquier instrumento musical conocido. Los resultados son muy precisos y definidos, y el Pianorad se puede distinguir fácilmente por su propio y particular sonido de otros instrumentos musicales existentes”.

El tópico de que la realidad siempre supera a la ficción podría aplicarse con toda justicia a la historia del hombre que concibió la ciencia ficción como género, pues su vida era tan o más de ciencia ficción que las obras que publicó o editó.

Porque Hugo Gernsback fue un inventor hecho a sí mismo, un emprendedor, un escritor mediocre que, sin embargo, inspiró el futuro. Por si fuera poco, fue un gran vendedor de humo y de anuncios fraudulentos ciertamente descacharrantes, así como fundador de la revista más influyente de la historia de la ciencia ficción y otro buen puñado de revistas pioneras en su época. Gernsback vivía en el futuro, por eso pocos fueron los que le entendían.

Con 19 años de edad, Hugo desembarcaría en Nueva York venido desde la lejana Luxemburgo. Era 1904 y, solo un año después, impelido por su entusiasmo innovador y su ya clásica picaresca, fundó la Electro Importing Company, un negocio de venta por correo de piezas de radio para aficionados. Como no tenía suficiente, tres años después fundó su propia revista, Modern Electrics, la primera revista estadounidense sobre electrónica.

De hecho, le cogió el gusto a fundar revistas, una detrás de otra, siendo todas singulares para la época. Es el caso de Sexology, que abordaba la sexualidad desde la vertiente científica, o Radio News, sobre noticias del mundo de la radio. No todas sus revistas eran un éxito, pero eso no le importaba: si una quebraba, fundaba otras dos.

Porque Hugo Gernsback era todo un personaje cuya máxima era vivir la vida tal y como la soñabas, aunque ello implicara grandes dosis de teatralidad e impostura, tal y como explica James Gleick en su libro Viajar en el tiempo:

Se paseaba por la ciudad vestido con trajes caros confeccionados a medida, utilizaba un monóculo para examinar las cartas de lujosos restaurantes y se zafaba hábilmente de los acreedores.

Uno, hasta aquí, se sorprende de que no exista aún un biopic de Gernsback. Pero esto fue solo el principio.

‘Amazing Stories’

Las publicaciones pulp, en Estados Unidos, se referían a las que estaba impresas en papel barato de pulpa de madera. Eran publicaciones populares que se vendían a un bajo precio. La revista más importante que fundaría Gernsback pertenecía a este tipo de publicaciones, pues solo se vendía a 25 centavos el ejemplar cuando apareció en 1913. Su nombre era Amazing Stories.

Era la primera revista dedicada exclusivamente a este género (que en su momento no se llamó science fiction, sino scientifiction), y su éxito fue tal que se editaría casi ininterrumpidamente durante 80 años. Allí se experimentarían toda clase de subgéneros de la ciencia ficción, se labrarían una reputación muchos autores actualmente consagrados e incluso el propio Hugo Gernsback publicaría unas horrendas historias que acabarían por inspirar el futuro desarrollo tecnológico.

Como era un género nuevo el que allí se exponía, en el primer número Gernsback quiso ofrecer unas pistas sobre lo que significa la scientifiction: historias del estilo de las que escribía Julio Verne, H.G. Wells y Edgar Allan Poe. Historias que hablaran del futuro o del presente, pero en los que la ciencia fuera rigurosa y plausible. No en vano, en los primeros números de la revista se reeditaron historias de estos tres literatos. Al parecer, pagaba muy bien a los autores, aunque solo si había suerte, pues Gernsback acostumbraba a tener problemas financieros. Con todo, el esfuerzo de este editor por publicar ciencia ficción hizo que esta abandonara el nicho de mediocridad y chifladura al que pertenecía, adquiriendo cierto estatus intelectual y hasta académico.

Gernsback también introdujo una sección de cartas al editor y animó a sus lectores a entablar discusiones animadas en ella. En opinión de Mike Ashley, un historiador de la ciencia ficción, este fue «el verdadero secreto del éxito de Amazing Stories y la causa de la popularidad de la ciencia ficción».

Sin embargo, lo más chocante de Amazing Stories eran sus páginas de anuncios, propios de una Teletienda desbocada de las tres de la madrugada. Aquí algunos ejemplos:

Corrije su nariz, da forma a la carne y el cartílago mientras duerme, oferta de prueba de treinta días, folleto gratuito […] Nuevo prodigio científico: curioso aparato de rayos X, niños, gran diversión, al parecer se ve a través de la ropa, madera, piedra, cualquier objeto. Vea los huesos al desnudo, precio 10 centavos.

Así era Gernsback, capaz de mezclar ciencia y tecnología con pseudociencia y baratijas de mercachifle. Por ello no es extraño que también él organizara la primera prueba de hipnosis a distancia realizada en directo a través de una emisora de radio: concretamente entre el hipnotizador (Joseph Dunninger) y la hipnotizada (Leslie B. Duncan) mediaban 16 kilómetros.

Como gran aficionado a la electrónica, la radio y las nuevas tecnologías en general, Hugo Gernsback también fue un singular inventor. En toda su vida, llegó a registrar 80 patentes a su nombre. Entre otras cosas, diseñó dos nuevos instrumentos electrónicos: el pianorad y el staccatone. Y en 1911 predijo el radar, y hasta lo detalló con un diagrama muy preciso. Aunque no era nueva en la ficción (ya había sido imaginado en fecha tan temprana como 1895), Gernsback también fue uno de los principales responsables de popularizar tanto el concepto como la palabra ‘televisión’.

La imaginación de Gernsback no carecía de fundamento. Al igual que Julio Verne, no solo estaba al corriente de los últimos avances tecnológicos y futuras investigaciones, sino que impartía a menudo conferencias sobre cómo sería al futuro y retransmitía en directo sus charlas por la WRNY, una emisora de la radio de la cual era director.

También fundó la Asociación de la Ciencia Ficción, probablemente el primer club del género del mundo que acabó teniendo filiales en tres países. Al estilo del actual Ray Kurzweil, cofundador de la Singularity University, Gernsback mezclaba en su futurismo buenas dosis de conocimientos técnicos salpimentados con atrevidas especulaciones. No en vano el lema de Amazing Stories era: «»Ficción extravagante hoy, hecho innegable mañana».

Llegó a hablar de patines eléctricos, al estilo de los actuales Hoverboards. Buena prueba de su capacidad fabuladora no exenta de cierto rigor. También pronosticó el futuro de los medios de comunicación a 50 años vista con estas palabras:

Dentro de 50 años podrá ver lo que está sucediendo en su emisora predilecta y encontrarse cara a cara con su cantante favorito. Podrá ver al Dempsey de dentro de 50 años boxear con su Tunney, tanto si se encuentra a bordo de un dirigible como lejos, en las selvas de África, o ver dichas selvas tal y como son.

La obra de ficción de Hugo Gernsback, como se ha dicho, tenía una nula calidad literaria, pero presentó ideas futuristas que fueron inspiraciones de inventores e ingenieros. La más conocida es la novela por entregas de Ralph 124C 41+: A Romance of the Year 2660. El protagonista es una suerte de Edison hiperbólico, una de las 10 mentes más brillantes de la Tierra, que dedica su vida a mejorar la utópica sociedad globalizada en la que vive con una lista interminable de inventos. Aquí es donde, por ejemplo, Gernsback describiría con gran detalle el radar, antes de que nadie lo hubiese inventado, bautizándolo como Onda Etérea Pulsante Polarizada. Incluso atisbó el omninpresente ‘Like’ de Facebook.

También fue la primera persona en escribir sobre una especie de televisión en color tridimensional y abordó las máquinas automáticas de empaquetado, una especie de posicionador geográfico por radio, las juke-box, los fertilizantes líquidos, el cultivo hidropónico, las grabadoras en cinta magnetofónica, el microfilm, ciudades vacacionales flotantes, descontaminadores bacterianos por irradiación, gases para incrementar el apetito, aparatos que transcriben los pensamientos, tejidos de vidrio, entre muchos otros ingenios.

La obra de Hugo, pues, se adelantó varias décadas a la concepción de la tecnología como solucionador de problemas más eficiente que el propio ser humano, una tesis más tarde desarrollada en obras como Tecnópolis (1993), de Neil Postman, que se basa en estos seis supuestos:

Que el principal, si no el único, objetivo del trabajo y el pensamiento humanos es la eficiencia; que el cálculo técnico es en todos los aspectos superior al juicio humano; que en realidad el juicio humano no es digno de confianza, ya que está lastrado por la laxitud, la ambigüedad y la complejidad innecesaria; que la subjetividad es un obstáculo para el pensamiento claro; que lo que no se puede medir no existe o no tiene valor; y que los expertos son los mejores gestores de los asuntos de los ciudadanos.

En honor a Hugo Gernsback, desde 1953 la Convención Mundial de Ciencia Ficción (WorldCon) entrega los Premios Hugo o Science Fiction Achievement Awards a las mejores obras de ciencia ficción y fantasía. ¿Quién mejor para ceder su nombre a unos premios de ciencia ficción tan prestigiosos que alguien que mantuvo una vida de ciencia ficción hasta su sepultura en 1967?

Una vez… Al Sur de California

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Por Joana Stier (1974, para revista «Vibraciones»)

Recuerdo muy bien la primera vez que oí la canción «Judy Blue Eyes». Fue en Los Angeles. Estuve sentada en mi coche (llamado «Captain America» por su aspecto cascado y aventurero) maldiciendo al destino que me tenia parada en el tráfico típico del «Freeway» de San Diego en las horas punta. Eran las cinco de la tarde y habia terminado el último examen del trimestre. Sólo pensaba en llegar a casa, comer y dormir cuanto antes.

Tenia la radio puesta y la voz frenética e insistente del dísc-jockey me irritaba bastante. La onda media (A.M) en los EE.U. se distingue por el disc-jockey con la personalidad de un «speed freak» (adicto de las anfetaminas). Si puedes imaginar a un locutor de Radio Luxemburgo a triple velocidad, tendrás idea del sonido A.M. de los EE.UU. Como digo, estaba allí con toda la mala uva del mundo cuando, de pronto, oí los primeros compases de una canción que iba a causar una revolución en la música.

Al principio parecía ser una canción bluegrass o folk, pero tenia la fuerza de rock. Subí el volumen de la radio para seguir, la letra y entonces me emocioné de verdad. Abandoné el «Freeway» en la próxima salida y fui a una tienda de discos. Compré un disco que se llamaba «Crosby, Stills and Nash» y fui a casa para cenar y escucharlo. Aquella noche empezó en mí una afición, que ha crecido con los años, por tres (luego cuatro) músicos, expertos en su oficio.

Anatomía de un éxito

El primer éxito que lograron Crosby, Stills and Nash se debió a que, como mi caso habia millones. La música producida por este grupo era algo fresco, animado y a la vez, sonaba muy familiar. El sonido y las palabras eran como un retrato en música de todo el ambiente del sur de California, un mundo donde las prisas y tensiones de una gran ciudad existen al lado de la paz y tranquilidad del campo.

La mayoría de las canciones hablaron del amor entre hombre y mujer y de las dificultades que plantea el amor: la pérdida de la libertad absoluta, la posibilidad del engaño y la desilusión.

Eran canciones sensuales, elegantes y profundamente inteligentes. En una sola linea podían comunicar el carácter de una persona: «El miedo es la cerradura y la risa la llave de tu corazón»; en una estrofa breve, los peligros que acechan al compromiso con el mundo de los negocios:

«¿Estás pensando en los teléfonos y managers
y en dónde debes estar al mediodía?
Estás viviendo una realidad que dejé hace años.
Casi me mató.
Al final te hará llorar,
te dejará loca y vieja antes de tu tiempo.»

El retorno del romanticismo

«Somos el polvo de las estrellas
Somos dorados
Y tenemos que regresar al jardín…»

(Joni Mitchell, «Woodstock»)

El jardín de que hablaba Joni Mitchell en su canción celebrando lo que nos parecía entonces el renacimiento de una nación, es una imagen que existe en el alma de la mitología y psicología de América. El nuevo mundo, el edén antes de la caída, un lugar donde se puede conservar la inocencia y donde las posibilidades existen sin limites…, una imagen que parecía convertirse en realidad durante tres días de agosto de 1969.

Cuatro jóvenes subieron al escenario construido en los campos de la granja de Max Yasgur y empezaron a afinar sus instrumentos. «Oye», dijo uno a la multitud de medio millón, es sólo la segunda vez que tocamos juntos en directo y nos cagamos de miedo» (we’re scared shitless). Empezaron a tocar.

Se ha dicho que el festival de Woodstock convirtió a todos los que tocaron allí en oro. John Sebastian y Richie Havens son dos ejemplos de músicos semi-famosos que alcanzaron el éxito en parte gracias al festival. Crosby, Stills, Nash y Young además de convertirse en oro, se convirtieron en mito cuando actuaron allí. Siguen siendo el grupo que la imaginación popular identifica con el espíritu y los ideales de Woodstock.

Espejo poético

Tanto en solitario como juntos CSNY han cantado los miedos, triunfos, iras y alegrías de una generación.

La soledad y la dificultad de sostener una relación amorosa de larga duración sin comprometer la libertad, forman los temas centrales de las canciones de Stephen Stills y tiene su profunda correspondencia en la mudable vida emocional de la juventud.

«Noche tras noche desvelado
Paseo de un lado a otro
De la habitación y quiero saber
Dónde está mi mujer.
¿Puedo convencerla de que vuelva?
¿La he ahuyentado?
¿Volverá?»

«Al abandonarme ahora
Tú estás libre y yo estoy llorando.
Esto no significa que no te amo.
Te amo, y para siempre.
Soy tuyo, eres mío, eres lo que eres…
Pero es tan difícil…»

(«Judy Blue Eyes»)

«Hay una rosa en el puño cerrado
Y el águila vuela con la paloma.
Si no puedes estar con la que amas,
Ama a la que está contigo.»

(«Ama a quien está contigo»)

La conciencia inquieta que demuestra Neil Young y su preocupación por los prejuicios sociales y la injusticia, transformaron en canción cosas que indignaban a una generación entera.

«Hombre del sur,
vi los campos de algodón y
vi negro.
Mansiones blancas y pequeñas barracas.
Hombre del sur, ¿cuándo devolverás lo que
no es tuyo?
Oí los gritos y el sonido de un látigo.
¿Cuándo? ¿Cuándo?

(«Southern Man»)

«He visto la aguja y
la destrucción que deja.
Estamos todos implicados.
Y cada adicto es como
una puesta de sol.»

(«The Needle and the Damage Done»)

«Oh, Alabama, quiero conocerte y darte la mano.
Quiero hacer amigos en Alabama.
Soy de una tierra nueva
Te he venido a ver en tus ruinas
¿Qué haces, Alabama?
Puedes contar con la ayuda de la nación.
¿Qué ha fallado?

(«Alabama»)

La sinceridad y la intolerancia por la hipocresía de Graham Nash encajaba con este espíritu de renacimiento.

«Abrid la puerta.
La gente necesita su libertad.
Espero que el día venga pronto.
Por favor, venid a Chicago…
Nadie puede tomar vuestro lugar.
Podemos cambiar el mundo…»

(«Chicago»)

«Tú, que estás en el camino
Debes tener un código para vivir,
Para llegar a ser tú mismo
Porque el pasado es tan sólo un adiós.
Enseña bien a tus niños
El infierno de sus padres
Lentamente desaparecerá.
Aliméntales con tus sueños…»

(«Teach Your Children»)

David Crosby, menos prolífico que sus compañeros, destaca una visión sensual y tierna.

«Guinnevere tenia ojos verdes como los tuyos,
Mi dama, como los tuyos.
Caminaba a lo largo de su jardín
Por la mañana después de la lluvia.
Los pavos reales se paseaban perezosamente
Debajo de un naranjo…»

(«Guinnevere»)

Resumir la influencia y el papel de CSNY en la ideología y en la música de esta generación seria prematuro, ya que individualmente y como grupo, no han dejado de ejercer esta influencia y su evolución como hombres y como músicos no ha terminado. Hasta ahora han sido un reflejo perfecto más que una influencia activa en la ideología de la juventud. Su estilo musical, experto y armonioso, ha prefigurado una música que ha llegado a dominar el gusto del pueblo norteamericano. Músicos como Jackson Browne, The Eagles, Elton John (el Elton John de «Tiny Dancer» por lo menos), Jesse Colin Young y América siguieron las huellas de CSNY con enorme popularidad.

Satanás, fuera de órbita en la discoteca

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Sonia Braga y Nell Tiger Free, en un fotograma de la película

Por Aeneth Kanger

«La Primera Profecía» tendrá apoyos y críticas. En el plano de la opinión no entraremos a valorar la película de Narkasha Stevenson y que pretende arrimarse a este sub-género tan rentable como poco imaginativo: el de las precuelas.

Más allá de si este film abusa de recursos del cine de Terror contemporáneo, de tratar la catadura actoral de los intérpretes, de los movimientos de cámara, los encuadres y la enhebración de la historia con más o menos alfileres, nos detendremos en dos detalles que ponen de manifiesto la absoluta dejadez en la producción del largometraje y que son fiel reflejo de los tiempos de desidia idiocrática que vivimos.

1.- Esta película de 2024 está ambientada en 1971, pero en la trama original Damien Thorn (el Anticristo) viene al mundo el 6 de junio de 1970. Por tanto, o la gestación se ha producido marchando hacia atrás en el tiempo o se trata de un aspecto irrelevante para los guionistas y también para el público.

2.- En un momento de la narración, que se ubica temporalmente en 1971, en Roma, tiene lugar un episodio en una discoteca de la capital italiana. En un ambiete desaforado y juvenil, la producción ha cuidado el vestuario (seguramente, acudiendo a alguna mente textil iluminada por lo ‘vintage’) y si bien los actores y figurantes forman parte de las nuevas generaciones abducidas por tiktokers, influencers, instagramers y gañanes varios, se agradece el entusiasmo del baile en las distancias cortas, más cercano a la mojigatería que a la libido satánica: no obstante, un hecho que se disculpa si se tiene en consideración que tres cuartas partes de las grandes películas de terror de las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo no pasarían hoy en día por el filtro de la doctrina ‘queer’ o el de la nueva castidad alimentada por las emociones más que por el conocimiento.

Lo que resulta del todo increíble es que la selección musical escogida para la escena de la discoteca no case con el año 1971. A saber: «Rumore», de Raffaella Carrà, se editó en 1974; «Daddy Cool» de Boney M., data de 1976; «I´ve got to use my imagination», de Gladys Knight and The Pips, es de 1973…. Si el elenco creativo de «La Primera Profecía» tiene intención de desenmarañar estos errores garrafales en posteriores entregas, quizás con sorprendentes viajes en el tiempo a bordo de artefactos luciferinos, todo casaría…. Pero nos tememos que no será así.

Ciertamente lamentable es que este blog, que no pretende ser un faro que ilumine mentes obtusas y/o huecas, sea el único medio que se ha hecho eco de estas evidencias a día de hoy.

Así que, sin duda, no nos contagiamos de la ola de aplausos que ha generado la nueva llegada del demonio y sí convenimos que esta es la precuela que nos merecemos, pero no a raíz los motivos expuestos por estos adoradores del requiebro fácil.

Beta: otra puñalada a los soportes románticos

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Los nacidos en los años cincuenta crecieron rodeados de dicotomías. Desde el clásico «¿a quién quieres más: a papá o a mamá?» de la infancia, al «¿prefieres a The Beatles o a The Rolling Stones?» de la adolescencia, pasando por el «¿diésel o gasolina?» de la juventud, sin olvidar la pregunta que marcaría su madurez: «¿Tienes Beta o VHS?».

Durante los años ochenta, el mundo se dividió entre los defensores de uno u otro sistema de vídeo. Una pugna en la que jugaron un papel destacado no solo las virtudes tecnológicas o defectos de uno y otro sistema, sino también aspectos colaterales como el diseño industrial, la creatividad publicitaria, el catálogo de películas disponibles y, por supuesto, el precio de reproductores y cintas vírgenes.

No obstante, también resultaron clave las estrategias empresariales desplegadas por Sony y JVC, los dos actores principales de esta competición, en las que no faltaron grandes dosis de ambición, visión a corto plazo y soberbia que, finalmente, hicieron que el VHS se impusiera y provocase la casi completa desaparición del Beta.

La peculiaridad de este caso ha hecho que, desde hace años, se estudie en las escuelas de negocios como ejemplo de que, en ocasiones, la competitividad no es el único camino en el mundo de la empresa. Como posteriormente sucedió con el DVD, la colaboración entre compañías y el desarrollo conjunto de un estándar en un determinado sector puede, en muchas ocasiones, resultar más interesante y eficaz.

En todo caso, y a pesar de la experiencia de Sony y JVC, las incompatibilidades entre el Mac y el PC o Android e iOS demuestran que aún hay empresas que, en aras de un supuesto aumento de los beneficios, prefieren operar a espaldas de las necesidades de fabricantes y usuarios.

Los sistemas de vídeo en cinta magnética existían en el ámbito profesional desde mediados de los años cincuenta. Sin embargo, hubo que esperar hasta principios de la década de 1970 para que Philips lanzase el primer sistema de VCR (siglas de Video Cassette Recorder) para el ámbito doméstico.

Este nuevo sistema suponía un gran avance en lo que a la grabación y reproducción de material audiovisual por parte de los consumidores se refiere. A diferencia de lo que sucedía con las bobinas vírgenes de Super-8, cuya duración no superaba los tres minutos, este nuevo sistema permitía grabar una hora de contenido.

Además, no era necesario mandar a revelarlo a un laboratorio y esperar días o semanas para revisar su contenido, sino que se podía ver al instante. Por si no fuera suficiente, el vídeo permitía grabar programas de la televisión convencional y, aunque la oferta todavía era muy limitada, ya estaban disponibles, para venta y alquiler, documentales y algunas películas clásicas.

A pesar de estas ventajas, el sistema de Philips resultaba demasiado caro. Aunque tuvo buena acogida en centros educativos e instituciones públicas, la penetración en los hogares, que era para lo que había sido concebido, no cubrió las expectativas. Por ello, la compañía holandesa decidió desarrollar un sistema más económico al que denominaría Video-2000 y que sería lanzado al mercado en 1979.

Mientras Philips desarrollaba ese nuevo sistema en Europa, en Japón Sony y JVC daban los últimos retoques a sus propios formatos de vídeo doméstico. En 1975, Sony presentó el Betamax, popularmente conocido como Beta, y un año más tarde, JVC hizo lo propio con el VHS.

Aunque el Beta era superior, estéticamente más atractivo y había llegado antes al mercado, rápidamente el VHS comenzó a ganar terreno a su competidor. La razón principal era que JVC ofrecía cintas que doblaban la duración de las ofertadas por Sony.

Un detalle a tener en cuenta por parte de los consumidores, que prefirieron la economía a la calidad de imagen y sonido. A estas diferencias en el aspecto técnico, se sumaron una serie de problemas legales que, una vez más, JVC enfrentó con más inteligencia y mano izquierda que Sony.

Desde el primer momento, la estrategia empresarial de Sony en relación con el Beta se caracterizó por ciertas dosis de soberbia, intransigencia y ambición mal entendida. Antes de lanzar el sistema Betamax, Sony mantuvo reuniones con JVC y otros fabricantes, con la intención de limar sus diferencias y lanzar un sistema común que permitiera establecer un estándar que beneficiase a todos los implicados.

Esa decisión, que hubiera acelerado el desarrollo del vídeo para el ámbito particular, abaratado costes y facilitado la vida de consumidores y distribuidores, fue finalmente rechazado por Sony.

Convencidos de la calidad del Beta, sus directivos se negaron a firmar esos acuerdos y aprovecharon que su sistema estaba más avanzado en su desarrollo para comercializarlo antes que la competencia.

No obstante, irrumpir en solitario en el mercado con un aparato innovador que amenazaba las regulaciones sobre derechos de autor no fue precisamente una ventaja. Algunos de los propietarios de esos derechos, entre los que estaba la todopoderosa Disney, decidieron demandar a Sony y pedir a los tribunales que prohibieran la comercialización de los reproductores y grabadores de vídeo.

Finalmente, la justicia dio la razón a la compañía japonesa y se denegó la retirada de los reproductores como solicitaba las partes demandantes. No obstante, durante el tiempo que duró el litigio, el catálogo de películas ofertadas por Sony fue muy reducido, al menos en comparación con el de JVC que, en lugar de optar por el enfrentamiento judicial, prefirió llegar a acuerdos con los propietarios de los derechos audiovisuales.

Esa actitud tendente a la colaboración por parte de JVC también se extendió a la cesión de las patentes relacionadas con el VHS. Esto permitió que, mientras que el Beta era fabricado casi en exclusiva por Sony, los reproductores y cintas VHS podían ser producidos por otras muchas marcas lo que, en muy poco tiempo, propició que su formato se convirtiese en un estándar del sector.

Además de las facilidades dadas por JVC para que otras compañías fabricasen su sistema, la popularización del VHS tuvo un aliado inesperado que aumentó considerablemente la distancia con el sistema Beta. Se trató, ni más ni menos, que del cine para adultos.

Durante los años setenta, la industria de las películas pornográficas discurría entre la marginalidad y la precariedad. A pesar de que era un negocio muy rentable, sus producciones eran difíciles de asumir porque los presupuestos eran más limitados que los del cine convencional.

Las necesidades técnicas relativas al celuloide, la iluminación, el revelado y las cámaras eran prácticamente las mismos que los de una película de cualquier otro género.

Por si eso no fuera suficiente, una vez rodadas en 16 o 35mm, era necesario sacar copias profesionales de las películas para que pudieran ser proyectadas en cines y, aunque también había un mercado de películas domésticas en formato Super-8, su distribución era marginal y, en ocasiones, realizada de manera clandestina.

La aparición del vídeo en los años ochenta, por tanto, cambió por completo el negocio del cine para adultos.

Además de coincidir con una serie de resoluciones judiciales que amparaban ese género como parte de la libertad de expresión reconocida por la constitución estadounidense, el nuevo sistema abarató los rodajes, los agilizó y amplió el mercado doméstico gracias a que permitía poder consumir discretamente esos contenidos en la intimidad del domicilio.

De repente, del centenar de largometrajes para adultos que se rodaban anualmente, se pasó a miles de títulos que fueron publicados principalmente en formato VHS, catapultando la popularidad del formato y generando enormes beneficios tanto a JVC, como al resto de fabricantes que habían apostado por ese sistema.

Mientras tanto, Sony, que sí había conseguido destacarse en el sector del vídeo profesional con el sistema Betacam, se quedaba cada vez más descolgada en el ámbito doméstico con el Betamax.

En 1975 Sony disfrutó del 100% de la cuota de mercado mundial de magnetoscopios y cintas vírgenes porque, sencillamente, no tenía competencia alguna. No obstante, sus decisiones hicieron que fuera perdiendo esa posición hegemónica a lo largo de la década de 1980.

Durante esos años, las ventas comenzaron a bajar tanto en Estados Unidos como en Japón o Europa y, aunque lanzó versiones mejoradas del Betamax y cintas de mayor duración, la situación no remontó.

En 1998, Betamax resultaba tan irrelevante en el mercado, que Sony decidió claudicar y comenzar a producir magnetoscopios y cintas vírgenes VHS. Si bien siguió produciendo ambos sistemas durante algunos años, en 1990 se lanzó el último modelo de magnetoscopio Beta y, en 2015, anunció que dejaba de fabricar cintas de ese formato, lo que provocaba su definitiva obsolescencia.

La drástica decisión de Sony sobre su creación coincidió en el tiempo con la decadencia de su máximo rival. En 2016, tan solo una compañía en el mundo, la japonesa Funai Electric, seguía fabricando reproductores de VHS.

El resto de las marcas habían abandonado los sistemas analógicos para fabricar DVD, Blu-Ray y otros soportes digitales con mejor calidad de imagen y sonido, aunque con una vida más corta que sus predecesores debido, entre otras cosas, a la llegada de Internet y al rápido desarrollo del streaming y las plataformas de vídeo online como YouTube.

A pesar de todo, cuarenta años después de su lanzamiento y en una época en la que la tendencia es la desaparición del soporte audiovisual, el Beta y el VHS siguen teniendo grandes defensores. No tanto por la calidad de su imagen, su sonido o por la nostalgia de tecnologías vintage, sino porque la aparición de un nuevo formato conlleva siempre la pérdida de gran parte del acervo cultural común, que no es reeditado en ese nuevo sistema.

Así sucedió con muchos cilindros de cera Edison cuyo contenido no fue publicado en discos de pizarra; con el LP, que no recogió en ese soporte los millones de discos de pizarra que se habían publicado en los años previos a su aparición; o con el CD y los archivos digitales.

Es por eso por lo que muchas de las películas, programas de televisión, documentales o recuerdos de particulares que, en la actualidad, solo están disponibles en viejas cintas VHS o Betamax cuya digitalización queda en manos de la buena voluntad de coleccionistas, aficionados, archivos públicos o fundaciones.

Como ha ocurrido a lo largo de la historia, las empresas, más preocupadas por el balance de resultados que por la filantropía, no acostumbran a echar la vista atrás para ver qué se van dejando por el camino.

Un escritor en el humo «Beatnik»

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Ferlinghetti, de pie, en 1957 en una lectura de poesía. Fue un escritor prolífico de amplios talentos e intereses cuyo trabajo escapó a cualquier tipo de definiciones.

Lawrence Ferlinghetti fue un poeta, editor e iconoclasta político que inspiró y nutrió a generaciones de artistas y escritores de San Francisco desde City Lights, su famosa librería.

Ferlinghetti, padrino espiritual del movimiento Beat,  estableció su base de operaciones en el modesto refugio independiente de libros que ahora se conoce formalmente como City Lights Booksellers & Publishers. Un autodenominado «lugar de encuentro literario» fundado en 1953 y ubicado en la frontera del vecindario a veces ostentoso, a veces sórdido de North Beach, City Lights, en Columbus Avenue, pronto se convirtió en una parte tan importante de la escena de San Francisco como el Golden Gate Bridge o Fisherman’s Wharf. (La junta de supervisores de la ciudad lo designó como un hito histórico en 2001).

Aunque era mayor y no practicaba ese estilo despreocupado, Ferlinghetti se hizo amigo, publicó y defendió a muchos de los principales poetas beat, como Allen Ginsberg, Gregory Corso y Michael McClure. La conexión con su trabajo se ejemplificó – y consolidó – en 1956 con la publicación del poema más famoso de Ginsberg, el atrevido y revolucionario «Howl», un acto que condujo al arresto de Ferlinghetti por el cargo de imprimir «escritos indecentes» de manera «voluntaria y lasciva»

En una decisión basada en la Primera Enmienda, fue absuelto y «Howl» se convirtió en uno de los poemas más conocidos del siglo XX. (El juicio fue la pieza central de la película de 2010 «Howl», en la que James Franco interpretó a Ginsberg y Andrew Rogers interpretó a Ferlinghetti).

Además de ser un campeón para los Beats, Ferlinghetti fue un escritor prolífico de amplios talentos e intereses cuyo trabajo eludió la fácil definición, mezclando una sencillez desarmante, un humor agudo y conciencia social.

«Cada gran poema satisface un anhelo y vuelve a unir la vida», escribió en una «no conferencia» después de ser galardonado con la Medalla Frost de la Sociedad de poesía de América en 2003. Un poema, agregó, «debería elevarse al éxtasis en algún lugar entre el habla y la canción «.

Los críticos y compañeros poetas nunca estuvieron de acuerdo sobre si Ferlinghetti debería ser considerado un poeta Beat. Él mismo no lo creía así.

“En cierto modo, lo que realmente hice fue ocuparme de la tienda”, le dijo a The Guardian en 2006. “Cuando llegué a San Francisco en 1951 llevaba una boina. En todo caso, fui el último de los bohemios en lugar del primero de los Beats».

No vale la pena discutir acerca de si la llamada “Generación Beatnik” importa realmente una generación”, una “escuela”o un mero grupo de hombres más o menos amigos que en verdad tuvieron escasas conexiones literarias como para homologarlos bajo algún rótulo. No vale la pena porque cualquiera que los haya leído sabe que ninguna de las dos posturas es cierta; los Beatniks soportan dignamente la etiqueta de “Generación” por la cercanía cronológica de sus integrantes y especialmente por su juventud, pero no tienen ni por asomo entre esos mismos integrantes una comunidad férrea de estilo o ideología para considerarlos una escuela literaria. ¿Qué tiene que ver el lamento religioso y mortuorio de Big Sur de Kerouac con el humor corrosivo de los poemas de Corso, qué las novelas cut-up de Burroughs con el imperativo poema “Manifiesto populista” de Ferlinghetti?

Ahora bien, la diversidad de formas y fondos entre sus autores tampoco obliga a disociarlos; los escritores beatniks hicieron voluntariamente de la agrupación un arma y aún teniendo en cuenta sus diferencias, es innegable su congregación – al menos inicial – respecto al modo de ver la vida o de escoger a sus enemigos. Más seguros de aquello que no querían ser que de un modelo aceptable cualquiera para sus futuros, los Beatniks, como todos los jóvenes, prendieron cartuchos contra la tradición y jugaron una apuesta destinada a morir joven. Como ocurre con el punk rock – es el paralelo más adecuado que se me ocurre – el movimiento beatnik, sea lo que sea, estaba condicionado a una eterna juventud: sus ansias hostiles, su culto al placer o su experimentación con sustancias no-ordinarias lo indican claramente. En este sentido, se torna interesante cotejar las peripecias adultas de los escritores, habida cuenta de que ninguno de ellos murió joven (Kerouac fue el primero y ya contaba 47 años) y de que sus trayectorias manifestaron efectivamente una pluralidad muy próspera.

Con el primer golpe de vista es muy arduo negar la oscuridad general del grupo; no es pretensión asimilarlos a los románticos ni nada por el estilo, pero es patente que la tendencia hacia la locura o la autodestrucción matizó de gris – de grises en verdad diferentes – los futuros de los escritores beat. El triste alcoholismo de Kerouac, la bala de Burroughs en la frente de Joan o los conflictos de Ginsberg con la homosexualidad son algunos ejemplos de lo que quiero decir. En ese panorama, la figura de Lawrence Ferlinghetti se esconde y destaca a la vez: Ferlinghetti, el último de los beatniks, fue y es un hombre claro, un poeta límpido, un amante de la vida, y aún así – aunque se nos aparezca como el “menos” beatnik de todos – fue un escritor definitivamente perteneciente a la generación beat, haciendo la salvedad de que en una de sus últimas entrevistas concedidas el propio Ferlinghetti renegó del mote generacional diciendo que jamás le había agradado.

No es relevante lo que pensaba Ferlinghetti al respecto, no tanto al menos como a lo que Ferlinghetti hizo por que aquel conjunto de escritores geniales se convirtiera en una “Generación” o a los elementos efectivamente generacionales que Ferlinghetti – el último beatnik, el desatormentado – encarnó con nobleza y lucidez. En Confesión burlona, uno de sus mejores poetas, encuentro las palabras más claras para lo que intento decir:

“Tengo la sensación de caerme
en muy pocas ocasiones
pero la mayor parte del tiempo tengo los pies sobre la tierra
No puedo evitarlo si el suelo mismo está cayendo
(…)
Creo en la Revolución
en su imagen de doble filo
pero nena la tuya no es la mía
Me niego a confesarme a los muchachos
O a las chicas en el baño”
Balada del hombre real
“Poetas, salid de vuestros armarios,
abrid vuestras ventanas, abrid vuestras puertas,
habéis estado enclaustrados demasiado
en vuestros mundos cerrados”

Se sabe que a través de la osadía de Ferlinghetti y su librería City Lights muchos escritores beat pudieron ser editados y dados a conocer al gran público; se sabe de la favorable repercusión que le proporcionó el escándalo por la lectura de Aullido, de Ginsberg, y todo el chisme. Pero Ferlinghetti no se reduce a un organizador de papeles de los demás genios; no sólo la jugó de mecenas humilde sino que además postuló y defendió muchas de las posturas que pueden ser consideradas beatniks. Entre esas posturas sin duda alguna la reticencia hacia lo tradicional y cierto hedonismo realista y mágico a la vez son dos marcas registradas del grupo, especialmente en sus inicios, mucho antes de que Kerouac virara hacia lo reaccionario o de que Burroughs flipara en el hermetismo más chispeante del que se tenga memoria. Los beatniks, más allá de los vaivenes políticos y a-políticos en los que ingresaron más tarde sus protagonistas, supusieron un desplazamiento hacia la izquierda, esa izquierda amplia en su concepto, tan emparentada con la juventud como significación, tan parecida al espanto del que simplemente no alcanza a entender las torturas que un hombre puede infligir a otro.

La resistencia entonces, la resistencia y la vida. La vida como resistencia. La desobediencia, claro, el desacato, la transgresión, pero en el caso de Ferlinghetti no por el mero gusto que suele despuntar la transgresión de saborearse a sí misma sino la transgresión para que algún día sea regla, para cambiar el mundo, para que el hombre por fin devenga algo mejor. Algo mejor de lo que había visto – allí mismo, en carne y hueso, como Oficial al mando – en el desembarco en Normandía o en las cortes donde acusaban a poemas (sic) de nocivos para la sociedad.

La resistencia entonces, la resistencia y la vida. Y allí, apenas a centímetros, la poesía.

Ferlinghetti es un poeta al que le interesa la poesía, pero no tanto como objeto intelectual o de estudio sino como actitud ante la vida: la poesía y la vida están ligadas, mezcladas, deben ser una sola cosa. Pero el asunto no es tan romántico ni tan sencillo. El mundo en el que vive Ferlinghetti perdió el aura y la ingenuidad, por lo que la vida (la poesía) no se puede tratar únicamente de ensoñaciones o utopías azules sino que debe batirse con la realidad en su propio terreno para moldearla, (re)constituirla, salvarla. En Retos para poetas jóvenes escribe: “Cuestionen todo y a todos. Sean subversivos, confronten constantemente a la realidad y al estatus quo /Sean poetas, no mercachifles. No abastezcan, no complazcan, especialmente no lo hagan con sus posibles audiencias, lectores, editores o publicistas. / Salgan del clóset. Ahí adentro está oscuro. (…) Comprométanse con algo que no sean ustedes mismos. Sean militantes. O extasíense / Ser un poeta a los dieciséis años es tener dieciséis años, ser un poeta a los 40 es ser un poeta. Sean ambos. / Levántense y tiren una meada, el mundo está en llamas.”. Es decir, el poeta debe ser un subversivo, un hombre que pierda sus veleidades de místico y “baje” al mundo para combatirlo hasta el final, sin atragantamientos precoses ni narcisismos exasperados. Pero no alcanza con eso, en el tiempo de Ferlinghetti no alcanza con eso, existen otros dispositivos de poder y por tanto nuevos riesgos; la industria del entretenimiento ya amenazaba con devorárselo todo, y la poesía no es la excepción. Por eso el exhorto del poeta al poeta joven a que no se vendan ni se compren, a que siquiera participen del circo que rodea incluso a la poesía, especialmente a la propia poesía beat.

En Manifiesto populista acusa al respecto:

“Todos ustedes críticos de poesía / que beben la sangre del poeta / Todos ustedes Policía de la Poesía…/ Dónde están los hijos salvajes de Whitman”.

Ferlinghetti quiere una poesía vital, una poesía de la realidad que no niegue la entrega de los unos a los otros, es cierto, pero quiere que la poesía siga siendo poesía, que continúe ostentando la dignidad y la sagacidad que Ferlinghetti le atribuye. El “descenso” del poeta a la realidad no supone la vulgarización y la explotación de la poesía sino la comunidad de la misma, su ascenso a (anti)método de vida. Estos versos de Leyendo a Yeats no pienso…quizás aclaren lo que quiero decir:

“Leyendo a Yeats no pienso en Arcadia

y sus bosques que Yeats creía muertos

pienso en todos los rostros idos

cayendo en medio de la ciudad

con sus sombreros y sus empleos

y en aquel libro perdido que hallé

con su cubierta azul, blanca por dentro

donde con un lápiz habían escrito

¡JINETE, PASA DE LARGO!”


Es sorprendente pero hasta que no leí los poemas de Ferlinghetti jamás se me había ocurrido aquello de “hijos salvajes de Whitman” para los poetas beatniks; no es que ande por ahí buscando latiguillos para los escritores sino que la metáfora me parece en realidad muy evidente y ajustada. Es fácil encontrar comentarios sobre la literatura norteamericana en los que Walt Whitman aparece como un padre omnisciente que atraviesa la trayectoria completa (todas las trayectorias posibles) de la referida literatura. Lo que en muchos casos no aparece en esos comentarios son los fundamentos para esa filiación. En el caso del grupo beat, los vínculos aparecen nítidos ya desde el alborozado tono con que escriben y llegan hasta la homosexualidad haciendo escalas en la exaltación de la libertad y en la tendencia a mitologizar al pueblo norteamericano. Efectivamente, los beatniks de alguna manera son los hijos salvajes de Whitman, menos idealistas, menos cándidos, acaso más hartos, pero son los hijos legítimos del poeta barbado. Hasta en la estética algunos beatniks lo han seguido.

Ferlinghetti escribe el monumental Autobiografía:

“Soy el hombre /estuve allí / Sufrí / un poco (…) Pero soy el hombre / Y estaré allí / Y puedo hacer que los labios /de los que duermen / hablen / y puedo hacer de mis libretas de notas / haces de hierba / Y puedo escribir mi propio / epónimo epitafio /instruyendo a los jinetes /que pasen”.

Por cosas como estas, Ferlinghetti es, de todos, el hijo “más” legítimo de Whitman. No sólo por la indudable procedencia de las palabras de Whitman que casi conforman una paráfrasis sino además por el estruendo de credibilidad, modestia y profundidad que produce su lectura. Los poetas mienten; aún quien los considere como portadores de la palabra más sublime y más realista sabe que los poetas mienten. Mienten incluso – o sobre todo – cuando dicen la verdad. El pacto de credibilidad que se establece con un poeta no corre jamás por los carriles que los instaurados con una novela o un film; no es un pacto de verosimilitud lo que se puede suscribir con la poesía. En este sentido, el pacto es más cercano al que se usa con alguna pintura o una canción. Al poeta se le cree desde algo visceral, desde un elemento absolutamente disociado de los racional. Siquiera es una cuestión de gustos: nada tiene de proporcional la estima estética que podamos tener respecto a un poeta con la credibilidad que nos arranque.

Whitman y Ferlinghetti son dos poetas que parecen imponer la fe ajena sobre cada una de las palabras que escriben. Un aura indefinible y suprema rodea sus escrituras con una cordialidad tan firme y violenta como un huracán.

Un huracán de fe desesperada. Eso pueden llegar a ser ciertas líneas de Ferlinghetti.

¿En qué radica la desesperación de Ferlinghetti, en dónde la detectamos? Conjeturo que en el cinismo propio de sus amigotes y de su tiempo histórico, que aún más desatormentado en Ferlinghetti, como ya se dijo, se nota igual. “Escucho a América cantar / en las Páginas Amarillas” es capaz de escribir el poeta con un don de síntesis tal que en dos líneas logra unir al nombrado Whitman con el volumen escrito que mejor representa a la sociedad pos-moderna. La crédula algarabía whitmaniana pasada por el salvajismo provocado en parte por las consecuencias indeseadas pero plausibles de lo que el mismo Whitman cantaba. La democracia, la libertad, el trabajo y el progreso tuvieron no solamente sus límites sino también sus costos, enormes, garrafales, interminables costos. Los costos fueron de todo tipo, claro está, salvo que Ferlinghetti, el poeta, vuelve una y otra vez sobre el costo que atañe al destino de la poesía. Ferlinghetti sabe a convicción por donde se lo saboree; puede caer pesado, lo admito: la óptica cultural hegemónica, aquella que nos describe a los que hoy estamos vivos, se mofa asiduamente de las convicciones. Puede caer pesado, lo admito, tan pesado como le cae siempre al rictus posmoderno cualquier palabra profética. En verdad profética. Vale la pena que este escrito finalice con la opinión de Ferlinghetti al respecto. De El triunfo de los postmodernos:

“Los violines tendieron a chillar

escapando de sus melodías lineales

La banda sinfónica en zapatillas

tamborileó temas de MTV

y los poetas se deconstruyeron a sí mismos en becas oficiales

y se unieron a departamentos de lingüística

mientras que otros (silenciados por el desconcierto)

se fueron a las colinas cantando haikus de aserradero

o inauguraron peluquerías unisex en Des Moines”

Las otras letras de la fe

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La pintura de la deposición de la Cruz en la iglesia Marienkirche del taller de Lucas Cranach (1536)

La historia del cristianismo y el relato bíblico ha sido motivo de discusión durante cientos de años. La Iglesia defiende la actual Biblia como el libro esencial del catolicismo, pero existen otros documentos, como el famoso Evangelio de Judas, que contradice esta versión oficial de los hechos y pone en el punto de mira la veracidad histórica de lo relatado y confirmado.

Pablo de Tarso no perteneció al círculo inicial de los doce apóstoles de Jesús de Nazaret, pero sus escritos constituyen la base de la mayor parte de la fe cristiana. Para él, lo verdaderamente importante en la vida de Jesús fue su muerte y resurrección. Sin embargo, algunos seguidores de Pablo, como los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan, le enmendaron la plana: consideraban que la vida de Cristo también tenía importancia, y por ello compusieron sus evangelios. Pero con el paso del tiempo estas «vidas de Jesús» se quedaron muy cortas en detalles para los lectores, ávidos de saber más sobre el Mesías.

Los autores de los evangelios apócrifos intentaron llenar con sus historias los huecos que dejaban los cuatro evangelios aceptados por la Iglesia. Por ello abundan en datos sobre la vida oculta de Jesús y transmiten detalles de sucesos recogidos por los evangelistas. Por ejemplo, es en los apócrifos donde se dice que los Magos de Oriente eran reyes y se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar.

Algo parecido sucede con la Verónica, la mujer que enjugó con un lienzo el rostro de Cristo mientras caminaba hacia la cruz. Su historia y su nombre sólo aparecen en el evangelio de Lucas: «Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!».

Pero este pasaje supo a poco a la piedad cristiana, que lo transformó en la historia siguiente, recogida en el apócrifo Muerte de Pablo: «Cuando mi Señor se iba por ahí predicando, y yo carecía de su presencia muy a pesar mío, quise que me pintaran su imagen, para que, mientras me veía privada de su presencia, me diese al menos consuelo su figura. Y cuando llevaba el lienzo al pintor para que me la pintara, mi Señor me salió al paso y me preguntó a dónde iba. Cuando le expliqué la causa de mi marcha, me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la imagen de su venerable faz. Por consiguiente, si alguien mira con devoción su aspecto, obtendrá el beneficio de su curación». De hecho, «Verónica» es un vocablo grecolatino: vero icono, que significa «verdadera imagen» de Jesús.

En el episodio de la crucifixión de Jesús, los apócrifos también rellenan las lagunas de los evangelios canónicos. Según estos últimos, a la izquierda y a la derecha de Jesús fueron crucificados dos bandoleros, que es como los romanos llamaban a los sediciosos que se oponían a su poder. El Evangelio de Nicodemo nos proporciona los nombres de estos bandidos. Allí se refiere que el prefecto romano Poncio Pilato, tras oír que los judíos desean la muerte de Jesús, decreta su muerte: «Tu raza te ha rechazado como rey. Por eso, he decidido que en primer lugar seas azotado según la costumbre de los reyes piadosos, y luego seas colgado en la cruz en el jardín donde fuiste apresado; y que los dos malhechores Dimas y Gestas sean crucificados juntamente contigo».

Uno de los episodios que más llaman la atención en la pasión de Jesús sólo aparece en el Evangelio de Juan: la lanzada de un soldado romano al costado de Jesús para hacer que su muerte acaeciera de manera segura. En este texto, el soldado es un personaje anónimo, pero el Evangelio de Nicodemo y una presunta Carta de Pilato a Herodes Antipas nos revelan su nombre, Longino, y su cargo, centurión.

Entre la muerte y resurrección de Jesús hay un oscuro episodio, que no aparece en los evangelios, pero sí en un par de breves alusiones de un escrito canónico, la Primera epístola de Pedro (3,19; 4,6): el descenso de Jesús a los infiernos. Este hecho se desarrolla en la segunda parte de un apócrifo, el Evangelio de Nicodemo. Unos cuantos sacerdotes, un levita y un doctor de la Ley cuentan cómo en el retorno de Galilea –donde habían sido testigos de la ascensión de Jesús hasta Jerusalén– les salió al encuentro una gran muchedumbre de hombres vestidos de blanco, que resultaron ser los resucitados con Jesús. Entre ellos reconocieron a dos que se llamaban Leucio y Carino, que les contaron los maravillosos acontecimientos tras la muerte del Maestro, entre ellos su visita a los infiernos.

El comienzo de la narración suena así: «Estábamos nosotros en el infierno en compañía de todos los que habían muerto desde el principio. Y a la medianoche amaneció en aquellas oscuridades como la luz del sol, y con su brillo fuimos todos iluminados y pudimos vernos unos a otros. Y al punto nuestro padre Abraham, los patriarcas y los profetas y todos a una se llenaron de regocijo y dijeron entre sí: “Esta luz proviene de un gran resplandor”. Entonces el profeta Isaías dijo: “Esta luz procede del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”». Los antiguos patriarcas comenzaron a regocijarse de inmediato con la liberación que se les avecinaba, mientras que Satán prevenía a sus huestes a fin de que se prepararan para «recibir» a Jesús.

Satán mandó reforzar las puertas del infierno, pero al conjuro de una voz celestial «se hicieron añicos las puertas de bronce, los cerrojos de hierro quedaron reducidos a pedazos, y todos los difuntos encadenados se vieron libres de sus ligaduras, nosotros entre ellos». Entonces «penetró dentro el rey de la gloria en figura humana, y todos los antros oscuros del infierno fueron iluminados. Enseguida se puso a gritar el Infierno mismo: “¡Hemos sido vencidos!”». Jesús tomó por la coronilla a Satanás y se lo entregó al mismo Infierno para que lo mantuviera a buen recaudo. Luego condujo a todos los patriarcas fuera del oscuro antro, comenzando por Adán y siguiendo por Henoc, Elías, Moisés, David, Jonás, Isaías y Jeremías, Juan Bautista…

Así pues, los evangelios apócrifos satisfacían el interés de los primeros cristianos por la vida de su Maestro, alimentando su curiosidad con todo tipo de anécdotas que los escuetos evangelios canónicos no proporcionaban. Pero esta diversidad de testimonios y relatos sobre la vida de Cristo reflejaba una realidad que ya debió de darse al poco de su muerte. Así lo manifiesta el propio Evangelio de Lucas, que comienza con las palabras dirigidas por su redactor a un personaje llamado Teófilo: «Ya que muchos han intentado escribir la narración de los sucesos que se han cumplido entre nosotros, […] pareciome también a mí, después de haberme informado de todo exactamente desde su origen, escribírtelos por su orden, dignísimo Teófilo, a fin de que conozcas la verdad de lo que se te ha enseñado». El texto, compuesto hacia los años 95-100, nos indica que circulaban múltiples tradiciones sobre la vida de Jesús cuando habían transcurrido unos setenta años de su muerte en la cruz, ya que el autor aspiraba a ofrecer «la verdad» respecto a lo mucho que se decía sobre la cuestión.

En tal sentido, los apócrifos sirven para contrastar datos o dichos de Jesús que ofrecen los evangelios aceptados por la Iglesia. Así, pueden hacer surgir dudas sobre la corrección de algunos pasajes canónicos. Es sabida, por ejemplo, la divergencia en la tradición aceptada por la Iglesia sobre quién fue la primera persona a la que Jesús se apareció tras su muerte: según Pablo de Tarso, fue el apóstol Pedro; según los evangelios de Juan y Marcos, quien primero lo vio fue María Magdalena; según el evangelio de Lucas, fueron dos de los discípulos de Cristo, de camino al pueblo de Emaús; pero según el Evangelio de los hebreos, apócrifo, fue Santiago, hermano de Jesús. Y en alguna ocasión los apócrifos pueden transmitirnos una sentencia de Jesús que probablemente sea verdadera, como el dicho número 83 del Evangelio de Tomás: «El que está cerca de mí está cerca del fuego. Y quien está lejos de mí está lejos del Reino».

Por otra parte, estos textos también permiten dibujar una imagen de la Iglesia primitiva diferente a la que terminó imponiéndose. Así, tanto el Evangelio de María (redactado a mediados del siglo II, y que convierte a María Magdalena en la primera apóstol, enfrentada a Pedro, a la que Jesús encomienda difundir las enseñanzas secretas) como el Evangelio de Felipe (del siglo III) defienden la imagen de una comunidad de seguidores de Jesús en la que tenían mucha importancia las mujeres, que luego fueron perdiendo terreno por la evolución masculinista de la Iglesia.

Precisamente ahí reside la importancia de los apócrifos: en el hecho de que posibilitan nuevas aproximaciones a las dos fuentes de la fe católica: las Escrituras y la tradición. Sin duda, el acercamiento al Jesús histórico debe hacerse a través de los documentos más cercanos a él en el tiempo: los evangelios canónicos. Pero sin olvidar los apócrifos, que desempeñan una función de contraste nada despreciable.

Semana Santa apócrifa

Poncio Pilato decidió la suerte de Jesús, que fue condenado a muerte y crucificado en el Monte Calvario. Al tercer día, cuando María Magdalena, María y Salomé acudieron al sepulcro, su cuerpo no estaba. Había resucitado. Eso es lo que narran los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Pero los detalles sobre la Pasión de Jesús no se acaban en esta versión reconocida por la Iglesia católica.

En primer lugar, hay que destacar que, mientras de la infancia de Jesús hay muchos más evangelios apócrifos, «de la Pasión hubo muchos menos», le explica a BBC Mundo Rafael Aguirre, catedrático de Teología en la Universidad de Deusto, Bilbao, España.

«Sobre la infancia de Jesús los relatos son mucho más legendarios y eso dio pie a que se multiplicaran los evangelios de la infancia apócrifos, ahí se desató la imaginación», dice el experto.

«En cambio, sobre el relato de la Pasión, las posibilidades de que la imaginación se disparase eran mucho menores, por la misma naturaleza del relato, tan sobrio y tan poco idealizado.»

Sobre la Pasión no hay tantos textos apócrifos como sobre la infancia de Jesús.

Entonces, ¿en qué difieren los relatos apócrifos sobre la muerte de Jesús de los textos canónicos?

Es el texto apócrifo fundamental sobre la muerte de Jesús, ya que hace un relato entero de la Pasión, explica Aguirre.

«Tiene grandes semejanzas con los canónicos, no está claro hasta qué punto depende de los evangelios canónicos, muchas veces son tradiciones orales, que recogen unos y otros y no hay una dependencia literaria inmediata», dice el experto.

Su texto fue descubierto en el siglo XIX, aunque ya se conocía su existencia por las referencias al mismo.

Este evangelio introduce un cambio relevante con respecto a los canónicos: culpabiliza mucho más a los judíos sobre la muerte de Jesús y prácticamente disculpa a los romanos.

«El que envía a la muerte a Jesús no es Pilato, sino Herodes, y, además, Herodes encarga a unos soldados judíos no romanos que crucifiquen a Jesús», dice el teólogo.

La tendencia de disculpar a los romanos, presente en otros textos, dice Aguirre, «se explica porque las comunidades van introduciéndose en el imperio, quieren evitar el conflicto con las autoridades romanas y entonces su responsabilidad la van amortiguando».

«Y por otro lado estas comunidades se están separando del judaísmo, y entonces cargan cada vez más la responsabilidad de la muerte de Jesús sobre ellos».

Pero lo que hace más relevante a este evangelio es la narración de la resurrección de Jesús.

«Narra la resurrección de Jesús, narra su salida del sepulcro, algo que los demás evangelios no hacen. Los demás dicen que Jesús ha resucitado, pero el evangelio de Pedro describe la salida», explica Aguirre.

El relato dice así.

Empero, en la noche tras la cual se abría el domingo, mientras los soldados en facción montaban dos a dos la guardia, una gran voz se hizo oír en las alturas.

Y vieron los cielos abiertos, y que dos hombres resplandecientes de luz se aproximaban al sepulcro.

Y la enorme piedra que se había colocado a su puerta se movió por sí misma, poniéndose a un lado, y el sepulcro se abrió. Y los dos hombres penetraron en él.

Y, no bien hubieron visto esto, los soldados despertaron al centurión y a los ancianos, porque ellos también hacían la guardia.

Y, apenas los soldados refirieron lo que habían presenciado, de nuevo vieron salir de la tumba a tres hombres, y a dos de ellos sostener a uno, y a una cruz seguirlos.

Y la cabeza de los sostenedores llegaba hasta el cielo, mas la cabeza de aquel que conducían pasaba más allá de todos los cielos.

Y oyeron una voz, que preguntaba en las alturas: ¿Has predicado a los que están dormidos?

Y se escuchó venir de la cruz esta respuesta: Sí.

«Es una descripción que ha entrado mucho en el mundo del arte, sobre todo en las Iglesias orientales, se reproducen mucho las escenas de la resurrección tal y como las describe el evangelio de Pedro», apuntó el teólogo.

Hay un texto, el evangelio de Nicodemo, en el que se incluye el evangelio de Bartolomé, que narra el descenso de Jesús a los infiernos.

En el texto, se incluye el testimonio de Leucio y Carino relatando el hecho:

Cuando estábamos con nuestros padres, colocados en el fondo de las tinieblas, un brillo real nos iluminó de súbito, y nos vimos envueltos por un resplandor dorado como el del sol.

Y, al contemplar esto, Adán, el padre de todo el género humano, estalló de gozo, así como todos los patriarcas y todos los profetas, los cuales clamaron a una: Esta luz es el autor mismo de la luz, que nos ha prometido transmitirnos una luz que no tendrá ni desmayos ni término».

Y el profeta Isaías exclamó: Es la luz del Padre, el Hijo de Dios, como yo predije, estando en tierras de vivos: en la tierra de Zabulón y en la tierra de Nephtalim. Más allá del Jordán, el pueblo que estaba sentado en las tinieblas, vería una gran luz, y esta luz brillaría sobre los que estaban en la región de la muerte. Y ahora ha llegado, y ha brillado para nosotros, que en la muerte estábamos.

El infierno se entiende aquí «no como un sitio de castigo, sino como un sitio donde estaban las almas esperando a que llegase el salvador», explica Aguirre. «Cuando muere, Jesús va a los infiernos para rescatar a los justos».

Este evangelio además da el nombre de los dos bandoleros que fueron crucificados junto a Jesús como Dimas y Gestas. Cuando el emperador romano Constantino se convirtió al Cristianismo en el año 312, quiso utilizarlo como forma de unificar su fragmentado imperio.

Luego hubo un efecto concertado para estandarizar doctrinas cristianas y promover un canon acordado de las escrituras del Nuevo Testamento.

Así que algunas de las escrituras «apócrifas» fueron apartadas, o incluso suprimidas. Pero la gran mayoría simplemente dejaron de ser reproducidas.

A finales del siglo IV, los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron aceptados ampliamente como parte integral de los 27 textos que constituyen el Nuevo Testamento. Junto con el Viejo Testamento, forman el canon de las sagradas escrituras cristianas.